Luke Savage
Jacobin América Latina
Napoleón, de Ridley Scott, toma una de las épocas más interesantes y complejas de la historia moderna —la Revolución Francesa y sus prolongadas secuelas— y la convierte en una moralina conservadora sobre los peligros de la turba. Y lo que es peor, ni siquiera es convincente.
Desde sus primeros fotogramas, la nueva epopeya del director Ridley Scott, Napoleón, deja claro tanto su subtexto político como su actitud hacia la historia. «1789, Revolución en Francia», anuncian los títulos iniciales. «Los franceses se han desilusionado por la escasez de alimentos y la depresión económica generalizada. Los antirrealistas no tardarán en acabar violentamente con el rey Luis XVI y 11.000 de sus partidarios, y luego pondrán sus miras en la última reina de Francia, María Antonieta. Mientras tanto, un ambicioso oficial de artillería corso llamado Napoleón Bonaparte busca un ascenso…».
Una aterrorizada María Antonieta es conducida a su destino en la guillotina ante la mirada de una turba parisina que la increpa lanzándole insultos y verduras podridas. Mientras el verdugo alza su cabeza cortada ante los vítores de la multitud, el Napoleón Bonaparte de Joaquin Phoenix observa la escena con una expresión de enigmática ambivalencia.
Las superproducciones de gran presupuesto, especialmente las dedicadas a personajes y acontecimientos históricos muy conocidos, a menudo apuestan por la generalidad. Pero, desde el principio, Napoleón exhibe con orgullo su conservadurismo. Su Revolución Francesa no es ni una posibilidad radical en medio de la efervescencia intelectual ni una ruptura histórica moralmente compleja en la que las quiebras económicas e institucionales del Ancien Régime —por no mencionar la implacable invasión de las monarquías de la vieja Europa— dieron lugar a un violento conflicto civil. En su lugar, operando dentro de una tradición que se remonta a intelectuales como Thomas Carlyle y Edmund Burke, y más recientemente al historiador centrista François Furet, Scott nos muestra una revolución cuyo idealismo igualitario solo puede conducir a la oscuridad, el despotismo y la violencia.
En cuanto a la exactitud histórica, cualquiera que conozca mínimamente este periodo encontrará chocante la rapidez de la secuencia inicial de Scott. La ejecución de Antonieta tuvo lugar en 1793, pero Napoleón pasa del periodo de monarquía constitucional de 1789-1792 al republicanismo de la fase radical de la revolución sin perder un segundo, poniendo en marcha un ritmo absolutamente vertiginoso que nos lleva desde estos comienzos hasta el exilio final de Napoleón Bonaparte en Santa Helena en menos de tres horas.
En todo momento, Scott parece tan profundamente desinteresado por los detalles de la historia napoleónica como movido por un impulso ligeramente obsesivo de estructurar su película en torno a varios incidentes bien conocidos, aunque no sirvan a un propósito narrativo superior. Tras la ejecución de María Antonieta, Paul Barras (Tahar Rahim) pide a Bonaparte que dirija el asalto francés al bastión realista de Tolón. Gracias a su astucia estratégica, la acción tiene éxito y el joven capitán Bonaparte —veinticuatro años en la época real, pero interpretado por Phoenix, de cuarenta y nueve— es ascendido a general de brigada.
En los aproximadamente 120 minutos que siguen se nos ofrece un popurrí de episodios de la vida y la carrera de Bonaparte: su noviazgo y matrimonio con Joséphine de Beauharnais (Vanessa Kirby); su expedición a Egipto (1798); el derrocamiento del Directorio el 18 de Brumario y su ascenso a primer cónsul —y más tarde emperador— de Francia; las batallas de Austerlitz (1805), Borodino (1812) y Waterloo (1815).
No sería razonable esperar que una película como la de Scott transmitiera la historia con estricta precisión, y probablemente era inevitable tomarse ciertas libertades con los hechos establecidos. Kirby y Phoenix, por ejemplo, son actores de talento, y no tiene sentido quejarse de que su diferencia de edad sea tan grande (Kirby tiene treinta y cinco años, y Beauharnais era, en realidad, seis años mayor que Bonaparte). Del mismo modo, sería pedante criticar demasiado a Scott por omitir ciertos acontecimientos, aunque algunas de esas omisiones —como la campaña en Italia que ayudó a establecer la reputación de Napoleón como genio militar— son realmente desconcertantes. Las secuencias de batalla de la película también son espectáculos grandiosos y entretenidos, incluso cuando lo que se muestra se parece poco a la realidad.
Sin embargo, es más que extraño hacer una película sobre uno de los periodos más estudiados de la historia de la humanidad y estar tan poco interesado en lo que realmente ocurrió. Scott ha dicho abiertamente que «no necesitaba historiadores» y ha sido tan descarado sobre su desprecio por todo este campo que su descaro resulta casi admirable: «Cuando tengo problemas con los historiadores, les pregunto: “Perdona, colega, ¿estuviste allí? ¿No? Pues cállate la boca”». Las réplicas a esto son obvias, pero el verdadero problema con la actitud del director es que, en última instancia, convierte una de las épocas más interesantes y complejas de la historia moderna en una anodina moralina conservadora (y decididamente británica) con una vaga tesis sobre el exceso revolucionario y los peligros de la turba.
Una de las mejores ilustraciones de ello es la forma en que Scott elige retratar el levantamiento realista del 5 de octubre de 1795, más conocido por su fecha en el calendario revolucionario francés, 13 Vendémiaire. En la película vemos a un joven Bonaparte disparar su cañón contra una multitud de indefensos civiles, que son rápidamente mutilados por la salva. Cuando, en realidad, la Guardia Nacional francesa repelía lo que era un violento asalto por parte de una fuerza mucho mayor de monárquicos armados, cuyo único objetivo era reinstaurar la monarquía.
Esta secuencia es una unión de mala historia con mala política, pero también es un ejemplo de lo poco que le interesa a la película desarrollar a su personaje principal. Podría decirse que Joaquin Phoenix es uno de los actores más dinámicos en actividad, pero, de principio a fin, la idea que Scott tiene de Bonaparte rara vez se aleja del mismo monolito estático de fría brutalidad y estoica resolución. Básicamente, el Napoleón de Scott es un hombre sin personalidad, sin ni siquiera carisma: ni un antiguo revolucionario envenenado gradualmente por el cinismo, ni un idealista de antaño cuya ambición sin límites le inspira finalmente a enterrar el republicanismo e intentar ungirse dictador de Europa.
Desde la ejecución de María Antonieta, pasando por numerosos episodios que tienen el mismo tenor que la escena del 13 Vendémiaire, hasta su muerte en la remota isla de Santa Elena, el personaje central de Napoleón prácticamente no tiene arco narrativo. La relación de Bonaparte con Josefina es en muchos sentidos el núcleo emocional y argumental de la película, pero resulta un tanto desagradable gracias a una serie de escenas de sexo extrañas y a veces desgarradoras que sugieren poca ternura o afecto y se ven socavadas —como la mayor parte de lo que las rodea— por un ritmo frenéticamente entrecortado.
En última instancia, el mayor defecto de la película no es tanto su inexactitud histórica o su insípida política centrista como su incapacidad para ofrecer un drama épico convincente. El matiz y la complejidad son parte integrante de la historia, pero también mejoran y hacen más entretenida la narración. Una película con la misma concepción reaccionaria de la Revolución Francesa, la misma actitud displicente hacia el pasado e incluso la misma representación monocorde de Bonaparte podría haber sido mejor ejecutada. Pero, dado el calibre esencialmente mediocre de Napoleón como drama o entretenimiento (a pesar de los hermosos trajes y algunas secuencias de batalla realmente entretenidas), su columna vertebral es en última instancia política.
En Napoleón nos encontramos con una historia familiar sobre cómo la política de masas y el idealismo democrático conducen inexorablemente a la tiranía, una historia que exuda no solo la influencia ambiental de Burke, Carlyle y el liberalismo estéril de la Guerra Fría, sino también la de varios desvaríos posteriores a 2016 que en los Estados Unidos y buena parte del mundo han intentado culpar a la democracia de la continua disfunción de nuestro propio Ancien Régime en ruinas.
¿Qué decir? Con un poco de suerte, la inminente adaptación de la abortada epopeya sobre Napoleón de Stanley Kubrick dejará el intento de Scott en el olvido.
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