segunda-feira, 30 de outubro de 2017

Criterios para articular economías solidarias, feministas y ecológicas

Luis González Reyes
Viento Sur

El capitalismo tiene un único fin: la reproducción ampliada del capital, por lo que es necesario bloquear esa reproducción. A ello contribuyen distintas medidas. Una es prohibir la existencia de beneficios, que los excedentes reviertan en la mejora del tejido socioambiental. Esta es una de las características de las cooperativas sin ánimo de lucro. A esto se puede añadir limitar el tamaño posible de las empresas para que no puedan convertirse en capitalistas. Eso es mucho más que una ley antimonopolios, es poner en marcha medidas como las que hicieron que en la China yuan y ming no se desarrollase el capitalismo: fijación de precios, confiscación periódica de riqueza, etc. Pero si el beneficio no queda en la unidad de producción el ahorro es pequeño, por lo que hay que poner en marcha mecanismos que permitan hacer inversiones. Estos deberían ser necesariamente colectivos. Aquí son importantes herramientas como el micromecenazgo o la banca pública.

Una segunda característica del capitalismo es que la sociedad es “de mercado”, es decir, que la población necesita recurrir al mercado para poder sobrevivir, no tiene autonomía económica. Esto implica que el grueso de la población necesita dinero para adquirir esas mercancías, por lo que vende una parte sustancial o mayoritaria de su actividad económica. Así, habría que pasar de sociedades “de mercado” a sociedades “con mercado”, donde este sea solo un complemento.

Para esta transición es imprescindible la creación de autonomía. Esta se consigue en la medida que los proyectos tienen sostenibilidad ambiental (cierran los ciclos de la materia pudiendo reducir sus necesidades de aportes externos, usan energías y materiales renovables locales, etc.); están menos especializados o, dicho de otra forma, tienen una actividad económica más variada y por lo tanto son más autosuficientes; cuentan con una “huerta básica”, que les permite tener un aporte de alimento autónomo; se basan en la frugalidad; o tejen redes de apoyo mutuo con otras unidades de producción. Desde esta perspectiva, la lucha no estaría tanto en estatalizar sectores estratégicos (lo que no está de más, pues puede limitar la reproducción del capital), sino en crear autonomía.

En una economía “con mercado” no se produce para la venta, sino para el uso. Solo se venden los excedentes. Únicamente así, el mercado podría ser un mecanismo de cooperación. Un ejemplo serían las huertas rurales en las que las/os paisanas/os llevan a la plaza del pueblo lo que les sobra. Además, el mercado debería estar regulado por normativas estrictas que respondan a las necesidades básicas (y sentidas) de la población. La gestión de los comunales tradicionales provee de muchos ejemplos, uno es el Tribunal de las Aguas de Valencia.

Una tercera propiedad del capitalismo es que una sociedad de mercado necesita irremediablemente dinero para funcionar, por lo que habría que pasar del dinero capitalista a las monedas sociales y la desmonetización. Para ello, es importante que no sean funcionales a la reproducción del capital. Una forma es consiguiendo que no sirvan como reserva de valor. Esto se puede conseguir haciendo que se oxiden (pierdan valor con el tiempo), que puedan ser “creadas” por la población (como el cacao, la moneda maya) o que sean un dinero-mercancía basado en materiales relativamente abundantes (como las conchas de caurí, que se usaron desde el Índico hasta el Pacífico). Además de ser malas reservas de valor, también es importante que tengan límites en su creación. Unos límites que deberían referirse a los planetarios. La propuesta del grupo MaPriMi de anclar las monedas a una cesta de minerales va en ese sentido. Los sistemas LETS también ponen límites a la creación de dinero. Otra línea de trabajo sería que los intercambios, o mejor aún la reciprocidad, fuese en especie más que en dinero, que es como funciona habitualmente la economía familiar.

Una cuarta base del capitalismo es que el fundamento de las clases sociales es quién gestiona los medios de producción frente a quién tiene que vender su fuerza de trabajo para conseguir el dinero que le permita acceder al mercado. La clave no está en si el proletariado consigue buenos o malos salarios o si la empresa es más o menos democrática (cosas que son importantes en la economía solidaria, pero que no están en la base del funcionamiento del capitalismo), sino en que está proletarizado, en que ha perdido su autonomía. Trascender esta organización social requiere sacar del mercado cada vez más actividades, des-salarizar a la población. De este modo, la idea no es “valorar” los empleos que están fuera del mercado (como muchos de los cuidados), sino meterlos dentro de unidades productivas poscapitalistas. Para ello, es preciso unir producción y reproducción en una misma “empresa”. Un modelo podría ser la familia medieval, otro la integración de los cuidados dentro del funcionamiento de las cooperativas.

Obviamente, también habrá que atender a la propiedad de los medios que permiten la producción pero, sobre todo, a quién los gestiona. Un ejemplo de cómo la clave está más en la gestión que en la propiedad (sin negar su importancia) son los huertos comunitarios en terrenos municipales o privados.

En quinto lugar, en nuestro sistema socioeconómico la competencia obliga a un aumento de la productividad sostenido, lo que solo se consigue con un incremento de la maquinización. Una consecuencia de esto es que en los sectores más importantes del capitalismo el grado de automatización es muy alto y las posibilidades de hacer la inversión para entrar en ellos solo están al alcance de grandes capitalistas. Por ello, son imprescindibles expropiaciones y reapropiaciones de estos sectores productivos. También es importante que las unidades de producción tengan un tamaño medio (¿unos pocos cientos de personas?), lo que también es clave para conseguir autonomía. Un ejemplo de cómo intentar llevar a cabo esto podría ser la Cooperativa Integral Catalana. Y, por supuesto es fundamental una destecnologización de la economía, algo que sucederá conforme avancen las restricciones materiales y energéticas.

Una última idea es que el capitalismo es un sistema automático sin control profundo por ningún poder político ni empresarial: todo el mundo tiene que orientar obligatoriamente sus estrategias a aumentar la competitividad. Para que la economía sea realmente democrática, nuevamente la autonomía es un paso imprescindible. También ayudará integrar productoras/es y consumidoras/es en la toma de decisiones. El BAH! ha mostrado un camino de cómo hacerlo.

Reflexiones sobre cómo hacer el tránsito

La construcción de una sociedad así se puede parecer bastante a la de un gueto en el que las unidades productivas poscapitalistas se relacionarían entre sí creando un ecosistema autosuficiente. Pero articular solo “hacia dentro” sería una mala decisión desde la perspectiva estratégica, ya que en los tiempos actuales de colapso civilizatorio necesitamos parar la degradación socioambiental para que la supervivencia de estos guetos sea posible. Además, el capitalismo tiene gran potencia y está en una situación desesperada por la crisis estructural que atraviesa. Esto le llevará a intentar fagocitar estas iniciativas para llevarse su fuerza de trabajo y recursos.

Más que guetos, la idea podría ser crear espacios híbridos. Por ejemplo, huertos urbanos productivos abiertos al vecindario o comedores escolares ecológicos en colegios de barrios empobrecidos. No serían unidades productivas con límites definidos, sino más bien unidades productivas que se interpenetran, de forma que una persona pueda estar a la vez en varias de ellas. Solo la presencia en varias daría una cierta autonomía, ya que en la transición estarían bastante especializadas. El mercado social de Madrid sería un ejemplo de esto, no exento de una fuerte dosis de gueto. La economía que gira alrededor de la Bristol Pound sería otro caso más abierto, pero con iniciativas que en muchos casos no están trascendiendo al capitalismo.

Las instituciones también cumplirían un papel en todo esto, pero no como actrices del cambio, sino como facilitadoras, catalizadoras, pues los cambios personales y sociales solo se van a dar si las personas son protagonistas de estos, si participan directamente en entornos que les gratifiquen otros valores que no sean los competitivos.

quinta-feira, 26 de outubro de 2017

¿La economía solidaria representa un modelo viable a escala global?

Fernando de la Cuadra
Rebelión

Hace ya algunas décadas atrás el economista húngaro Karl Polanyi apuntaba que es posible pensar que existen formas de integración o de funcionamiento de la economía que no se asientan necesariamente en instituciones monetarias basadas en el intercambio convencional, es decir, que superan los movimientos de “doble mano” que se producen en el lugar del mercado, el cual representaría su locus por excelencia. De esta manera, Polanyi propuso algunas visiones alternativas de aquella existente en la economía capitalista, identificando en esa construcción tres principios de distribución distintos al modelo de intercambio mediado por el mercado y orientado a la ganancia, a saber, la administración doméstica, la redistribución y la reciprocidad. Según él, en la economía real pueden coexistir dos o más principios en los cuales esté presente inclusive la ganancia monetaria, aunque su presencia no necesariamente debe representar el principio dominante.

La importancia de estas formas para entender la actividad económica, residiría en que ellas no solo poseen una dimensión histórica sino que además ostentan una expresión empírica demostrable en actividades concretas realizadas por las personas, lo cual demostraría las limitaciones de la perspectiva de Olson y seguidores, en torno al lugar central ocupado por el comportamiento egoísta y la acción racional que tendrían los grupos y sus miembros individuales en las actividades desarrolladas cotidianamente.

Especialmente la noción de reciprocidad permite visualizar otros aspectos en torno a los cuales se organizan las sociedades, ya no basadas únicamente en la idea de interés y de competencia entre las personas y las organizaciones, sino también o sobre todo en torno a prácticas de cooperación destinadas a preservar los lazos sociales dentro y entre los diversos tipos de agrupaciones

En el caso latinoamericano es necesario considerar especialmente la prevalencia de formas de economía doméstica, visto el papel prioritario que dichas formas de integración ejercen en la conformación de grupos y comunidades que insertan las actividades económicas de producción y distribución en las diversas formas de sociabilidad presentes en la esfera local. Ello es especialmente significativo en el caso de aquellos países de cultura andina o mesoamericana. En este marco, tal como enunciado por José Luis Coraggio, la cuestión económica sustantiva se resuelve como una economía ‘natural’ o comunitaria, cuyo sentido es asegurar la autosuficiencia de todos los miembros o grupos que comparten los medios de sustento según reglas y estructuras no estrictamente económicas.

Una reflexión sobre la obra de Polanyi nos plantea el desafío de postular otras formas de organización económica de la humanidad, o como dicen sus principales adherentes, de pensar “Otra Economía” que supere el paradigma de la competitividad impuesto por la civilización del capital y de los mercados globales. En otras palabras, es necesario pasar de un paradigma centrado en la competitividad y la posesión de riqueza pecuniaria para un modelo centrado en las energías y capacidades que surgen desde las personas, en el trabajo y la cooperación que abunda en las comunidades. Ello implica, que los diversos actores (personas, comunidades y entidades públicas) sean capaces de construir nuevos espacios de cooperación, solidaridad y convergencia que integre lo económico en lo que verdaderamente es, un entramado de relaciones de sociabilidad -de parientes, amigos y vecinos en el territorio-, que buscan establecer vínculos equitativos y justos entre los diversos participantes del proceso económico y, de esta manera, propender hacia el bienestar de todos. A este tipo de prácticas cooperativas, asociativas y comunitarias se las conoce con el nombre de economía social y solidaria.

Pero no obstante las premisas recién expuestas, igual se mantiene en el aire la interrogante de si puede existir efectivamente una economía social y solidaria que supere el ámbito local. Esta es una pregunta que se podría responder – y descartar casi automáticamente – con un no rotundo. Para ciertas visiones, la evidencia acumulada hasta ahora nos permitiría concluir que el conjunto de experiencias que se sustentan en formas solidarias, cooperadoras y autogestionarias de concebir la actividad económica, difícilmente pueden traspasar los límites de lo local. Por lo mismo, es improbable que ellas lleguen a constituirse en modalidades globales de funcionamiento de la economía y las sociedades contemporáneas.

Aceptar esta premisa sin más, significa admitir que las sociedades y las personas poseen una naturaleza inmutable y que el estado de cosas con el cual nos deparamos cotidianamente va a seguir su mismo curso. Desde otra tradición crítica de esta ideología del status quo, Piotr Kropotkin, Marcel Mauss, Elinor Ostrom o Marshall Sahlins han podido demostrar que por el contrario las comunidades humanas han desarrollado preferentemente estrategias de cooperación para poder afrontar en conjunto la lucha por la supervivencia. Es decir, los seres humanos necesitamos construir persistentemente lazos de cooperación con los otros para poder enfrentar los avatares de la vida, desde las estructuras familiares y de parientes (lealtades primordiales) hasta comunidades más amplias y complejas de colaboración.

Si admitimos que la humanidad no se encuentra condenada a la acción individual de personas que emprenden batallas competitivas sin cuartel, en las cuales necesariamente se debe producir una solución del tipo “suma cero”, la perspectiva de dar un giro a esta narrativa no resulta tan ilusoria. Entonces, el mayor desafío de este giro consiste en ir edificando un sistema multiescalar, en el que se articulen las diversas experiencias que se originan en un plano local, para ir ascendiendo a una escala regional, nacional y global.

Si bien es cierto el horizonte de un sistema económico solidario de alcance global se ve muy lejano, cada vez son más las experiencias que intentan construir áreas de intercambio y flujos de bienes y servicios que no se rigen necesariamente por el parámetro de transacciones de equivalentes en mercados convencionales. Sus principales impulsores no han sido ni los conglomerados políticos ni las agencias públicas, sino que un sinfín de asociaciones y organizaciones de ciudadanos, que se han inspirado en experiencias históricas (mutualistas, cooperativas, asociaciones de autogestión o cogestión) o que han concebido nuevas modalidades de poner en común sus capacidades y deseos de complementarse solidariamente. Son Bancos de tiempo, de monedas alternativas o sociales, cajas populares de ahorro y crédito, mercados de trueque, cooperativas de diversa índole (vivienda, previsión, salud, educación, saneamiento, compra y venta), grupos de producción y consumo autogestionarios, etc. Es una enorme constelación de experiencias, muchas veces desperdigadas, pero que pueden ir convergiendo en una escala planetaria a partir de elementos comunes que las unen y que son susceptibles de articular en entes mayores.

Son iniciativas que demuestran que la historia de la humanidad está llena de millares de esfuerzos por construir relaciones basadas en la cooperación, la reciprocidad, la solidaridad y la búsqueda del bien común. Su transformación en iniciativas que vayan conformando una red cada vez más densa de relaciones y sinergias no solo representa una tendencia deseable y urgente, sino que es absolutamente posible en función de los repertorios culturales con que cuenta la humanidad para construir decididamente un futuro más viable, justo y fraterno.

segunda-feira, 23 de outubro de 2017

El sueño marxista de una vida justa para todos

Belén Roca Urrutia
El Desconcierto

A exactos 100 años de la Revolución Rusa, el académico argentino Federico Galende lanza "Memorias de Octubre", una serie de 19 crónicas que retratan los primeros días tras la toma del Palacio de Invierno. Lejano a la fría historiografía que sólo se centra en los líderes del proceso, el autor retrata las historias a la gente común a través del mundo de la cultura y las artes de la época.

Las muchas transformaciones que mataron a la Rusia zarista y dio origen, en sus inicios, a la utopía soviética han sido cuidadosamente documentadas por historiadores, principalmente, desde la distancia exigida por tal disciplina. Distancia que, en el afán de presentar los hechos con rigurosidad, sólo se reduce al momento de emitir juicios sobre los personajes más icónicos del proceso. Para los demás, definiciones como “el pueblo ruso”, “las masas”, entre otras, son suficientes.

No es el caso de “Memorias de octubre”, del filósofo argentino Federico Galende, donde son las historias de los comunes las que permiten imaginar o volver a pensar el ambiente que se respiraba en los primeros días de la revolución. Entre crónicas sobre se intercalan fragmentos de las vidas de notables de la época: Alexandra Kollontai y sus intenciones para con la familia —destruirla—, las tribulaciones del poeta y dramaturgo Vladimir Maiakovski, Walter Benjamin jugando al amor en Moscú.

Son, en total, diecinueve historias, compuestas por una recopilación de literatura general sobre el tema, más diarios, cartas, novelas, filmes y ensayos de la época. Mediante este recurso, Galende ofrece una visión particularista sobre momentos y escenarios en los que la revolución deja de ser sólo un contexto para colarse en las prácticas cotidianas de los personajes descritos. El autor pone especial atención a los conflictos que se dan en el mundo del arte, como la pugna entre los cineastas Sergei Eisenstein y Dziga Vertov, para reflejar las contradicciones intestinas en la construcción de la Unión Soviética.

El libro cierra con una conversación entre Galende y Boris Groys, donde se extienden en la condición paradójica de toda revolución, en tanto sólo puede completarse a través de una contrarrevolución. La pregunta que se desprende es sobre la fórmula para continuar cualquier camino emancipatorio sin dar paso a ideas reaccionarias, denunciando también el riesgo de caer en idealizaciones sobre la época, de hacer de la Unión Soviética un museo del fracaso. Ante ello, importante es recoger las palabras que Galende parafrasea de Lenin, que ilustran de buena manera el sueño marxista de una vida justa para todos: “Las fábricas serían para los obreros, la tierra para el campesino y para el poeta y los artistas, las palabras y los materiales”.

terça-feira, 10 de outubro de 2017

El joven Karl Marx

Cristina Portela
Socialismo & Democracia

El realizador haitiano Raoul Peck comprobó que la vida del revolucionario y filósofo alemán da para una buena película. Pero también probó que es posible contar cosas serias sin perder el buen humor y la ligereza. Hizo lo que muchos realizadores deberían hacer en relación con los episodios más significativos de la historia: dejar de lado el facilismo tonto de los “fait drivers” -ninguno aguanta más tantas películas sobre María Antonieta y sus criadas- para tomar a los personajes que realmente cuentan.

Filmados en blanco y negro, hombres, mujeres y niños desarrapados recogen las ramas de árboles caídos del suelo de una floresta cuando policiales a caballo aparecen para atacarlos violentamente. Este es el inicio del filme El joven Marx, del realizador Raoul Peck. La escena escogida no fue casual. En 1842, Marx había publicado una serie de artículos en un periódico de la ciudad de Colonia, en ese entonces Prusia (actual Alemania), llamado la Gazeta Renana, para criticar una ley sobre el robo de leña practicado por campesinos pobres de aquella región. Como analizó Franz Mehring, en el libro Karl Marx: historia de su vida, “se trataba de la persecución de la era capitalista contra los últimos vestigios de la propiedad comunal sobre la tierra”. No era una persecución cualquiera: pocos años antes, en 1836, de los 207.478 procesos criminales abiertos por el estado prusiano, tres cuartos se referían al robo de leña y otras supuestas transgresiones contra la propiedad forestal.

Sobre la importancia de ese tema para Marx, Frederich Engels escribió: “Siempre oí decir a Marx que fue por el estudio de la ley sobre el robo de la madera y de la situación de los campesinos de la Mosela (región en la frontera entre Francia y Alemania) que él fue llevado a pasar de la política pura para el estudio de las cuestiones económicas, y por eso mismo, al socialismo. En el año en que publicó aquel artículo, Marx aún no era comunista, pero ya era un joven talentoso, recién graduado de doctorado, seguidor del filósofo alemán Hegel e hijo de un alto funcionario de la ciudad de Tréveris, Prusia, donde naciera en 1818.

Antes de iniciar el filme

El rodaje de Peck acompaña la trayectoria de la familia Marx (Karl y su mujer Jenny von Westphalen) hasta la llegada a París, a finales de 1843. Pero antes de eso mucha agua ha corrido por debajo del puente. Marx ya cursaba Derecho en la Universidad de Berlín, donde perteneciera al club de Doctores, una asociación de hegelianos de izquierda liderada por el profesor Bruno Bauer, su amigo y mentor. Los hegelianos de izquierda eran una corriente pequeñoburguesa que, a partir de la filosofía de Hegel, fundamentaba la necesidad de reformas democráticas en el Estado y en la sociedad. Las cosas comenzaron a ir mal para ellos, liquidando la más que probable carrera universitaria de Marx, después de la asunción del nuevo rey de Prusia, Federico Guillermo IV, en 1840. Inicialmente saludada por los hegelianos como un paso importante para la transformación de Prusia en un Estado Nacional, la llegada del nuevo rey acarreó en la realidad la prohibición de revistas progresistas y la expulsión de los profesores hegelianos de las universidades, entre quienes se encontraba el propio Bauer.

A partir de ahí, opositores del Estado prusiano burocrático feudal se atrincheraron en la redacción de la Gazeta Renana, un proyecto que reunía al hegelianismo de izquierda y la burguesía liberal. Marx dirigió ese periódico, una tarea cada vez más difícil para él. Presionado por los accionistas burgueses que exigían una moderación política para evitar represalias, Marx acabó por abandonarlo antes de la fecha estipulada por el gobierno para su cierre. “La atmósfera aquí se volvió sofocante para mí. Igual que con el ejercicio de la libertad, es duro cumplir una tarea servil y esgrimir alfiles en lugar de coronas. No puedo realizar más nada en Alemania, en ella usted se corrompe a sí mismo”, escribió él a su amigo Arnold Ruge, editor de periódicos con los cuales Marx había colaborado.

En junio de 1843, Marx y Jenny, amigos de la infancia, se casaron y se preparaban para seguir hacia la capital francesa donde Marx trabajaría en un nuevo proyecto del mismo Arnold Ruge, Los Anales Franco-alemanes.

Jenny y Mary

Uno de los muchos méritos del filme de Peck es la relevancia conferida a las mujeres, representadas por Jenny y también por Mary Burns, la compañera de Engels. Jenny es presentada como una persona enérgica, inteligente y con opiniones propias, habiendo participado en la elaboración política de su marido. En una de las escenas de la película ella dice querer destruir la sociedad y prenderle fuego. El realizador asegura que no inventó esta frase, y que Jenny efectivamente la escribió. “Jenny es una persona tan importante en el filme porque ella era parte de la vida de Marx, era su brazo derecho, desafiaba la idea de que la política era solo para los hombres. Si nos hubiéramos basado en la literatura que existe sobre Marx, habría sido muy difícil saber siquiera donde ella estaba en la altura, porque los grandes teóricos del marxismo ni siquiera hablan de ella”, comentó Peck.

Para conseguir percibir un poco del cotidiano de la pareja, en particular de Jenny y de los amigos que pasaron por sus vidas, Peck se basó en la intensa correspondencia que había entre ellos. Solo así podría, por ejemplo, colocar en boca de Mary una afirmación tan personal- e irreverente-como aquella en que asegura a una estupefacta Jenny no querer tener hijos para no perder la libertad y que a su hermana, Lizzy, era a quien gustaría embarazarse de Engels.

Jenny y Mary no podían ser más diferentes. La primera era hija de un alto funcionario del gobierno prusiano, mientras que la segunda era una obrera irlandesa que trabajó, así como su padre y Lizzy, en una fábrica del papá de Engels, en Manchester, Inglaterra. De acuerdo con la cinta, Engels vio a Mary por vez primera en esa misma fabrica en el momento en que desafiaba a un capataz. Ella tenía 19 años y él casi 22. Verdad o no, el hecho es que en 1842, cuando los dos se conocieron, hubo una importante huelga contra el recorte en los salarios y la atmósfera estaba eléctrica. Fue Mary quien llevó a Engels a “Little Ireland”, el distrito donde vivían los obreros irlandeses, y lo presentó al combativo liderazgo local. Fue ella que hizo ver de cerca las casas miserables y las calles sin sanidad de Londres, donde animales eran condenados a podrirse, el lodo dificultada el tránsito y el mal olor era insoportable, los barrios donde vivían los obreros , entre los cuales había empleados de su padre.

Marx en París

Mientras la Manchester fabril representó un choque de realidad para Frederich Engels, la París de los años 1840 provocó una verdadera revolución en las ideas, hasta entonces profesadas por el joven Karl. Cuando llegó a París, sus conocimientos sobre las teorías socialistas y comunistas eran muy iniciales. Conocía a Proudhon, cuyo libro más famoso calificaba a la propiedad de robo, y consideraba su obra como la primera manifestación científica del proletariado moderno; y Dézamy, ambos materialistas y antirreligiosos. Fue durante su estadía en París, en los años 1844 y 1845- escribe Michael Lowy, en su libro La teoría de la revolución en el joven Marx-, que él conoció las sociedades secretas de los obreros parisinos y asistió a asambleas de artesanos comunistas.

Entre estas sociedades se destacaba la Liga de los Justos, fundada en París en la década de 1830 por emigrados alemanes y que rápidamente pasó a contar con cerca de mil miembros, con ramificaciones en Londres y Suiza. Su lema era “todos los hombres son hermanos”, y sus propuestas se inspiraban en las ideas de los revolucionarios Gracchus Babeuf y Philippe Buonarroti, defensores de la Constitución jacobina de 1793. En la década de 1849, el comunismo, en su versión premarxista, era de masas entre el proletariado francés.

El impacto causado en Marx por esta experiencia fue inmenso, como se puede desprender de este extracto de una carta escrita al amigo y filósofo alemán Edwig Feuerbach, en agosto de 1844: “Usted necesitaría asistir a una reunión de los obreros franceses para comprender el ardor juvenil y la nobleza de carácter que se manifiesta en esos hombres arrasados por el trabajo (…) la historia forma, entre esos ‘bárbaros’ de nuestra sociedad civilizada, el elemento práctico para la emancipación de los hombres”. Lowy considera que el descubrimiento del proletariado revolucionario fue decisivo en el pensamiento político de Marx, provocando una evolución que será expuesta por primera vez en un artículo en la revista Vorwarts (Avante), para polemizar con su amigo Arnold Ruge.

Ruge escribirá un artículo en aquella misma revista calificando la sublevación de “tejedores” de 1844, en la región de Silésia, Prusia, como un acontecimiento sin importancia por carecer de “alma política”, sin la cual no podría haber la revolución social. Marx debe haber caído de la silla ¿Cómo despreciar una revuelta en que 5 mil tejedores, “asegurándose palos, hachas y piedras con sus puños magros”, enfrentaran batallones de soldados, saquearon los palacios de los príncipes propietarios de la fábrica y destruyeran los libros de contabilidad? “La revuelta silesiana-escribió él- comienza justamente en un punto en que las revueltas de los trabajadores de Francia y de Inglaterra terminan, o sea, conscientes de la esencia del proletariado. La propia acción posee ese carácter superior. No solo son destruidas apenas las máquinas, esas rivales de los trabajadores, sino también los libros contables, los títulos de propiedad”.

En este mismo artículo, el califica, al polemizar con Ruge, la revolución socialista como “revolución política de alma social”. “Es solo en el socialismo-escribe Marx- que un pueblo filosófico puede encontrar su práctica adecuada; por tanto, es solo en el proletariado que él puede encontrar el elemento activo de su liberación”. Para Lowy, la sublevación silesiana tuvo en Marx un efecto “catalizador, de revulsivo teórico práctico, de demostración concreta y violenta de lo que él ya desprendía de sus lecturas y contactos parisinos, la tendencia potencialmente revolucionaria del proletariado”.

El encuentro con Engels

No fue amor a primera vista, pero el encuentro de Marx y Engels en París, en 1844, dio frutos inmediatamente. Ellos ya se conocían, pues Engels no solo había colaborado con la Gazeta Renana, como también con los Anales Franco-alemanes, pero no habían tenido hasta entonces una conversación seria. Esta vez, por el contrario, conversaron hasta altas horas de la noche y, entre copas -Engels tenía fama de ser un buen bebedor-, comenzó la complicidad intelectual y fraternal que duraría hasta la muerte de Marx. Sobre ese encuentro, Engels dirá: “Constatamos nuestro completo acuerdo en todas las cuestiones teóricas”.

El primer trabajo conjunto fue entonces planeado: se trataba de una polémica con un antiguo amigo de Marx, esta vez Bruno Bauer. El filósofo había publicado un artículo en su revista literaria criticando las posiciones de Marx y Engels expuestas en los Anales Franco-alemanes. Para él, “todas las grandes acciones de la historia hasta aquí fueron de antemano malogradas y privadas de éxito, porque las masas se interesaron y se entusiasmaron por ellas”. En el paquete de desilusiones estarían incluidos todos los movimientos de masas hasta aquella época, desde el cristianismo hasta la gran revolución francesa, tema tan caro para Marx, que sobre ella se dedicara con ahínco desde su llegada a París.

Para combatir las ideas de Bauer, la dupla escribió nada menos que un libro entero. Inicialmente se iba a llamar crítica de la crítica crítica”, por sugerencia de Jenny, de acuerdo con el filme de Peck, para después transformarse en La sagrada familia. En él, defienden la revolución francesa, considerando la victoriosa (en 1830, la burguesía había realizado los deseos de 1789), y criticaron a todos aquellos que, como Bauer, oponen una “minoría esclarecida” a la “masa ignorante”, o con el mismo sentido, un “salvador supremo” a la idea de la autoemancipación proletaria.

En ese trabajo, Marx deja claro su progresivo distanciamiento del idealismo de Hegel y la sintonía con el materialismo francés. “Las circunstancias forman a los hombres; para transformar a los hombres, es preciso transformar las circunstancias”. Para Lowy, sería el momento de la negación de la “identidad mística”, y de la afirmación de la primacía de las circunstancias, a “una etapa de la evolución teórica de Marx, etapa necesaria, que representa la reacción radical a la etapa neo-hegeliana anterior, pero que permanece parcial, metafísica”. Esa etapa sería sobrepasada con las Tesis sobre Feuerbach, escritas el año siguiente, considerado el primer texto marxista de Marx. De Hegel, como escribe Lenin, Marx y Engels, mantuvieron la dialéctica. “Este es el aspecto revolucionario de la filosofía de Hegel, que Marx adoptó y desarrolló”.

De París a Bruselas

El 11 de enero de 1845, el gobierno francés ordena la expulsión de varios emigrados alemanes, entre ellos Arnold Ruge, Mikhail Bakunin y Karl Marx. Sería el fin de un periodo feliz para Marx desde varios puntos de vista: teórico, político e inclusive personal. Nació su primera hija, Caroline, y Jenny estaba embarazada una vez más. El filme retrata un matrimonio apasionado, a pesar del temperamento explosivo de Marx. Pero hubo contratiempos, especialmente financieros, pues la revista de Ruge, los Anales Franco-alemanes, el principal medio de subsistencia de Marx, solo tuvo una edición. La penuria de la familia solo fue aliviada gracias a la ayuda financiera de los amigos de Colonia.

Luego de que llegó a Bruselas, la ciudad escogida para vivir a partir de entonces, Marx fue obligado a firmar una declaración comprometiéndose a no publicar artículos sobre temas políticos. Mehring cuenta que, para frustrar las tentativas del gobierno prusiano de incomodar su estadía en el nuevo país, Marx renunció a su nacionalidad, dejando de pertenecer al estado de Prusia, pero tampoco abrazó ninguna otra, tornándose apátrida hasta su muerte. Así que supo de la expulsión de Marx, Engels se apresuró a ayudarlo. “Esos perros no tendrán el gusto de causarte apuros económicos”, escribió. En la primavera de aquel mismo año, Engels se mudó para Bruselas y, juntos, los dos amigos parten para Inglaterra a un viaje que duró seis semanas. Engels insistía mucho con Marx para que él estudiase los economistas ingleses, en particular Adam Smith, John Ramsey, McCulloch y David Ricardo, consejo seguido de buena voluntad.

Engels cuenta que fue en Bruselas que Marx expuso la idea central del materialismo histórico: la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases y, en el capitalismo, esa lucha habría llegado a la fase en que el proletariado no podría emanciparse sin al mismo tiempo emancipar a toda la sociedad de la explotación y opresión, mas necesariamente mediante una revolución. Este sería el núcleo de la obra que escribió para polemizar, esta vez, con Proudhon. En su libro Sistema de las contradicciones económicas. La filosofía de la miseria, Proudhon presenta sus nuevas elaboraciones, rompiendo radicalmente con la defensa de la revolución, que por tanto tiempo fue su bandera. “Prefiero quemar la propiedad a fuego lento que dar más alimento a los propietarios con otra noche de San Bartolomé”, escribió él. El título que Marx dio a su libro contra las ideas de Proudhon no podía ser más enigmático: Miseria de la filosofía. El libro termina con las palabras de George Sand: “el combate o la muerte: la lucha sanguinaria o nada. Es así que ineludiblemente se presenta la cuestión”. Como reconoció Marx, la amistad entre él y el tipógrafo intelectual por el cual se entusiasmara fue deshecha para siempre.

De justos a comunistas

Vivían los Marx y los Engels aún en Bruselas cuando apareció, en enero de 1847, el relojero y dirigente de la Liga de los Justos, Joseph Moll, con la misión de invitarlos a ingresar a aquella organización. El espanto de Marx y Engels no pudo haber sido mayor. En los últimos tiempos, la dupla venía bombardeando la política y la estructura de la liga. Criticaban su confusión ideológica y tolerancia con el “comunismo sentimental”. En oposición a la hermandad de hombres y su idealismo casi religioso, Marx y Engels propugnaban la lucha de clases. Esta fue la batalla central de los dos revolucionarios. Discusiones durísimas fueron trabajas entre ellos y los dirigentes de la Liga, en particular entre Marx y el sastre Wilhelm Weitling, episodio bien retratado en el film de Raoul Peck.

De hecho, una de las secciones de la Liga, la francesa, ya se había adherido al marxismo. El año anterior, en 1846, Engels participaría de una reunión de la Liga en París, después de un extenso debate con los discípulos de Proudhon, conseguiría aprobar por gran mayoría una especie de carta de intenciones de los comunistas comprometiéndose con la defensa de los intereses del proletariado; de la sustitución de la propiedad privada por la comunidad de los bienes; y de la revolución democrática y violenta para cumplir aquellos fines. Es importante notar, según Lowy, que para Marx y Engels democracia significaba comunismo. Para coronar el buen resultado de la misión, Engels fue electo como representante de la sección francesa en el congreso de la Liga pactado para junio de 1847.

En ese congreso, realizado en Londres, se discutió el proyecto de estatuto elaborado por Engels y se confirmó la carta de intenciones aprobada en París. Fue solo ahí, después de quedar demostrada la nueva actitud de parte de los miembros de la Liga en relación al comunismo, que Marx, Engels y su grupo entraron a esa organización. La Liga de los Justos pasó a llamarse Liga Comunista, y su lema –“Todos los hombres son hermanos”- se transformó en “Proletarios de todos los países, uníos”. Para hacer propaganda del programa comunista, Marx y Engels fueron encargados de escribir el Manifiesto Comunista, publicado por primera vez en febrero de 1848 en Londres. El Manifiesto fue escrito para la Liga Comunista, pero también dialogaba con otra organización llamada Fraternal Democrats, que actuaba como fracción comunista en el partido cartista inglés.

En ese mismo mes estalla la Revolución de 1848 en Francia, con repercusiones por toda Europa. Marx y Jenny son presos y expulsados de Bélgica, siguiendo una vez más para París. En esa ciudad es constituido el comité de la Liga Comunista, compuesto, mitad y mitad, por integrantes procedentes de Bruselas, entre los cuales se encontraban Marx y Engels, y Londres, entre ellos Joseph Moll. El programa escrito por la Liga Comunista para la revolución en Alemania contenía 17 reivindicaciones, entre las cuales se encontraban: implantación de la República única e indivisible, armas para el pueblo, nacionalización de las propiedades de los príncipes y de los señores feudales, de las minas y medios de transporte, creación de oficinas nacionales y educación pública y gratuita.

En 1848, con la publicación del Manifiesto Comunista y el estallido de la revolución en Europa, termina el filme de Raoul Peck sobre el joven Marx. De él se consigue desprender un hombre determinado, brillante y, sobre todo, capaz de comprender profundamente su época y formular una teoría sobre el funcionamiento del capitalismo y un programa revolucionario para su superación que se volviera esencial para los revolucionarios que hasta hoy quieren no solo comprender, sino transformar el mundo. El filme tiene aún la ventaja de mostrar también un hombre bueno, como describe su hija Eleanor: “En su vida doméstica, así como en las relaciones con sus amigos e inclusive con simples conocidos, creo poder afirmar que las principales características de Karl Marx fueron su permanente buen humor y su generosidad sin límites”.