John Saxe-Fernández
La Jornada
El papel de sectores policial-militares de América Latina, penetrados (con bendición oligárquica) por el Pentágono/CIA, sea bajo la cruzada anticomunista de ayer o de la guerra antinarco, el terrorismo o el crimen de hoy, fue central en el golpe en Honduras y en la fallida intentona de la semana pasada en Ecuador. Hasta el golpe contra Zelaya, Honduras fue integrante (y el eslabón más débil) de la Alianza Bolivariana de América (ALBA): una coalición que tiene como uno de sus ejes, la defensa de los recursos naturales y cuyos integrantes, a decir de Evo Morales, enfrentan más amenazas de este tipo.
La de Morales es advertencia válida para naciones y coaliciones tipo Unasur/Alba, que defienden la independencia y construyen la soberanía regional. El rechazo al golpe y la rápida reacción de Unasur en defensa de la democracia ecuatoriana indican que después de los traumas de Tegucigalpa y Quito, se percibe mejor cuán reales y graves son los riesgos que se enfrentan de cara a una potencia que, en un contexto de deterioro económico y hegemónico, signado por el desenfreno militar, financiero-especulativo y el agotamiento de recursos naturales no renovables, recurre a esquemas de intervención y ocupación tipo Plan Colombia (PC) e Iniciativa Mérida (IM) en México y Centroamérica, para mantener o recuperar la primacía sobre lo que percibe como su reserva estratégica. En un mundo complejo y en creciente multipolarización comercial, monetaria, tecnológica y militar, aumenta la crónica tirantez de Estados Unidos hacia otras soberanías, en especial si tienen amplios y ricos territorios, como Irak y Afganistán.
El PC y la IM son diseños imperialistas que acotan la defensa nacional a favor de labores de seguridad interna, bajo guía y con participación de Estados Unidos. Cuando W. Colby de la CIA proclamó en los años 90 que ante la superioridad militar de Estados Unidos, México no podría resistir una invasión, por lo que no requería de Fuerzas Armadas, ocurrió lo previsible: la cúpula priísta bajo Salinas en las antípodas de la resistencia cubana al acoso imperial capituló: dijo que la seguridad de México es parte de la seguridad nacional de Estados Unidos, mientras John D. Negroponte proclamaba que el TLCAN sería la piedra angular para absorber la política exterior mexicana en la agenda de Estados Unidos.
Con el PAN se consolida la transición de nación a protectorado: la guerra al narco acentúa la bilateralización de la seguridad interna, mientras su uso anti-sindical (para inducir la privatización eléctrica) y político-electoral (michoacanazo), es promovido por Estados Unidos con el uso de términos como “narcoterrorismo” o “narcoinsurgencia”, que amplían el rango de la represión. El Comando Norte (CN) nos anuncia que, basados en la experiencia (en contrainsurgencia) que han adquirido las fuerzas de Estados Unidos en Afganistán e Irak, se “trabaja con las fuerzas armadas de México enfrentándolos con la idea de que el enemigo vive entre civiles y no es un enemigo externo al país, como tradicionalmente se ha formado al ejército y armada mexicanos.”
El CN asegura respetar la soberanía mexicana, pero en los hechos la finiquita al absorber a México en el perímetro de seguridad de Estados Unidos: en 1848 fue la mitad del territorio. Ahora el plan parecería ser todo México, cuyas fuerzas armadas son adiestradas en áreas específicas que, dice el CN, “se necesitan para transformar a los militares, de una fuerza convencional diseñada para combatir amenazas externas, a un ejército que tiene que enfrentar una guerra irregular donde el enemigo vive entre civiles.”
Es el modelo para América Latina: Los mexicanos, divididos y atomizados por la guerra civil, recuerda Ramiro Guerra al reseñar los eventos de 1848: “no pudieron formar un frente único durante la guerra para resistir con mayor firmeza en defensa de la integridad de su país. No era posible, en tales condiciones, dejar de ser una línea de menor resistencia ante la invasión extranjera.”
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