Alberto Garzón
El Diario
No podemos permitirnos perder tanto tiempo al abordar todas las implicaciones, no sólo las climáticas, de habernos dotado de un sistema económico incompatible con la sostenibilidad del planeta
La última Cumbre del Clima (COP28) acaba de finalizar con otro acuerdo celebrado entre aplausos y abrazos. Las expectativas previas no eran buenas, pues la cumbre ha tenido lugar en Emiratos Árabes Unidos, un Estado que es el séptimo productor mundial de petróleo. No obstante, por primera vez en casi treinta años una cumbre del clima ha terminado con una declaración que insta a reducir gradualmente los combustibles fósiles. En todas las ocasiones anteriores, veintisiete para ser exactos, los intentos de introducir una referencia tan directa habían fracasado.
Hay quien define este acuerdo como histórico. Sin duda, la novedad es sustantiva. Los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) son la principal fuente de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera y, por ello, son también los principales causantes del cambio climático. Igualmente son importantes los compromisos alcanzados para triplicar la capacidad de producción de energías renovables, la mejora sustancial de la eficiencia energética y la supresión de subvenciones a las energías contaminantes. Todos estos avances, aunque aún en la esfera declarativa y probablemente sin que sean suficientes para no rebasar los 1,5º C respecto a la era preindustrial, son positivos y necesarios.
La cuestión es que, si lo ponemos en perspectiva, el panorama es más lúgubre. La concentración de moléculas de dióxido de carbono en el aire fue medida por primera vez en 1958 por Charles Keeling. Unos años más tarde quedó claro que se estaba dando un crecimiento continuado de dicho gas en la atmósfera, y el propio Keeling sospechaba que la causa era la quema de combustibles fósiles. No obstante, las primeras alarmas en el foro público llegaron a finales de los ochenta, cuando el científico James Hansen informó al Congreso de los Estados Unidos acerca de las consecuencias que estas emisiones tenían sobre el clima.
Con todo, la primera cumbre del clima tuvo lugar en 1995, el protocolo de Kioto en 1997 y los Acuerdos de París en 2015. Y ahora, gracias a este último acuerdo, la primera mención a reducir los combustibles fósiles ha tenido lugar en 2023. A todas luces hemos perdido un tiempo precioso. ¿Por qué?
Me parece que el retraso hay que explicarlo partiendo de dos elementos interrelacionados pero distintos: la lucha económica que tiene lugar en el tablero de la geopolítica internacional y la estructura cultural propia de un mundo constituido sobre el capital fósil.
En primer lugar, los principales países productores de petróleo, organizados actualmente en la OPEP, han acumulado grandes cuotas de poder e influencia desde hace más de un siglo. Alrededor del capital fósil se han tejido negocios sumamente lucrativos, especialmente en momentos de crisis internacional como la sucedida en los años setenta. Y aunque se sabe desde hace mucho tiempo que la escasez de combustibles fósiles aboca al sector a una inevitable desaparición, son muchos y muy poderosos los actores que se resisten a acelerar ese final. De hecho, el bloque de la OPEP, encabezado por Arabia Saudí, ha sido el más reacio a los compromisos más ambiciosos también en esta cumbre.
La Unión Europea, presidida justo ahora por España, y sumamente dependiente de la importación de combustibles fósiles, se ha situado en una posición antagónica a la de la OPEP. Por otro lado, el papel de Estados Unidos, desde hace unos años también un gigante exportador de gas natural, ha sido mucho más ambiguo. La oferta, esto es, el negocio económico vinculado a la extracción, distribución, comercialización y venta de combustibles fósiles nos da un mapa muy útil para entender cuáles son los frenos que existen a la aceptación total de las recomendaciones científicas.
Ahora bien, si el asunto fuera simplemente sustituir las fuentes de energía procedentes de combustibles fósiles por fuentes de energía renovables o limpias, la cuestión adquiriría una dimensión básicamente técnica. En el proceso habría dificultades, como las comentadas respecto a los poderosos intereses que atraviesan la geopolítica, la falta de financiación o en algunos casos incluso la disponibilidad de tecnología adecuada, pero el problema tendría una solución sencilla: una de esas soluciones que pueden alcanzarse sobre el papel. Sin embargo, me temo que si ampliamos el foco encontramos algo más que convierte al problema en algo bastante más complejo.
Ese algo más tiene que ver con el hecho de que poner en tela de juicio los combustibles fósiles es también poner en tela de juicio las sociedades que hemos construido durante los últimos doscientos años. Al fin y al cabo, vivimos en un sistema económico caracterizado no sólo por la propiedad privada de los medios de producción sino también, y muy especialmente, por fundarse sobre una legión invisible de esclavos energéticos. Todo lo que hemos levantado a nuestro alrededor en los dos últimos siglos, desde las redes de transportes y comunicaciones hasta los edificios y otras infraestructuras físicas, se ha conseguido utilizando las reservas de energías acumuladas en el subsuelo durante millones de años.
La inmensa mayoría de los bienes y servicios que hemos naturalizado, como que calentemos nuestro hogar o que tengamos electricidad en casa, dependen todavía hoy de manera abrumadora de esa energía para nosotros invisible. El espectacular incremento de la productividad económica durante los últimos dos siglos no es sólo debido a la conflictiva contribución del capital y el trabajo, sino también a esta dotación brutal de energía extraída esencialmente de los combustibles fósiles. Somos una civilización construida, física y culturalmente, sobre energía fosilizada por las fuerzas geológicas. De ahí que imaginar y construir una sociedad avanzada de alto consumo de energía –y sostenible al mismo tiempo– sea un ejercicio tan inmenso. Sobre todo, si el tiempo corre en nuestra contra.
Pero es que tal sistema económico no sólo produce impactos sobre el clima sino sobre el conjunto del Sistema-Tierra, lo cual afecta de manera mucho más compleja a los delicados equilibrios que hacen la vida posible. Y esto nos lleva a un terreno distinto del de la simple transición energética. Hasta donde sabemos, la Tierra es el único planeta que puede albergar la vida, y desestabilizar esos equilibrios es una muy mala idea. Sin embargo, esa es precisamente una de las descripciones posibles del Antropoceno: la del desequilibrio de las condiciones climáticas que hicieron del Holoceno una etapa fértil para el desarrollo de la civilización.
La emergencia de la ciencia del Sistema Tierra –una herramienta transdisciplinar para las enseñanzas de la química, la biología, la física, la geología y tantas otras ciencias consideradas naturales– ha sido fundamental para comprender cómo funciona realmente nuestro mundo, lo que nos ha permitido conocer mejor también sus vulnerabilidades. Ello ha dado lugar a un marco conceptual como el de los límites planetarios, que ha identificado una serie de límites biofísicos que en caso de traspasarse ponen en peligro las condiciones para la vida en el planeta. La mala noticia es que muchos de esos límites se han traspasado ampliamente. La buena noticia es que se trata de trayectorias que pueden ser corregidas.
El problema es que la política y la ciencia económica son la mayor parte del tiempo totalmente ajenas a este avance científico. La ciencia económica es el principal sostén ideológico de las sociedades de mercado, pero al constituirse antes incluso de que tuvieran lugar los descubrimientos científicos centrales de la física y la química, como las leyes de la termodinámica, nació desconectada de las leyes naturales. De acuerdo con el esquema economicista básico, el bienestar humano depende de la producción, y la producción depende de los factores capital y trabajo. Toda nuestra sociedad –y toda nuestra política– se ha inspirado en este sistema de ideas que descarta cualquier papel para la energía y los recursos naturales. Como consecuencia, la cultura constituida en nuestras sociedades de mercado –nuestra forma de ver el mundo– es generalmente ciega ante los impactos ecológicos y los desequilibrios generados en el Sistema Tierra. Eso es lo que cada uno de nosotros hemos interiorizado durante siglos.
Tenemos mucho camino aún que recorrer para que nuestras sociedades asuman realmente la verdadera transición pendiente. No se trata sólo de una sustitución energética que cambie los combustibles fósiles por energías limpias. Esto es una parte necesaria de un conjunto mucho más amplio de tareas. Se trata, más en general, de acometer una transición ecológica que además de reducir también muchos otros impactos ecológicos –como la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos o la contaminación del aire, entre otros–, asuma para nuestras sociedades el único rol que es viable en el medio y largo plazo. Durante siglos el pensamiento occidental ha asumido la idea de que la naturaleza es el objeto, a controlar y explotar, y la sociedad humana el sujeto.
Hoy sabemos que la única trayectoria posible es aquella que culmina con una sociedad humana plenamente integrada dentro de los límites del planeta.
Y si bien las cumbres del clima han necesitado casi treinta años para señalar al principal vector del cambio climático, no podemos permitirnos perder tanto tiempo al abordar todas las implicaciones, no sólo las climáticas, de habernos dotado de un sistema económico incompatible con la sostenibilidad del planeta. Por eso es hora de cumplir los acuerdos alcanzados y de ser, al mismo tiempo, más ambiciosos en las tareas pendientes. El tiempo corre.
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