domingo, 5 de abril de 2009

¿Qué simboliza Palestina?

Alain Gresh
Le Monde diplomatique

La guerra israelí contra Gaza del invierno de 2008-2009 ha levantado una inmensa emoción y poderosas manifestaciones por todo el mundo. Ha originado encendidos debates en torno a la legitimidad de esa ofensiva, de los crímenes cometidos, del futuro -e incluso de la posibilidad- de la paz entre palestinos e israelíes. También ha resurgido una cuestión: ¿Por qué Palestina? ¿Por qué suscita tanta emoción, tantas invectivas, tantas manifestaciones? Después de todo, el planeta conoce guerras más mortíferas, como en Darfur o en el Congo; opresiones por lo menos igual de devastadoras, como en el Tíbet, Chechenia o Birmania; otras negaciones escandalosas del derecho a la libertad, como la de los intocables en la India, los nubios en Kenia o los indios en diversos países de América Latina.

¿Qué se esconde, pues, detrás de esta focalización sobre Palestina? Para algunos, la respuesta no tiene ninguna duda: la presencia de los judíos, el odio contra ellos es el motor de este interés malsano. La crítica al Estado de Israel y su política serviría de excusa al eterno antisemitismo.

Incluso sin compartir este punto de vista simplista, la cuestión «¿Por qué Palestina?» es legítima. También presenta el interés de que permite reflexionar sobre el lugar central que este conflicto ocupa actualmente en la escena mundial, de la misma forma que Vietnam en los años 1960-70 y Sudáfrica en los años 1970-80 (1).

Ahora Palestina ha tomado el relevo. ¿Por qué? Porque en este principio del siglo XXI cristaliza un momento de la historia de las relaciones internacionales: último «hecho» colonial nacido del reparto de los imperios, Palestina simboliza la persistencia de la relación desigual entre el norte y el sur –como el conflicto de Vietnam o el de Sudáfrica-, pero también la voluntad de cuestionar dicha desigualdad. Es el paradigma de una injusticia jamás reparada. La implicación de Estados Unidos, principal potencia mundial, y de Israel, principal potencia regional, afianzan su importancia mundial.

El segundo plano

El interés estratégico de Palestina (y de Oriente Próximo), que explica la extraordinaria longevidad de las rivalidades de las cuales es objeto, y el carácter «sagrado» de esa tierra, constituyen el terreno en disputa, incluso aunque no sean la causa primigenia de la importancia que ha adquirido en la actualidad.

Situado en el cruce de tres continentes, Oriente es el lugar de paso de una gran parte del comercio mundial. Desde el siglo XIX, su control se convirtió en esencial para Londres que quería proteger, a través del canal de Suez, la ruta de las Indias, joya de su imperio. Además, en el siglo XX, la región se convirtió en la mayor reserva de petróleo del planeta.

El enfrentamiento en torno a Palestina se entabló incluso antes del hundimiento de los imperios otomano y zarista; continuó durante la marcha hacia la Segunda Guerra Mundial, se intensificó con la Guerra Fría, ha resistido al «nuevo orden internacional» surgido del hundimiento de la Unión Soviética y se prolonga todavía sin que nadie pueda percibir una luz al final del túnel. Henri Queuille, ministro de la Tercera República, afirmaba que no hay problema sin solución; palestina ofrece un contraejemplo trágico.

Desde 1967, las guerras, de las cuales algunas casi han degenerado en enfrentamientos entre los dos bloques, han instalado a Oriente Próximo en el primer plano de la actualidad: la guerra de junio de 1967; guerra de desgaste entre Egipto e Israel (1968-1970); guerra de octubre, denominada de Ramadán o de Kippur (1973); guerra civil libanesa en 1975 con la participación de los palestinos y ocupación israelí del sur de Líbano; invasión israelí de Líbano (1982); primera Intifada (1987-1993); segunda Intifada, a partir de septiembre de 2000, con su ola de atentados suicidas; guerra contra Hezbolá (2006); ofensiva israelí contra Gaza (2008-2009) –sin hablar de las diferentes conflagraciones en el Golfo…- Ningún otro conflicto ha ocupado durante tanto tiempo un lugar tan importante en las páginas informativas.

Otra dimensión de los enfrentamientos es el carácter «sagrado» de Palestina. Durante siglos, los nombres de Jerusalén, Belén o Hebrón, han resonado en la memoria de los fieles de las tres grandes religiones monoteístas. Aunque sirvieron de cobertura a otras ambiciones, las Cruzadas han reclutado durante varios siglos a hombres y mujeres de ambas orillas del Mediterráneo. Y los judíos religiosos iban a Palestina para morir y que los enterrasen allí. Cuando, a partir de siglo XII, esas tierras volvieron al control permanente de potencias musulmanas, importantes comunidades cristianas (y también judías) vivían allí, y Palestina permanece como un lugar de peregrinación, tanto para los judíos como para los cristianos. Los viajes, en la época, no estaban sometidos a ningún visado, a ningún papel de identidad, sino a los caprichos del azar, los largos desplazamientos por mar o por tierra eran a menudo arriesgados.

En los siglos XVIII y XIX, las colinas de Jerusalén y los olivares de Palestina atrajeron a novelistas y pintores franceses o británicos. Cada nombre, cada piedra, evoca el nacimiento de las religiones, los Libros Sagrados, la travesía del Sinaí por Moisés, el sermón de Jesús en la montaña, incluso para los viajeros que no exaltaban una fe conquistadora. Durante largos períodos, el Mediterráneo fue un mar de intercambios, tanto humanos como culturales, más que de desgarros. Y el espíritu de las Cruzadas no siempre sopló sobre el «Mare Nostrum»…

Salvo una excepción que sin embargo pasó ampliamente inadvertida: la existencia de pensadores protestantes que, con su interpretación de los pasajes de la Biblia, y especialmente del Apocalipsis, veían en el «retorno» de los judíos a Palestina, tras su conversión, una etapa necesaria para la llegada del Mesías. Ese milenarismo ejerció una influencia sustancial en la política británica, como la tiene actualmente en Estados Unidos.

Por el contrario, mientras disminuía en parte el atractivo de las religiones, emergía una nueva ideología: el nacionalismo. A finales del siglo XIX, se fundó la Organización Sionista Mundial que reclamaba un Estado judío en Palestina; y al mismo tiempo un movimiento de renacimiento árabe (nahda) que ambicionaba el afianzamiento de la independencia árabe frente al Imperio Otomano, pero también frente a las potencias europeas.

La «reconquista» de Jerusalén por las tropas aliadas en 1918 no podía dejar de levantar una ola de consternación en el mundo musulmán. Ratificó el hundimiento del último gran imperio musulmán, el Imperio Otomano -del cual se olvida muy a menudo que fue una de las potencias europeas más avanzadas del continente en los siglos XV y XVI-; la abolición del califato, símbolo de la unidad (en parte ficticia) de la comunidad islámica, la comunidad de los creyentes, pero también el «retraso» en el que se hundió el mundo árabe y, más generalmente, el mundo no desarrollado. Dicha reconquista marcó el apogeo de la dominación europea en el mundo.

Dictada por ambiciones puramente «geopolíticas», la toma de Jerusalén se podría leer como una venganza por la derrota de las Cruzadas. ¿No fue un general francés quien, después de conquistar Damasco en 1920, fue a visitar la tumba de Saladino, el «liberador» de Jerusalén para los musulmanes, y declaró: «Saladino, estamos de vuelta»?

Al Reino Unido, que había obtenido en 1922 el mandato de la Sociedad de las Naciones (SDN) sobre Palestina, se le confió también la puesta en marcha de la «promesa de Balfur» (2 de noviembre de 1917), un compromiso asumido por Londres de propiciar la creación de un «hogar nacional judío». El enfrentamiento se desplegó en los términos actuales, pero Palestina permaneció como un imán para numerosos peregrinos: judíos, musulmanes y cristianos podían ir a cumplir sus deberes religiosos. La dimensión «sagrada» de esta tierra no desaparecería nunca, ni siquiera cuando el enfrentamiento adquirió un carácter nacional –que se interpreta como la lucha del pueblo judío para regresar a su patria (incluyendo los enfrentamientos, de vez en cuando, con el imperio británico desde principios de los años 40) o como una lucha anticolonial de los palestinos contra los británicos y la inmigración sionista. Palestina servirá siempre, con más o menos fuerza según las épocas, para alimentar el imaginario de unos y otros y fortalecer su movilización. Ni Vietnam ni Sudáfrica pusieron nunca en movimiento semejante herencia cultural y religiosa en el inconsciente colectivo de los movimientos y las personas que se movilizaron por sus causas.

El genocidio de los judíos

En la encrucijada de la religión, la política y la historia, la persecución de los judíos y el genocidio perpetrado durante la Segunda guerra Mundial marcaron la historia de Palestina, pero de manera diferenciada según las épocas. Hasta finales de los años 20, el movimiento de emigración judía a Palestina era limitado y el sionismo, minoritario entre los judíos del mundo, era un fracaso. Dos elementos revirtieron el curso de la historia: el cierre de Estados Unidos (y parte de Europa occidental) a la emigración y la marcha de los nazis hacia el poder y el antisemitismo cada vez más militante en Alemania y Europa oriental. El número de judíos que buscaban refugio en Palestina crecía a medida que se les cerraban los demás países.

El período de 1936-1939 representa el gran retorno a Tierra Santa: se aplasta la revolución palestina; el movimiento sionista, reforzado por un gran número de emigrantes europeos, se dota de poderosas milicias y remata la transformación del Yichuv (la comunidad judía en Palestina) en un casi-Estado con sus instituciones, su economía, sus partidos, su ejército, etcétera. De ese momento data el auténtico nacimiento de Israel y la transformación del «problema judío»: el judaísmo fue, en el siglo XIX, la negación del nacionalismo europeo; el sionismo transformó, por la colonización de Palestina, a los judíos del Yichuv en una comunidad nacional en la que se reconocieron e identificaron numerosos europeos. Esta simpatía se manifestaba ya en los años 20 entre los periodistas y los intelectuales, fascinados por el éxito de un proyecto colonial (véase, por ejemplo, Joseph Kessel, Terre d'amour, 1927).

El genocidio perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial no jugó un papel principal en la adopción por parte la Asamblea General de las Naciones Unidas del plan de partición de Palestina (29 de noviembre de 1947). Aunque obviamente el genocidio alimentaba la simpatía de las opiniones públicas del norte hacia el joven Estado, todavía no había conquistado el lugar central que ocuparía a partir de finales de los años 60: por una parte, los dirigentes de Israel querían dar una imagen de judíos combativos, en oposición a quienes se dejaron «llevar al matadero»; por otro lado, los judíos estaban considerados como víctimas del nazismo al mismo nivel que los deportados políticos o los gitanos.

1962 y el proceso Eichmann, 1967 y la guerra de junio, los años 70 y el «descubrimiento» del colaboracionismo en Francia y Europa otorgaron una nueva dimensión al genocidio e influyeron de manera importante en la percepción del conflicto entre Israel y Palestina, y también sobre su internacionalización.

Un marco internacional convulso, un nuevo lugar para Palestina

Sobre ese fondo histórico, estratégico y religioso, Palestina se impuso a partir de los años 90, sobre todo tras el estallido de la segunda Intifada (noviembre de 2000), en el escenario mundial. El conflicto adquirió un lugar nuevo, una dimensión que seguramente no tuvo en los años 70 u 80 –cuando en el mejor de los casos se consideraba como una lucha más, y en el peor como una simple extensión de un movimiento nacionalista árabe poco recomendable-. La movilización de algunos grupos de extrema izquierda europeos a favor de los palestinos después de 1967 –limitada por el peso de la cuestión judía y por el «descubrimiento» por Europa de la especificidad del genocidio y la responsabilidad de los Estados europeos en su ejecución (la traducción del libro de Robert Paxton La France de Vichy es de 1973)- se inscribe más bien en la solidaridad mundial antiimperialista y en el gran sueño de la revolución mundial. Para Jean Genet, en Un captif amoureux, Palestina está en el centro «de una revolución grandiosa en forma de castillo de fuegos artificiales, un incendio que salta de banco en banco, de ópera en ópera, de las prisiones a los palacios de justicia».

Ahora la situación ha cambiado. Como antes Vietnam o Sudáfrica, Palestina destapa la realidad de las relaciones internacionales. Éstas están marcadas por la dominación occidental sobre el mundo y su impugnación cada vez más fuerte. Un período de dos siglos marcado por la conquista europea del mundo está tocando a su fin.

La escena internacional se trastocó con la desaparición de la URSS, que puso fin a cualquier idea de inscribir la lucha en torno a Palestina e Israel en el campo de la Guerra Fría –de cualquier forma, incluso si desde 1967 el «campo socialista» ha apoyado a los árabes y Estados Unidos a Israel, el conflicto siempre ha estado circunscrito a la división entre Oriente y Occidente-. El período post 1990 también estuvo marcado por la implantación de Estados Unidos como la única superpotencia. Francis Fukuyama habló incluso del «fin de la historia» y la victoria, sin vuelta atrás, del modelo liberal democrático. Veinte años después, con el hundimiento estadounidense en Iraq (y Afganistán) y la crisis económica y financiera, la dinámica mundial está marcada por el estrangulamiento de la dominación occidental. El antiguo orden internacional está cuestionado tanto por el fortalecimiento en la escena mundial de China, Brasil, la India y numerosos países antes dominados, como a través de las luchas altermundistas de numerosos movimientos contestatarios.

Esta «insurrección» contra el viejo orden no concierne únicamente a los ámbitos de la política o la economía, sino también al de la cultura, al de la historia. Es toda una narrativa histórica del mundo la que está en entredicho, una narrativa en la que Europa y Estados Unidos ocupaban hasta ahora un lugar preponderante mientras los países del Tercer Mundo estaban relegados a una especie de trastienda. Al mismo tiempo se refuerza la idea de un «choque de las civilizaciones», de una «amenaza islámica».

Por otra parte, es el momento en el que las imágenes de Oriente Próximo invaden las pantallas de televisión del mundo. Sabemos más sobre este enfrentamiento, tanto en Europa como en el resto del mundo, que sobre cualquier otro. Incluso quienes no están al tanto de los pormenores han leído y escuchado mil y un análisis y han visto mil y un reportajes. La revolución tecnológica de finales de los años 80, con la digitalización y las cadenas de televisión de información en directo, permite a los telespectadores vivir la actualidad en directo. El monopolio de la CNN durante la primera guerra del Golfo (1990-1991) ha caído por el auge de las cadenas árabes vía satélite, -sobre todo la más famosa, Al-Jazeera-; y con la utilización sobre el terreno de portátiles y cámaras de vídeo, muchas crónicas se ven ahora a escala mundial, por primera vez desde el hundimiento de la Unión Soviética y la desaparición del «campo socialista». Y las versiones de Al Jazeera y otras cadenas del sur tienen tanto impacto, o más, que las de los medios que responden a los criterios occidentales de profesionalidad…

Finalmente la presencia, tanto en Europa como en América Latina, e incluso en Estados Unidos, de grandes inmigraciones árabes y musulmanas, que ven en los palestinos la «metáfora» de su propia situación, y el papel de las comunidades judías –la mayoría adeptas a Israel y su política- por todo el mundo, contribuyen a la globalización de las polémicas.

Palestina mezcla, evidentemente, numerosas dimensiones. Tres de ellas explican su posición central: el redescubrimiento de una historia, ocultada durante mucho tiempo, de dominación colonial; la injusticia permanente y la violación sistemática del derecho internacional; el doble rasero aplicado por los gobiernos y por gran número de intelectuales occidentales en su lectura del conflicto. En la encrucijada de Oriente y Occidente, del sur y el norte, Palestina simboliza a la vez el viejo mundo y la gestación de un mundo nuevo.

Durante mucho tiempo, la historia dominante de Oriente Próximo se resumía en el «milagro» de la creación de un Estado judío en Palestina, el «retorno» de ese pueblo a su tierra, de donde fue expulsado hace dos mil años, «un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo», el desierto convertido en vergel, el socialismo de los kibutz. La guerra de 1948-49 se veía como el combate heroico de David contra Goliat: los soldados menos numerosos y peor equipados, entre ellos los que huyeron del genocidio de los judíos en Europa, resistieron el asalto de los ejércitos árabes aliados. Nadie vio, en el sentido literal del término, la expulsión de cientos de miles de palestinos. Véase Cómo expulsó Israel a los palestinos (1947-1949) de Dominique Vidal.

Han sido necesarios varios decenios para que, gracias especialmente a los nuevos historiadores israelíes, la narrativa de los palestinos de la guerra de 1948-49 –y de su expulsión masiva- se haya oído por fin más allá del mundo árabe. Esta reaparición del pasado reprimido coincidió con un movimiento, perceptible en todos los países antiguamente colonizados, que quería reescribir la historia, dirigida hasta ese momento por los cauces de interpretación occidentales. Lo que también se juega en Palestina es la interpretación de la historia mundial de los siglos XIX y XX, la narrativa de la política colonial y sus consecuencias en todo el mundo.

Segunda dimensión, la permanencia de una injusticia política que en otras partes del planeta se ha reparado, al menos en parte. Después de que la inmensa mayoría de los pueblos accediese a la independencia, los últimos –el África portuguesa, Sudáfrica, Namibia, Timor- en los años 1970-1990, la colonización desapareció de la faz de la tierra. Palestina es el recordatorio de que la colonización ha marcado durante mucho tiempo la historia contemporánea y su finalización política no significa que se haya evaporado ni que las injusticias que originó se hayan borrado. Es una página que no se puede pasar pura y simplemente. Y al contrario que los indios de América o las poblaciones autóctonas de Australia o Nueva Zelanda, los palestinos mantienen una presencia fuerte y masiva en su territorio nacional o alrededor de él y por lo tanto ejercen una presión por su sola presencia, que no está en vías de desaparición sean cuales sean los riesgos de su combate.

Finalmente, el tercer factor, el «doble rasero» que aplican Estados Unidos y Europa (no sólo los gobiernos, sino también numerosos intelectuales). Oímos a menudo el argumento según el cual el análisis del choque entre israelíes y palestinos obedecería a reglas diferentes, que Israel sería juzgado según unas leyes distintas. Eso es verdad en parte, pero no en el sentido que le atribuyen algunos. ¿Dónde hay otra ocupación condenada desde hace más de cuarenta años por las Naciones Unidas que perdure? ¿Existe otra ocupación en la que la potencia conquistadora pueda instalar a medio millón de colonos en los territorios ocupados –lo que en derecho constituye un «crimen de guerra»- sin que la comunidad internacional imponga alguna sanción? ¿Dónde hay otra potencia que lanza una agresión como la de Gaza en diciembre de 2008 y afirma descaradamente que ha recurrido a medios «desproporcionados» y perpetra crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad? Imaginemos un momento que Serbia se declara «Estado de los serbios», ¿qué diría la comunidad internacional ante la exclusión de todas las minorías étnicas de ese Estado? Sin embargo Israel se proclama «Estado judío» y excluye de facto a más del 15% (sin contar a los árabes de Jerusalén) de su población –aunque les concede el derecho de voto-.

Una observación importante en esta fase. Si otros conflictos, incluso más mortíferos, no suscitan semejante interés –como la guerra del Congo y sus millones de muertos o el conflicto de Sri Lanka- es porque éstos no están ubicados en la «encrucijada» de las relaciones entre el norte y el sur que está en el centro de la historia desde principios del siglo XIX.

Es verdad que numerosos Estados árabes (u otros) que defienden de boquilla a los palestinos no dudan en masacrarlos, que sus regímenes son autoritarios o dictatoriales y manipulan la causa palestina para desviar la opinión pública de las necesarias reformas internas. No son los más cualificados para presentarse como defensores de la causa palestina. Pero la justicia de la causa no depende de la «calidad» de sus partidarios: el apartheid se condenó por todos los gobiernos africanos, algunos muy poco recomendables. El apartheid que permanece en Palestina es una injusticia flagrante. Y este sentimiento de injusticia es el que anima los movimientos de solidaridad por todo el mundo.

En realidad, y al amparo del genocidio, Occidente se niega a aplicar en este conflicto las mismas reglas de análisis que aplica en general. En otros casos apelará al derecho internacional, los derechos humanos, el derecho de la prensa y los periodistas a cubrir las guerras, a la necesaria proporcionalidad de las acciones. Las exacciones serbias contra los kosovares, a menudo reales, a veces inventadas, pueden servir para justificar una intervención militar de la OTAN contra Serbia. El comportamiento de Rusia contra los chechenos se condena, con razón, y ninguna acción terrorista perpetrada por los rebeldes en Moscú u otros sitios exonera al ex ejército rojo. Pero el «cuarto (o tercero) ejército del mundo» arremete contra el minúsculo territorio de Gaza en el que viven más de millón y medio de personas, bombardea las escuelas, mata a cientos de civiles, destruye las infraestructuras, y entonces los gobiernos occidentales y ciertos intelectuales encuentran excusas y justificaciones para acciones que apuntan a crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

¿Choque de civilizaciones o cuestión política?

Esta lectura política se opone a otra, que vería a Palestina en el centro de un enfrentamiento entre el mundo judeocristiano y el Islam, o un simple pretexto del sempiterno antisemitismo. La visión de una «guerra de civilizaciones», compartida por los protagonistas de ambas partes, es una especie de tergiversación nada novedosa: en su momento la Guerra Fría, la guerra de Vietnam e incluso la lucha en Sudáfrica se contemplaron, por algunos, como un avatar del choque entre el Este y Occidente. Nelson Mandela, actualmente por las nubes, estuvo catalogado como terrorista e incluso Amnistía Internacional se negó darle la calificación de «preso de conciencia» porque preconizaba la lucha armada. Entonces se agitaba el comunismo como un freno a la solidaridad, pero de forma menos potente que el del islamismo político.

Ahora se agitan dos espantajos, el miedo de un «retorno» del Islam y el resurgimiento del antisemitismo.

El lugar que ocupa Hamás (y también Hezbolá) en la resistencia, paraliza claramente las buenas voluntades occidentales. Puede parecer, a toro pasado, que era más fácil ser solidario con Vietnam –a pesar del papel central de los comunistas- que con los palestinos, de los cuales un número importante se identifica con un movimiento islamista. Se puede replicar que, en la historia, la religión ha inspirado numerosos movimientos anticoloniales. En nombre del Islam, el Mahdi, sin ninguna duda un «reaccionario», dirigió la revolución en Sudán contra la presencia británica a finales del siglo XIX. Como el Reino Unido es un país democrático que se autoproclama ilustrado, ¿habría que acusar a esa revolución de «reaccionaria»? Sin volver sobre la complejidad y diversidad de las formaciones islamistas, ¿creen realmente que si esos movimientos ganasen impondrían regímenes más represivos que los de las «laicas» Argelia, Iraq o Siria, o incluso Egipto? El derecho a la resistencia contra la opresión extranjera es un derecho universal reconocido a todos los pueblos. Occidente no tiene ningún derecho a aceptarlo en unos casos y rechazarlo en otros. ¿Y si la «religión» en la actualidad no fuese más que un traje prestado para el movimiento de resistencia a la injusticia?

Eso no impide que haya que permanecer atentos al futuro, no taparse los ojos y apoyar a todos los que pretenden construir una sociedad palestina más democrática, más justa. La sola voluntad de poner fin a la injusticia no es garantía, la historia lo ha demostrado, de que se construya una sociedad democrática.

El peso del Holocausto en Occidente es enorme. Algunos, especialmente en el área musulmana, estiman que ese genocidio pura y simplemente se instrumentaliza, se manipula, incluso que no existió o no tiene la dimensión que le concede la historiografía. En cambio, para muchas fuerzas del norte es un acontecimiento que marca la historia europea y cualquier intento de minimizarlo es condenable. ¿Se pueden superar estas divergencias?

El historiador israelí Tom Segev resume las dos lecciones contradictorias que la sociedad israelí puede aprender del genocidio de los judíos: 1) Nadie tiene derecho a «recordar a los israelíes los imperativos morales como el respeto a los derechos humanos» porque los judíos han sufrido mucho y los gobiernos extranjeros fueron incapaces de acudir en su ayuda; 2) Por el contrario, se puede pensar que el genocidio «conmina a todos a preservar la democracia, combatir el racismo y defender los derechos humanos». Y por lo tanto, en la actualidad, defender a los palestinos... Sin embargo, la sensibilidad en el norte y en el sur nunca será la misma, ya se trate de las formas de lucha, el terrorismo, la legitimidad de Israel, el contenido de una solución política, etcétera.

En este combate es importante la lucha contra el antisemitismo, que se vuelve más difícil por la identificación a la que se asiste, por ambos lados, entre Israel y los judíos. Cuando Richard Prasquier, presidente del Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia (CRIF) declaró, a propósito de la ofensiva israelí contra Gaza: «Puedo afirmar que el 95% de la comunidad judía de Francia está de acuerdo con la política de Israel y con lo que está haciendo su ejército», el periodista Jean-François Kahn tuvo razón al decir que esa frase debería costarle a su autor un proceso ante los tribunales por antisemitismo. Cuando los predicadores musulmanes denuncian a los judíos y su influencia en el mundo, refiriéndose a los «Protocolos de los sabios de Sión», demuestran un enfoque similar. Luchar contra esas amalgamas, contra todas las formas de racismo hacia los judíos o hacia los árabes, contra cualquier idea de «choque de civilizaciones», es uno de los objetivos de los próximos años.

Algunos afirman que la única solución sigue siendo la creación de un Estado palestino junto al Estado de Israel. Otros aseguran que la colonización masiva de Cisjordania y Jerusalén ha vuelto inviable este resultado y preconizan un Estado binacional donde las dos nacionalidades, árabe-palestina y judía-israelí, disfrutarían de los mismos derechos. Otros más, evocan el modelo sudafricano, un Estado de todos sus ciudadanos: un hombre, una mujer, un voto. En cualquier caso, es difícil imaginar una solución sin la adhesión de una mayoría de la población presente en la actualidad en el territorio de la Palestina histórica. Hay que recordar que el final del apartheid sólo se consiguió porque el Congreso Nacional Africano (CNA) fue capaz de formular un proyecto para todos los ciudadanos de Sudáfrica y unirlos a todos, negros, mestizos y blancos, a la lucha.

NOTA

(1) De Vietnam a Sudáfrica

Durante el período que siguió a la segunda Guerra Mundial, Vietnam y Sudáfrica conquistaron un lugar especial en las relaciones internacionales y rebasaron las fronteras para simbolizar la lucha de una generación. A partir de los años sesenta, la guerra de Vietnam estuvo en la intersección de dos movimientos: las insurrecciones nacionales que vencerían a los imperios establecidos, especialmente por el Reino Unido y Francia, y la aspiración al socialismo y a las transformaciones sociales profundas. La guerra de Vietnam simbolizó la «lucha heroica» de una pequeña nación contra la primera potencia mundial, Estados Unidos, que pretendía imponer su hegemonía a escala internacional. El pequeño pueblo vietnamita simbolizaba la sublevación de los condenados de la tierra y la opción armada de la resistencia se consideró en las opiniones públicas, incluidas las del norte, como legítima, no como terrorismo.

La solidaridad contra el régimen del apartheid de Sudáfrica se intensificó en los años ochenta. Dos elementos de este régimen eran especialmente odiosos: el racismo institucional y el carácter colonial. La dimensión del enfrentamiento entre el Este y el Oeste seguía presente, pero la URSS no escatimó su ayuda al Congreso Nacional Africano (CNA) mientras que numerosos países occidentales, incluidos Estados Unidos, Francia, Reino Unido e Israel, colaboraron, a pesar de condenarlo teóricamente, con el régimen del apartheid. El combate del CNA y Nelson Mandela, denunciado como «terrorista» por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, personificaba la aspiración a la igualdad humana y a una sociedad justa del «arco iris».

A partir de 1975, con la victoria del pueblo vietnamita, comenzó un reflujo de los movimientos políticos de solidaridad. Asistimos a su despolitización: los Médicos sin Fronteras sustituyeron a las Brigadas Internacionales, las víctimas reemplazaron a los resistentes –el humanitarismo sustituyó a la política y se denunció la lucha armada como terrorismo-. Esta evolución se basaba, naturalmente, en las desilusiones generadas por la lucha anticolonial y las independencias: cualquier lucha no desemboca en la justicia; la utilización de la lucha armada no es en sí misma liberadora, incluso puede acabar en formas de organización autoritarias y antidemocráticas; los combatientes de la libertad podían transformarse en dictadores tiránicos. A pesar de todo, Sudáfrica puso de manifiesto que la voluntad de cambio revolucionario no era forzosamente un sinónimo de «Gulag».

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