La Marea
El fútbol, que nació plebeyo y pertenecía a la clase obrera, era una fiesta que los pueblos se daban a sí mismos hasta que el negocio se apoderó de él y lo convirtió en un gigantesco objeto de consumo, del que obtiene incalculables ganancias y además le sirve como entretenimiento y distracción de las mayorías oprimidas. Al fin y al cabo, “el futbol es una metáfora de la vida”, como decía Sartre, y lo que ocurre en ese ámbito es más o menos lo que sucede en la sociedad. El tsunami neoliberal aprovechó la crisis que provocaron los especuladores financieros para arrasar con casi todas las pertenencias y derechos de la gente. El beneficio rápido, como valor máximo del capitalismo, puede asemejarse al “ganar como sea” de un fútbol que dejó de lado el gusto por el juego para valorar única y exclusivamente el resultado.
El que gana siempre tiene razón, del mismo modo que el que tiene dinero hace lo que quiere. Dos conceptos que impuso la ideología dominante para justificar las obscenas desigualdades que genera. Hasta los años 60 del siglo pasado, aproximadamente, el fútbol tenía valores tan importantes que hasta pensadores como Camus, que fue jugador también, se animó a decir que todo lo que sabía de la moral y de las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol, o intelectuales comunistas como Antonio Gramsci, quien definió este deporte como “el reino de la lealtad al aire libre”.
Siempre el resultado fue lo mas importante, pero no lo único, y menos conseguido de cualquier manera. Di Stefano ha contado muchas veces que en aquellos tiempos no solían festejarse los goles de penalti; en todo caso se hacía muy prudentemente por la considerable ventaja que tenía el que lo tiraba sobre el portero. Algo parecido le ocurría a Armando Galuchi, un habilidoso jugador de Bahia Blanca (Argentina) de los años cuarenta, que, a pesar de su modestia, en los partidos oficiales tiraba los penaltis de rabona para equiparar posibilidades con el arquero.
Hoy en día, que se festejan alborozadamente hasta los goles en contra que se hacen los rivales, es muy raro encontrar a alguien del fútbol que declare como Iniesta: “A mí me enseñaron que hay que ganar, pero no de cualquier manera”. Es decir, no es frecuente encontrarse con jugadores, entrenadores o inclusive periodistas que valoren el juego al menos tanto como el resultado.
Una de las primeras cosas que hizo el negocio cuando intervino decididamente en el fútbol (y en los demás deportes también) fue quitarle al jugador el placer de jugar. La palabra “trabajo” sustituyó a “entrenamiento” y “sacrificio” lo hizo con “jugar”. Lo único que importó desde entonces fue el éxito, y el éxito en este contexto tiene un solo significado: ganar. Al placer se lo identificó con la despreocupación y a la diversión se le dio carácter de irresponsabilidad, inadmisibles ambas cosas para el criterio comercial que todo lo mercantiliza.
La avalancha de dinero fue tal que los jugadores también perdieron el sentido de pertenencia y ya no supieron a quien representaban cuando entraban a una cancha, ni para quien jugaban. Eso resultó fatal porque empezaron a pensar como profesionales y se olvidaron o confundieron el amor al juego con los privilegios de la fama y el aparente poder que les da la abundancia económica. En otras palabras, dejaron de sentir como amateurs. Claro que siempre hay excepciones como la de Xavi Hernández, quien confesó dolerle más fallar un pase que un gol, palabras que resultan incomprensibles para la mayoría de sus colegas y de los hinchas. Porque, como dice el pensador polaco Zygmunt Bauman, también “la gente tenía sentido de pertenencia y solidaridad” que ya no tiene, atomizada por la filosofía del capitalismo neoliberal ultra-individualista.
La FIFA es una de las organizaciones más poderosas del mundo, por la cantidad de dinero que maneja y la influencia que tiene en los ámbitos político y social. Sus criterios y decisiones están mucho más cerca de la lógica comercial que del deporte. Las marcas de ropa deportiva tienen en el fútbol y en los ídolos de los que se sirve el mejor escaparate posible para sus ventas súpermillonarias.
Y así como en la sociedad las desigualdades son cada vez más escandalosas, ocurre lo mismo entre los clubes más poderosos y el resto. El precio de un jugador del Madrid o del Barcelona puede ser el presupuesto anual de varios de los equipos de primera división. La competencia está prácticamente desnaturalizada y las diferencias son cada más acentuadas. Solo de la televisión, el Madrid y el Barcelona reciben anualmente 100 millones de euros más que los otros equipos.
Los precios de la entradas, excesivas siempre -y más en esta época de castigo a los trabajadores- y los horarios de los partidos que fijan las televisiones a su conveniencia, junto a otros detalles de incomodidad para los hinchas, la cantidad exagerada de partidos que se juegan y la frecuencia casi diaria, aleja a la gente de los estadios y la acerca a los televisores y a los anunciantes, que, finalmente, es el objetivo buscado.
El fútbol que era nuestro es ahora de ellos, que ni lo respetan, ni lo quieren; solo lo usan para su beneficio y lo vacían de identidad. Muchas veces quisieron matarlo -y otras tantas resucitó- pero parece que esta vez van en serio. Sin embargo siempre nos quedará alguna jugada magnífica, colectiva o individual, que nos devuelva la esperanza. Siempre habrá un Iniesta, un Xavi, un Silva, un Valerón, que amaguen una cosa para hacer otra y recuperen la esencia. Siempre habrá un Messi que deje sentados a los defensas sin saber por dónde pasó. O un Ronaldo que sacuda las redes de cualquier portería y nos deje el asombro a flor de piel. Siempre aparecerá un Oliver o un Jesé para seguir creyendo. Y también siempre habrá un equipo modesto que nos recuerde la dignidad de este juego haciendo 10 pases seguidos. Y siempre estaremos nosotros, como dice Eduardo Galeano, mendigando por los estadios “una linda jugadita, por amor de Dios”.
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