Gustavo Duch Gillot
La Jornada
Como se advirtió a mediados del año pasado, todos los condicionantes apuntaban a una nueva y grave crisis alimentaria, que se suma a la crisis financiera generalizada y la crisis climática. Son muchos los factores que aparecen para explicarla, pero a mi entender –y al estilo de la catequesis– todos se resumen en uno: la desaparición, bajo el oleaje de la globalización neoliberal, de cualquier atisbo de política agraria y/o alimentaria. Me explico.
Uno de los factores causantes de la crisis es –desde luego– la especulación, que los fondos de inversión y sus socios banqueros realizan a base de negociar con los alimentos y otras materias primas. Ahora sabemos bien –y sufrimos– que a estas urracas se les ha abonado el terreno para volar a sus anchas y trapichear con todas las licencias y matasellos necesarios en el mundo de las finanzas. Pues con ese cielo despejado, sin ninguna regulación que lo impidiera, ya hace varias décadas que atesoran beneficios a costa de apostar a la [falsa] escasez de alimentos. Y su responsabilidad en esta crisis es notable, tirando a sobresaliente, pues como ha dictaminado el Parlamento Europeo, el pasado 18 de enero, “los movimientos especulativos son responsables de casi 50 por ciento de los recientes aumentos de precios…”
En la anterior crisis y en esta ha aparecido un segundo factor. La utilización de cereales y leguminosas para la fabricación de combustibles. Sólo en Estados Unidos se calcula que más de la tercera parte de la cosecha de maíz ya se la engullen los automóviles, por lo tanto, una gran cantidad de alimento que nunca nutrirá a nadie con dos patas. Y aquí no es tanto la desaparición de políticas agrarias que atiendan con sentido común a las necesidades y derechos de la población, sino que es –precisamente– la elaboración de medidas favorables a la incorporación de estos agrocombustibles en la matriz energética de Europa y Estados Unidos la que ha favorecido la expansión de estos combustibles, antes comestibles.
Se añade, como elemento clave de esta nueva subida de precios de cereales y otras materias primas alimentarias, la subida del precio del petróleo. Efectivamente, pero ¿por qué se han volatilizado las ayudas a la pequeña agricultura campesina o a la agricultura ecológica capaz de producir alimentos de forma sostenible sólo con tres elementos, tierra, sol y agua, y que prescinde del petróleo pues no usa fertilizantes ni pesticidas? Los alimentos para brotar y crecer no necesitan petróleo, sólo cariño y trabajo campesino.
Por último, tenemos los problemas de escasez de alimentos que nos dibujan cotidianamente y que –explican– se complicarán como consecuencia del cambio climático (de nuevo, responsabilidad de la desaparición de políticas soberanas respecto de los intereses de las industrias y el capital). Para valorar esta falta de alimentos una fórmula sorprendente es sumergirse en las estadísticas de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), pues sabe mucho de todo esto. Según sus datos, la última previsión de las cosechas de cereales de 2010 se calculó en 2 mil 230 millones de toneladas (sólo 1.4 por ciento menos del volumen del año anterior), siendo de todas formas… la tercera mayor cosecha mundial registrada hasta la fecha. Y el consumo calculado de cereales para el mismo año fue de 2 mil 260 millones de toneladas. Entonces tenemos un déficit, cierto, pero sepamos que de este consumo sólo mil 50 millones son los requeridos para la alimentación de las personas, el resto se utiliza en piensos, combustibles y otros usos. Pero además, esos 30 millones de supuesto déficit no son determinantes si tenemos en cuentan, de nuevo según la FAO, la existencia de más de 500 millones de toneladas de reservas de cereales. ¿Escasez?
Pero aun con todo esto, aun con alimentos suficientes, los precios de los alimentos aumentan y con ello el número de personas que pasan hambre. Ya son 44 millones de personas, según el Banco Mundial, quienes “han sido arrastradas bajo el umbral de pobreza por el incremento de los precios de los alimentos”. Y esta circunstancia se da con mayor crudeza en aquellos países que, de nuevo –insisto–, siguiendo las directrices de las políticas neoliberales, han dejado de lado las políticas agrarias nacionales, desasistiendo a la producción y productores/as locales, quedando desnudas e indefensas frente a los malabares del mercado. Sólo un último dato: mientras que la FAO recomienda que la inversión en el sector agrícola sea de 20 por ciento del presupuesto nacional, las “recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han situado esta cifra en 4 por ciento de media.
Este fin de semana, quienes deberían tomar medidas, quienes deberían hacer política, quienes deberían ejercer su oficio, abordarán la situación. Esperemos que la reunión de ministros de finanzas del G-20 en París, al menos, ponga coto a los mercados de materias primas para frenar esta nueva crisis alimentaria. Quedarán otros capítulos por corregir, por repolitizar, pero el alimentario es urgente.
La Jornada
Como se advirtió a mediados del año pasado, todos los condicionantes apuntaban a una nueva y grave crisis alimentaria, que se suma a la crisis financiera generalizada y la crisis climática. Son muchos los factores que aparecen para explicarla, pero a mi entender –y al estilo de la catequesis– todos se resumen en uno: la desaparición, bajo el oleaje de la globalización neoliberal, de cualquier atisbo de política agraria y/o alimentaria. Me explico.
Uno de los factores causantes de la crisis es –desde luego– la especulación, que los fondos de inversión y sus socios banqueros realizan a base de negociar con los alimentos y otras materias primas. Ahora sabemos bien –y sufrimos– que a estas urracas se les ha abonado el terreno para volar a sus anchas y trapichear con todas las licencias y matasellos necesarios en el mundo de las finanzas. Pues con ese cielo despejado, sin ninguna regulación que lo impidiera, ya hace varias décadas que atesoran beneficios a costa de apostar a la [falsa] escasez de alimentos. Y su responsabilidad en esta crisis es notable, tirando a sobresaliente, pues como ha dictaminado el Parlamento Europeo, el pasado 18 de enero, “los movimientos especulativos son responsables de casi 50 por ciento de los recientes aumentos de precios…”
En la anterior crisis y en esta ha aparecido un segundo factor. La utilización de cereales y leguminosas para la fabricación de combustibles. Sólo en Estados Unidos se calcula que más de la tercera parte de la cosecha de maíz ya se la engullen los automóviles, por lo tanto, una gran cantidad de alimento que nunca nutrirá a nadie con dos patas. Y aquí no es tanto la desaparición de políticas agrarias que atiendan con sentido común a las necesidades y derechos de la población, sino que es –precisamente– la elaboración de medidas favorables a la incorporación de estos agrocombustibles en la matriz energética de Europa y Estados Unidos la que ha favorecido la expansión de estos combustibles, antes comestibles.
Se añade, como elemento clave de esta nueva subida de precios de cereales y otras materias primas alimentarias, la subida del precio del petróleo. Efectivamente, pero ¿por qué se han volatilizado las ayudas a la pequeña agricultura campesina o a la agricultura ecológica capaz de producir alimentos de forma sostenible sólo con tres elementos, tierra, sol y agua, y que prescinde del petróleo pues no usa fertilizantes ni pesticidas? Los alimentos para brotar y crecer no necesitan petróleo, sólo cariño y trabajo campesino.
Por último, tenemos los problemas de escasez de alimentos que nos dibujan cotidianamente y que –explican– se complicarán como consecuencia del cambio climático (de nuevo, responsabilidad de la desaparición de políticas soberanas respecto de los intereses de las industrias y el capital). Para valorar esta falta de alimentos una fórmula sorprendente es sumergirse en las estadísticas de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), pues sabe mucho de todo esto. Según sus datos, la última previsión de las cosechas de cereales de 2010 se calculó en 2 mil 230 millones de toneladas (sólo 1.4 por ciento menos del volumen del año anterior), siendo de todas formas… la tercera mayor cosecha mundial registrada hasta la fecha. Y el consumo calculado de cereales para el mismo año fue de 2 mil 260 millones de toneladas. Entonces tenemos un déficit, cierto, pero sepamos que de este consumo sólo mil 50 millones son los requeridos para la alimentación de las personas, el resto se utiliza en piensos, combustibles y otros usos. Pero además, esos 30 millones de supuesto déficit no son determinantes si tenemos en cuentan, de nuevo según la FAO, la existencia de más de 500 millones de toneladas de reservas de cereales. ¿Escasez?
Pero aun con todo esto, aun con alimentos suficientes, los precios de los alimentos aumentan y con ello el número de personas que pasan hambre. Ya son 44 millones de personas, según el Banco Mundial, quienes “han sido arrastradas bajo el umbral de pobreza por el incremento de los precios de los alimentos”. Y esta circunstancia se da con mayor crudeza en aquellos países que, de nuevo –insisto–, siguiendo las directrices de las políticas neoliberales, han dejado de lado las políticas agrarias nacionales, desasistiendo a la producción y productores/as locales, quedando desnudas e indefensas frente a los malabares del mercado. Sólo un último dato: mientras que la FAO recomienda que la inversión en el sector agrícola sea de 20 por ciento del presupuesto nacional, las “recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han situado esta cifra en 4 por ciento de media.
Este fin de semana, quienes deberían tomar medidas, quienes deberían hacer política, quienes deberían ejercer su oficio, abordarán la situación. Esperemos que la reunión de ministros de finanzas del G-20 en París, al menos, ponga coto a los mercados de materias primas para frenar esta nueva crisis alimentaria. Quedarán otros capítulos por corregir, por repolitizar, pero el alimentario es urgente.
Nenhum comentário:
Postar um comentário