sábado, 11 de junho de 2011

Esa sana costumbre de decir que No



Juan Ignacio Provéndola
Página 12

Cambiar su rumbo de una buena vez o ser otra anécdota bonita del ideario utópico juvenil, es el menudo debate al que el mundo ha decidido someterse desde que unos muchachos de Argelia y Túnez decidieron inmolarse a lo bonzo a fines de 2010, no por mandato de la Jihad más ortodoxa y recalcitrante sino, simplemente, para decir basta. Basta a lo dado y a lo establecido, en principio, aunque todo lo naïf de la expresión se vuelva desgarradoramente humano en una zona tan inhumanamente desigual como lo es la que barren los casi 8 mil kilómetros entre el Sahara y Omán, conocido occidentalmente como el mundo árabe.

El NO como bandera universal que, antes de fagocitarse en los poderes ocultos que aún hoy siguen metiendo la cuchara en el Magreb y en Medio Oriente, exportó el germen al otro margen de Mediterráneo para edulcorarse (y, tal vez por eso, popularizarse) bajo el nombre de “indignados”, una demarcación tan efectiva y obvia que encontró su anclaje en España y Grecia, los dos países europeos más azotados por la crisis inmobiliaria y financiera de 2008.

¿Y qué se supone que tienen de distintas estas revueltas con otros relatos de similar calibre como, por ejemplo, la Revolución Cubana, el Mayo Francés o la Primavera de Praga? Por empezar, su epicentro sísmico, que es en el último bastión dictatorial del mundo moderno (no existe región en el mundo con mayor promedio de regímenes totalitarios que en la árabe). Tampoco hay armas de fuste, ni cornamentas exhibidas con orgullo en las casas de los agitadores. Pero lo que marca la ruptura respecto de toda revuelta anterior no son estos datos sino que, esta vez, no hay Che Guevara, ni Daniel Cohn-Bendit, ni Jan Palach que asuman para sí el mérito individual de un proceso colectivo.

El protagonista real de estas protestas que vienen convulsionando el ombligo del mundo parece ser la indignación como factor nucleante de una masa de jóvenes efervescente, pero anónima, con la participación estelar de las redes sociales como verdaderas divas de una cartelera que hasta el momento la tenía arrumbada en el olvido. ¿Se imaginan lo que hubiese sucedido de haber existido Twitter o YouTube en tiempos de las revueltas en la Plaza Tiananmen de Beijing? ¿Cuánto hubiese tardado la multitud en volcarse a las calles luego de ver la imagen del chinito enfrentándose a una fila de cuatro tanques con tan sólo dos bolsas de fruta en la mano? Como reguero de pólvora, por blogs y grupos de Facebook comenzó a discurrir toda la información que los medios y los gobiernos hubiesen deseado ocultar para que, en la estima de la opinión pública, no se atraviese la débil barrera entre los que pueden ser un par de quilomberos aislados y una masa furibunda que está convencida de sí misma.

Cinco litros de gasolina y un fósforo

Fueron tierras de imperios monumentales, guerras salvajes y cruzadas impiadosas. Allí nacieron el comercio y el sistema bancario; también las matemáticas y las religiones monoteístas más populares del mundo. Para Occidente, y gracias a la mala prensa de sus centros hegemónicos, es el nido donde se crían terroristas en nombre de una guerra santa donde la muerte castiga a los gringos y bendice a los niños que se inmolan por la causa. A la altura de una historia que nunca pasa desapercibida, el mundo árabe nos ofrece ahora la última gran revolución que sacude de su modorra a una sociedad adormilada por otra de sus tantas crisis mundiales. Crisis, por cierto, impulsadas por los centros de poder y amortiguadas en sus periferias, y que esta vez fue en sus márgenes donde se le animaron a la afrenta y al descaro.

Se tratan de movimientos juveniles pacifistas en países donde el mayor porcentaje de la población no supera los 35 años, fastidiados por décadas de gobiernos opresivos y autoritarios y dinastías de hierro que vivan el Corán como si fueran imanes de mezquitas pero que, por lo bajo, le hacen el juego a la OTAN en su guerra contra el terrorismo islámico, a cambio del invalorable apoyo para permanecer en el poder de regiones riquísimas en recursos, como el petróleo y el gas natural. Las enormes desigualdades entre una elite rica y la masa pobre se acentuaron a partir de la crisis de 2008, cuando el aumento de la canasta básica sepultó a 44 millones de africanos y asiáticos por debajo de la línea de la pobreza.

Desde su emancipación de Francia, en 1962, Argelia se la pasó entre revueltas, guerras civiles y elecciones fraudulentas, hasta que a fines de diciembre pasado unos 3 mil estudiantes salieron a la calle para protestar por la reforma universitaria que el presidente Abdelaziz Bouteflika pretendía imponer. Toda una audacia en un país donde el estado de emergencia declarado hace 20 años impide cualquier tipo de manifestación pública, carta que fue utilizada tenazmente por el gobierno para volcar hacia los díscolos todo su aparato represivo y que algunos enfrentaron prendiéndose fuego públicamente.

“Argelia tuvo varios revueltas a lo largo de su historia, pero creo que ahora nosotros necesitamos una que sea radical, pero sincera”, dice Younes Saber Cherif (22 años), estudiante de Ciencia Política y Relaciones Internacionales que, al igual que otros congéneres, asumió el momento histórico que le tocaba vivir difundiendo lo que su gobierno censuraba a través de su blog. “La muestra de que nuestra generación aprendió de los errores del pasado está en el pacifismo de nuestras protestas. No buscamos ríos de sangre y venganza sino un cambio pacífico y maduro. A pesar de la enorme riqueza natural de nuestro país, los altos niveles de corrupción impiden todo tipo de desarrollo.”

Los argelinos lograron el compromiso de parte del presidente de analizar una reforma constitucional, poca cosa frente a su batería de reclamos, pero todo un avance con relación al antecedente iraní (la llamada Revolución Verde) que, con similares objetivos, lo único que se llevó a casa fue el cadáver de 70 protestantes y el claro mensaje de que el mundo árabe aún no estaba preparado para discutir su democracia.

En simultáneo con las protestas en Argel, otro foco de conflicto se despertaba en Túnez, el país más pequeño de todo el norte africano. La historia no ubica como hito iniciático de la Revolución de los Jazmines una megamovilización por los valores universales en la gran metrópolis sino el episodio del vendedor callejero Mohamed Bouazizi en el pueblito de Sidi Bouzid, a quien la policía –paliza mediante– le había confiscado un carrito con frutas y verduras, que luego el Ayuntamiento no le quiso devolver. Ahogado por la angustia de tener que mantener a su madre y a sus siete hermanos en un rancho de adobe, Mohamed gastó sus últimos dinares en 5 litros de gasolina y una cajita de fósforos, lo último que hizo antes de convertirse en el mártir de una nación que se sintió tocada ante tamaña injusticia. Fue inédita la provocación para desafiar el toque de queda y pedir en las calles de todo el país la dimisión del tirano Ben Ali, quien antes de renunciar dejó chorreras de sangre en su retirada, una desocupación del 50 por ciento y la totalidad de las fuerzas productivas tunecinas en manos de empresas cuyos países alentaron un gobierno de 33 años basado en garrote y autoritarismo.

Linna ben Mhenni tiene 28 años y es profesora de inglés en la Universidad de Túnez. Cuando trascendió la inmolación de Bouazizi que desató las múltiples protestas, se largó con su cámara por el interior del país y dejó fiel registro de los sofocones (también de la represión) en su blog atunisiangirl.blogspot.com, tarea que no aflojó siquiera cuando sus padres, cansados del asedio policial que vivían en su casa, le privaron de la medicación que ella debe tomar para controlar sus graves problemas renales. Linna ejemplifica en carne propia el papel fundamental que ejercieron las redes sociales en la difusión de las movilizaciones y de la mano dura del gobierno, aunque ella prefiere restarse méritos: “Creo que el rol que les atribuyen a las redes es exagerado. Aceleraron el proceso, permitiendo estar en contacto y difundir cosas que los medios ocultaban, porque el régimen reforzó la censura bloqueando Internet, pero los tunecinos somos expertos en sortearla. De todos modos sostengo que el factor fundamental de estas revueltas fue la gente, que tuvo la valentía de tomar las calles en más de 30 ciudades”.

Kacem Jlidi, periodista de 23 años, discrepa con su colega tunecina: “Sería absurdo negar que gracias a Facebook y Twitter se levantaron las 22 revueltas siguientes a la de Sidi Bouzid, porque fueron quienes le permitieron a la gente tener una idea de lo que estaba sucediendo en otras ciudades y alentarlos a bajar a las calles, ya que ante la primera protesta la policía rodeó la ciudad, bloqueó las entradas, atacó a civiles y prohibió toda difusión del hecho”. Y no sólo eso: “También permitió mostrar al mundo los miles de casos de torturas y desapariciones durante todo el régimen de Ben Ali, y que las cárceles no están llenas de criminales sino de detractores de su gestión”.

Aunque en Arabia Saudita no se lograron cambios sustanciales, ni compromisos alentadores, el licenciado en Negocios, Saeed Alwahabi (de 25 años), también sostiene que “las redes sociales son la columna vertebral de nuestro cuerpo, porque nos ofrecen las herramientas perfectas para ir a hablar con el cambio”. El argelino Younes Saber Cherif, en tanto, apunta con un dato irrebatible: “Las redes sociales les permitieron a los jóvenes árabes tener su voz, rebelarse contra las mafias... ¡y poder derrocar a sus dos más grandes dictadores!”.

Túnez fue el primer país de la región que logró destronar a su gobernante a través de esta nueva modalidad de resistencia pacífica combinada con el poderoso aparato difusor de las redes sociales, que permite aparear voluntades individuales y sortear la férrea censura que los regímenes árabes imponen sobre los medios de comunicación. El segundo que logró idéntico cometido (aunque también lo intentaron, y lo intentan, bajo el mismo procedimiento, los otros 18 países de la zona) fue Egipto, que logró cortarle la cabeza a Hosni Mubarak, el último gran faraón, en gran parte gracias a la faena de Wael Ghonim, un ingeniero egipcio de Google que centralizó la información de las protestas a través del grupo “Todos somos Kahlil Saed”, in memorian del activista que fue lapidado por las fuerzas policiales cuando filmaba las violentas palizas que éstas les propinaban a los revoltosos en la Plaza Tahrir de El Cairo.

Su propósito era saltear el bloqueo que el gobierno de Mubarak había impuesto sobre la conexión a Internet antes de entregar el poder, tiempos en los que también ordenó las represiones más crueles que haya sufrido cualquier manifestante en el mundo moderno. Tamaña valentía le costó a Ghonim doce días de arresto y el exilio en varios países del mundo, pero para ese entonces el germen del fastidio y el recelo hacia lo establecido ya se había incubado más allá de los confines del valle del Nilo.

Nuevas recetas para un Viejo Continente

“Que sea infinito mientras dure”, le dijo el escritor Eduardo Galeano a los acampantes catalanes, en una entrevista que recorre el mundo a fuerza de clicks en YouTube. La pregunta suena obscena, pero es inevitable: ¿hasta dónde serán capaces de llegar los indignados españoles con sus reclamos al nervio duro del mismísimo poder? Más aún: ¿está en la lógica del sistema imperante la posibilidad de reajustar sus engranajes en beneficio del bien común? Eso suena tan absurdo como pensar que miles y miles de jóvenes son capaces de tomar los corazones neurálgicos de sus ciudades para reclamar al mundo lo que los fastidia. Sin embargo, lo segundo está sucediendo, en aras de que en su consecuencia ocurra lo primero.

“Creo que en España se vive una apatía y una despolitización de todas las generaciones; el estado de bienestar ha logrado generar ciudadanos poco comprometidos, ya que la comodidad abundaba y lo más fácil era preocuparse por uno mismo y discutir bien poco los problemas políticos y sociales que estaban a la vuelta de la esquina”, opina Gabriel Blejman, mendocino de nacimiento, que cursa un doctorado en Medio Ambiente en Barcelona. “Pero, después del verano de 2008, la cosa cambió; y si bien la crisis no se notó hasta pasados varios meses, la gente estaba paranoiqueada con la posibilidad de perder trabajos y subsidios.”

Los indignados españoles no entienden las revueltas del mundo árabe como una influencia directa, pese a que la Televisión Española o diarios como El País y El Mundo les han dado a estos conflictos casi tanta importancia como a las elecciones municipales y autónomas que semanas atrás le arrebataron un poco de poder al oficialista PSOE en manos del PP, dos partidos que se presentan como la antinomia izquierda-derecha pero que, para la horda iracunda, no son más que la misma cara de una moneda que nunca entra a sus bolsillos.

Sin embargo, la reacción en masa fue casi idéntica a la de sus vecinos transmediterráneos: salir a tomar el espacio público como método de protesta hacia un sistema que, creen ellos, lejos está de representarlos. Desde la primera acampada, el 15 de mayo en la Plaza del Sol de Madrid, sólo hubo lugar para un movimiento que se expandió en ciudades y en adherentes. A lo largo y a lo ancho de España, millares de jóvenes se reunieron en las plazas con una proclama cara, “Democracia real, ya”, tal vez un intencionado juego de palabras que involucra la incongruencia de una república democrática contenida en una monarquía de otra era. El objetivo de más asidero es lograr, a través de una reforma constitucional, la verdadera división entre los tres poderes del Estado, pese a que todos son conscientes de que el principal protagonista de su crisis inmobiliaria surgió del poder económico.

“Nos quejamos de los sueldos congelados, del aumento de la desocupación y de la deuda pública, de los impuestazos, y de un sistema bipartidista que no piensa en nosotros”, dice Soledad Diez Denegri, argentina que participó en tomas de Zaragoza y Valencia, y que vive en España 30 de sus 35 años. “La situación en España llegó al ridículo total y absoluto. Muchos de los ganadores en las elecciones son personas acusadas de corrupción, a la espera de ser juzgados. Me parece mucho más real ir a una plaza que quedarse sentado en casa viendo cómo nos mienten la tele y los políticos.”

Alberto Araujo es catalán, tiene 31 años y es organizador de eventos. Participó en varias protestas, incluso en aquella que fue insólitamente reprimida por la policía el 27 de mayo para que, al día siguiente, el Barcelona FC de Messi pudiese festejar en la plaza central de su ciudad la Champions League que estaban por obtener y cuyas imágenes, una vez más, lograron difusión mundial a través de las redes sociales.

“Aunque eso se detonó con los acampantes, cada uno, en las sobremesas de familia, ya estaba discutiendo de estos asuntos semanas atrás. Todos vivimos un cansancio generalizado hacia los hechos de paro, corrupción política y crisis económica. Defendemos algo tan simple como poder vivir en un hogar digno, con políticos que nos representen en vez de estar peleándose entre ellos sin solucionar nada. Queremos reivindicar los derechos de todos, incluso los míos, el del trabajador de a pie”, opina Alberto, y su esposa Gisele Cuevas (tan porteña como el barrio de Boedo en el que se crió),aporta: “Yo espero que esto no se quede acá. La gente de España no es muy unida, si se piensa en las diferencias que tienen todas sus comunidades y que pasaron por una guerra civil y una dictadura de más de 30 años. Estaría bueno que, por una vez, todos piensen igual para lograr objetivos”.

Su propio método, el de aprobación unánime, muchas veces les juega en contra a los asambleístas. Y, al paso del tiempo, llega el fastidio. En estos días, los acampantes se debaten entre redoblar la misma modalidad, o bien bajar a los barrios para evitar el desgaste del paso de las semanas. “Como somos pacíficos, los políticos no pueden negarnos el derecho a reunirnos en lugares públicos, pero sí pueden optar por ignorarnos”, remarca Soledad Diez Denegri, mientras que Gabriel Blejman alerta que “hay mucho que hacer y no es fácil decidir por dónde empezar. Lo mejor sería plantear metas a corto plazo, concretas, e ir a por ellas; no se puede cambiar todo lo que se plantea de un día para el otro”.

En Plaza Syntagma (el kilómetro cero de Atenas, así como lo es la Plaza del Congreso para Buenos Aires), miles de jóvenes griegos se desgarran junto a un país que ha quedado al borde de la quiebra, luego de que el gobierno aplicara las recetas fiscales que el FMI impuso a cambio de un salvataje financiero (no sé si te suena...). Sevi Triantis (26) estudia Historia y Arqueología en la Universidad de Atenas, y en sus ojos se esconden el azul infinito del mar Egeo y toda la indignación del pueblo heleno: “Queremos castigar a los políticos por sus crímenes económicos y también exigirles un referéndum para abolir la inmunidad parlamentaria de quienes nos están llevando a la ruina”.

Si bien los atenienses tampoco se despojan de las proclamas pacifistas de sus colegas, proponen acciones más allá de las ocupaciones simbólicas: “Promovemos el movimiento ‘No Pagues’, que consiste en no pagar los impuestos de un Estado que los sube, pero a la vez baja los salarios”, dice Sevi. ¿Podrán los habitantes de la cuna de la cultura occidental (y, por añadidura, los habitantes del mundo en general) picar con el aguijón de sus conciencias a esos molinos de viento que resultan ser los grandes poderes económicos, que alientan quiebras y financian gobiernos tiránicos? “Los griegos nos despertamos, abandonamos la inactividad”, dice Triantis. “Nuestra pelea acaba de comenzar y nos queda un largo camino. No creo que bajo estas condiciones sea posible un mundo mejor. Pero si luchás, quién sabe...”

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