terça-feira, 21 de abril de 2009

El “orden público” y los dilemas de la izquierda

Jaume Asens · Gerardo Pisarello
Sin permiso

El uso institucional de la fuerza, en un Estado de derecho, se presenta como la última opción una vez agotadas las vías de solución pacífica de los conflictos. Con ese fin, precisamente, numerosas normas internacionales y estatales lo supeditan a la observancia de estrictos criterios de congruencia, oportunidad o proporcionalidad. La lógica de estos principios es simple: los poderes públicos sólo pueden disponer del aparato coactivo si es absolutamente imprescindible y deben asegurarse, en todo caso, de que no se provoque un mal mayor.

Contemplados desde esta perspectiva, los hechos que se vivieron en las calles de Barcelona el pasado 18 de marzo son un claro ejemplo de la distancia que suele mediar entre el deber ser y el ser de la actuación policial. Casi doscientas personas resultaron heridas, entre ellos una treintena de periodistas, y una protesta social –el rechazo al llamado "Plan Bolonia"- que hasta entonces había transcurrido sin mayores incidentes, pasó a convertirse en una cuestión de "orden público". La irrupción de la policía en el edificio histórico de la Universidad y el desprecio exhibido hacia estudiantes, peatones y reporteros gráficos visiblemente identificados, generó el abierto rechazo de amplios sectores de la sociedad.

En un gesto atípico en este tipo de situaciones, la cúpula de Interior reaccionó admitiendo errores y pidiendo disculpas a los afectados. La mayoría de la clase política, no obstante, cerró filas en defensa de la actuación policial y centró sus críticas en el consejero Joan Saura. Desde el Partido de los Socialistas de Catalunya hasta Convergencia i Unió, desde Esquerra Republicana hasta el Partido Popular, no faltaron voces que calificaron la intervención como “normal”, ya que entre los manifestantes había “elementos antisistema” que habían “provocado” los enfrentamientos. La ex consejera de Interior, Montserrat Tura, llegó a reclamar más mano dura, alegando que “un acto de protesta que no cumple con todos los requisitos, no es una manifestación, sino un acto de desorden público”. Además de los evidentes intereses partidistas, en esas afirmaciones late una peligrosa concepción de la seguridad que parece convertir cualquier forma de protesta no convencional en una cuestión de orden público, antes que político. Desde esa óptica, los manifestantes a menudo pasan a ser considerados “violentos en potencia” y el camino a la militarización del espacio público queda expedito.

A pesar de su supuesto realismo, este sentido de la razón de Estado es, en rigor, bastante irrealista. Otorgar una especie de carta blanca a las fuerzas policiales, además de exponerlas a una constante deslegitimación, las convierte en fuente de nuevos y más graves enfrentamientos. Con frecuencia la saturación policial del espacio público, lejos de disuadir el conflicto, lo espolea. Para el día 26 de marzo, Interior exhortó a la ciudadanía a no acercarse al centro de la ciudad ni participar en una manifestación calificada de “alto riesgo”. Más inteligentes, los estudiantes cambiaron el recorrido, burlaron el férreo cerco policial y protagonizaron una marcha nutrida y totalmente pacífica.

Esta concepción del orden público, defendida por muchos de los que la combatían hace años, refleja a la postre una pobre concepción de la democracia. El conflicto, en efecto, es fundamental para su profundización, sobre todo cuando da voz a grupos injustamente marginados del espacio público. De lo que se trata es de evitar que se resuelva a través del recurso indiscriminado a la violencia. Y aquí los poderes públicos, que aspiran al monopolio de su uso legítimo, son los principales obligados. Por eso, medidas como las cámaras de vigilancia en las comisarías, las insignias de identificación de los agentes, la prohibición de armas no reglamentadas, la creación de unidades de mediación en conflictos o el establecimiento de estrictos protocolos de actuación de los antidisturbios, son fundamentales para construir un modelo de seguridad basado, precisamente, en la apertura de nuevos espacios de discusión democrática y en la minimización del uso arbitrario de la fuerza.

Otra cosa diferente es que estos objetivos puedan ser alcanzados desde una consejería dirigida por el máximo líder de un partido de izquierdas integrado como socio menor en un gobierno de coalición. A lo largo de estos años, y pese a las bravatas conservadoras, no han sido pocos los intentos de democratización de los cuerpos de seguridad. Lo cierto, sin embargo, es que por cada progreso registrado se han producido retrocesos que oscurecen el balance de conjunto. Más allá de sus declaraciones de intenciones, la consejería de Interior no ha podido, no ha sabido o no ha tenido la valentía suficiente para afrontar las resistencias externas y, sobre todo, las provenientes del interior del cuerpo policial. Resulta difícil, por tanto, que la crisis desatada por los hechos de las semanas pasadas pueda zanjarse con la dimisión de un cargo intermedio, sin abrir ningún expediente y otorgando amplios poderes de mando a un conspicuo representante de las inercias corporativas del pasado como es el actual Secretario General de Seguridad Pública. Tampoco ayuda a ello la pretensión del consejero Saura de culpabilizar a los medios de comunicación por lo ocurrido. Es evidente que otra política de seguridad más democrática y garantista sigue siendo necesaria. Lo discutible son las condiciones y alianzas idóneas para hacerla posible.

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