domingo, 29 de janeiro de 2017

La conjura contra América

Leonardo Padura
El País


El discurso que pronunció Donald Trump durante su toma de posesión es alarmante. No solo por la exacerbación flagrante de los sentimientos patrióticos sino porque su pensamiento político y su estilo mesiánico abonan el odio y la xenofobia

Hace unos años, mientras leía la novela de política-ficción La conjura contra América (2004), del gran escritor norteamericano Philip Roth, sentí de forma visceral el gran poder de la literatura: tocar y afectar lo más profundo del espíritu humano. Aquella historia, ubicada en los Estados Unidos de 1942, en la imaginaria coyuntura de un sorpresivo triunfo electoral del exaviador Charles Lindbergh sobre Franklin D. Roosevelt, desarrollaba su trama en una Norteamérica dirigida por una Administración cercana a los ideales nacionalsocialistas de Hitler en la que, junto al pregón de posturas nacionalistas, primero de manera sibilina, y luego de forma abierta, se culpaba de los males domésticos a un enemigo cada vez más concreto y cercano, en este caso la comunidad judía asentada en el país.

La reacción que me fue provocando el sentimiento de encierro, desvalimiento, indefensión de unos individuos posibles ante la enorme maquinaria desbocada de un poder que los ha convertido en sus objetivos de represión y ataque solo por ser culpables de lo que son, me llegó a resultar agobiante, al punto de que por momentos debí detener mi lectura. Y es que Roth nos advertía en su magnífica y dolorosa novela, referida a un mundo tan imaginario y posible como el de George Orwell en 1984, sobre la necesidad del poder de tener o de crear enemigos, reales o pretendidos, y su capacidad de devorar a los marcados por esa necesidad, a los reales o pretendidos disidentes. Y aquella historia me afectaba porque sus connotaciones son universales, los peligros de su existencia siempre están latentes y porque, partiendo de una conjetura histórica, Roth desbordaba la realidad factual y me mostraba de modo ejemplar cómo había sido siempre, cómo podía ser siempre, cuando desde las alturas políticas se exacerban el nacionalismo, el aislacionismo y el odio nacional, social, político, sexual o racial hacia el otro.

Creo que, precisamente por su proyección universal y su cualidad de permanencia, a nadie le extrañará que La conjura contra América haya vuelto por estos días a mi mente, revolviendo todos los avasallantes efectos estéticos y políticos que en su momento me provocó la novela.

El discurso presidencial de Donald J. Trump este 20 de enero de 2017 es, sencillamente, uno de los documentos más alarmantes que se han lanzado al mundo en las últimas décadas, por venir de quien viene y por salir de donde sale. La exacerbación flagrante de los sentimientos patrióticos mediante el levantamiento de su peor manifestación, el nacionalismo, aparece tan en el centro de sus palabras que opacan la capacidad o necesidad de anotar sus inexactitudes, sus medias verdades (o medias mentiras) y su comportamiento antiético respecto a sus predecesores políticos, especialmente el saliente presidente, Barack Obama.

“A partir de este día, una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir de este día, solo Estados Unidos será la prioridad. Estados Unidos primero”, afirmó Trump, mesiánico, casi revolucionario. La atmósfera creada por estas posturas que se empeñan en señalar a algún culpable y pretenden convertirse en política de Estado del país más poderoso del mundo, de seguro calará en la mente de millones de personas que viven en Estados Unidos y, al escucharlas, se sienten más patriotas, más insatisfechos y ofendidos, incluso humillados pero, sobre todo, al fin capaces de denar sus temores. Y sus respuestas, estoy convencido, no se harán esperar: el enemigo ha sido señalado y se les ha pedido, a ellos, los buenos, actuar. El enemigo es el otro, el extranjero, el que está más allá de las fronteras (el que provoca miedo y nos roba) y las víctimas han sido los que debían haber sido beneficiados y han sido perjudicados por esos otros.

Como bien se sabe, pocos discursos gustan más a las masas que los de este estilo, muy cercano al practicado por los totalitarismos que sufrimos en el siglo XX y hasta el día de hoy: el que hace posible culpar al otro de nuestros problemas, el que nos hace vernos como objetivos de una malévola conjura y con derecho a defendernos con todas las armas.

Trump no dice cómo hará para que los grandes capitales industriales renuncien a sus ganancias y abran fábricas en Estados Unidos y paguen 25 dólares la hora al obrero que, fuera de sus fronteras, por igual o más trabajo, empleado por esos mismos capitales u otros similares, solo recibe cinco, o menos. Tampoco cómo mejorará la educación y la salud, el gran tema todavía pendiente en el país poderoso y que a su juicio reclaman una refundación. Pero afirma que se construirán más carreteras y, con vehemencia, que si se les da a los norteamericanos lo que les corresponde, todo irá a mejor para ellos.

El espíritu de un país ha sido convocado a reclamar derechos que les pertenecen y que, les dicen, les han sido arrebatados. Cómo gestionará Trump su política de rescate de la (según él) perdida grandeza norteamericana puede ser objeto de muchos análisis y conjeturas. Pero lo que ya ha ocurrido es que las semillas de su alarmante pensamiento político han sido lanzadas al viento y muchas de ellas van a caer en tierra fértil donde brotarán, diría que inevitablemente, los retoños del odio, la xenofobia, la megalomanía de los grandes sectores de un país que votó por estos discursos populistas de Trump que tanto recuerdan otras exaltadas elocuciones de similar especie que de vez en cuando la historia evoca con pavor para que algunos nos preguntemos cómo fue posible que aquello ocurriera.

Por suerte también sabemos que no todos los estadounidenses votaron por Trump y que muchos de ellos observan con pavor el ambiente creado antes y con el ascenso del mandatario. Hace unos pocos días Merryl Streep lanzó su grito de alarma, el mismo que han dado otros muchos norteamericanos, democratas y republicanos, que han decidido levantar banderas mucho más nobles y coherentes y han comenzado el movimiento civil de oposición. Pero lo cierto y terrible es que la máquina del nacionalismo excluyente ha sido puesta en movimiento y que el futuro se ha convertido en una interrogadora amenaza para muchos norteamericanos pero, también, para nosotros, “los otros”, pues su alcance será lamentablemente universal.

segunda-feira, 23 de janeiro de 2017

El fin del neoliberalismo progresista

Nancy Fraser
Dissent Magazine

La elección de Donald Trump es una más de una serie de insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto, apuntan a un colapso de la hegemonía neoliberal. Entre esas insubordinaciones, podemos mencionar entre otras, el voto del Brexit en el Reino Unido, el rechazo de las reformas de Renzi en Italia, la campaña de Bernie Sanders para la nominación Demócrata en los EEUU y el apoyo creciente cosechado por el Frente Nacional en Francia. Aun cuando difieren en ideología y objetivos, esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización de las grandes corporaciones, el neoliberalismo y el establishment político que los respalda. En todos los casos, los votantes dicen “¡No!” a la combinación letal de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que caracteriza al actual capitalismo financiarizado. Sus votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que quedó expuesta por primera vez con el casi colapso del orden financiero global en 2008.

Sin embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta crisis era la protesta social: espectacular y vívida, desde luego, pero de carácter harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites del establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los EEUU, el Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas de choque de las elecciones reverberan por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales. Quienes votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos. Burlándose de las direcciones de los partidos, han repudiado el sistema que ha erosionado sus condiciones de vida en los últimos treinta años. Lo sorprendente no es que lo hayan hecho, sino que hayan tardado tanto.

No obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista. Esto puede sonar como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real: es la clave para entender los resultados electorales en los EEUU y acaso también para comprender la evolución de los acontecimientos en otras partes. En la forma que ha cobrado en los EEUU, el neoliberalismo progresista es una alianza de las corrientes dominantes de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBT) por un lado y, por el otro, el más alto nivel de sectores de negocios “simbólicos” y de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización. Aun sin quererlo, lo cierto es que las primeras le han aportado su carisma a las últimas. Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que en principio podrían servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y para lo que antes era la clase media.

El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal organizador y abanderado de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair. En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, residentes acomodados de los suburbios, nuevos movimientos sociales y juventud: todos proclamando orgullosos la honestidad de sus intenciones modernas y progresistas, a favor de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres.

Aun cuando el gobierno de Clinton respaldó esas ideas progresistas, también cortejó a Wall Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el Rust Belt (Cinturón del Óxido), otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora la región que ha entregado el Colegio Electoral a Donald Trump. Esa región, junto con nuevos centros industriales en el Sur, recibió un duro revés con el despliegue de la financiarización más desenfrenada durante las últimas dos décadas. Las políticas de Clinton -que fueron continuadas por sus sucesores, incluido Barak Obama- degradaron las condiciones de vida de todo el pueblo trabajador, pero especialmente de los trabajadores industriales.

Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario familiar. Como sugiere esto último, cubrieron el asalto a la seguridad social con un barniz de carisma emancipatorio, tomado prestado de los nuevos movimientos sociales. Durante todos estos años en los que se devastaba la industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por una faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”. Al identificar “progreso” con meritocracia -en lugar de igualdad-, se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres, minorías y gays “con talento” en la jerarquía empresarial basada en la noción de "quien-gana-se-queda-con-todo" (validando la jerarquía en lugar de abolirla).

Esa noción liberal e individualista del “progreso” fue reemplazando gradualmente a la noción emancipadora, anticapitalista, abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible al concepto de clase social que había florecido en los años 60 y 70. Con la decadencia de la Nueva Izquierda, su crítica estructural de la sociedad capitalista se debilitó, y el esquema mental liberal-individualista tradicional del país se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las aspiraciones de los “progresistas” y de los autodenominados "izquierdistas". Pero lo que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista encontró a su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” del "leaning in" o en “romper el techo de cristal”.

El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Esa amalgama fue desechada en su totalidad por los votantes de Trump. Entre los marginados por este bravo mundo cosmopolita tienen un lugar prominente los obreros industriales, sin duda, pero también hay ejecutivos, pequeños empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Rust Belt (Cinturón Oxidado) y en el Sur, así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que estaba acostumbrado a considerarlos culturalmente atrasados. Los votantes de Trump no solo rechazaron la globalización sino también el liberalismo cosmopolita identificado con ella. Algunos -no, desde luego, todos, ni mucho menos- quedaron a un paso muy corto de culpar del empeoramiento de sus condiciones de vida a la corrección política, a las gentes de color, a los inmigrantes y los musulmanes. Ante sus ojos, las feministas y Wall Street eran aves de un mismo plumaje, perfectamente unidas en la persona de Hillary Clinton.

Esa combinación de ideas fue posible debido a la ausencia de una izquierda genuina. A pesar de estallidos como Occupy Wall Street, que fue efímero, no ha habido una presencia sostenida de la izquierda en los EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con una visión emancipadora antirracista, antisexista y antijerárquica, por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos sociales. Separados el uno del otro, estos polos indispensables para cualquier izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer antitéticos.

Al menos hasta la notable campaña de Bernie Sanders en las primarias, que bregó por unirlos después de recibir algunas críticas del movimiento Black Lives Matter (Las vidas negras importan). Haciendo estallar el sentido común neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano, Sanders estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama, cuyos apparatchiks controlaban todos y cada uno de los resortes del poder en el Partido Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump, galvanizaron una enorme mayoría del voto norteamericano. Pero sólo el populismo reaccionario de Trump sobrevivió. Mientras que él consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales Republicanos, incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de los jefes del Partido, la insurrección de Sanders fue frenada eficazmente por un Partido Demócrata, mucho menos democrático. En el momento de la elección general, la alternativa de izquierda ya había sido suprimida. Lo único que quedaba era la elección de Hobson ("tómalo o déjalo"): elegir entre el populismo reaccionario y el neoliberalismo progresista. Cuando la autodenominada izquierda cerró filas con Hillary, la suerte quedó echada.

Sin embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la izquierda debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y creciente fondo de rechazo social contra el presente orden. En vez de ponernos del lado de la financiarización con emancipación contra la protección social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto, que se desarrollaría sobre el terreno preparado por Sanders, emancipación no significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla. Y prosperidad no significa incrementar el valor de las acciones o los beneficios empresariales, sino mejorar los requisitos materiales de una buena vida para todos. Esa combinación sigue siendo la única respuesta victoriosa y de principios para la presente coyuntura.

A nivel personal, no derramé ninguna lágrima por la derrota del neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho que temer de una administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica. Pero no deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la demolición del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La victoria de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y financiarización. Pero esta presidencia no ofrece solución alguna a la presente crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía segura. A lo que nos enfrentamos más bien es a un interregno, a una situación abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En esta situación, no sólo hay peligros, también hay oportunidades: la posibilidad de construir una nueva Nueva Izquierda.

De que ello suceda dependerá en parte de que los progresistas que apoyaron la campaña de Hillary sean capaces de hacer un serio examen de conciencia. Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso, de que perdieron contra una “banda de deplorables” (racistas, misóginos, islamófobos y homófobos) ayudados por Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán reconocer su propia parte de culpa al sacrificar la protección social, el bienestar material y la dignidad de la clase obrera a una falsa interpretación de la emancipación entendida en términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento. Necesitarán pensar a fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo financiarizado reviviendo el lema de campaña de Sanders –“socialismo democrático”— e imaginando qué podría significar ese lema en el siglo XXI. Necesitarán, sobre todo, llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni próximos a la ultraderecha, sino víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben ser reclutadas para el proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.

Eso no quiere decir olvidarse de preocupaciones acuciantes sobre el racismo y el sexismo. Quiere decir demostrar de qué modo esas antiguas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y nuevos fundamentos en el capitalismo financiarizado de nuestros días. Se debe rechazar la idea falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral, y vincular los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color con los experimentados por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada podría sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a luchar por todos.

segunda-feira, 16 de janeiro de 2017

Davos: Oxfam relata que desigualdade é maior do que se pensava

Flavio Aguiar
Carta Maior

Começa nesta segunda-feira (16.01) o Fórum Econômico Mundial, em Davos, na Suíça. O ministro Henrique Meirelles comparecerá levando a missão de atrair investimentos, comprovando que agora o Brasil é um país “sério” que finalmente está enfrentando “seus problemas”. Naturalmente a mídia conservadora brasileira deverá apresentar o esforço de Meirelles como bem sucedido. Não se esperam surpresas deste lado.

Mas mais uma vez o esforço do governo brasileiro estará na contramão. Desde pelo menos o ano passado o Fórum Econômico, ao contrário do que fazia antes, quando apresentava quase sempre uma visão positiva na economia mundial, vem apresentando um balanço problemático do tema, apontando o aprofundamento da desigualdade como a espinha dorsal dos problemas do planeta.

Os dados são cada vez mais estarrecedores. No ano passado o relatório da Oxfam - um conglomerado de dezenas de ONGs e associações semelhantes que atuam em mais de 90 países, apresentado no mesmo Fórum, dizia que 62 bilionários detinham tanta riqueza quanto 50% da população mundial. Desta vez o relatório diz que este número se reduz a oito. Se levarmos em conta os outros 56 do relatório passado, a desigualdade terá dados mais dramáticos ainda.

Estes bilionários são: Bill Gates, da Microsoft, Amansio Ortega, da Zara, Carlos Slim Helm, da mexicana Carso, Warren Buffet, da Berkshire Hathaway, Jeff Rezos, da Amazon, Mark Zuckerberg, da Facebook, Larry Ellison, da Oracle tech, e Michael Bloomberg, da Bloomberg News. Juntos, eles detém uma riqueza avaliada em 426 bilhões de dólares, que corresponde ao valor das posses de 3,6 bilhões de pessoas na outra ponta da pirâmide social planetária. Diz a Oxfam que a reavaliação decorreu da obtenção de dados mais precisos sobre estas empresas e também sobre a pobreza no mundo, sobretudo na Índia e na China.

Olhando-se o universo destas empresas, observa-se que:

1.Microsoft, Oracle, e Facebook atuam na frente virtual e proximidades.

2.A Amazon também atua na frente virtual, especializada em vendas de produtos editoriais.

3.A Berkshire Hathaway é uma empresa especializada em administrar outras empresas, e faz algum tempo se especializa em compra-las, agregando-as ao seu conglomerado.

4.A mexicana Carso se especializa em infra-estrutura e energia, macro-construções e no varejo destes setores.

5.A Bloomberg News é hoje um conglomerado de empresas especializadas em informações para o setor financeiro.

6.A galega Zara é uma rede de vestimentas, calçados e produtos afins para mulheres e crianças.

Todas elas têm uma atuação em escala planetária.

Foi-se o tempo, portanto, em que o Fórum de Davos e o Fórum Social Mundial, que nasceu em 2001, em Porto Alegre, eram antípodas. O FSM perdeu muito de seu ímpeto, ao recusar uma aproximação mais diretamente política (sem cair no partidarismo) dos temas mundiais. O Fórum de Davos continua em grande parte dedicado a apresentar soluções paliativas para os problemas mundiais, mas pelo menos vem se aproximando mais de um quadro realista da desigualdade planetária.

Quanto a Porto Alegre, hoje presa de uma plêiade de políticos e de uma classe média que se tornou largamente conservadora, deixou de ser “a capital do século XXI” que já foi. E como um todo o Brasil do governo ilegítimo de Michel Temer se afunda cada vez mais no pântano da desigualdade. Segundo dados da OIT, em 2017 um entre cada três novos desempregados no mundo será brasileiro.

quinta-feira, 5 de janeiro de 2017

La patética estrategia del gobierno Temer para adquirir popularidad

Fernando de la Cuadra
Rebelión

La acelerada impopularidad del gobierno Temer viene dando muchos dolores de cabeza a sus asesores comunicacionales, dado que todos los recientes sondeos de opinión pública destacan el fuerte descenso de apoyo por parte de la población y la carencia abrumadora de cualquier resquicio de carisma y simpatía que posee el gobierno y el propio Michel Temer entre los ciudadanos.

Ante este escenario, una de estas estrategias elaboradas por los funcionarios del Palácio do Planalto, consiste en tratar de estimular la alicaída economía. Un de estas medidas anunciada poco antes de la navidad, busca permitir que 10,2 millones de trabajadores puedan hacer uso del dinero inmovilizado que actualmente se encuentra bloqueado en cuentas inactivas del Fondo de Garantía del Trabajador Social (FGTS) en la Caixa Económica Federal. Este dinero que llega a la suma R$30 mil millones (cerca de 10 mil millones de dólares) corresponde a las contribuciones que todo trabajador realiza durante su periodo activo y que debería retirar al concluir sus labores en determinada empresa pública o privada. Hasta ahora, el trabajador que había solicitado su despido de un empleo podía sacar su dinero del fondo de garantía solamente tres años después sin poseer ningún otro empleo con contrato. Ese motivo fue eliminado con la actual resolución. Se calcula que este FGTS acumulado permitirá inyectar nuevos recursos a la economía y generar un impulso que equivale a aproximadamente el 0.5% del PIB. Y claro, de paso permitir a los trabajadores una mayor holgura en tiempos de ajuste y recortes, procurando estabilizar o recuperar ciertos apoyos a la actual administración.

La segunda acción impulsada por el gobierno Temer, consistió en anunciar un conjunto de iniciativas destinadas a estimular el crecimiento económico y generar empleo. Entre los instrumentos más importantes destacan: el acceso a crédito de micro, pequeñas y medianas empresas a través del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES); la reducción de los intereses cobrados por las administradoras de tarjetas de crédito; el incentivo a la oferta de crédito para la construcción civil y el refinanciamiento de las deudas tributarias. Este paquete de medidas ha sido pensado como una forma de recrear la agenda del gobierno en un escenario marcado por la persistencia de datos negativos y también por la crisis política que va a producir la delación premiada de los 77 ejecutivos de la contratista Odebrecht.

Las medidas anteriores se ubican en el ámbito de la economía. Pero existe una estrategia para obtener el apoyo de los brasileños que se ubica en el ámbito de la imagen. En ese contexto, la última apuesta diseñada para intentar aumentar el apoyo de la ciudadanía consiste en una idea un tanto esdrújula -introducida por los publicistas del gobierno- de transformar a la primera dama en la cara amigable del gobierno, a partir de lo que denominan como “una agenda positiva”. En efecto, el último número de la revista Veja dedica su portada a la esposa del presidente, Marcela Temer, anunciada como la nueva carta del gobierno para ganar alguna adhesión entre los brasileños. En el artículo se menciona que la “estrella” de la primera dama se vislumbra como la más reciente apuesta para aumentar los bajos índices de popularidad que muestra el mandatario y su equipo de colaboradores. El problema es que Marcela Temer no reúne ninguna de las condiciones que se requieren para sustentar esta nueva estrategia, que parece condenada al fracaso desde antes de su inicio. Primero que nada, ella muestra y ha expresado en repetidas oportunidades un total desinterés por la política. Asomó en la vida del actual gobernante a partir de un arreglo perpetrado por su madre hace más de una década, cuando quería casar a la hija bonita (segundo lugar en un concurso de belleza local) con un señor rico y poderoso. Por esta misma razón, la vida de Marcela Temer siempre estuvo reducida al ámbito familiar, siendo el prototipo de la mujer tradicional dedicada al hogar y la crianza de los hijos. De hecho, desde que Michel Temer fue instalado en el primer cargo de gobierno a mediados de mayo de 2016, las apariciones públicas de la primera dama han sido muy esporádicas. Es reconocida como una persona a la cual no le gustan las recepciones y eventos políticos, realizándose en su vida de reclusión hogareña, digna de una figura “recatada y del hogar”, como fue ampliamente difundido por los medios de comunicación.

Tratando de inspirarse en Hillary Clinton y su política de asistencia orientada hacia los hijos de migrantes, Marcela Temer surge como la principal impulsora del Programa Criança Feliz, que se dedicará a atender a los hijos de familias beneficiarias de programas sociales del gobierno, especialmente del Bolsa Familia. A pesar de los esfuerzos de los asesores, la capacidad demostrada hasta ahora por la primera dama no la califica para ejercer estas funciones ni menos para revertir el cuadro de impopularidad que presenta el actual gobernante. La mayoría de las previsiones apuntan a que dicho desgaste va a experimentar un aumento en los próximos meses. Mientras tanto, el gobierno continúa inventando estrategias para recuperar el apoyo de la población, intentos que parecen condenados a un absoluto fiasco.

Ciertamente es unánime el sentimiento de que el pueblo brasileño desea salir de la crisis y recibe con renovada esperanza el año que se inicia, pues hasta ahora no existe evidencia verificable de alguna comunidad humana que desee vivir en permanente sufrimiento. Es por lo mismo, una gran contradicción la que se genera entre un deseo entrañable de que la situación mejore para todos los habitantes y la existencia, por otra parte, de un gobierno en el cual no se tiene confianza ni fe, que está integrado por personas involucradas en actos de corrupción y cuyo principal compromiso es con su interés individual y patrimonial. En las calles el ánimo y la expectativa es que las cosas mejoren, pero no se vislumbran salidas ni a corto ni a mediano plazo para salir del impasse en que se encuentra el país. Dios ya no es brasileño.

quarta-feira, 4 de janeiro de 2017

La era del humanismo está terminando

Achille Mbembe
Mail & Guardian

No hay indicios de que el 2017 vaya a ser muy diferente del 2016. Bajo ocupación israelí por décadas, Gaza seguirá siendo la mayor prisión a cielo abierto de la Tierra. En los Estados Unidos, la matanza de gente negra a manos de la policía continuará ininterrumpidamente y cientos de miles más se unirán a los que ya están alojados en el complejo industrial-carcelario que vino a instalarse tras la esclavitud de las plantaciones y las leyes de Jim Crow.

Europa continuará su lento descenso hacia el autoritarismo liberal o lo que el teórico cultural Stuart Hall llamó populismo autoritario. A pesar de los complejos acuerdos alcanzados en los foros internacionales, la destrucción ecológica de la Tierra continuará y la guerra contra el terror se convertirá cada vez más en una guerra de exterminio entre varias formas de nihilismo.

Las desigualdades seguirán creciendo en todo el mundo. Pero lejos de abastecer un ciclo renovado de luchas de clase, los conflictos sociales tomarán cada vez más la forma de racismo, ultranacionalismo, sexismo, rivalidades étnicas y religiosas, xenofobia, homofobia y otras pasiones mortales.

La denigración de virtudes como el cuidado, la compasión y la generosidad va de la mano con la creencia, especialmente entre los pobres, de que ganar es lo único que importa y que quién gana –en virtud del medio que sea necesario– es en última instancia el que está en lo correcto.

Con el triunfo de este acercamiento neo-darwiniano al hacer-historia, el apartheid bajo diversas modulaciones será restaurado como la nueva vieja norma. Su restauración pavimentará el camino hacia nuevos impulsos separatistas, a la construcción de más muros, a la militarización de más fronteras, a formas mortales de policialización, a guerras más asimétricas, a alianzas rotas y a innumerables divisiones internas, incluso en democracias establecidas.

Nada de lo señalado más arriba es accidental. En todo caso, es un síntoma de cambios estructurales, cambios que se harán cada vez más evidentes a medida que se despliegue el nuevo siglo. El mundo tal como lo conocíamos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con los largos años de la descolonización, la Guerra Fría y la derrota del comunismo, ese mundo ha terminado.

Ha comenzado otro largo y mortífero juego. El principal choque de la primera mitad del siglo XXI no será entre religiones o civilizaciones. Será entre la democracia liberal y el capitalismo neoliberal, entre el gobierno de las finanzas y el gobierno del pueblo, entre el humanismo y el nihilismo.

El capitalismo y la democracia liberal triunfaron sobre el fascismo en 1945 y sobre el comunismo a principios de los 90 cuando colapsó la Unión Soviética. Con la disolución de la Unión Soviética y el advenimiento de la globalización, sus destinos fueron destrenzados. La creciente bifurcación entre la democracia y el capital es la nueva amenaza para la civilización.

Apoyado por el poder tecnológico y militar, el capital financiero ha logrado su hegemonía sobre el mundo mediante la anexión del núcleo de los deseos humanos y, en el proceso, convirtiéndose él mismo en la primera teología secular global. Fusionando los atributos de una tecnología y una religión, se basó en dogmas incuestionables que las formas modernas de capitalismo habían compartido a regañadientes con la democracia desde el período de posguerra –la libertad individual, la competencia en el mercado y la regla de la mercancía y de la propiedad, el culto a la ciencia, la tecnología y la razón.

Cada uno de estos artículos de fe está bajo amenaza. En su núcleo, la democracia liberal no es compatible con la lógica interna del capitalismo financiero. Es probable que el choque entre estas dos ideas y principios sea el acontecimiento más significativo del paisaje político de la primera mitad del siglo XXI, un paisaje formado menos por la regla de la razón que por la liberación general de pasiones, emociones y afectos.

En este nuevo paisaje, el conocimiento se definirá como conocimiento para el mercado. El mercado mismo será re-imaginado como el mecanismo primario para la validación de la verdad. A medida que los mercados se convierten cada vez más en estructuras y tecnologías algorítmicas, el único conocimiento útil será algorítmico. En lugar de gente con cuerpo, historia y carne, las inferencias estadísticas serán todo lo que cuenta. Las estadísticas y otros datos importantes se derivarán principalmente de la computación. Como resultado de la confusión de conocimiento, tecnología y mercados, el desprecio se extenderá a cualquier persona que no tenga nada que vender.

La noción humanista y de la Ilustración del sujeto racional capaz de deliberación y elección será reemplazada por la del consumidor conscientemente deliberante y elector. Ya en construcción, triunfará un nuevo tipo humanidad. Este no será el individuo liberal que, no hace mucho tiempo atrás, creíamos que podría ser el tema de la democracia. El nuevo ser humano será constituido a través y dentro de las tecnologías digitales y los medios computacionales.

La era computacional –la era de Facebook, Instagram, Twitter– está dominada por la idea de que hay pizarras limpias en el inconsciente. Las formas de los nuevos medios no sólo han levantado la cubierta que las eras culturales previas habían puesto sobre el inconsciente, sino que se han convertido en las nuevas infraestructuras del inconsciente. Ayer, la socialidad humana consistía en mantener los límites sobre el inconsciente. Pues producir lo social significaba ejercer vigilancia sobre nosotros mismos, o delegar a autoridades específicas el derecho a hacer cumplir tal vigilancia. A esto se le llamaba represión. La principal función de la represión era establecer las condiciones para la sublimación. No todos los deseos pueden ser cumplidos. No todo puede ser dicho o hecho. La capacidad de limitarse a sí mismo era la esencia de la propia libertad y de la libertad de todos. En parte gracias a las formas de los nuevos medios y a la era post-represiva que han desencadenado, el inconsciente puede ahora vagar libremente. La sublimación ya no es necesaria. El lenguaje se ha dislocado. El contenido está en la forma y la forma está más allá, o excediendo el contenido. Ahora se nos hace creer que la mediación ya no es necesaria.

Esto explica la creciente posición anti-humanista que ahora va de la mano con un desprecio general por la democracia. Llamar a esta fase de nuestra historia fascista podría ser engañoso, a menos que por fascismo nos refiramos a la normalización de un estado social de la guerra. Tal estado sería en sí mismo una paradoja, pues en todo caso la guerra conduce a la disolución de lo social. Y sin embargo, bajo las condiciones del capitalismo neoliberal, la política se convertirá en una guerra apenas sublimada. Esta será una guerra de clases que niega su propia naturaleza: una guerra contra los pobres, una guerra racial contra las minorías, una guerra de género contra las mujeres, una guerra religiosa contra los musulmanes, una guerra contra los discapacitados.

El capitalismo neoliberal ha dejado en su estela una multitud de sujetos destruidos, muchos de los cuales están profundamente convencidos de que su futuro inmediato será una exposición continua a la violencia y a la amenaza existencial. Ellos desean genuinamente un retorno a cierto sentido de certeza –lo sagrado, la jerarquía, la religión y la tradición. Ellos creen que las naciones se han convertido en algo así como pantanos que necesitan ser drenados y que el mundo tal como es debe ser llevado a su fin. Para que esto suceda, todo debe ser limpiado. Están convencidos de que sólo pueden salvarse en una lucha violenta para restaurar su masculinidad, cuya pérdida atribuyen a los más débiles entre ellos, los débiles en que no quieren convertirse.

En este contexto, los emprendedores políticos más exitosos serán aquellos que hablen de manera convincente a los perdedores, a los hombres y mujeres destruidos por la globalización, y a sus identidades arruinadas. La política se convertirá en la lucha callejera, la razón no importará. Tampoco los hechos. La política se revertirá a un asunto de supervivencia brutal en un ambiente ultracompetitivo.

En estas condiciones, el futuro de la política de masas de izquierda, progresista y orientada hacia el futuro, es muy incierto. En un mundo centrado en la objetivación de todos y de todo ser viviente en nombre del lucro, la borradura de lo político por el capital es la amenaza real. La transformación de lo político en negocio plantea el riesgo de la eliminación de la posibilidad misma de la política. Si la civilización puede dar lugar a alguna forma de vida política, tal es el problema del siglo XXI.

terça-feira, 3 de janeiro de 2017

Un mundo sin guerras

Domenico Losurdo
El Viejo Topo

La idea de un mundo sin guerras en cinco momentos cruciales de la historia contemporánea

Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa el fin de las guerras parecía al alcance de la mano: la Guerra Fría había terminado con la disolución del «campo socialista» encabezado por la Unión Soviética y con el triunfo de Occidente y su país guía. ¿Quién podía imaginar que, a esas alturas, estallaran conflictos graves y devastadores a escala internacional? «La historia mundial», caracterizada en sus momentos más significativos y decisivos por contradicciones agudas, rupturas, revoluciones, guerras y conflagraciones, «no es el terreno de la felicidad», había observado en su momento Hegel. Pero la victoria indiscutible de los principios liberales y democráticos, encarnados por Occidente, parecía haber acabado con todo eso: 1989 se presentaba como el alba de un mundo nuevo de paz, en el que por fin se pudiera gozar de una serenidad y una felicidad libres de los miedos y las angustias del pasado. Hablar de historia mundial ¿seguía teniendo sentido? Ese mismo año un filósofo estadounidense, Francis Fukuyama (filósofo influyente, por haber sido al mismo tiempo funcionario del Departamento de Estado), anunciaba el «fin de la historia».

Bien es cierto que una nubecilla asomaba en el horizonte: se aceleraban los preparativos diplomáticos y militares para una intervención armada decisiva en Oriente Próximo. Pero no se podía llamar guerra: se trataba de restablecer la legalidad internacional, poniendo fin a la invasión de Kuwait perpetrada por el Irak de Sadam Hussein. Era una operación de policía internacional sancionada por el Consejo de Seguridad de la ONU. El «Nuevo Orden Mundial» había empezado su andadura, y nadie podía sustraerse a la ley y al gobierno de la ley, que debían hacerse respetar en cualquier rincón del mundo, sin ningún miramiento. Empezaba a tomar forma una suerte de estado mundial, es más (a decir de Fukuyama), un «estado universal homogéneo» que impondría su autoridad sin tener en cuenta las fronteras estatales y nacionales. Ya esto era un indicio de que estaba desapareciendo el flagelo de la guerra, que por definición es un conflicto armado entre estados soberanos, es decir, entre entidades que, al menos desde el punto de vista de la ideología dominante, en 1989 y en los años inmediatamente posteriores se encaminaban a su extinción.

Un ilustre sociólogo italiano explicaba cuál era el destino que estaba reservando a la guerra la parte más avanzada de la humanidad, «en el Norte del planeta»: «Estamos expulsándola de nuestra cultura como hicimos con los sacrificios humanos, los procesos contra las brujas, los caníbales» (Alberoni, 1990). A la luz de todo esto, la expedición contra el Irak de Sadam Hussein, más que una operación de policía internacional, era la expresión de una pedagogía de la paz, sin duda enérgica, pero en realidad beneficiosa para los mismos que debían padecerla.

Poco más de dos décadas después, tras una serie de guerras, cientos de miles de muertos, millones de heridos y millones de fugitivos, Oriente Próximo es un montón de ruinas y un foco de nuevas conflagraciones. Y es solo uno de los focos; otros, quizá más peligrosos aún, están apareciendo en otras partes del mundo, como Europa Oriental o Asia. Proliferan artículos, ensayos y libros que hablan de una guerra a gran escala o incluso de una nueva guerra mundial, que podría cruzar el umbral nuclear. ¿Cómo explicar este paso en poco tiempo del sueño de la paz perpetua a la pesadilla del holocausto nuclear? Antes incluso de tratar de contestar a esta pregunta conviene plantearse una cuestión previa: ¿es la primera vez que la humanidad sueña con la paz perpetua y experimenta un brusco y doloroso despertar, o este ideal y el amargo desencanto posterior tienen una larga historia, que puede ser interesante y útil indagar?

Lo que se pretende aquí, más que analizar una por una las posiciones de una serie de autores fascinados por el ideal de un mundo libre del flagelo de la guerra y del peligro de guerra, es indagar los momentos históricos en que dicho ideal ha inspirado, junto a personalidades ilustres, a sectores considerables de la opinión pública y en ocasiones a masas de hombres y mujeres, convirtiéndose así en una fuerza política real. Nos hallamos ante cinco momentos fundamentales de la historia contemporánea.

El primero empieza en 1789 con las promesas y esperanzas de la revolución francesa (según las cuales el derrocamiento del Antiguo Régimen acabaría no solo con las guerras dinásticas y de gabinete tradicionales, sino también con el flagelo de la guerra como tal) y termina con las incesantes guerras de conquista de la era napoleónica. El segundo momento es menos importante: durante un breve periodo la Santa Alianza se apropia o trata de apropiarse de la bandera de la paz perpetua para justificar y legitimar las intervenciones militares, las guerras que emprende contra los países propensos a dejarse contagiar por la revolución que, pese a haber sido derrotada, sigue representando un peligro para la Restauración y el orden consagrado por el Congreso de Viena tras la caída de Napoleón. En un tercer momento, el desarrollo del comercio mundial y de la sociedad industrial crea la ilusión de que la nueva realidad económica y social apagará el espíritu de conquista mediante la guerra: es una ilusión que cierra los ojos ante las matanzas del expansionismo colonial, más vivo que nunca en esta época, y a la que pone fin la carnicería de la Primera Guerra Mundial. El cuarto momento crucial, inaugurado por la revolución rusa de octubre de 1917 (que estalla como reacción contra la guerra), pretende acabar con el capitalismo-colonialismo-imperialismo para allanar el camino a la realización de la paz perpetua, y termina con los conflictos sangrientos y las auténticas guerras que desgarran el propio «campo socialista». Por último, el último momento crucial: tras una larga y heterogénea fermentación ideológica, empieza propiamente con la intervención de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, intervención decidida por el presidente Woodrow Wilson en nombre de la «paz definitiva» (que requería derrotar el despotismo encarnado sobre todo por la Alemania de Guillermo II), y llega a su apogeo con el triunfo de Occidente en la Guerra Fría y la consiguiente «revolución neoconservadora».

A partir de este momento se proclama que la difusión planetaria de las instituciones liberales y democráticas y del libre mercado es la condición para el triunfo definitivo de la causa de la paz; una pretensión, sin embargo, que pierde credibilidad con la sucesión de una «operación de policía internacional» y una «guerra humanitaria» tras otra, y con la agudización de conflictos y tensiones que amenazan con el estallido de guerras no menos sangrientas que las del siglo XX. Son cinco momentos cruciales que de una u otra forma se originan en cinco países: la Francia revolucionaria que surge tras al derrocamiento del Antiguo Régimen; Austria, o el imperio de los Habsburgo, que encabeza políticamente la Santa Alianza (a cuya ideología contribuye en gran medida la cultura alemana en conjunto); Gran Bretaña, protagonista de la revolución industrial y la edificación de un gran imperio; la Rusia soviética, que inspira un movimiento revolucionario de alcance planetario; y Estados Unidos, con su revolución (o contrarrevolución) neoconservadora que, después de ganar la Guerra Fría, trata de establecer durante algún tiempo una pax americana imperial en el mundo. Son estos cinco momentos cruciales –que no siempre se suceden linealmente, pues a veces se solapan en un mismo periodo histórico– los que deben reconstruirse ante todo para hacer un balance útil que ayude a explicar las ilusiones y desilusiones del pasado, que permita analizar y enfrentar los crecientes peligros de guerra del presente.

¿Nos hallamos ante cinco momentos cruciales que siempre empiezan con promesas exaltadas y esperanzadoras y terminan siempre con cinco fracasos catastróficos? Sería una conclusión precipitada y unilateral, porque presentaría como homogéneos unos procesos políticos y sociales muy distintos y los nivelaría pasando por alto su complejidad y sus contradicciones. Solo al final de la exposición se podrá hacer un balance equilibrado. Pero vamos a adelantar dos resultados de la investigación.

Quien crea que el ideal de un mundo sin guerras es un sueño sereno y feliz, no perturbado por los conflictos políticos y sociales del mundo circundante, debería cambiar de opinión. La historia grande y terrible de la edad contemporánea es también la historia del choque entre distintos proyectos e ideales de paz perpetua. Lejos de ser sinónimo de armonía y concordia, por lo general son el fruto de grandes crisis históricas y a su vez han provocado agrias batallas ideológicas, políticas y sociales, y han instigado conflictos agudos, a veces devastadores.

Hay un segundo resultado, quizá más inquietante. La raya que separa a los defensores y los críticos del ideal de un mundo sin guerra no coincide en absoluto con la raya que separa a los pacifistas y los belicistas, o a las “almas cándidas” por un lado y los “cínicos que practican la Realpolitik” por otro: puede ocurrir que los primeros sean más belicistas y cínicos que los segundos. En otras palabras, la consigna de la paz perpetua, permanente o definitiva no implica en sí misma nobles ideales; no pocas veces la esgrimen fuerzas interesadas en practicar o legitimar una política de dominio, opresión e incluso violencia genocida. Como la guerra de la que habla Karl von Clausewitz, también la paz, una paz perpetua, permanente o definitiva, es la «continuación de la política por otros medios» y quizá la continuación de la guerra por otros medios.

Mi libro se propone hacer un repaso de las batallas ideológicas y políticas y de los conflictos, a veces sangrientos, que jalonan el ideal de un mundo sin guerras, reconstruyendo su génesis y su desarrollo, y analizándolos en el plano político y filosófico. Una reconstrucción y un análisis que considero tanto más urgentes cuanto más amenazadoramente se condensan en el horizonte los nubarrones de nuevas tormentas bélicas.