Diagonal
Durante los últimos años han florecido en distintos países de América Latina procesos de transformación que, desde las instituciones, vienen a romper con décadas de políticas neoliberales y parecen abrir la puerta a modelos más justos en lo económico y más respetuosos con la diversidad y el medio ambiente. En este camino se encuentran con la tarea de afrontar el extraordinario peso que sigue teniendo el extractivismo como principal fuente de ingresos económicos, pero también de conflictos sociales.
Analizar el extractivismo desde un prisma exclusivamente económico nos daría una visión incompleta y sesgada del fenómeno. Los grandes proyectos mineros han sido y continúan siendo la piedra angular del sistema de exclusión y despojo territorial en el que se asentaron primero la Colonia y después los Estados racistas surgidos de la independencia. En su nombre se cometieron las mayores atrocidades que ha vivido el continente, desde el exterminio de las sociedades originarias en el siglo XVI hasta el intento de genocidio que sufrieron los pueblos supervivientes, como el mapuche en el siglo XIX o los mayas a finales del siglo XX.
Con la excusa del progreso se selló la dependencia económica latinoamericana, asentada en el rol de la región como productora de materias primas a escala global, y se levantó el sistema colonial, capitalista y patriarcal que aún persiste. Extractivismo no es, pues, un término neutro, sino una construcción que contiene un profundo significado simbólico e histórico.
Los límites del neoextractivismo
Siendo conocedores de este punto de partida, los actuales Gobiernos progresistas se han esforzado por levantar -con éxito dispar- un discurso alternativo al tradicional, que ha impregnado incluso los textos constitucionales de países como Bolivia o Ecuador. Surge así, supuestamente en consonancia con el paradigma del Buen Vivir, el imaginario del neoextractivismo, que abogaría por seguir aprovechando los recursos naturales para financiar las necesidades sociales de las poblaciones, remarcando el carácter transicional del modelo, garantizando un mayor respeto por los valores ambientales y asegurando el reparto de las rentas obtenidas en base a una mayor presencia del Estado, como una poderosa herramienta de redistribución de la riqueza.
Los proyectos mineros han sido y siguen siendo la piedra angular del sistema de exclusión y despojo territorial. Dos fracasos recientes se encargan de mostrar las debilidades del discurso. Por un lado, el caso de la explotación petrolera en el territorio mapuche de Neuquén, donde la expropiación de YPF a Repsol por parte del Estado argentino derivó finalmente en la entrada de Chevron -una de las petroleras más dañinas del mundo- para reabrir las operaciones. Y por otro, el abandono por parte de Ecuador, tras años de tímidas gestiones gubernamentales, de la Iniciativa Yasuní-ITT, la cual pretendía salvaguardar la diversidad biológica y cultural de este parque amazónico, constituyendo un fondo internacional a cambio de renunciar a su explotación.
Se evidencia así la persistencia de algunas de las amenazas que el neoextractivismo pretendía resolver: ni se garantiza un menor impacto ambiental, ni se limita el poder de los sujetos privados transnacionales, ni se toman en cuenta las decisiones tomadas por los pueblos que habitan los territorios afectados.
El recurso de la represión
Pero aún más grave es la constatación de que los tics represivos que caracterizaban al extractivismo tradicional permanecen, y lo hacen en forma de criminalización y ataques contra los colectivos que se oponen a los grandes proyectos de infraestructuras, mineros o de producción energética. En Ecuador siguen su curso al menos 40 procesos judiciales en contra de dirigentes de la Confederación de Pueblos y Nacionalidades Indígenas (CONAIE), por delitos de terrorismo, sabotaje y obstrucción de vías, en el marco de las protestas contra la Ley de Aguas y de Minería. Y en Bolivia continúa abierta la dolorosa herida de la represión policial en Chaparina, contra la VII Marcha Indígena de los Pueblos del Oriente, Chaco y Amazonía Boliviana, en 2011, que se oponía a la construcción de una carretera que atravesaría un territorio indígena (el TIPNIS).
Es justo señalar que el nivel de violencia institucional es incomparablemente menor que el practicado por los anteriores gobiernos neoliberales, y también que está a años luz del terror que padecen decenas de comunidades indígenas de Guatemala o de Colombia, cuyos principales dirigentes son amenazados, detenidos o asesinados de una forma tristemente cotidiana.
No obstante, parece clara la incongruencia de estas respuestas en el marco de un modelo que debería tender hacia el Buen Vivir, es decir, hacia la armonía y el equilibrio entre las diferentes comunidades humanas, y entre éstas y la Naturaleza.
En la encrucijada
En este escenario, las posibilidades de encontrar puntos de encuentro entre los sectores enfrentados, que propicien espacios de acuerdo y diálogo, parecen remotas. La brecha abierta entre Gobiernos -arropados, no se olvide, por un notorio apoyo electoral y por diversas expresiones sociales organizadas, incluyendo parte del movimiento indígena- y colectivos opositores, parece crecer a diario, como consecuencia de posturas cada vez más cerradas de una y otra parte.
Situación que es bien vista, e incluso alentada, por sectores ajenos al proceso, los cuales no dudan en aprovechar cada paso en falso para tratar de truncar unas posibilidades de transformación que siguen abiertas. Una encrucijada extremadamente compleja, de cuya resolución puede depender nada menos que las posibilidades de hallar un modelo verdaderamente trascendente al sistema impuesto por la globalización.
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