Hace unos días, el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, pidió a una agrupación de jóvenes empresarios que impusieran un boicot publicitario contra el periódico La Repubblica, al que acusó de “subversivo”. En respuesta, el grupo editorial de ese rotativo, prácticamente el único en Italia que no ha sucumbido al poderío empresarial y político del gobernante, anunció una demanda contra éste. La medida no prosperará en tanto Berlusconi siga detentando la primera magistratura por una razón simple: la coalición legislativa mayoritaria, sometida al jefe de gobierno, impuso una ley que le concede una inmunidad que parece, en su caso, impunidad absoluta.
Por supuesto, La Repubblica no alienta la subversión, sino que se limita a cumplir su función informativa, y parte de ella está relacionada con la abrumadora corrupción y la exasperante descomposición moral que caracterizan al entorno de Berlusconi, sobre quien pesan numerosas acusaciones por toda suerte de delitos, y si a alguien cabe atribuir la condición de subversivo es, en todo caso, a él, pues mediante los poderes fácticos de su grupo –en el que las empresas mediáticas desempeñan una importancia estratégica– tomó por asalto las instituciones italianas y las puso al servicio de sus propios intereses económicos y de los de sus socios. Un dato adicional a tomar en cuenta es que, para el potentado y político milanés, La Repubblica no sólo representa el último bastión del periodismo independiente y crítico sino también un formidable competidor comercial.
Al leer lo dicho por Berlusconi a los empresarios acerca de La Repubblica –“sería masoquismo dar publicidad a medios que hablan siempre de crisis”– resulta inevitable recordar la frase tristemente célebre del ex presidente José López Portillo cuando anunció el embargo de publicidad estatal a la revista Proceso, a principios de la década antepasada –“no pago para que me peguen”–, y los atropellos cometidos desde instancias del poder público de diversas naciones –la nuestra, entre ellas– mediante la asignación o la negación discrecional de la publicidad oficial, como si ésta se pagara con recursos privados de los gobernantes y no con dinero público y sujeto, por lo tanto, a escrutinio, rendición de cuentas y criterios justos y equilibrados de distribución.
Al mismo tiempo que se empeña en amordazar al diario referido, Berlusconi debe hacer frente al escándalo desatado por la revelación de las actividades que tienen lugar en su lujosa mansión de Modugno, en donde el primer ministro y sus socios suelen o solían llevar a cabo fiestas sexuales con muchachas, menores de edad algunas de ellas, específicamente contratadas, al parecer, para proporcionar servicios sexuales a los invitados. En el contexto de este escándalo, delincuentes desconocidos incendiaron en la madrugada de ayer el automóvil de Barbara Montereale, una de las jóvenes que acudieron a las farras en la residencia de Berlusconi y que ahora es una testigo clave en la investigación judicial correspondiente. La agresión tiene toda la apariencia de un mensaje mafioso, enviado a Montereale por el entorno del primer ministro.
La descomposición institucional en Italia ha sido llevada a extremos gravísimos: hoy en día, en ese país europeo, el poder político, los poderes mediáticos y empresariales privados y los intereses mafiosos se concentran en una sola persona –Silvio Berlusconi– y el hecho constituye una regresión civilizatoria que no tiene precedentes en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Este escenario desolador podría repetirse en otros países –México, entre ellos– si no se establece una división legal clara, tajante y terminante a la incursión de los poderes fácticos empresariales –legales, o no– en la vida política.
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