Michael R. Krätke
Revista sinpermiso
Poco después del estéril encuentro del G8 en Heiligendamm de junio de 2007, empezó el crac hipotecario estadounidense que habría de convertirse en una crisis financiera internacional. Entretanto, la explosión de los precios del petróleo y los crecientes precios de los alimentos han desencadenado la inflación. Hace un año, la reunión de quienes rigen los destinos del mundo fracasó espectacularmente ante la amenaza de la catástrofe climática. No hay, pues, demasiados motivos para suponer que su inteligencia colectiva vaya a estar ahora a la altura de la crisis económica mundial que se dibuja en el horizonte.
Pero, esta vez, ya el hecho de celebrarse la cumbre en la isla japonesa de Hokkaido es un guiño ecológico simbólico. La protección del clima domina, por encima de toda medida, el orden del día. La delegación alemana se enfrenta allí a una abrumadora mayoría de partidarios de la energía nuclear. Le resultará complicado a la cancillera Merkel impedir una declaración final favorable al renacimiento de la energía atómica como medio supuestamente seguro de hacer frente al cambio climático y a la crisis energética.
Ni los ministros de finanzas del G8, reunidos en Osaka hace dos semanas, ni los ministros de energía del G8, reunidos la semana pasada, han sabido encontrar respuestas plausibles a los incalculables precios del petróleo y la a tendencia inflacionaria global. Menearon, preocupados, la cabeza, llamaron a un aumento de los suministros de petróleo y manifestaron su resolución de querer investigar las razones de la vertiginosa escalada de precios. De uno u otro modo –hasta aquí llegaron—, los mercados financieros y la especulación internacional en las bolsas de mercancías tienen algo que ver, pero, hasta la reunión de otoño del FMI, nada tienen que temer del G8 los especuladores petrolíferos, salvo palabras subidas de tono. Hasta entonces, lo único que se hará es indagar. Tampoco tienen que preocuparse quienes multiplican fabulosamente su dinero en las bolsas de materias primas especulando en los mercados de valores de mercancías a término con alimentos como el arroz, el trigo, la soja o el maíz y, de esta guisa, contribuyendo a disparar los precios de los alimentos.
Que, de uno u otro modo, las hambrunas artificialmente producidas en el mundo, que, eufemísticamente camufladas bajo el rótulo de “crisis alimentaria”, golpean por lo menos a 900 millones de seres humanos, tienen que ver con una política comercial mundial errada, hasta aquí, al menos, llegan la mayoría de los gobiernos del G8. Pero no tienen el coraje demostrado por el primer ministro indio Manmohan Singh cuando, ya el año pasado, prohibió el comercio bursátil con contratos a término para el trigo, el arroz, las alubias y los guisantes (una prohibición que acaba de extender a las patatas y al aceite de soja).
La crisis financiera internacional sirve, al menos, para que vuelva a ingresar en la agenda del G8 una regulación de los mercados financieros. En la reunión del año pasado en Heiligendamm, se dejó caer sin pena ni gloria la iniciativa alemana de inspeccionar más de cerca los fondos hedge. Ahora, poco antes de comenzar la cumbre, Angela Merkel ha dejado dicho que el modelo anglosajón de control de los mercados financieros ha fracasado y que, de ahora en adelante, es la Europa continental la que debe llevar la manija. Pero, por ahora, la cancillera sólo amenaza con la creación de una agencia europea propia de rating, capaz de romper el monopolio de Moody’s, Standard and Poor’s y Fitch. No se prevén nuevas prescripciones para las agencias de rating, como, pongamos por caso, la prohibición de evaluar proyectos financieros en las que ellas mismas estén implicadas, o nuevas normas de obligado cumplimiento para el volumen de las reservas bancarias. Ni palabra sobre la necesidad de poner brida a las “innovaciones financieras” de alto riesgo, responsables primeras de que una crisis local de las subprime en el mercado hipotecario norteamericano haya desencadenado una crisis financiera global. Sólo se prescribe “más transparencia” en los fondos estatales soberanos de inversión con que los que los países en vías de desarrollo más ricos entran de compras en los países industriales más ricos.
En el proyecto de declaración final, los países del G8 se mantienen verbalmente en sus obligaciones con África, pero, evidentemente, sobre los 25 mil millones de dólares anuales acordados hace mucho se calla prudentemente. La propia Alemania, que había prometido para 2010 un 0,51% de su PIB para ayuda al desarrollo, no mantendrá la promesa. En tales circunstancias, no se ve cómo podrán desembolsarse los 60 mil millones de dólares asignados por la cumbre de Heiligendamm a contener la malaria, la tuberculosis y el sida en África. Marean ahora la perdiz en el G8 con un fondo de inversiones multilateral para la protección del clima, el Clean Technology Fonds, que debería servir para financiar la exportación de tecnologías “más limpias” a los países africanos en vías de desarrollo y a los países asiáticos en el umbral del desarrollo. Sea ello como fuere, los 10 mil millones de dólares anuales de que se habla como dotación de ese fondo no harán mucho por la protección del clima, salvo venderles a los países en cuestión unas cuantas centrales energéticas solares y unas cuantos edificios de bajo consumo energético.
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