segunda-feira, 22 de fevereiro de 2021

Albert Camus y 'La Peste': libertad y existencia bajo asedio


Antonio Soria
La Jornada

En la famosa novela del gran escritor Albert Camus (1913-1960), 'La peste', se plantean de manera magistral, lúcida y sin concesiones, los rasgos esenciales de la condición humana ante la enfermedad, quizás en su forma más severa, la epidemia, y se pone en evidencia el profundo pensamiento humanista de su autor, merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1957, a los cuarenta y cuatro años de edad. En nuestros tiempos de Covid-19, su lectura es mucho más que pertinente.


Perspectiva Histórica: pandemias de ayer y de hoy

La ruta de la pandemia ocasionada por el virus Sars-Cov-2, causante de Covid-19, que sigue provocando estragos a nivel mundial, es bien conocida: grosso modo, de Asia pasó a Europa –con especial presencia en Italia– y de ahí se extendió a todo el planeta. Precisamente el primer caso mexicano fue el de una persona que había viajado a Italia.

De inmediato, la epidemia por un virus cuyo origen todavía se discute –se habla de murciélagos, pangolines y otros posibles transmisores originarios– cobró dimensiones globales y, en el particular caso de México, tres meses y once días después de iniciada en la que hasta ese momento era la internacionalmente ignota ciudad de Wuhan, en el sureste de la República Popular China, la pandemia quedó instalada no como tema único, pero, de manera inevitable, sí como el principal, recurrente y subordinante de cualquier otro asunto, que sin remedio quedó supeditado a lo que sucediera o dejara de suceder a consecuencia de la pandemia.

Como se ha insistido desde el principio, la actual crisis sanitaria sólo puede ser comparada con la pandemia que tuvo lugar a principios del siglo xx, también ocasionada por la expansión irrefrenable de un virus, para decirlo en términos técnicos, de influenza tipo a, subtipo H1N1, pero que (des)consideraciones de orden geopolítico movieron a denominarla, no sin insidia, como la gripe española.

Entre febrero de 1918 y hasta abril de 1920, lapso que a grandes rasgos es considerado como su duración real, aquella peste cobró la vida de aproximadamente 50 millones de personas alrededor del mundo, para un porcentaje apocalíptico si se pone en la perspectiva de dos datos duros, tanto de aquel tiempo como de éste: en 1920, la población mundial rondaba los mil 800 millones de habitantes; eso significa que, en sólo veintiséis meses, la influenza de 1918-1920 cortó la vida del 2.7 por ciento de la población mundial, para un promedio de 63 mil 291 muertes diarias. Un siglo más tarde, a la Tierra la poblamos alrededor de 7 mil 500 millones de seres humanos, y aunque la cifra de contagios y decesos naturalmente sigue y seguirá aumentando durante un lapso imposible de conocer, al día de hoy no rebasa los 2 millones 400 mil muertes, para un promedio aproximado de 5 mil 700 fallecimientos diarios por Covid-19, o 0.03 por ciento de la población mundial. Por supuesto, este comparativo numérico de ningún modo tiene la intención de minimizar la emergencia y la tragedia actuales; sólo pretende mirar el actual estado de las cosas desde una perspectiva histórica.

La de principios del siglo xx y la del Covid-19, como es natural y como, a estas alturas, lo sabe incluso el menos enterado, no son las únicas –y tampoco las peores– epidemias que la humanidad ha sufrido: sería imposible agotar el registro en un espacio como éste, pero apúntense al menos un par: la tristemente célebre peste negra medieval, que en el siglo xiv cortó la existencia de aproximadamente 200 millones de seres humanos en Europa y Asia, y otra que tuvo lugar en el siglo xix, pocos años antes de la acaecida en 1918-1920: la que asoló la ciudad argelina de Orán en 1849, de la cual se hace eco La peste, la conocida novela de Albert Camus, que en los días que corren ha cobrado nueva relevancia, como resulta obvio considerando tanto el tema del libro como la relevancia mundial de su autor

Perspectiva literaria: una y todas las pestes.

Breve, concisa, espléndida y durísima, La peste no fue ni el primer libro ni la primera novela publicada por Camus: un lustro antes había dado a la imprenta El extranjero, esa otra obra maestra, así como publicado alrededor de siete títulos, entre piezas teatrales y ensayos, incluyendo esa cúspide del pensamiento occidental llamada El mito de Sísifo

Publicada en 1947 –una década antes de que Camus recibiera, a sus cuarenta y cuatro años de edad, el Premio Nobel de Literatura–, a La peste se le ha querido entender como una gran metáfora de la invasión nacionalsocialista alemana en territorio francés. Asimismo, se le ha querido interpretar como si se tratara de una enorme alegoría relativa a la amenaza permanente de la maldad, contra la cual el género humano debe permanecer alerta si acaso lo que busca es no sólo sobrevivir y prevalecer sino realmente vivir o, quizá mejor dicho, realmente existir, y que la existencia misma tenga algún sentido, para expresarlo en los términos filosóficos que alguna vez le fuesen caros al propio Camus: los del existencialismo.

En tanto La peste se hace eco de un hecho histórico verídico, sólo que adaptado a la realidad de mediados del siglo xx, cabe por supuesto la interpretación más sencilla de todas: una evocación, estremecida y estremecedora, del pasado relativamente reciente, así como una revisión de la idiosincrasia nacional del propio autor, nacido en Argelia a finales de 1913 –en otras palabras, a los cinco años de edad Camus vivía en un mundo azotado por una pandemia. No en balde, los acontecimientos de ficción de La peste tienen lugar casi exactamente un siglo después de los que asolaron a la ciudad de Orán.

Empero, y sin demérito de las interpretaciones arriba apuntadas, con su segunda novela Camus alcanzaría, y de igual manera con una novela más bien corta –apenas arriba de doscientas páginas que, dicho clásicamente, se leen de un tirón porque resulta imposible soltar el libro sin llegar hasta el final–, lo mismo que Thomas Mann tres décadas y un lustro antes, con su también celebérrima Muerte en Venecia –contextualizada, como bien se sabe, durante una epidemia de cólera–: hablar no de una, sino de todas las epidemias, presentes, pasadas e incluso futuras, como los actuales habitantes de esta Tierra podemos constatar.

En aras de comprobar lo antedicho, es grande y difícil de resistir la tentación de citar profusamente, pero se hará un esfuerzo de brevedad, comenzando por el final de la novela, incluida la idea que, para muchos, sintetiza el existencialismo según Albert Camus, que no sería otra cosa que un humanismo profundo, diríase telúrico y, en su caso, henchido de generosidad y calidez:

El viejo tenía razón, los hombres eran siempre los mismos. Pero esa era su fuerza y su inocencia y era en eso en lo que, por encima de todo su dolor, Rieux sentía que se unía a ellos. […] para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Lo que el narrador dice de Rieux, ese doctor infatigable para quien la piedad con sus semejantes tiene forma de persistencia, disciplina y olvido de sí mismo, es por supuesto lo que movió al propio Camus no sólo en la escritura de La peste y de otros libros suyos, en particular El hombre rebelde y El mito de Sísifo: la resistencia, casi que la obcecación ciega, contra la adversidad o la indiferencia de un mundo al que ni le sobra ni le falta la presencia o la ausencia del ser humano en su seno.

Sigue hablando el narrador, a nombre de ese espíritu noble del doctor Rieux, acerca de la conveniencia de no cantar victoria nunca, en particular si el enemigo a combatir es la peste, ya sea que se trate de un virus, del desaliento, del egoísmo o de la indiferencia respecto de la suerte del prójimo:

…sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos. Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.

El doctor Rieux y, a su personalísimo modo, el resto de los personajes que pueblan la historia –Tarrou y su desapegado escepticismo, paradójicamente no exento de ternura; el anciano Grand y su contribución tan discreta como indispensable en la ejecución de las faenas a que la epidemia obliga; Rambert, uno de quienes “llegaron incluso a pensar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger”, más el resto, unos escépticos, otros exasperados, otros más esperanzados, otros todo lo contrario–, todos sin excepción viven, cada uno, su propia epidemia y reivindican su derecho a ser libres, así sea solamente para volver a la molicie prepandémica o, si la libertad bien entendida y mejor aprovechada es mucho pedir en medio de la tragedia, al menos reclaman su derecho -tan inalienable en la Edad Media como en los siglos xiv, xix, xx y el actual, sea en Wuhan, Orán o Ciudad de México- a seguir existiendo. 

sexta-feira, 19 de fevereiro de 2021

La mentira como forma de acción política


Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

Es bastante conocida la frase difundida por el principal ideólogo del nazismo, el ministro de Propaganda del Tercer Reich, Joseph Goebbels, quien declaró en innumerables oportunidades que “Una mentira mil veces repetida, se transforma en verdad” o también aquel eslogan que difundía frecuentemente y que se ha transformado en una especie de mantra de los apologistas del llamado paradigma de la posverdad: “Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”.

Pero no es necesario remitirnos al régimen nazista para conocer los estragos de la mentira descarada en la vida democrática de las naciones. En la política contemporánea tenemos innumerables ejemplos esparcidos por el planeta. Quizás el caso más representativo de la mentira en la vida política actual, sea el de Donald Trump, quien -según el Washington Post- tiene el increíble record de haber dicho más de 25.000 mentiras durante sus 4 años en la presidencia de Estados Unidos. Hasta el final de su mandato - en que mintió descaradamente sobre la existencia de un fraude en las elecciones que le dieron el triunfo a su adversario demócrata-, el ex presidente Trump mintió prácticamente en todas las materias sobre las que se pronunció o en las que fue consultado. Mintió sobre el sistema de salud, sobre los inmigrantes, sobre la economía, sobre el medioambiente, sobre el origen y la gravedad del Covid-19 y sobre un largo etcétera. Entre mentiras grandes y pequeñas, mentiras groseras y mentiras “piadosas”, su arsenal de falsedades es tan grande que sería un despropósito enumerarlos con detalle en esta breve columna.

Sin embargo, vale la pena recordar algunas de sus mentiras más emblemáticas: A pesar de existir pruebas fotográficas en su contra, dijo desconocer a una mujer que lo acusó de violación. En el caso de la conspiración y espionaje realizada junto con el presidente de Ucrania, Viktor Yanukovich, mintió y pudo finalmente ser absuelto de un impeachment gracias a la “lealtad” de sus correligionarios republicanos en el Congreso. En la última acusación con relación a haber convocado una invasión al Capitolio, Trump desconoce su propia proclama a las huestes de seguidores, la que fue asistida por millones de televidentes en su país y en el resto del mundo. Trump hizo de la mentira su forma de gobernar y continúa mintiendo a pesar de que ya no ocupa el cargo de presidente. No es esperable de él ningún gesto que reivindique –aunque sea por una vez- el honor a la verdad.

Su principal admirador y acólito en el continente sudamericano es sin duda Jair Bolsonaro. El ex capitán ha mentido descaradamente desde que asumió la presidencia hace más de 2 años. Formado en la escuela de Goebbels y Trump, Bolsonaro insiste en afirmar – después de la irrefutable evidencia en su contra – que el Coronavirus es un resfriadinho que se encuentra en franco declive. Negándose a escuchar las recomendaciones de los médicos, epidemiólogos, infectologistas y la comunidad científica en general, el presidente desestimula el uso de máscaras, del aislamiento social y la efectividad de la vacuna para proteger a la población ante un posible contagio.

Las mentiras de Bolsonaro son tan groseras que a veces cuesta imaginar el nivel de desparpajo con que son expuestas. Después de arengar en plaza pública a sus huestes con el discurso de que es urgente cerrar el Congreso y el Supremo Tribunal Federal para realizar los cambios que Brasil requiere, el ex capitán aparece al otro día afirmando –sin ninguna muestra de pudor- que él más que nadie respeta las instituciones democráticas de la república. Luego, en una reunión de su gabinete, amenazó con destituir al Superintendente de la Policía Federal porque dicha institución hostigaba a sus hijos y amigos. Así lo hizo, pero después negó que ese fue el motivo principal, a pesar de que su alocución en ese encuentro ministerial fue grabada y expuesta posteriormente para todo el país.

Con la campaña de vacunación no ha sido diferente. Primero difundió falsedades sobre los efectos que tendría la inoculación sobre la población, llegando a decir que quien toma la vacuna al otro día surge transformado en jacaré (sic). Debido a una política criminosamente negligente y omisa, Brasil se encuentra actualmente con falta de vacunas y ha debido suspender el proceso de vacunación en muchos estados de la Federación. Con más de 224 mil fallecidos y de 10 millones de infectados, el ejecutivo insiste en decir que la pandemia está siendo controlada. El ministro da Salud, prometió que llegarían 230 millones de dosis de vacunas hasta fines de julio, pero gobernadores y alcaldes no le creen. Lo que es peor, simulan creerle para que la ciudadanía se quede tranquila, aunque entre bambalinas afirman que los datos entregados por el general Pazuello no son fidedignos ni dignos de crédito.

Al igual que Trump y otros líderes políticos, Bolsonaro sigue en rigor el precepto de que, mintiendo en repetidas oportunidades, sus palabras se transformarán en verdad y de esta manera viene actuando hace más de 30 años en la escena pública brasileña. Parece que en la política no hay espacio para la verdad, especialmente en los regímenes totalitarios o con claras inclinaciones autoritarias, como es el caso de Brasil. La falsa ideología como forma de aprender la realidad se va diseminando en las mentes de los ciudadanos a partir de una batería de mecanismos de penetración que hoy están disponibles, especialmente las redes sociales virtuales. Quizás como nunca suena pertinente la advertencia realizada hace algunos años por Hannah Arendt respecto de que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien y que nadie puede poner la veracidad entre las virtudes de la política.

En principio, el enunciado de la pensadora alemana es muy pesimista, pero a juzgar por la manera en que es tratada y maltratada la verdad en el campo de la política, su sentencia constituye algo enteramente pertinente. La mentira ostensible hecha en forma reiterada posee una eficacia enorme y ya está suficientemente comprobado que el falsear la realidad y manipular los hechos ha sido un recurso poderoso de la política desde que ella existe. Sin embargo, quizás como nunca hasta ahora la mentira se despliega con tanta convicción y falta de pudor entre quienes desean convencer a la población sobre la modalidad en que los “fenómenos” ocurren. Y, además como nunca existieron tantas herramientas para engañar a los ciudadanos y a los electores sobre la existencia de una realidad paralela. La verdad termina siendo tan subjetiva que ella es vaciada de todo contenido y vínculo con aquello que efectivamente está sucediendo, dejando el terreno para controversias interminables sobre lo que puede o no ser real. Esto lo saben muy bien los profetas de la ficción delirante y los demagogos que, como Bolsonaro, han hecho de la mentira una forma de gobernar y de hacer política.

quarta-feira, 3 de fevereiro de 2021

Brasil: Sin impeachment para el genocida

 

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

El recién electo parlamento brasileño es la máxima expresión del fisiologismo político que carcome como un cáncer la democracia brasileña. En el fisiologismo no hay proyecto de país, ni vocación de mejorar las condiciones de vida de la población. Solo mucho apetito por cargos y recursos económicos a cambio de apoyo, complicidad u omisión en caso de que el ejecutivo transgreda la Constitución. Es la vieja práctica institucionalizada del “yo te doy si tú me das” (toma-lá-dá-cá). Una tragedia para los habitantes de este territorio que ahora van a tener que continuar soportando la incapacidad del gobierno para enfrentar la pandemia y las arremetidas autoritarias del ex capitán sin el contrapeso que podría ejercer el Poder legislativo.

A partir de este resultado, las posibilidades de que se abra un proceso de impeachment contra Bolsonaro son muy remotas. Con un fuerte aliado presidiendo la Cámara de diputados, los más de 60 pedidos de destitución que se vienen acumulando durante los últimos dos años de mandato, podrán seguir esperando en las gavetas hasta ser archivados definitivamente. Los motivos para apartar a Bolsonaro de la presidencia son muchos y variados, lo que falta ahora es la voluntad política de llevar adelante un proceso complejo y desgastante, con parlamentarios que tienen como principal objetivo obtener más recursos del gobierno federal o influir para que alguna amistad obtenga un buen cargo dentro del aparato de Estado.

Es lamentable, pero estamos seguramente en presencia del más nefasto Congreso Nacional en la historia reciente de Brasil. El llamado “Centrão” que es mayoritario, es un amontonado gelatinoso de partidos y siglas que se articulan en torno de intereses espurios con la finalidad principal de reproducirse en las esferas del poder. Sus miembros son figuras oportunistas y maliciosas, que se caracterizan por presentar pocos proyectos para el beneficio de la ciudadanía, pero que circulan por los pasillos del Congreso aprovechando los intersticios del sistema para conseguir recursos, prebendas, auxilios, comisiones, enmiendas presupuestarias, etc. que en nada aportan al desarrollo de la nación.

El candidato Bolsonaro que en las elecciones de 2018 se presentaba como el representante de una nueva manera de hacer política, sin componendas y acuerdos bajo el tapete, se ha revelado como el peor de todos. Puso todos los recursos del Estado para comprar a senadores y diputados en cambio del apoyo a sus candidatos (Pacheco y Lira), haciendo promesas de cargos inexistentes o de posibles futuros ministerios que el ejecutivo dice estar evaluando crear o refundar, principalmente para transformarlos en agencias de empleo. Según palabras del propio presidente “el país se encuentra quebrado” (sic), pero recursos para conseguir el apoyo de los honorables al parecer abundan. Si eso no constituye motivo de fraude electoral, no se me ocurre que podría ser.

Hace poco un estudio coordinado por la jurista Deisy Ventura de la Universidad de São Paulo, reveló que desde marzo de 2020 existe una estrategia institucional de la administración Bolsonaro destinada a propagar el virus por todo el país. Lo anterior desmiente la difundida idea de que el gobierno ha sido impotente y negligente en el enfrentamiento de la pandemia. Por el contrario, el informe concluye que “la sistematización de los datos demuestra el compromiso y la eficacia de la acción del gobierno federal para difundir ampliamente el virus en el territorio nacional”. La lista de evidencias de esta afirmación es muy extensa y el crecimiento acelerado de fallecidos e infectados que presenta Brasil permite corroborar los resultados del estudio. En este caso, el ex capitán podría perfectamente ser procesado por manifiesto abandono en el ejercicio de sus funciones y por quebrantar el juramento constitucional de cuidar y preservar la vida de los brasileños.

Para defenderse de las acusaciones que se acumulan en su contra, el mandatario le transfiere la culpa de su incapacidad de gobernar y de su pulsión por la muerte a todos quienes pueda colgarle el bulto de esta desastrosa gestión que solo tiende a empeorar. De esta manera, culpa a las cuentas públicas por las ataduras presupuestarias que han provocado el caos sanitario en Manaos o que limitan la ayuda de emergencia para los sectores más afectados, culpa al Supremo Tribunal Federal que le entregó mayor autonomía a gobiernos estaduales y municipios, culpa a las farmacéuticas por no ofrecer las vacunas al mejor precio de mercado, culpa a los ciudadanos por contraer el virus, culpa a las instituciones que no lo dejan gobernar discrecionalmente y un largo etcétera.

El ex capitán ha transformado a Brasil en un país donde la vida no es preservada, donde la vacunación avanza a pasos muy lentos y donde cada día más de mil personas mueren a causa del Covid-19. Ante este escenario y temeroso de una eventual destitución, el presidente ha apostado sus fichas en la formación de un Congreso sumiso y cooptado por los intereses pecuniarios. En tal sentido, la crisis económica -que muy probablemente se agudizará este año- puede implicar perder el control de los miembros del centrão, en caso de no contar con más recursos para ofrecerle a sus apoyadores de alquiler o “aliados” condicionales. Paradojas del destino, para alejarse del fantasma del impeachment Bolsonaro va a tener que seguir haciendo concesiones ad infinitum a la corrupta mafia de los partidos, oportunista y fisiológica, que él prometía desterrar de la vida política brasileña.