Nydia Egremy
Revista Fortuna
Mientras 2 mil millones de personas sufren la crisis alimentaria, las multinacionales agrícolas obtienen ganancias superiores a 40 mil millones de dólares anuales. El delegado de las cinco agroindustrias que operan en México afirma que el “auge” apenas comienza.
La dependencia tecnológica en la agricultura obliga a los campesinos de México a adquirir semillas genéticamente modificadas a un precio mayor que el de las tradicionales; esa práctica privatiza el derecho a la vida, estiman especialistas. En contraste, las multinacionales agrícolas asentadas en el país argumentan que éste es el negocio del futuro que, además, contribuye a promover la tecnología.
El servicio PRNewswire informó que, el 31 de marzo pasado, la empresa líder en tecnología genética Monsanto acordó la compra del grupo holandés De Ruiter Seeds Group BV, por 546 millones de euros (alrededor de 840 millones de dólares).
Apenas 29 días después, Robert B. Zoellick, presidente del Banco Mundial, anunció que los elevados precios de los alimentos “son cuestión de supervivencia para 2 mil millones de personas”, y pidió recaudar 755 millones de dólares para que el Programa Mundial de Alimentos atienda la crisis alimentaria que “será crucial” en las próximas semanas.
Con esa lógica “condenamos a la población a grandes hambrunas y a la posibilidad de una esclavitud; es lo que Marx denominó subsumisión formal del trabajo al capital”, dice la doctora Rosa María Romero Cuevas, coordinadora de la maestría en educación ambiental de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
En los laboratorios de esas agroindustrias globales se crean los organismos genéticamente modificados (OGM) por medio de la citogenética, biología molecular y biotecnología. En estos lugares, por ejemplo, se corta el ADN del escorpión que genera su veneno y se adhiere al maíz; lo mismo ocurre con el tomate, al que se le fija la parte de ADN del salmón para que resista al agua fría y se evite su rápida descomposición, explica el doctor en economía ecológica y gestión ambiental por la Universidad Autónoma de Barcelona, Gian Carlo Delgado.
El también especialista en asuntos de competencia intercapitalista y sus contradicciones, considera que en estos casos “ya hay una violación de barreras entre reinos y no conocemos cuál será el futuro para los seres humanos y su hábitat. También debe observarse que los trabajos genéticos se hacen en laboratorios privados, la mayoría de ellos subsidiados”.
Estas investigaciones se originaron en el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, que trabajó con laboratorios públicos y privados. Así ocurrió con el Delta and Pine (que más tarde pasó a Monsanto): además de recibir subsidios del Estado, obtuvo estudios hechos por el sector público del germoplasma vinculado a las semillas modificadas.
“Como es un gran negocio, volvieron a darles subsidios y así se involucró al sector industrial privado, que se benefició porque las semillas modificadas rompían la tendencia de mantenerse fértiles cada ciclo, y más tarde esa facultad se limitó a tres ciclos como máximo”; hoy, la semilla modificada ya no es fértil y el consumidor depende de las que compra al sector privado, abunda el investigador.
En México, los grandes monopolios agropecuarios y agroindustriales extranjeros (Monsanto, Bayer, Syngenta, Nestlé, Unilever, Cargill, Novartis, Zeneca, Agroevo y DuPont, entre otras) invierten en el ramo biotecnológico y recuperan su inversión con las ventas.
El informe de Europress del 2 de abril pasado señala que Monsanto duplicó sus ganancias, al obtener un beneficio neto de 1 mil 129 millones de dólares (casi 724 millones de euros) en el segundo trimestre de su ejercicio fiscal.
Rosa María Romero dice que ya “surgió una nueva forma de dominio de unas cuantas firmas sobre la humanidad, y eso amenaza más a la subsistencia de la mayoría, pues muchísimas personas dependen de la autosuficiencia alimentaria”.
El gran problema de la investigación en modificación genética de las plantas y animales, indica, es que “se legaliza la apropiación privada de la vida; ocurre con los organismos genéticamente modificados y con los no modificados a través de las multinacionales”.
Añade que los corporativos se apropian de la información genética y del conocimiento tradicional que poseen las comunidades sobre la flora silvestre, “las manipulan genéticamente y registran las patentes como propiedad intelectual privada. Estamos ante la apropiación privada de la biodiversidad, y cuando crean un organismo transgénico nos preguntamos: ¿la naturaleza puede pertenecer a alguien? La naturaleza es un patrimonio de la humanidad; no puede convertirse en mercancía”.
Otro riesgo de los organismos genéticamente modificados es que al extenderse como monocultivos acaban con la biodiversidad local. “Ahí radica la bioesclavitud, que sería una forma disfrazada del libre comercio”, explica.
El informe GEO 2007, del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, advierte que el riesgo “en la extracción de recursos naturales que se exportan a diferentes sitios para su procesamiento, más tarde vuelven a ser exportadas hacia sus lugares de origen, pero a un costo mayor para los pueblos originarios”.
México, cautivo
Gian Carlo Delgado cuenta que en la década de 1970, cuando el exsecretario de Defensa estadunidense Robert McNamara presidió el Banco Mundial (1968-1981) y promovió la llamada “revolución verde”, México admitió las semillas mejoradas. Entonces se afirmó que éstas aumentarían las cosechas de granos y erradicarían el hambre mundial.
En la “segunda revolución verde” (iniciada en la década de 1990), las trasnacionales –Monsanto, Novartis, AgrEvo, DuPont, Cargill– introdujeron el diseño genético de semillas estériles.
En América Latina el comercio extensivo de los OGM fue exitoso. Su consumo creció al grado de que la agencia aeroespacial estadunidense, alertó la tala en la zona amazónica, destinada a ese tipo de cultivo.
Negocio multimillonario
El estudio Resumen ejecutivo 37: situación global de los cultivos transgénicos/GM comercializados 2007, del Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones agro biotecnológicas, indica que para ese año el valor global por la venta de transgénicos superó los 6 mil 900 millones de dólares, que representa 16 por ciento de los 42 mil 200 millones de dólares que ganó el mercado global de semillas en 2006.
El documento, elaborado por Clive James, detalla que, de esa cifra, 3.2 mil millones de dólares –47 por ciento del mercado global de cultivos transgénicos– son por maíz; 2.6 mil millones, 37 por ciento, por soya; 900 mil dólares, 3 por ciento, por algodón, y 200 mil dólares por canola o colza, planta oleaginosa.
Por división geográfica, esos 6.9 mil millones de dólares se distribuyeron así: 5.2 mil (76 por ciento) en países industrializados y 1.6 mil (24 por ciento) en países en desarrollo.
Agrega que 23 países sembraron cultivos transgénicos: 12 en desarrollo y 11 industrializados: Estados Unidos, Argentina, Brasil, Canadá, India, China, Paraguay, Sudáfrica, Uruguay, Filipinas, Australia, España, México, Colombia, Chile, Francia, Honduras, República Checa, Portugal, Alemania, Eslovaquia, Rumania y Polonia.
De acuerdo con el estudio, en 11 años –de 1996, cuando comenzaron a comercializarse los transgénicos, a 2007– el valor global acumulado es de alrededor de 42 mil millones 400 mil dólares. Para 2008, “se proyecta un valor global de 7 mil 500 millones”.
Más aún, la multinacional estadunidense Monsanto elevó sus pronósticos para 2008, luego de triplicar en el primer trimestre fiscal su ganancia respecto del mismo trimestre del año anterior (256 millones de dólares). Su facturación aumentó 36 por ciento: 2 mil 100 millones de dólares.
El doctor Juan Navarro Pineda, de la Universidad Autónoma de Chapingo, explica que parte del superávit de las multinacionales agrícolas se debe a que financian las investigaciones y las hacen aparecer como propias. Para el académico, esas empresas se apropian de los conocimientos tradicionales en herbolaria de las comunidades y al patentarlas como marca, financian su inversión.
Mientras 2 mil millones de personas sufren la crisis alimentaria, las multinacionales agrícolas obtienen ganancias superiores a 40 mil millones de dólares anuales. El delegado de las cinco agroindustrias que operan en México afirma que el “auge” apenas comienza.
La dependencia tecnológica en la agricultura obliga a los campesinos de México a adquirir semillas genéticamente modificadas a un precio mayor que el de las tradicionales; esa práctica privatiza el derecho a la vida, estiman especialistas. En contraste, las multinacionales agrícolas asentadas en el país argumentan que éste es el negocio del futuro que, además, contribuye a promover la tecnología.
El servicio PRNewswire informó que, el 31 de marzo pasado, la empresa líder en tecnología genética Monsanto acordó la compra del grupo holandés De Ruiter Seeds Group BV, por 546 millones de euros (alrededor de 840 millones de dólares).
Apenas 29 días después, Robert B. Zoellick, presidente del Banco Mundial, anunció que los elevados precios de los alimentos “son cuestión de supervivencia para 2 mil millones de personas”, y pidió recaudar 755 millones de dólares para que el Programa Mundial de Alimentos atienda la crisis alimentaria que “será crucial” en las próximas semanas.
Con esa lógica “condenamos a la población a grandes hambrunas y a la posibilidad de una esclavitud; es lo que Marx denominó subsumisión formal del trabajo al capital”, dice la doctora Rosa María Romero Cuevas, coordinadora de la maestría en educación ambiental de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
En los laboratorios de esas agroindustrias globales se crean los organismos genéticamente modificados (OGM) por medio de la citogenética, biología molecular y biotecnología. En estos lugares, por ejemplo, se corta el ADN del escorpión que genera su veneno y se adhiere al maíz; lo mismo ocurre con el tomate, al que se le fija la parte de ADN del salmón para que resista al agua fría y se evite su rápida descomposición, explica el doctor en economía ecológica y gestión ambiental por la Universidad Autónoma de Barcelona, Gian Carlo Delgado.
El también especialista en asuntos de competencia intercapitalista y sus contradicciones, considera que en estos casos “ya hay una violación de barreras entre reinos y no conocemos cuál será el futuro para los seres humanos y su hábitat. También debe observarse que los trabajos genéticos se hacen en laboratorios privados, la mayoría de ellos subsidiados”.
Estas investigaciones se originaron en el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, que trabajó con laboratorios públicos y privados. Así ocurrió con el Delta and Pine (que más tarde pasó a Monsanto): además de recibir subsidios del Estado, obtuvo estudios hechos por el sector público del germoplasma vinculado a las semillas modificadas.
“Como es un gran negocio, volvieron a darles subsidios y así se involucró al sector industrial privado, que se benefició porque las semillas modificadas rompían la tendencia de mantenerse fértiles cada ciclo, y más tarde esa facultad se limitó a tres ciclos como máximo”; hoy, la semilla modificada ya no es fértil y el consumidor depende de las que compra al sector privado, abunda el investigador.
En México, los grandes monopolios agropecuarios y agroindustriales extranjeros (Monsanto, Bayer, Syngenta, Nestlé, Unilever, Cargill, Novartis, Zeneca, Agroevo y DuPont, entre otras) invierten en el ramo biotecnológico y recuperan su inversión con las ventas.
El informe de Europress del 2 de abril pasado señala que Monsanto duplicó sus ganancias, al obtener un beneficio neto de 1 mil 129 millones de dólares (casi 724 millones de euros) en el segundo trimestre de su ejercicio fiscal.
Rosa María Romero dice que ya “surgió una nueva forma de dominio de unas cuantas firmas sobre la humanidad, y eso amenaza más a la subsistencia de la mayoría, pues muchísimas personas dependen de la autosuficiencia alimentaria”.
El gran problema de la investigación en modificación genética de las plantas y animales, indica, es que “se legaliza la apropiación privada de la vida; ocurre con los organismos genéticamente modificados y con los no modificados a través de las multinacionales”.
Añade que los corporativos se apropian de la información genética y del conocimiento tradicional que poseen las comunidades sobre la flora silvestre, “las manipulan genéticamente y registran las patentes como propiedad intelectual privada. Estamos ante la apropiación privada de la biodiversidad, y cuando crean un organismo transgénico nos preguntamos: ¿la naturaleza puede pertenecer a alguien? La naturaleza es un patrimonio de la humanidad; no puede convertirse en mercancía”.
Otro riesgo de los organismos genéticamente modificados es que al extenderse como monocultivos acaban con la biodiversidad local. “Ahí radica la bioesclavitud, que sería una forma disfrazada del libre comercio”, explica.
El informe GEO 2007, del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, advierte que el riesgo “en la extracción de recursos naturales que se exportan a diferentes sitios para su procesamiento, más tarde vuelven a ser exportadas hacia sus lugares de origen, pero a un costo mayor para los pueblos originarios”.
México, cautivo
Gian Carlo Delgado cuenta que en la década de 1970, cuando el exsecretario de Defensa estadunidense Robert McNamara presidió el Banco Mundial (1968-1981) y promovió la llamada “revolución verde”, México admitió las semillas mejoradas. Entonces se afirmó que éstas aumentarían las cosechas de granos y erradicarían el hambre mundial.
En la “segunda revolución verde” (iniciada en la década de 1990), las trasnacionales –Monsanto, Novartis, AgrEvo, DuPont, Cargill– introdujeron el diseño genético de semillas estériles.
En América Latina el comercio extensivo de los OGM fue exitoso. Su consumo creció al grado de que la agencia aeroespacial estadunidense, alertó la tala en la zona amazónica, destinada a ese tipo de cultivo.
Negocio multimillonario
El estudio Resumen ejecutivo 37: situación global de los cultivos transgénicos/GM comercializados 2007, del Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones agro biotecnológicas, indica que para ese año el valor global por la venta de transgénicos superó los 6 mil 900 millones de dólares, que representa 16 por ciento de los 42 mil 200 millones de dólares que ganó el mercado global de semillas en 2006.
El documento, elaborado por Clive James, detalla que, de esa cifra, 3.2 mil millones de dólares –47 por ciento del mercado global de cultivos transgénicos– son por maíz; 2.6 mil millones, 37 por ciento, por soya; 900 mil dólares, 3 por ciento, por algodón, y 200 mil dólares por canola o colza, planta oleaginosa.
Por división geográfica, esos 6.9 mil millones de dólares se distribuyeron así: 5.2 mil (76 por ciento) en países industrializados y 1.6 mil (24 por ciento) en países en desarrollo.
Agrega que 23 países sembraron cultivos transgénicos: 12 en desarrollo y 11 industrializados: Estados Unidos, Argentina, Brasil, Canadá, India, China, Paraguay, Sudáfrica, Uruguay, Filipinas, Australia, España, México, Colombia, Chile, Francia, Honduras, República Checa, Portugal, Alemania, Eslovaquia, Rumania y Polonia.
De acuerdo con el estudio, en 11 años –de 1996, cuando comenzaron a comercializarse los transgénicos, a 2007– el valor global acumulado es de alrededor de 42 mil millones 400 mil dólares. Para 2008, “se proyecta un valor global de 7 mil 500 millones”.
Más aún, la multinacional estadunidense Monsanto elevó sus pronósticos para 2008, luego de triplicar en el primer trimestre fiscal su ganancia respecto del mismo trimestre del año anterior (256 millones de dólares). Su facturación aumentó 36 por ciento: 2 mil 100 millones de dólares.
El doctor Juan Navarro Pineda, de la Universidad Autónoma de Chapingo, explica que parte del superávit de las multinacionales agrícolas se debe a que financian las investigaciones y las hacen aparecer como propias. Para el académico, esas empresas se apropian de los conocimientos tradicionales en herbolaria de las comunidades y al patentarlas como marca, financian su inversión.
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