El País
Los cardenales reunidos en Roma para elegir el martes en el secreto del cónclave al sucesor de Benedicto XVI, que renunció al papado, son conscientes de hallarse en un momento inédito de la historia de la Iglesia. Quizás por ello han hecho saber que no tienen prisa y que necesitan tiempo para reflexionar antes de colocar en la papeleta de voto que será enseguida quemada, el nombre del nuevo obispo de Roma.
La Iglesia, guste o no a los cristianos de base, ha tenido secularmente, y lo seguirá teniendo, un peso político mundial, al ser el papa no solo el líder religioso de casi 1.100 millones de fieles, sino también un jefe de Estado con todos sus poderes e influencias políticas. Y es justamente esa fuerza política lo que hace que los cardenales estén preocupados con la sombra que la decisión inesperada de Joseph Ratzinger de renunciar al cargo está proyectando sobre el cónclave.
El gesto inédito en el mundo moderno del papado de un Pontífice que “se baja en vida de la cruz”, en expresión polémica del arzobispo cardenal de Cracovia Stanislaw Dziwisz, crea un precedente no solo religioso sino también político en la Iglesia. Se ha tratado, según un teólogo de la liberación, del mayor gesto de desacralización del papado que se podía concebir.
Un papa que reconoce no tener fuerzas no solo físicas sino también espirituales para seguir al frente de la barca de Pedro, se desdiviniza, se humaniza y de alguna forma se baja del pedestal de la mitificación secular de los papas. Es tal la preocupación de los cardenales en este momento, que existe un grupo de cardenales que defiende que el papa que sea elegido se comprometa antes de aceptar a “no renunciar”.
El miedo a esa sombra política la han expresado ya cardenales de primera línea que alegan que roto el tabú de que un papa puede renunciar a su mandato, el papado quedaría expuesto, como en los tiempos de la Edad Media, a las “presiones políticas externas” de quienes podrían presionar a un papa a renunciar no precisamente por motivos religiosos o personales, sino por cálculos o conveniencias de política internacional.
Se teme que la figura mítica del papa que impone un plus de autoridad moral al mundo por el hecho de que es elegido para presidir la Iglesia de Cristo “hasta la muerte”, podría empezar a diluirse a semejanza a los Gobiernos mundanos de la Tierra. Eso ha hecho que el gesto revolucionario llevado a cabo por uno de los papas considerados como más conservadores y preparados intelectualmente, haya sido acogido con una mezcla de reverencia y de temor al mismo tiempo.
Reverencia y admiración por lo que supone de confesión de humildad, y miedo por los peligros de orden político que un precedente semejante podría acarrear en el futuro del papado. Todo ello, justamente en el momento en que escándalos de gran calado están amenazando a la jerarquía eclesiástica con una pérdida de credibilidad no solo entre los creyentes sino en el mismo concierto político mundial.
Ello explica la preocupación que se cierne sobre los cardenales que esta vez deberán pensar dos veces en la persona que tiene que enfrentarse a una de las mayores crisis del papado de la era moderna. Y lo están haciendo y sin prisas. Y eso es positivo.
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