Eduardo Sguiglia
Revista Debate
Fue la primera revolución triunfante del siglo XX y trajo consigo importantes reformas sociales. Su carácter irresuelto, el destino trágico de sus líderes y la herencia del PRI
Fue en una tarde de México, mientras discutía con mis amigos, hacia fines de los años setenta. Don Luis Ramos levantó la copa de tequila, tomó un sorbo y luego extendió el brazo hacia arriba para señalar un punto difuso. El bar La Derrota, en una esquina de la colonia Tránsito, estaba casi vacío a esas horas. Sentados en una mesa del fondo, si mal no recuerdo, había dos o tres hombres tomando y recitando poemas. Don Luis contempló aquel punto en silencio. Unos segundos después tosió y dijo: “Vivíamos como pinches ratas, de a diez, de a veinte familias amuchadas en cada galpón, sin luz ni agua, era puro trabajo en la hacienda, de sol a sol, hasta que un día allá lejos,en lo alto de un cerro, vimos relampaguear sus espuelas sobre las verijas de una yegua brava,¡ja!, ¿te recuerdas quién era ese jinete, Chucho? Dime, si es que no se te ha olvidado….” Chucho Nievas, octogenario como Don Luis, sonrió acariciando su copa vacía. Los ojos marchitos le bailaban tras los párpados. “¡Pancho Villa, ¿quién otro podía ser?!”, respondió. “¿Tú sabes, Chucho, que me parece verlo ahoritita mismo, cabrón?” “También yo”, dijo Chucho, me codeó y preguntó al aire: “¿Pedimos otra ronda?” “Ándele pues”, repuso Don Luis.
Francisco “Pancho” Villa, jefe de la División del Norte, y Emiliano Zapata, jefe del Ejército Libertador del Sur, fueron dos caudillos memorables que granjearon su fama durante la Revolución Mexicana, la primera de índole social que produjo el siglo pasado. Nadie sabe cuántas personas murieron a lo largo del conflicto. ¿Un millón? ¿Un millón y medio? Quizás nunca se sepa. Tampoco es posible afirmar cuándo acabó. Hasta hoy se discute. Pero no caben dudas de que comenzó el 20 de noviembre de 1910, día en que todos los mexicanos, según el Plan San Luis que había elaborado Francisco Madero, debían tomar las armas para derrocar al dictador Porfirio Díaz, que gobernaba el país desde 1876.
México, por entonces, presentaba unos pocos enclaves de prosperidad rodeados por miles de campesinos que se debatían en la pobreza. El uno por ciento de las familias poseía el noventa por ciento de las tierras cultivables. A un lado, los ferrocarriles, la inversión extranjera, las primeras industrias. Al otro, catorce horas de trabajo a cambio de vales para comprar algunos productos y alimentos en las tiendas de raya. El general Porfirio Díaz, que había llegado al poder oponiéndose a la reelección indefinida, manejaba a su antojo un sistema político elitista y represivo que le permitió acceder a la presidencia por cinco mandatos consecutivos. El Plan San Luis, urdido tras la última victoria de Díaz, contemplaba demandas de obreros y campesinos pero, sobre todas las cosas, planteaba una reforma política cuya consigna se mantiene vigente cien años después: sufragio efectivo, no reelección. La estrategia se enunciaba en el manifiesto original: “Conciudadanos. No vaciléis pues un momento: tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores y recobrad vuestros derechos de hombres libres”, decía.
Villa y Zapata
La rebelión, luego de ciertos fracasos, tuvo eco en los estados del Norte. En especial en Chihuahua, donde se destacaron Pancho Villa y Pascual Orozco, en Durango y en Coahuila. En el sur se expandió sólo en Morelos, el terruño de Emiliano Zapata. El porfiriato desplegó el ejército y suspendió las garantías individuales. Al mismo tiempo, intentó negociar. Pero ya era tarde. La insurgencia fue creciendo en zonas rurales y urbanas, y a fines de mayo de 1911 las tropas revolucionarias derrotaron a las federales en Ciudad Juárez, nombraron presidente provisional a Francisco Madero y forzaron al gobierno a firmar un acuerdo que garantizaba la renuncia de Díaz. Poco después, se organizó un nuevo proceso electoral, con nuevos partidos, que culminó en octubre de ese mismo año con el triunfo de la fórmula Madero-Pino Suárez.
Madero, un empresario de 38 años, oriundo de Coahuila, procuró desde un principio aquietar las aguas. Pero los principales jefes revolucionarios condicionaron la disolución de sus fuerzas a la sanción de leyes agrarias y a la remoción de todos los funcionarios que habían pertenecido al porfiriato. Madero, que percibía la desconfianza de los terratenientes y de Estados Unidos, rechazó esas pretensiones y, como era previsible, comenzó a perder sus propias bases de apoyo. Meses más tarde, luego de algunas revueltas y con la abierta participación del embajador norteamericano, es derrocado por un cruento golpe de Estado que encabezó Victoriano Huerta. Francisco Madero y su vicepresidente, el abogado y periodista Pino Suárez, son detenidos y asesinados en el Distrito Federal.
La administración del general Huerta, sustentada por el clero y los dueños de la tierra, suprimió las libertades públicas y disolvió el Parlamento. Los mayores focos de resistencia se desarrollaron, nuevamente, en el norte del país. Venustiano Carranza, en Coahuila, y Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, en Sonora, desconocen a los golpistas y exigen restablecer el orden constitucional. Sus tropas, como las de Villa y de Zapata, combaten sin tregua a los federales. En julio de 1914, luego de la victoria revolucionaria en la ciudad de Zacatecas, Huerta renuncia y busca refugio en el extranjero. Pero los tres líderes emergentes, Carranza, Villa y Zapata, no coinciden sobre el rumbo que debía seguir el país. Más aún: los tres, al frente de sus milicianos, ocupan sucesivamente el Distrito Federal para regresar a sus territorios días después.
Venustiano Carranza convoca a las distintas fracciones revolucionarias a debatir un programa y una forma de gobierno. La convención se formaliza en la ciudad de Aguascalientes en octubre de 1914. Pero el disenso se mantiene. Unos, llamados constitucionalistas, reconocen el liderazgo de Carranza. Otros, como el general Felipe Ángeles, apoyan a Villa y a Zapata. Los partidarios de este último bregan por llevar a cabo el Plan de Ayala que consistía en restituir a los campesinos todas las tierras que les habían sido arrebatadas, en forma progresiva, por las clases dominantes. Carranza forma gobierno en la ciudad de Veracruz. Desde allí reorganiza su ejército y dicta leyes de carácter nacional. Los villistas y zapatistas, sin una clara perspectiva de poder, logran imponer un presidente interino por unas cuantas semanas. Estados Unidos, que había ocupado momentáneamente los puertos de Veracruz y de Tampico a principios de 1914, mantiene, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, una actitud expectante.
La herencia
El nuevo ciclo, pleno de batallas, cambios de bando y pactos transitorios, se extiende hasta enero de 1917 cuando Carranza, victorioso, reúne a sus partidarios en un congreso constituyente en la ciudad de Querétaro. La nueva Constitución, que rige hasta el presente, es sancionada el 5 de febrero. El texto establece una serie de reformas sociales, como la abolición de la esclavitud, el acceso gratuito a la educación, la libertad de expresión y de culto, la jornada de trabajo de ocho horas, el derecho a la huelga y a la organización de los trabajadores en sindicatos y la regulación de la propiedad agraria. Asimismo, prohíbe la reelección presidencial y la participación de los religiosos en asuntos políticos, y fortalece la presencia estatal en la economía declarando, en otros principios, que el suelo y el subsuelo pertenecen a la Nación.
Venustiano Carranza es elegido presidente, por un período de tres años, en marzo de 1917. Su táctica para consolidarse en el poder y pacificar el país incluye la eliminación y la cooptación de los jefes insurgentes. La revolución comienza a devorar a sus padres. Emiliano Zapata es masacrado, en abril de 1919, en una celada que le tiende el gobierno. Al año siguiente, los líderes de Sonora, Obregón y Elías Calles, disconformes por el sucesor que digita Carranza se rebelan contra el gobierno central. El propio Carranza es asesinado camino a Veracruz en mayo de 1920. El general Álvaro Obregón asume la presidencia en diciembre. Pancho Villa, ya retirado, cae en una emboscada en la ciudad de Parral, Chihuahua, a fines de julio de 1923. El pedagogo Plutarco Elías Calles reemplaza a Álvaro Obregón como presidente en 1924. Su gobierno, que enfrenta una rebelión de católicos y sacerdotes, se caracteriza por impulsar la educación, la banca pública y las obras de infraestructura. Calles también se propone legalizar la revolución fundando el Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecedente inmediato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que guiaría los destinos de México durante más de medio siglo. Álvaro Obregón, contrariando la consigna inicial, fuerza su reelección para suceder a Calles pero es ajusticiado, en 1928, mientras festejaba el triunfo.
Algunos historiadores citan el fin de la revolución en ese año: 1928. Otros académicos consideran que concluyó mucho antes, en 1917, con la nueva Constitución y la sanción de los derechos sociales. También están los que incluyen dentro del proceso revolucionario al sexenio, desde 1934 a 1940, cuando gobernó el general Lázaro Cárdenas. Lejanos tiempos aquéllos cuando México no era azotado, como en los días que corren, por las redes del narcotráfico. Lejanas también resultan para mí aquellas tardes en La Derrota cuando apuraba las horas del exilio en compañía de cuates y amigos. ¿Cuándo terminó la revolución para usted, Don Luis? “Bueno, primero lo mataron a Zapata, luego nos fusilaron al bueno de Felipe Ángeles en Hidalgo, también le dieron balas a Villa en Parral, donde yo nací y me críe, y pos, de a poco nos fueron dando cuello hasta que ahí quedó la cosa para nosotros, los pobres”. ¿Así nomás? Don Luis acabó su copa de tequila y con el labio inferior se chupó las gotitas del bigote. “Pues sí, ni modo, así de irresuelta quedó”.
Francisco “Pancho” Villa, jefe de la División del Norte, y Emiliano Zapata, jefe del Ejército Libertador del Sur, fueron dos caudillos memorables que granjearon su fama durante la Revolución Mexicana, la primera de índole social que produjo el siglo pasado. Nadie sabe cuántas personas murieron a lo largo del conflicto. ¿Un millón? ¿Un millón y medio? Quizás nunca se sepa. Tampoco es posible afirmar cuándo acabó. Hasta hoy se discute. Pero no caben dudas de que comenzó el 20 de noviembre de 1910, día en que todos los mexicanos, según el Plan San Luis que había elaborado Francisco Madero, debían tomar las armas para derrocar al dictador Porfirio Díaz, que gobernaba el país desde 1876.
México, por entonces, presentaba unos pocos enclaves de prosperidad rodeados por miles de campesinos que se debatían en la pobreza. El uno por ciento de las familias poseía el noventa por ciento de las tierras cultivables. A un lado, los ferrocarriles, la inversión extranjera, las primeras industrias. Al otro, catorce horas de trabajo a cambio de vales para comprar algunos productos y alimentos en las tiendas de raya. El general Porfirio Díaz, que había llegado al poder oponiéndose a la reelección indefinida, manejaba a su antojo un sistema político elitista y represivo que le permitió acceder a la presidencia por cinco mandatos consecutivos. El Plan San Luis, urdido tras la última victoria de Díaz, contemplaba demandas de obreros y campesinos pero, sobre todas las cosas, planteaba una reforma política cuya consigna se mantiene vigente cien años después: sufragio efectivo, no reelección. La estrategia se enunciaba en el manifiesto original: “Conciudadanos. No vaciléis pues un momento: tomad las armas, arrojad del poder a los usurpadores y recobrad vuestros derechos de hombres libres”, decía.
Villa y Zapata
La rebelión, luego de ciertos fracasos, tuvo eco en los estados del Norte. En especial en Chihuahua, donde se destacaron Pancho Villa y Pascual Orozco, en Durango y en Coahuila. En el sur se expandió sólo en Morelos, el terruño de Emiliano Zapata. El porfiriato desplegó el ejército y suspendió las garantías individuales. Al mismo tiempo, intentó negociar. Pero ya era tarde. La insurgencia fue creciendo en zonas rurales y urbanas, y a fines de mayo de 1911 las tropas revolucionarias derrotaron a las federales en Ciudad Juárez, nombraron presidente provisional a Francisco Madero y forzaron al gobierno a firmar un acuerdo que garantizaba la renuncia de Díaz. Poco después, se organizó un nuevo proceso electoral, con nuevos partidos, que culminó en octubre de ese mismo año con el triunfo de la fórmula Madero-Pino Suárez.
Madero, un empresario de 38 años, oriundo de Coahuila, procuró desde un principio aquietar las aguas. Pero los principales jefes revolucionarios condicionaron la disolución de sus fuerzas a la sanción de leyes agrarias y a la remoción de todos los funcionarios que habían pertenecido al porfiriato. Madero, que percibía la desconfianza de los terratenientes y de Estados Unidos, rechazó esas pretensiones y, como era previsible, comenzó a perder sus propias bases de apoyo. Meses más tarde, luego de algunas revueltas y con la abierta participación del embajador norteamericano, es derrocado por un cruento golpe de Estado que encabezó Victoriano Huerta. Francisco Madero y su vicepresidente, el abogado y periodista Pino Suárez, son detenidos y asesinados en el Distrito Federal.
La administración del general Huerta, sustentada por el clero y los dueños de la tierra, suprimió las libertades públicas y disolvió el Parlamento. Los mayores focos de resistencia se desarrollaron, nuevamente, en el norte del país. Venustiano Carranza, en Coahuila, y Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, en Sonora, desconocen a los golpistas y exigen restablecer el orden constitucional. Sus tropas, como las de Villa y de Zapata, combaten sin tregua a los federales. En julio de 1914, luego de la victoria revolucionaria en la ciudad de Zacatecas, Huerta renuncia y busca refugio en el extranjero. Pero los tres líderes emergentes, Carranza, Villa y Zapata, no coinciden sobre el rumbo que debía seguir el país. Más aún: los tres, al frente de sus milicianos, ocupan sucesivamente el Distrito Federal para regresar a sus territorios días después.
Venustiano Carranza convoca a las distintas fracciones revolucionarias a debatir un programa y una forma de gobierno. La convención se formaliza en la ciudad de Aguascalientes en octubre de 1914. Pero el disenso se mantiene. Unos, llamados constitucionalistas, reconocen el liderazgo de Carranza. Otros, como el general Felipe Ángeles, apoyan a Villa y a Zapata. Los partidarios de este último bregan por llevar a cabo el Plan de Ayala que consistía en restituir a los campesinos todas las tierras que les habían sido arrebatadas, en forma progresiva, por las clases dominantes. Carranza forma gobierno en la ciudad de Veracruz. Desde allí reorganiza su ejército y dicta leyes de carácter nacional. Los villistas y zapatistas, sin una clara perspectiva de poder, logran imponer un presidente interino por unas cuantas semanas. Estados Unidos, que había ocupado momentáneamente los puertos de Veracruz y de Tampico a principios de 1914, mantiene, bajo la presidencia de Woodrow Wilson, una actitud expectante.
La herencia
El nuevo ciclo, pleno de batallas, cambios de bando y pactos transitorios, se extiende hasta enero de 1917 cuando Carranza, victorioso, reúne a sus partidarios en un congreso constituyente en la ciudad de Querétaro. La nueva Constitución, que rige hasta el presente, es sancionada el 5 de febrero. El texto establece una serie de reformas sociales, como la abolición de la esclavitud, el acceso gratuito a la educación, la libertad de expresión y de culto, la jornada de trabajo de ocho horas, el derecho a la huelga y a la organización de los trabajadores en sindicatos y la regulación de la propiedad agraria. Asimismo, prohíbe la reelección presidencial y la participación de los religiosos en asuntos políticos, y fortalece la presencia estatal en la economía declarando, en otros principios, que el suelo y el subsuelo pertenecen a la Nación.
Venustiano Carranza es elegido presidente, por un período de tres años, en marzo de 1917. Su táctica para consolidarse en el poder y pacificar el país incluye la eliminación y la cooptación de los jefes insurgentes. La revolución comienza a devorar a sus padres. Emiliano Zapata es masacrado, en abril de 1919, en una celada que le tiende el gobierno. Al año siguiente, los líderes de Sonora, Obregón y Elías Calles, disconformes por el sucesor que digita Carranza se rebelan contra el gobierno central. El propio Carranza es asesinado camino a Veracruz en mayo de 1920. El general Álvaro Obregón asume la presidencia en diciembre. Pancho Villa, ya retirado, cae en una emboscada en la ciudad de Parral, Chihuahua, a fines de julio de 1923. El pedagogo Plutarco Elías Calles reemplaza a Álvaro Obregón como presidente en 1924. Su gobierno, que enfrenta una rebelión de católicos y sacerdotes, se caracteriza por impulsar la educación, la banca pública y las obras de infraestructura. Calles también se propone legalizar la revolución fundando el Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecedente inmediato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que guiaría los destinos de México durante más de medio siglo. Álvaro Obregón, contrariando la consigna inicial, fuerza su reelección para suceder a Calles pero es ajusticiado, en 1928, mientras festejaba el triunfo.
Algunos historiadores citan el fin de la revolución en ese año: 1928. Otros académicos consideran que concluyó mucho antes, en 1917, con la nueva Constitución y la sanción de los derechos sociales. También están los que incluyen dentro del proceso revolucionario al sexenio, desde 1934 a 1940, cuando gobernó el general Lázaro Cárdenas. Lejanos tiempos aquéllos cuando México no era azotado, como en los días que corren, por las redes del narcotráfico. Lejanas también resultan para mí aquellas tardes en La Derrota cuando apuraba las horas del exilio en compañía de cuates y amigos. ¿Cuándo terminó la revolución para usted, Don Luis? “Bueno, primero lo mataron a Zapata, luego nos fusilaron al bueno de Felipe Ángeles en Hidalgo, también le dieron balas a Villa en Parral, donde yo nací y me críe, y pos, de a poco nos fueron dando cuello hasta que ahí quedó la cosa para nosotros, los pobres”. ¿Así nomás? Don Luis acabó su copa de tequila y con el labio inferior se chupó las gotitas del bigote. “Pues sí, ni modo, así de irresuelta quedó”.
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