quinta-feira, 10 de novembro de 2011

La penúltima hora del berlusconismo


Gabriel Puricelli
Página 12


Incombustible. Inatacable. Inefable. Sabedor de que nadie muere en la víspera, se aseguró infinitas veces de que el día de la víspera no pasara nunca, de que la aguja se detuviera en el segundo anterior, de que a la campana no le llegara su instante. Y cuando a Silvio Berlusconi le llegó su hora, tuvo a mano el argumento (¡justo él!) de la “responsabilidad” para estirar, para decidir él la duración de ese segundo final que terminará, dice, sólo cuando la ley de estabilidad, el paquete de austeridad requerido por la Unión Europea, esté aprobada. Recién ahí se irá, no se sabe si camino a su casa o camino a la cárcel, Il Cavaliere.

Sin embargo, hay un final que ya llegó ayer, cuando, como él quería, lo traicionaron en la cara suficientes diputados antes propios como para firmar la defunción de lo que una vez fue una mayoría parlamentaria aplastante. Es el final del partito personale con el que los italianos eligieron reemplazar a los partidos del oficialismo que monopolizó el gobierno bajo la Primera República. Democristianos, socialistas, socialdemócratas, republicanos y liberales, con sus programas, sus corrientes, sus rutinas, sus historias, fueron barridos por el vendaval de los procesos contra los corrompidos, bajo la bandera de mani pulite, para que los reemplazara la gerencia unipersonal del corruptor. Esa organización liviana, ágil, unánime se transformó en la marca de más éxito en estos extraños últimos 20 años de la política italiana, la escudería al servicio del corredor siempre joven y sonriente, que no vino a representar a nadie, sino a poner en acto los intereses de una élite empresaria que se construyó al amparo del Estado y de la mafia meridional, durante la posguerra en que el centro-norte de Italia dejó atrás el subdesarrollo.

Hay un regusto amargo en la larga despedida berlusconiana: no es el rechazo al proxenetismo, a la pedofilia, a la corrupción, a las incontables moratorias para premiar evasores lo que lo saca de escena, sino su incapacidad de seguir garantizándoles a las elites el disfrute de su riqueza creciente en las condiciones de la crisis europea actual. Como un tronco que se pudre desde adentro, fueron los más lúcidos entre sus seguidores los que lo fueron dejando sin mayoría parlamentaria, advertidos de que el partito personale sirve como fachada referendaria a políticas irresponsables en épocas de relativa prosperidad, pero su jefe y cara pierden brillo súbitamente cuando se desata la tormenta que su estilo de gobierno despreocupado por la vida en común fue convocando a lo largo de los años.

Berlusconi puede todavía manejar los brevísimos tiempos de su retirada porque no lo arrasa un huracán de renovación política. Es más con perplejidad y preocupación, que con algarabía y confianza, que sus opositores hacen frente a su caída. Y no se trata simplemente de la devastación institucional y política que el aún jefe de gobierno deja detrás de sí. Así como la sola mención de la palabra “reférendum” en Atenas desató el pánico entre la mediocre dirigencia griega y europea, la posibilidad de elecciones anticipadas inmediatas en Italia es una posibilidad que sólo contemplan los que desprecian lo que les queda por perder. Entre los opositores de siempre y los recién llegados a esa orilla se impone la idea conservadora de una gestión colegiada y disciplinada de lo que mande el Banco Central Europeo, bajo el atendible pretexto de cambiar la ley electoral, elocuentemente definida como “una chanchada” por uno de los más encumbrados condottieri del régimen de Silvio.

El reemplazo de Berlusconi, con todo el potencial que tiene de servir a la puesta en marcha de esa “república fundada sobre el trabajo” que define la carta magna italiana, corre el triste riesgo de dar lugar a un simple reacomodamiento de las piezas del sistema político. Resulta común a casi todos los países de Eurolandia la ausencia de un paradigma de relevo para el callejón deflacionario diseñado en Frankfurt. Por ello, desembarazarse, enhorabuena, de Il Cavaliere puede significar poco más que alcanzar una “normalidad”, en la que al insulto de la decadencia económica se le ahorra el insulto de un jefe de gobierno impresentable.

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