Cornelius Castoriadis
La concepción griega “de los expertos” se relaciona con el principio de la democracia directa. Las decisiones relativas a la legislación, pero también a los negocios políticos importantes –a las cuestiones de gobierno- son tomadas por la ecclesia después de haber oído a diversos oradores y entre otros, si se presenta el caso, a quienes pretenden poseer un saber específico sobre los asuntos discutidos. No hay ni podría haber “especialistas” en cuestiones políticas. El saber técnico político –o la “sabiduría política” –pertenecen a la comunidad política, pues la techne, en el sentido estricto del término, está siempre ligada a una “actividad técnica” específica y está naturalmente reconocida en su dominio propio. Platón en el Protágoras, explica que los atenienses seguirán el consejo de los técnicos cuando se trate de construir muros o navíos, pero escucharan a cualquiera en materia de política. (Las jurisdicciones populares encarnan la misma idea en la esfera de la justicia). La guerra, desde luego, es un dominio específico que supone una techne propia: también los jefes de guerra, los strategoi, son elegidos, lo mismo que los técnicos que en otras esferas están encargados por la polis de realizar una tarea particular. En suma, Atenas fue pues una politeia en el sentido aristotélico puesto que ciertos magistrados (muy importantes) eran elegidos.
La elección de los expertos pone en juego un segundo principio, central en la concepción griega y claramente formulada y aceptada no sólo por Aristóteles, sino también por el enemigo jurado de la democracia, Platón, a pesar de sus implicaciones democráticas. El buen juez del especialista no es otro especialista, sino que es el usuario: el guerrero (y no el herrero) en el caso de la espada, el caballero (y no el talabartero) en el caso de la silla de montar. Y naturalmente, en todas las cuestiones públicas (comunes), el usuario y, por lo tanto, el mejor juez no es otro que la polis. Atendiendo a los resultados –la Acrópolis o las tragedias premiadas-, se inclina uno a pensar que el juicio de ese usuario era relativamente sano.
Nunca se insistirá demasiado en el contraste que hay entre esta concepción griega y la visión moderna. La idea dominante, según la cual los expertos sólo pueden ser juzgados por otros expertos es una de las condiciones de la expansión y de la irresponsabilidad creciente de los modernos aparatos jerárquicos burocráticos. La idea dominante de que existen “expertos” en política, es decir, especialistas en cosas universales y técnicos de la totalidad es un escarnio de la idea misma de democracia: el poder de los hombres políticos se justificaría por el “saber técnico” que ellos serían los únicos en poseer, y el pueblo, por definición inexperto, es llamado periódicamente a dar su opinión sobre esos “expertos”. Teniendo en cuenta la vacuidad de la noción de una especialización en cuestiones universales, esta idea muestra también los gérmenes del creciente divorcio entre la aptitud para elevarse a la cima del poder y la aptitud para gobernar, divorcio cada vez más flagrante en las sociedades occidentales.
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