Clarín
Los caudillismos siempre han sido aborrecidos. Su aparición se vincula al ejercicio autocrático del poder, en el que proliferan el miedo y la represión. Su correlato, la figura del caudillo. Un personaje deleznable como el régimen que preside. Los caudillos suelen ser considerados seres enfermizos, con delirios de grandeza, sueños faraónicos y proyectos imperiales. Sujetos que acumulan un poder desmesurado, sin control y al margen de las instituciones. Algo parecido a un monarca absoluto. El Estado soy yo, al decir apócrifo de Luis XIV, el Rey sol francés.
Los caudillos nunca han gozado de buena prensa, sobre todo cuando su definición se homologa a dictadores sin escrúpulos. Si echamos un vistazo al siglo XIX latinoamericano, el apelativo se adjudicó a figuras como Juan Manuel de Rosas en Argentina y Facundo Quiroga, tan bien descritos por Domingo Sarmiento en Facundo, civilización o barbarie. En Paraguay, el mote recayó en José Gaspar Rodríguez, de Francia, inmortalizado por Augusto Roa Bastos en su novela Yo, el supremo. Ningún país se libra de tenerlos. En Bolivia, los focos se centran en Manuel Mariano Melgarejo, asesinado en el exilio en 1871. Su personalidad ha sido objeto de múltiples chascarrillos. Alcides Arguedas lo retrata en su obra Los caudillos bárbaros. La lista es larga. Entre tantos, un caso singular, Chile, donde el caudillo nunca ocupó la presidencia. Ahí se habla del hombre fuerte que aglutinó a las fuerzas vivas del país para construir el Estado, Diego Portales. Resulta significativo que en 1973, tras el golpe de Estado, la junta militar, encabezada por Pinochet, adjetivara la sede de la dictadura como Edificio Diego Portales, antes llamado Gabriela Mistral.
Existe, al menos, en América Latina otra perspectiva de análisis que vincula el caudillismo a las montoneras, llaneros o cimarrones, identificándolo como un movimiento social cuasi espontáneo y popular. A decir de Gastón Carvallo, uno de los grandes especialistas, el caudillismo es pues, en buena medida, la expresión más acabada del bochinche. Individualista y anárquico, invertebrado, tiene en sus genes la grave contradicción de esos sentimientos y aspiraciones que, paradójicamente, se encuadran en una organización que aún cuando laxa tiende a crear jerarquías que casi siempre caricaturizan la organización militar sin encontrar su fundamento en un cuerpo doctrinario. En Venezuela, el movimiento de los llaneros, durante la segunda república, 1813-1814, hace mérito a la definición. La figura controvertida de su caudillo, José Tomás Boves, apodado El león de los llanos, aglutinó a las clases populares y los campesinos pobres. Déspota o un caudillo popular, según las versiones, Simón Bolívar lo inmortalizó con el mote de Azote de dios. En cualquier caso, se enfrentó a la oligarquía criolla que lo detestaba. Si el caudillismo es un movimiento social, los caudillos acaban negando su esencia. Imponen su voluntad por medio de favores y privilegios, abriendo una brecha infranqueable al reprimir el movimiento. Nuevamente cito a Carvallo: El caudillo tomó su condición real de autócrata despótico, buscando con ello la estabilidad con base en métodos que muy poco o nada tenían que ver con el carácter caudillista original. Es decir, el caudillo, para perpetrarse, tuvo que enfrentar su propia base de apoyo.
Para la historiografía oficial y la sociología académica el caudillo se asocia a grandes propietarios terratenientes. Oligarcas y caciques regionales que mutaron disputando el poder del Estado. Como caudillos aborrecieron y renegaron de las clases populares, descargando sobre ellas una violencia extrema. Preocupados por mantener el poder, el caudillo, siempre actuó en defensa de los intereses de las clases dominantes. Su aparición, en algunos casos, estuvo motivada por una crisis de legitimidad y un miedo hacia las revoluciones populares. El prototipo de caudillo en América Latina lo tenemos en la figura de Rafael Leónidas Trujillo, conocido como El jefe, cuyo poder omnímodo, en República Dominicana, lo ejerció desde 1930 hasta el día del magnicidio, el 30 de mayo de 1961. Otro ejemplo de caudillo fue el dictador español Francisco Franco. Las monedas de curso legal en España, durante más de 40 años, traían su efigie con el lema Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. Ambos se hicieron nombrar generalísimos y se valieron de una supuesta personalidad carismática para urdir sus redes de privilegio, exclusión y muerte.
En América Latina tenemos caudillos, dictadores y también dictadores-caudillistas, estos últimos cobijados bajo el paraguas del poder militar. Por ejemplo, Duvalier en Haití, Somoza en Nicaragua, Stroessner en Paraguay, Pérez Jiménez en Venezuela, Estrada Cabrera en Guatemala, Tiburcio Carías en Honduras y Fulgencio Batista en Cuba. Es verdad, caudillos, dictadores y dictadores-caudillistas poseen rasgos comunes. Todos se proclaman salvadores de la patria. Cuando ejercen el poder se encuentran libres de ataduras éticas, morales y, sobre todo, político-institucionales. Se consideran héroes librando una cruzada contra el maligno, muchas veces representado, como no podía ser de otra manera, en el siglo XX y XXI, por el marxismo, el socialismo, el comunismo o ideologías disolventes de la civilización occidental, la familia, la patria y Dios.
Nuestra América lleva dos siglos de vida independiente y aún destila escritores, científicos sociales y publicistas que etiquetan cualquier proceso político popular, antiimperialista y anticapitalista como el resurgir de un populismo encabezado por un caudillo. El imaginario común, Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Arnulfo Arias en Panamá, José Figueres en Costa Rica, Paz Estenssoro en Bolivia o Velasco Ibarra en Ecuador. Es posible que caigan en esta denominación Lázaro Cárdenas o Plutarco Elías Calles. En esta dinámica, dejándose llevar por un rechazo a los movimientos populares como motores del cambio social, se descalifica, caricaturiza y declara obsceno a líderes políticos cuya autoridad radica en la capacidad de convencimiento en las urnas y no en un discurso populista o un quehacer caudillista. Lo nacional-popular incomoda.
Los publicistas del nuevo caudillo confunden, manipulan y pierden rigor teórico y político en pro de una explicación sesgada. Con un tono neutral-valorativo dicen mantener las distancias. Creo, confunden caciques, caudillos y caudillos con líderes políticos y liderazgo social. En esta dimensión el líder, a diferencia del caudillo, autócrata por excelencia, sobresale por la capacidad de conducción, siendo sus cualidades a destacar la rectitud, la moral, la virtud ética de poder y el respeto a sus conciudadanos. El carisma y la personalidad influyen, pero en el líder se disuelve y trasforma en legitimidad cotidiana. El líder no vive del carisma político, a decir de Weber. Y lo más destacable: el líder no se limita a administrar el poder, es precursor, tiene la capacidad de transformar el orden constituido. Su liderazgo deviene autoridad participante. Es un mandar obedeciendo lo que identifica el liderazgo. Así se complementa con un papel activo de la ciudadanía, al contrario que el caudillo que disuelve y reprime la participación popular.
Liderazgos políticos afincados en proyectos democráticos escasean en el mundo y hay pocos en América Latina, de ahí su relevancia cuando surgen. Los líderes se impregnan de la historia de sus países, recorren el territorio, hablan con su gente, escuchan y saben interpretar los anhelos de justicia social, las demandas de los trabajadores, las mujeres, la juventud y los pueblos originarios. Por ello cuando se asocia a Hugo Chávez con un movimiento caudillista y se le adjetiva como caudillo se está cayendo en un despropósito. Hugo Chávez no ha sido caudillo ni jefe de un movimiento caudillista. Apegado a la Constitución, respetuoso de las libertades públicas, civiles e individuales, nunca estuvo por encima de las leyes ni reprimió, torturo, exilió o mando asesinar a miembro alguno de la oposición. Todos, rasgos inherentes a los caudillos y sus regímenes. Hugo Chávez ha sido un líder, un estadista para su pueblo y América Latina. Así se le recordará, muy a pesar de sus detractores.
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