Revista El Ecologista
Algunas reflexiones sobre el papel de la música en los movimientos sociales de resistencia.
No hay revolución ni sueño de revolución que no esté vinculado a una música que la haya alentado y la simbolice. La música también es una potente herramienta de cohesión social, que ayuda a construir una identidad de grupo, una épica propia. En definitiva, las canciones, la música, pueden ayudar a canalizar emociones y sentimientos hacia el cambio tan necesario en nuestra sociedad.
Puerta del Sol, Madrid, mayo de 2011. La orquesta Solfónica actúa en medio de una plaza repleta de mensajes reivindicativos, de gente esperanzada, en medio de una pequeña ciudad indignada. Cuando terminan agitan en alto violines, flautas, partituras y corean “estas son nuestras armas”. No muy lejos el cordón policial observa atento.
Estadio de Chile. Septiembre de 1973. Cinco mil presos y presas custodiados por el ejército se hacinan en una inmensa prisión improvisada. Allí está Víctor Jara. No es terrorista ni guerrillero. Es dramaturgo y músico. Le torturan y le golpean con saña el cuerpo y las manos de tocar la guitarra. Finalmente es asesinado junto con otras muchas personas. Tienen miedo a su palabra y a su música. Saben del poder de la canción. En ambos casos la música está detrás dando fuerza, poniendo nombre y aunando voluntades.
Cantando soñamos
Cantando denunciamos, soñamos y conjuramos al miedo. A diferencia de los himnos victoriosos de los ejércitos que muestran el orgullo de la superioridad, hablamos aquí de música con voz que se enfrenta la injusticia e imagina un futuro mejor.
No hay revolución ni sueño de revolución que no esté vinculado a una música que la haya alentado y la simbolice. “Grandola Vila Morena” representa la Revolución de los Claveles en Portugal, “La Internacional” es seña de identidad del movimiento obrero, “Ay Carmela” nos trae a la memoria la defensa de la República en la Guerra Civil española.
¿Qué tiene la música que la convierte en motor o al menos en ingrediente necesario para el cambio? La música moviliza sentimientos. Cuando se une a la palabra fortalece su mensaje pues se apoya en un modo de comunicar que traspasa lo racional. Si la música habla de esperanza, hace eco en nuestro sistema emocional y empezamos a creer que es posible, igual que si habla de ilusión o de valentía. Cuando es de noche conjuramos el miedo cantando. “Venceremos, mil cadenas habrá que romper”. Cantando cogemos fuerzas y empezamos a creer posible lo improbable.
La música nos transporta, aumenta el valor de aquello que nombra, da brillo, belleza y fuerza a lo que transmite. “A galopar, hasta enterrarlos en el mar” cantaba Paco Ibáñez tomando los versos de Alberti. Es herramienta de cohesión social. Ayuda a construir una identidad de grupo, una épica propia. Lo saben las iglesias, lo saben los ejércitos y los Estados con sus himnos. Pero también lo saben los movimientos sociales.
Cantamos al unísono para hacer de muchas melodías una sola. “Todas las voces, todas, todas las manos, todas, toda la sangre puede ser canción en el viento”, dice Mercedes Sosa. La canción colectiva nos convierte en parte de un todo. Nos ayuda a sentirnos sujeto político colectivo.
Y tiene el poder de convencer. Esto lo sabe la publicidad, que nos coloca en la memoria melodías que se retienen durante toda la vida. Pero esta capacidad de hacernos llegar ideas también es conocida por los movimientos sociales. “Podemos”, parecen decir las músicas que se cantan en las revueltas. Hablan de la viabilidad de los sueños: “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad”, defiende Labordeta. La música es fuente de empoderamiento personal y colectivo.
Todo cambio social necesita fortalecer el sentido, el por qué y el para qué, y no solo desde prácticas y argumentos. Necesita ilusionar, invitar a asumir riesgos, soñar con lo incierto. La música permite todo eso imaginando el futuro. “Y se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre construyendo para siempre su libertad”.
Cantar desobedeciendo
A veces cantar en sí mismo es una forma de desobediencia. Tiene más fuerza que el grito. Lo amplifica. Hay géneros musicales que se han convertido en banderas de resistencia. La música negra, la que cantaban los esclavos, sonaba a lamento y a denuncia. Buena parte del Rock, del Punk (Clash), del ska (Ska-P “El Libertador” Los hijos bastardos de la globalización) se convierte en bandera de la antiglobalización. El hip-hop nace como música irreverente y marginal que escupe con descaro sobre poderosos, policías, sobre la moral burguesa… (Mentenguerra “no voy a rendirme” o La Cólera de hip hop). A nivel mundial, el hip hop árabe de Líbano, Siria e incluso Irán y el africano con grupos como Positive Black Soul cumplen también ese papel. Y muchos más.
En nuestra historia reciente los cantautores supusieron un respiro de denuncia y esperanza. Paco Ibáñez, Raimon, Mikel Laboa, Luis Pastor, Lluis Llach… durante la dictadura pasaban de mano en mano (de oído en oído) en grabaciones piratas. En el momento actual se multiplican y diversifican los modos de denuncia musical: pensemos en Manu Chao o en Amparanioa. Calle 13, un grupo de Puerto Rico que hace reggeaton, canta “Nos complementamos como novios. Tu tomas agua destilada, yo agua con microbios... Tú tienes chofer, yo camino a patas. Tu comes filete, yo carne de lata”. Escuchándoles no podemos negar que la canción transmite energía. Pussy Riot, un grupo ruso de punk-rock feminista, presenta performances en que la protesta política y feminista irreverente les ha valido incluso la cárcel.
Desde el pasquín poético a la poesía social, desde el pareado cantado en una concentración al poema lírico comprometido o la acción de calle. En las manifestaciones las demandas toman enseguida forma de rimas sencillas, rítmicas y musicadas. Son mensajes condensados pero potentes: “El pueblo unido jamás será vencido”, “Lo llaman democracia y no lo es”, “Manolo Manolito, la cena tú solito”. Pareados sencillos de memorizar, a menudo inventados por cualquier persona ingeniosa con un megáfono en la mano, la nueva herramienta de la tradición oral. Esas frases cargadas de ironía o de indignación se recuerdan, se repiten y pasan a formar parte de un cancionero difuso y creciente. Cultura popular para hacerse oír en las calles.
Sevillanas indignadas que irrumpen en un banco para denunciar la avaricia dejando perplejos a los vigilantes de seguridad, bailes colectivos y multitudinarios en medio de la calle que hacen visibles problemas sociales, chotis que hablan de la privatización… Fundación Robo es un ejemplo de creación nacida de la necesidad popular de denunciar. Es un proyecto colectivo surgido al calor del 15M que satiriza acerca de la estupidez del sistema económico y político, o desacredita el consumo, con canciones como “La revolución no será televisada”, “La clase obrera dónde se ha metido” y otras muchas. Y siguen naciendo formaciones musicales cuyo horizonte es la denuncia. Canción colectiva con vocación de politizar la vida.
El cambio cultural llega a menudo de la mano de la música, que abandera luchas concretas, denuncias cotidianas en guerras de baja intensidad. Desmonta herramientas del poder: la violencia contra las mujeres (“Malo eres. No se daña a quien se quiere”, dice Bebe), el militarismo (“Haz turismo invadiendo un país”, de Celtas Cortos), la destrucción ambiental (Macaco en su disco Madre Tierra) o la solidaridad con pueblos en lucha (Pedro Guerra en su canción Chiapas: “Y mire lo que son las cosas, porque para que nos vieran nos tapamos el rostro, para que nos nombraran nos negamos el nombre, apostamos el presente para tener futuro, y para vivir, morimos”).
La canción es portadora de memoria. “Papá cuéntame otra vez” insiste Ismael Serrano. Los tiempos oscuros, la clandestinidad, necesitan de la memoria. A veces se canta con medias palabras, a menudo envueltas en la ironía y la burla. La potencia crítica de la canción satírica, la capacidad de ridiculizar convierte la canción en una forma de escaramuza artística. “Para ser dama de beneficencia en color caca tejemos con paciencia. Así los pobres a misa de once irán y con la gente no se confundirán”, cantaba Nacha Guevara. Carlos Cano, en La Murga de los Currelantes, daba al cacique “pico, pala, chim-pún y a currelar”. Igual que se hace contrapublicidad también se pueden hacer contra-himnos: “Como una ola el PP llego a mi vida, como una ola de destrucción masiva” y enlazar el humor con la música.
Somos lo que cantamos
Hoy buscamos canciones que acompañen y empujen el cambio. La orquesta Solfónica, un grupo instrumental y coral que se creó al calor del 15M y sigue cantando en Madrid en las manifestaciones, ha puesto música al movimiento indignado. Con versiones adaptadas de los cuatro muleros (“De la puerta del sol, mamita mía, nadie se marcha”) es capaz de transmitir entereza y calma. “Represión, violencia o miedo no nos han de amedrentar. Jamás la cobardía dio a algún pueblo dignidad. Yo quiero otro mundo. ¿Te unes conmigo a luchar?”. Muchos otros grupos conocidos, muchas personas anónimas hacen cancioneros que ruedan por correos electrónicos para corear en acciones de calle.
Y se multiplican las versiones anónimas de otras canciones populares que permiten denunciar coreando en grupo: “¿A quién le importan nuestros derechos?, ¿a quién le importan nuestros anhelos?, esto es así, te tienes que callar y nunca protestar”.
Cuando se pierde la memoria las canciones permanecen. Somos responsables de nuestras canciones. Somos lo que comemos, somos lo que respiramos, pero también terminamos por ser lo que cantamos. Sólo construiremos aquello que podamos imaginar. Para construirlo, para imaginarlo, cantémoslo.
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