sábado, 30 de dezembro de 2023

Feliz año 2024 !!

 

A pesar de los nubarrones que amenazan en el horizonte de nuestra región y del planeta, con el nuevo año siempre renovamos la esperanza en mejores días, con mucha salud, paz, amor y felicidad.  Les deseo a todas mis amigas y amigos lectores un 2024 lleno de alegrías, triunfos y realizaciones !! 

terça-feira, 26 de dezembro de 2023

El gobierno de Lula navega sobre aguas turbulentas


Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

Tentei te entender. Você não soube explicar
Fiz questão de ir lá ver. Não consegui enxergar
Desempregado, despejado, sem ter onde cair morto
Endividado sem ter mais com que pagar
Nesse país, nesse país, nesse país
Que alguém te disse que era nosso...

Perplexo, Os Paralamas do Sucesso

Un año sin mucho para celebrar

El próximo 1 de enero se cumple el primer año desde que asumió el presidente Lula da Silva. En este periodo el gobernante brasileño pudo cumplir con algunas de sus propuestas de campaña, pero para ello ha tenido que renunciar a la construcción de un gobierno efectivamente progresista en el ámbito económico, político, social, cultural y ambiental.

El llamado “presidencialismo de coalición” le ha implicado a Lula sufrir algunas derrotas que resultan de la cada vez más amplia plataforma de apoyo entre los partidos que componen su actual administración. Con el objetivo de asegurar la estabilidad institucional y la sacrosanta gobernabilidad, el mandatario fue incorporando hasta a los más tradicionales partidos de la derecha brasileña, como Unión Brasil, Partido Social Democrático (PSD), Partido Progresista (PP), Republicanos o Partido Laborista Brasileño (PTB).

Inconsistente con el electorado y la base social que le dio sustento en octubre de 2022, el gobierno tuvo que renunciar a las expectativas que existían en torno a su programa original para iniciar -desde antes de asumir su mandato- una rueda interminable de negociaciones con los sectores de derecha que amenazan permanentemente con boicotear su gestión de no obtener los beneficios que creen “merecer” por parte del Ejecutivo. (Los principales escollos del gobierno Lula).

Electo a partir de la construcción de una concertación con partidos de izquierda y centro izquierda, los correligionarios del presidente representan solamente a un cuarto de los asientos en el Congreso, es decir, el gobierno posee una correlación de fuerzas bastante desfavorable para impulsar su agenda programática en el campo político.

Solo para ayudar a la memoria, es bueno recordar que, en el segundo turno de las elecciones del 30 de octubre de 2022, el candidato Lula da Silva triunfó solamente con el 50.9 por ciento de los votos válidos que representaron poco más de 60 millones de sufragios, ganando por una margen muy estrecha con relación a su contendor de la extrema derecha.

No deja de ser intrigante saber que 58 millones de brasileños votaron por Jair Bolsonaro, que ha sido el presidente con peor desempeño desde la redemocratización en 1985. No solo su administración dejó un legado de casi 700 mil muertes a causa de la pésima gestión de la pandemia del Covid19, como también su mandato será reconocido en la historia brasileña como aquel que provocó la mayor destrucción de los sistemas de protección social, el exterminio de los pueblos originarios, la devastación ambiental, el apoyo incondicional a las milicias o el ataque violento a las minorías y la diversidad sexual.

A pesar de su triunfo – con un desempeño que frustró las expectativas en torno a su candidatura- las alianzas que consiguió construir el pacto democrático no han sido suficientes para proporcionarle a Lula las articulaciones necesarias para implementar su programa con tranquilidad y fluidez. Eso se debe en gran medida al hecho de que, en las elecciones de gobernadores, senadores y diputados, la derecha y la extrema derecha obtuvieron una significativa representación a lo largo y ancho del país.

Varios ministros de Bolsonaro consiguieron escaños en la Cámara y el Senado y los cuatro estados más importantes de la República (Sao Paulo, Rio de Janeiro, Minas Gerais y Rio Grande do Sul) poseen gobernadores cercanos o militantes de la extrema derecha. Eso sin contar con las presiones que sufre constantemente de parte de unas Fuerzas Armadas con vocación golpista, de los empresarios retrógrados, de los sectores del agronegocio, de los conglomerados extractivistas, de los especuladores financieros, de las iglesias pentecostales o de las milicias que controlan parte del territorio de las grandes capitales.

En este escenario de presiones y chantajes, el Parlamento acaba de aprobar el presupuesto del próximo año el que incluye la escandalosa cifra de 53 mil millones de reales (algo así como 11 mil millones de dólares) para obras propuestas y elegidas por sus diputados y senadores. Esta descomunal cifra de enmiendas parlamentarias es similar a aquella que el gobierno debería invertir en todos los proyectos diseñados para el próximo año.

Dichos recursos son la moneda de cambio que poseen los congresistas para reproducirse en sus reductos electorales, ignorando casi siempre las prioridades del gobierno. Este último desdoblamiento sobre la pérdida de control con respecto a la planificación presupuestaria se inscribe en aquello que puede ser considerada como una nueva modalidad de “parlamentarismo disfrazado”, la cual le resta aún más capacidad decisoria al ejecutivo, restricciones que ya se presentan en el marco del presidencialismo de coalición al que aludimos anteriormente.


Las tareas pendientes de un gobierno acorralado

Resumiendo, desde que fue ungido como primer mandatario, Lula ha debido gobernar en un tipo de régimen hibrido o transformista que se mueve entre un tipo de presidencialismo incompleto y un parlamentarismo enmascarado, siempre amenazado por el Presidente de la Cámara, Arthur Lira, que exige mayores poderes a cambio del apoyo de los partidos del Centrao, operando casi como un primer ministro que administra las tareas de un Estado que no tiene nada de republicano. Lira es una figura que se encuentra más interesada en fortalecer los privilegios personales y de sus seguidores, valiéndose para ello del usufructo del tesoro público y en contra de cualquier iniciativa que ayude a superar los problemas que enfrentan los brasileños.

Entonces, desde la conformación de su gabinete, Lula ha tenido que ir cediendo a los intereses de los partidos que fueron incorporándose a la base del gobierno, descartando a ministros –y especialmente ministras- que eran de su confianza. El caso más emblemático fue la salida de la Ministra del Deporte, Ana Moser, una destacada deportista que era de plena confianza para el mandatario. Ella que tuvo que dejar el cargo para entregárselo a un cuestionado André Fufuca, miembro del Partido Progresista, un conglomerado de derecha que ni siquiera apoya al gobierno en las votaciones más relevantes y en que la mayoría de sus integrantes siguen fuertemente ligados a las huestes bolsonaristas.

Este partido, junto con Republicanos y Unión Brasil van negociando ministerios con el gobierno Lula, mientras siguen manteniendo puentes con el bolsonarismo. La estrategia consiste en dejar las puertas abiertas con ambos campos políticos para evaluar con cuál de ellos vincularse, según las configuraciones que se presentan en el Congreso y de acuerdo con el termómetro electoral.

O sea, dado el conjunto de limitaciones políticas y económicas que le ha ido imponiendo un Congreso fisiologista, corrupto y oportunista, el presidente Lula se encuentra prácticamente incapacitado incluso para realizar un gobierno reformista con un perfil moderado de transformaciones, como lo fueron sus dos administraciones anteriores entre 2003 y 2010. Aun siendo parte de un ciclo socialdemócrata imperfecto, estos gobiernos por lo menos consiguieron – a través del asistencialismo y de transferencias directas del Estado a los grupos más carentes- sacar a miles de familias del mapa de la pobreza. En estos momentos, el hambre de millones de brasileños heredada de la gestión de Bolsonaro, persiste todavía como un monumental e ineludible desafío a ser superado.

La permanencia de una ideología ultra conservadora y de la extrema derecha política no se discute como dato de realidad, ella posee basamentos firmes en la propia historia brasileña, con su herencia esclavista, racista y clasista, sus raíces religiosas atávicas, su cultura country y su elite colonizada. Dicha impronta reaccionaria se apoya durante siglos –con escasas excepciones- en una fuerza militar que siempre está amenazando los avances democráticos de la sociedad, con un empresariado atrasado que vela solamente por sus intereses y subordinado a las directrices de las corporaciones transnacionales.

En ese contexto, el gobierno Lula no ha conseguido ni siquiera mejorar el Programa Bolsa Familia ni aumentar el salario mínimo a niveles que permitan recuperar la capacidad de compra perdida por las familias brasileñas durante la administración de Bolsonaro. Otros programas emblemáticos de las anteriores administraciones del Partido de los Trabajadores (Programa de Aceleración del Crecimiento, Sistema Único de Salud, Minha Casa-Minha Vida, Farmacia Popular), se arrastran lánguidamente y sobreviven gracias al esfuerzo de los profesionales comprometidos con la mejoría de vida de la población más vulnerable.

En el ámbito de la participación popular, la tarea se encuentra aún pendiente y no existe una política efectiva de formación política para los ciudadanos. Por su parte, las organizaciones y movimientos sociales se han restado a la realización de manifestaciones durante el presente año bajo el argumento de que es necesario apoyar incondicionalmente al gobierno que debe maniobrar entre adversarios declarados y agresivos. Parece que existe una abdicación absoluta sobre la necesidad de complementar las políticas públicas con la participación popular, precisamente desde un gobierno que dice promover la inclusión social con los procesos pedagógicos que aseguren la organización y movilización de la población en torno a sus derechos postergados.

En síntesis, nos encontramos ante un gobierno de manos atadas que es amenazado y extorsionado por un Legislativo y por diversas fuerzas retrógradas que se han dedicado a desmontar la carta de navegación progresista que se presentaba en la campaña electoral. Sin convocar el apoyo de los sindicatos, las organizaciones sociales y de la ciudadanía en general, será muy difícil para el actual gobierno alterar la actual correlación de fuerzas desfavorable y salir de las trampas que le tienden cotidianamente sus enemigos. En esa gran encrucijada se encuentra el actual mandatario y su proyecto de reformas, si pretende mejorar positivamente la vida de los habitantes de un país que no debería renunciar a la esperanza.

sexta-feira, 22 de dezembro de 2023

Cuando civilización es barbarie


Rosa Miriam Elizalde
La Jornada

Un sistema de inteligencia artificial (IA) desarrollado por Israel le permite localizar y aniquilar 100 objetivos por día en Gaza, pero 2023 quedará en la historia como el año en que aproximadamente 180 millones de terrícolas se comunicaron, crearon e hicieron trampas con robots.

En apenas 12 meses, OpenAI se ha convertido en la empresa de inteligencia artificial más popular del mundo, al diseñar una aplicación (ChatGPT) capaz de mantener un diálogo razonablemente coherente con cualquier usuario en Internet. Con esta tecnología, Los Beatles estrenaron su última canción y Kuwait News presentó a Fedha, la futura conductora de su principal canal de noticias. Nvidia, que se ha posicionado como proveedor del hardware requerido para la inteligencia artificial, subió su valor en la bolsa 190 por ciento. Tesla sigue liderando el mercado de la conducción autónoma. Apple ha destinado millones para mejorar sus asistentes virtuales y Microsoft se alzó como el principal inversor de ChatGPT (para luego absorber a la mayor parte de su plantilla y su CEO Sam Altman).

Sin mencionar a Israel, los expertos nos abruman con tremendismos como 2023 será recordado como el año en que se produjo la mayor disrupción tecnológica desde la creación del buscador de Google. Otros, siguiendo una suerte de escatología apocalíptica, creen que marcará el inicio de la rebelión de las máquinas y de los intentos de regularlas a tiempo. Y todos ellos buscan implantarnos la idea de una nueva hipermodernidad que acabará con el mundo tal como lo conocemos.

La realidad es bastante más simple. No son las máquinas las que adquieren inteligencia y valores humanos; son las élites tecnológicas las que reproducen la lógica de las máquinas. El dilema sobre ChatGPT –o cualquier otra tecnología basada en sistemas de redes neuronales– lo hemos visto ya muchas veces desde la generalización del uso y acceso a Internet, con plataformas que aparecen abiertas, gratis y disruptivas, pero que en realidad vienen acopladas a la idea de que siempre hay una solución tecnológica o de mercado para los grandes problemas sociales y ­medioambientales.

En La supervivencia de los más ricos, Douglas Rushkoff estudia la forma de pensar y actuar de la superélite tecnológica y llega a la conclusión de que ésta lleva las riendas de la revolución digital desde una visión de la tecnología despojada de cualquier tipo de reflexión o contenido humanista: se centra en forzar los límites y escapar.

Los que controlan la industria tecnológica, volcada ahora hacia la inteligencia artificial, no sólo son inmensamente ricos: saben que lo que han construido puede destruir al mundo y tienen un plan B para salvar el pellejo. Jeff Bezos (Amazon) viajará al espacio; Elon Musk (X, Tesla), colonizará a Marte. Peter Thiel (Palantir) está empeñado en revertir el proceso del envejecimiento. Sam Altman (OpenAI) y Ray Kurzweil (Google) viven convencidos de que llegará el día en que podrán hacer una copia de seguridad de sus cerebros y subirla a la nube. El búnker de Mark Zuckerberg es el metaverso. Todos se han inventado una forma de alejarse de los problemas que con entusiasmo y alevosía han contribuido a crear.

“Para ellos –dice Rushkoff– sus algoritmos, sus inteligencias artificiales, los robots o los humanos aumentados que un día colonizarán los cielos son más importantes que la gente. Creen que la experiencia de trillones de inteligencias artificiales esparcidas por la galaxia dentro de mil años importa más que la de estos 8 mil millones de pequeños gusanos de carne que se arrastran ahora por el planeta. Y estos señores son lo suficientemente inteligentes y lúcidos para verlo. No están atrapados en la emocionalidad humana; no son capaces de retroceder y ver la ecuación desde un lugar mucho más racional.”

Mientras corremos el riesgo de un estallido atómico y en Gaza muere un niño asesinado cada diez minutos, el marketing intenta convencernos de que 2023 es la puerta de entrada a una civilización en que los androides soñarán con ovejas eléctricas. Pero éste sólo ha sido un año más del siglo XXI y de la era de las cavernas. Todo al mismo tiempo.

sexta-feira, 15 de dezembro de 2023

De la Cumbre del Clima y del tiempo perdido

Alberto Garzón
El Diario

No podemos permitirnos perder tanto tiempo al abordar todas las implicaciones, no sólo las climáticas, de habernos dotado de un sistema económico incompatible con la sostenibilidad del planeta

La última Cumbre del Clima (COP28) acaba de finalizar con otro acuerdo celebrado entre aplausos y abrazos. Las expectativas previas no eran buenas, pues la cumbre ha tenido lugar en Emiratos Árabes Unidos, un Estado que es el séptimo productor mundial de petróleo. No obstante, por primera vez en casi treinta años una cumbre del clima ha terminado con una declaración que insta a reducir gradualmente los combustibles fósiles. En todas las ocasiones anteriores, veintisiete para ser exactos, los intentos de introducir una referencia tan directa habían fracasado.

Hay quien define este acuerdo como histórico. Sin duda, la novedad es sustantiva. Los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) son la principal fuente de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera y, por ello, son también los principales causantes del cambio climático. Igualmente son importantes los compromisos alcanzados para triplicar la capacidad de producción de energías renovables, la mejora sustancial de la eficiencia energética y la supresión de subvenciones a las energías contaminantes. Todos estos avances, aunque aún en la esfera declarativa y probablemente sin que sean suficientes para no rebasar los 1,5º C respecto a la era preindustrial, son positivos y necesarios.

La cuestión es que, si lo ponemos en perspectiva, el panorama es más lúgubre. La concentración de moléculas de dióxido de carbono en el aire fue medida por primera vez en 1958 por Charles Keeling. Unos años más tarde quedó claro que se estaba dando un crecimiento continuado de dicho gas en la atmósfera, y el propio Keeling sospechaba que la causa era la quema de combustibles fósiles. No obstante, las primeras alarmas en el foro público llegaron a finales de los ochenta, cuando el científico James Hansen informó al Congreso de los Estados Unidos acerca de las consecuencias que estas emisiones tenían sobre el clima.

Con todo, la primera cumbre del clima tuvo lugar en 1995, el protocolo de Kioto en 1997 y los Acuerdos de París en 2015. Y ahora, gracias a este último acuerdo, la primera mención a reducir los combustibles fósiles ha tenido lugar en 2023. A todas luces hemos perdido un tiempo precioso. ¿Por qué? Me parece que el retraso hay que explicarlo partiendo de dos elementos interrelacionados pero distintos: la lucha económica que tiene lugar en el tablero de la geopolítica internacional y la estructura cultural propia de un mundo constituido sobre el capital fósil.

En primer lugar, los principales países productores de petróleo, organizados actualmente en la OPEP, han acumulado grandes cuotas de poder e influencia desde hace más de un siglo. Alrededor del capital fósil se han tejido negocios sumamente lucrativos, especialmente en momentos de crisis internacional como la sucedida en los años setenta. Y aunque se sabe desde hace mucho tiempo que la escasez de combustibles fósiles aboca al sector a una inevitable desaparición, son muchos y muy poderosos los actores que se resisten a acelerar ese final. De hecho, el bloque de la OPEP, encabezado por Arabia Saudí, ha sido el más reacio a los compromisos más ambiciosos también en esta cumbre.

La Unión Europea, presidida justo ahora por España, y sumamente dependiente de la importación de combustibles fósiles, se ha situado en una posición antagónica a la de la OPEP. Por otro lado, el papel de Estados Unidos, desde hace unos años también un gigante exportador de gas natural, ha sido mucho más ambiguo. La oferta, esto es, el negocio económico vinculado a la extracción, distribución, comercialización y venta de combustibles fósiles nos da un mapa muy útil para entender cuáles son los frenos que existen a la aceptación total de las recomendaciones científicas.

Ahora bien, si el asunto fuera simplemente sustituir las fuentes de energía procedentes de combustibles fósiles por fuentes de energía renovables o limpias, la cuestión adquiriría una dimensión básicamente técnica. En el proceso habría dificultades, como las comentadas respecto a los poderosos intereses que atraviesan la geopolítica, la falta de financiación o en algunos casos incluso la disponibilidad de tecnología adecuada, pero el problema tendría una solución sencilla: una de esas soluciones que pueden alcanzarse sobre el papel. Sin embargo, me temo que si ampliamos el foco encontramos algo más que convierte al problema en algo bastante más complejo.


Ese algo más tiene que ver con el hecho de que poner en tela de juicio los combustibles fósiles es también poner en tela de juicio las sociedades que hemos construido durante los últimos doscientos años. Al fin y al cabo, vivimos en un sistema económico caracterizado no sólo por la propiedad privada de los medios de producción sino también, y muy especialmente, por fundarse sobre una legión invisible de esclavos energéticos. Todo lo que hemos levantado a nuestro alrededor en los dos últimos siglos, desde las redes de transportes y comunicaciones hasta los edificios y otras infraestructuras físicas, se ha conseguido utilizando las reservas de energías acumuladas en el subsuelo durante millones de años.

La inmensa mayoría de los bienes y servicios que hemos naturalizado, como que calentemos nuestro hogar o que tengamos electricidad en casa, dependen todavía hoy de manera abrumadora de esa energía para nosotros invisible. El espectacular incremento de la productividad económica durante los últimos dos siglos no es sólo debido a la conflictiva contribución del capital y el trabajo, sino también a esta dotación brutal de energía extraída esencialmente de los combustibles fósiles. Somos una civilización construida, física y culturalmente, sobre energía fosilizada por las fuerzas geológicas. De ahí que imaginar y construir una sociedad avanzada de alto consumo de energía –y sostenible al mismo tiempo– sea un ejercicio tan inmenso. Sobre todo, si el tiempo corre en nuestra contra.

Pero es que tal sistema económico no sólo produce impactos sobre el clima sino sobre el conjunto del Sistema-Tierra, lo cual afecta de manera mucho más compleja a los delicados equilibrios que hacen la vida posible. Y esto nos lleva a un terreno distinto del de la simple transición energética. Hasta donde sabemos, la Tierra es el único planeta que puede albergar la vida, y desestabilizar esos equilibrios es una muy mala idea. Sin embargo, esa es precisamente una de las descripciones posibles del Antropoceno: la del desequilibrio de las condiciones climáticas que hicieron del Holoceno una etapa fértil para el desarrollo de la civilización.

La emergencia de la ciencia del Sistema Tierra –una herramienta transdisciplinar para las enseñanzas de la química, la biología, la física, la geología y tantas otras ciencias consideradas naturales– ha sido fundamental para comprender cómo funciona realmente nuestro mundo, lo que nos ha permitido conocer mejor también sus vulnerabilidades. Ello ha dado lugar a un marco conceptual como el de los límites planetarios, que ha identificado una serie de límites biofísicos que en caso de traspasarse ponen en peligro las condiciones para la vida en el planeta. La mala noticia es que muchos de esos límites se han traspasado ampliamente. La buena noticia es que se trata de trayectorias que pueden ser corregidas.

El problema es que la política y la ciencia económica son la mayor parte del tiempo totalmente ajenas a este avance científico. La ciencia económica es el principal sostén ideológico de las sociedades de mercado, pero al constituirse antes incluso de que tuvieran lugar los descubrimientos científicos centrales de la física y la química, como las leyes de la termodinámica, nació desconectada de las leyes naturales. De acuerdo con el esquema economicista básico, el bienestar humano depende de la producción, y la producción depende de los factores capital y trabajo. Toda nuestra sociedad –y toda nuestra política– se ha inspirado en este sistema de ideas que descarta cualquier papel para la energía y los recursos naturales. Como consecuencia, la cultura constituida en nuestras sociedades de mercado –nuestra forma de ver el mundo– es generalmente ciega ante los impactos ecológicos y los desequilibrios generados en el Sistema Tierra. Eso es lo que cada uno de nosotros hemos interiorizado durante siglos.

Tenemos mucho camino aún que recorrer para que nuestras sociedades asuman realmente la verdadera transición pendiente. No se trata sólo de una sustitución energética que cambie los combustibles fósiles por energías limpias. Esto es una parte necesaria de un conjunto mucho más amplio de tareas. Se trata, más en general, de acometer una transición ecológica que además de reducir también muchos otros impactos ecológicos –como la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos o la contaminación del aire, entre otros–, asuma para nuestras sociedades el único rol que es viable en el medio y largo plazo. Durante siglos el pensamiento occidental ha asumido la idea de que la naturaleza es el objeto, a controlar y explotar, y la sociedad humana el sujeto.

Hoy sabemos que la única trayectoria posible es aquella que culmina con una sociedad humana plenamente integrada dentro de los límites del planeta. Y si bien las cumbres del clima han necesitado casi treinta años para señalar al principal vector del cambio climático, no podemos permitirnos perder tanto tiempo al abordar todas las implicaciones, no sólo las climáticas, de habernos dotado de un sistema económico incompatible con la sostenibilidad del planeta. Por eso es hora de cumplir los acuerdos alcanzados y de ser, al mismo tiempo, más ambiciosos en las tareas pendientes. El tiempo corre.

sexta-feira, 8 de dezembro de 2023

Napoleón: Una película mediocre al servicio de la política centrista

Luke Savage
Jacobin América Latina

Napoleón, de Ridley Scott, toma una de las épocas más interesantes y complejas de la historia moderna —la Revolución Francesa y sus prolongadas secuelas— y la convierte en una moralina conservadora sobre los peligros de la turba. Y lo que es peor, ni siquiera es convincente.

Desde sus primeros fotogramas, la nueva epopeya del director Ridley Scott, Napoleón, deja claro tanto su subtexto político como su actitud hacia la historia. «1789, Revolución en Francia», anuncian los títulos iniciales. «Los franceses se han desilusionado por la escasez de alimentos y la depresión económica generalizada. Los antirrealistas no tardarán en acabar violentamente con el rey Luis XVI y 11.000 de sus partidarios, y luego pondrán sus miras en la última reina de Francia, María Antonieta. Mientras tanto, un ambicioso oficial de artillería corso llamado Napoleón Bonaparte busca un ascenso…».

Una aterrorizada María Antonieta es conducida a su destino en la guillotina ante la mirada de una turba parisina que la increpa lanzándole insultos y verduras podridas. Mientras el verdugo alza su cabeza cortada ante los vítores de la multitud, el Napoleón Bonaparte de Joaquin Phoenix observa la escena con una expresión de enigmática ambivalencia.

Las superproducciones de gran presupuesto, especialmente las dedicadas a personajes y acontecimientos históricos muy conocidos, a menudo apuestan por la generalidad. Pero, desde el principio, Napoleón exhibe con orgullo su conservadurismo. Su Revolución Francesa no es ni una posibilidad radical en medio de la efervescencia intelectual ni una ruptura histórica moralmente compleja en la que las quiebras económicas e institucionales del Ancien Régime —por no mencionar la implacable invasión de las monarquías de la vieja Europa— dieron lugar a un violento conflicto civil. En su lugar, operando dentro de una tradición que se remonta a intelectuales como Thomas Carlyle y Edmund Burke, y más recientemente al historiador centrista François Furet, Scott nos muestra una revolución cuyo idealismo igualitario solo puede conducir a la oscuridad, el despotismo y la violencia.

En cuanto a la exactitud histórica, cualquiera que conozca mínimamente este periodo encontrará chocante la rapidez de la secuencia inicial de Scott. La ejecución de Antonieta tuvo lugar en 1793, pero Napoleón pasa del periodo de monarquía constitucional de 1789-1792 al republicanismo de la fase radical de la revolución sin perder un segundo, poniendo en marcha un ritmo absolutamente vertiginoso que nos lleva desde estos comienzos hasta el exilio final de Napoleón Bonaparte en Santa Helena en menos de tres horas.

En todo momento, Scott parece tan profundamente desinteresado por los detalles de la historia napoleónica como movido por un impulso ligeramente obsesivo de estructurar su película en torno a varios incidentes bien conocidos, aunque no sirvan a un propósito narrativo superior. Tras la ejecución de María Antonieta, Paul Barras (Tahar Rahim) pide a Bonaparte que dirija el asalto francés al bastión realista de Tolón. Gracias a su astucia estratégica, la acción tiene éxito y el joven capitán Bonaparte —veinticuatro años en la época real, pero interpretado por Phoenix, de cuarenta y nueve— es ascendido a general de brigada.

En los aproximadamente 120 minutos que siguen se nos ofrece un popurrí de episodios de la vida y la carrera de Bonaparte: su noviazgo y matrimonio con Joséphine de Beauharnais (Vanessa Kirby); su expedición a Egipto (1798); el derrocamiento del Directorio el 18 de Brumario y su ascenso a primer cónsul —y más tarde emperador— de Francia; las batallas de Austerlitz (1805), Borodino (1812) y Waterloo (1815).

No sería razonable esperar que una película como la de Scott transmitiera la historia con estricta precisión, y probablemente era inevitable tomarse ciertas libertades con los hechos establecidos. Kirby y Phoenix, por ejemplo, son actores de talento, y no tiene sentido quejarse de que su diferencia de edad sea tan grande (Kirby tiene treinta y cinco años, y Beauharnais era, en realidad, seis años mayor que Bonaparte). Del mismo modo, sería pedante criticar demasiado a Scott por omitir ciertos acontecimientos, aunque algunas de esas omisiones —como la campaña en Italia que ayudó a establecer la reputación de Napoleón como genio militar— son realmente desconcertantes. Las secuencias de batalla de la película también son espectáculos grandiosos y entretenidos, incluso cuando lo que se muestra se parece poco a la realidad.

Sin embargo, es más que extraño hacer una película sobre uno de los periodos más estudiados de la historia de la humanidad y estar tan poco interesado en lo que realmente ocurrió. Scott ha dicho abiertamente que «no necesitaba historiadores» y ha sido tan descarado sobre su desprecio por todo este campo que su descaro resulta casi admirable: «Cuando tengo problemas con los historiadores, les pregunto: “Perdona, colega, ¿estuviste allí? ¿No? Pues cállate la boca”». Las réplicas a esto son obvias, pero el verdadero problema con la actitud del director es que, en última instancia, convierte una de las épocas más interesantes y complejas de la historia moderna en una anodina moralina conservadora (y decididamente británica) con una vaga tesis sobre el exceso revolucionario y los peligros de la turba.

Una de las mejores ilustraciones de ello es la forma en que Scott elige retratar el levantamiento realista del 5 de octubre de 1795, más conocido por su fecha en el calendario revolucionario francés, 13 Vendémiaire. En la película vemos a un joven Bonaparte disparar su cañón contra una multitud de indefensos civiles, que son rápidamente mutilados por la salva. Cuando, en realidad, la Guardia Nacional francesa repelía lo que era un violento asalto por parte de una fuerza mucho mayor de monárquicos armados, cuyo único objetivo era reinstaurar la monarquía.

Esta secuencia es una unión de mala historia con mala política, pero también es un ejemplo de lo poco que le interesa a la película desarrollar a su personaje principal. Podría decirse que Joaquin Phoenix es uno de los actores más dinámicos en actividad, pero, de principio a fin, la idea que Scott tiene de Bonaparte rara vez se aleja del mismo monolito estático de fría brutalidad y estoica resolución. Básicamente, el Napoleón de Scott es un hombre sin personalidad, sin ni siquiera carisma: ni un antiguo revolucionario envenenado gradualmente por el cinismo, ni un idealista de antaño cuya ambición sin límites le inspira finalmente a enterrar el republicanismo e intentar ungirse dictador de Europa.

Desde la ejecución de María Antonieta, pasando por numerosos episodios que tienen el mismo tenor que la escena del 13 Vendémiaire, hasta su muerte en la remota isla de Santa Elena, el personaje central de Napoleón prácticamente no tiene arco narrativo. La relación de Bonaparte con Josefina es en muchos sentidos el núcleo emocional y argumental de la película, pero resulta un tanto desagradable gracias a una serie de escenas de sexo extrañas y a veces desgarradoras que sugieren poca ternura o afecto y se ven socavadas —como la mayor parte de lo que las rodea— por un ritmo frenéticamente entrecortado.

En última instancia, el mayor defecto de la película no es tanto su inexactitud histórica o su insípida política centrista como su incapacidad para ofrecer un drama épico convincente. El matiz y la complejidad son parte integrante de la historia, pero también mejoran y hacen más entretenida la narración. Una película con la misma concepción reaccionaria de la Revolución Francesa, la misma actitud displicente hacia el pasado e incluso la misma representación monocorde de Bonaparte podría haber sido mejor ejecutada. Pero, dado el calibre esencialmente mediocre de Napoleón como drama o entretenimiento (a pesar de los hermosos trajes y algunas secuencias de batalla realmente entretenidas), su columna vertebral es en última instancia política.

En Napoleón nos encontramos con una historia familiar sobre cómo la política de masas y el idealismo democrático conducen inexorablemente a la tiranía, una historia que exuda no solo la influencia ambiental de Burke, Carlyle y el liberalismo estéril de la Guerra Fría, sino también la de varios desvaríos posteriores a 2016 que en los Estados Unidos y buena parte del mundo han intentado culpar a la democracia de la continua disfunción de nuestro propio Ancien Régime en ruinas.

¿Qué decir? Con un poco de suerte, la inminente adaptación de la abortada epopeya sobre Napoleón de Stanley Kubrick dejará el intento de Scott en el olvido.