Roberto Montolla
Miradas al Sur
Miradas al Sur
EE.UU. quiso evitar la imagen de un Bin Laden con uniforme naranja y cadenas en los pies, y un prolongado juicio ante un hipotético tribunal en el que trascenderían revelaciones comprometedoras para figuras de varias administraciones norteamericanas.
Cuando una semana después de los atentados terroristas del 11-S la prensa estadounidense le preguntó a George W. Bush si quería que le llevaran la cabeza de Osama Bin Laden, contestó: “Quiero justicia”, pero tras unos segundos añadió: “…Y hay un viejo cartel en el Oste que yo recuerdo, aquel que decía ‘Se busca, vivo o muerto’”.
Dichas por el fundamentalista presidente George W. Bush, esas palabras no sonaban raras. Eran coherentes con su personalidad, con sus valores. Las podría haber suscrito sin duda también uno de sus predecesores, el actor-presidente republicano Ronald Reagan, tan dispuesto siempre a interpretar papeles de cowboy en Hollywood como en la vida real.
Pero las palabras, muy similares, que se escucharon hablando del mismo sujeto, del mismo objetivo, de Bin Laden, diez años después, en la madrugada del pasado martes 2, no las pronunció ninguno de ellos. No, quien habló ese día desde la Casa Blanca a la nación, al mundo entero, con orgullo, solemnemente, fue Barack Obama, ese primer presidente afroamericano de la historia de Estados Unidos que iba a acabar con el gatillo fácil imperial, con el papel de gendarme mundial.
Éstas son algunas de las frases de Obama al anunciar la muerte de Bin Laden: “Poco después de asumir el cargo, ordené a León Panetta, director de la CIA, hacer de la ejecución o la captura de Bin Laden la prioridad máxima de nuestra guerra contra Al-Qaeda, al tiempo que continuaban nuestros esfuerzos por desbaratar, desmantelar y derrotar a su organización.” “La ejecución o la captura”, dijo Obama. El orden no es casual, primero matar. Sin embargo, para cumplir con la formalidad, el presidente acotó párrafos después, tras explicar cómo habían llegado hasta el refugio del líder de Al-Qaeda: “Y, finalmente, la semana pasada, decidí que teníamos suficiente información para pasar a la acción y autoricé una operación para capturar a Osama Bin Laden y llevarlo ante la Justicia”. Eso es lo que dijo el presidente.
El bueno de Obama desconocía (¿cómo podemos dudar de su sinceridad?), que para lograr identificar a Abu Ahmad como brazo derecho de Bin Laden, y cuyo seguimiento permitió finalmente llegar hasta su refugio, hubo que torturar a muchos prisioneros de Guantánamo.
Llevarlo ante la Justicia
¿Y a qué justicia se refería el presidente en su discurso?, ¿ante qué tribunal pensaba llevar a Bin Laden? Si estaban tras sus pasos desde hace meses es de suponer que todo estaba ya previsto. Y en la democracia más grande del mundo, ¿cómo no iba a cuidarse escrupulosamente, en primer lugar, que al detenido se le leyeran sus derechos, como en las películas, que se velara por su integridad física, que se le llevara ante un tribunal federal respetándole sus derechos de defensa?
El presidente debió olvidarse al pronunciar esas palabras, que él hacía tiempo que había perdido la batalla para cerrar Guantánamo y juzgar ante tribunales federales, con todas las garantías, a los prisioneros que no fueran liberados inmediatamente. El presidente debió olvidarse que después de congelar inicialmente los juicios militares en Guantánamo, terminó autorizando personalmente que se reanudaran.
¿Y qué otra opción tenía Obama para juzgar a un prisionero como Bin Laden? ¿Juzgarlo en la base de esa isla, con tres oficiales militares como jueces y otro como abogado defensor que, como es habitual, impediría a su defendido acceso al sumario, por cuestiones de seguridad?
¿No, no quedaría muy bien. A pesar de que la ONU, la UE y todos los organismos mundiales influyentes miran para otro lado desde que en enero de 2002 Washington puso en marcha el campo de concentración de Guantánamo, a ninguno le gustaría la imagen que daría un Bin Laden con uniforme naranja y cadenas en los pies y las muñecas ante un tribunal tan impresentable. Máxime si por un descuido lo dejaban hablar y recordar todas las alianzas secretas que hizo en las últimas décadas con representantes políticos y empresariales de Estados Unidos y de muchos otros países.
¿Y después de ese juicio había alguna otra posibilidad de que no fuera ejecutado? Y, claro, eso no está bien visto en Europa y en muchos otros países. No, no era una opción. Entonces, ¿a qué justicia se refería Obama en su discurso? ¿Tal vez a la Corte Penal Internacional de La Haya? Claro, es el único tribunal en el mundo con facultades internacionales para juzgar crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio?
Si el fiscal de la CPI, el argentino Moreno Ocampo –que cuenta entre sus asesores nada menos que con Baltasar Garzón– pretende juzgar a dictadores varios –ahora mismo tiene en mira a los responsables de la represión en Libia–, ¿cómo no se iba a poder juzgar al enemigo público número uno, a Bin Laden? No sólo Estados Unidos sufrió en carne propia sus atentados, sino muchos otros países. ¿Quién no iba a estar de acuerdo con que lo juzgue la CPI?
Pero ahí Obama se encontró con un problema. Y es que se olvidó, una vez más, de que en 1998, bajo la Administración de Bill Clinton, Estados Unidos fue uno de los únicos ocho países en el mundo que votaron en contra del Tratado de Roma que dio creación a la CPI. Clinton cambió de postura el 31 de diciembre de 2000, pocos días antes de abandonar el poder. Entonces firmó el Tratado y traspasó la papa caliente a Bush para que lo ratificara el Congreso. Pero Bush no sólo no lo ratificó, sino que quitó la firma de Estados Unidos del Tratado, y a través de la Ley de Protección de los Miembros del Servicio Americano (Aspa) de 2002, prohibió taxativamente que cualquier tribunal o gobierno local colaborase con la CPI.
Dicha ley dio lugar a la creación de los BIA (Bilateral Inmunity Agreements), acuerdos bilaterales que Estados Unidos ha firmado bajo chantaje ya con más de 100 de los países miembro de la CPI, por los cuales éstos se comprometen a que en ningún caso denunciarán ante ese tribunal a agentes, militares, diplomáticos y ciudadanos estadounidenses en general que actúen en sus respectivos territorios, aunque hayan cometido delitos sobre los cuales tiene jurisdicción la CPI.
A pesar de las iniciales críticas de sus aliados europeos, Washington ha logrado así imponer sus propias leyes extraterritorialmente, blindando legalmente con un muro de impunidad a los cientos de miles de soldados, agentes de la CIA, mercenarios y diplomáticos que actúan en el exterior.
Obama seguramente se olvidó de que esa ley sigue vigente, por lo que no podía entregar a Bin Laden a la Corte Penal Internacional. Sólo le quedaba, entonces, autorizar su ejecución sumaria. Y así lo hizo. Veintiséis años después de que el presidente Gerald Ford eliminara la “licencia para matar” que tenían tradicionalmente los agentes de la CIA, George W. Bush la restableció tras el 11-S. Según algunas fuentes, a través de una Orden Ejecutiva, que es el trámite legal. Para otros lo hizo secretamente, como tantas medidas de su “guerra contra el terror”.
Con su discurso de reivindicación de la muerte de Bin Laden, Obama demuestra que ha renovado esa licencia para matar. Sin embargo, en Estados Unidos no se ha escuchado todavía a ningún parlamentario denunciar que ése es un acto típico de terrorismo de Estado, como las torturas, los secuestros, los vuelos secretos de la CIA. Y en la democrática Europa tampoco se escuchan más que unas poquísimas voces críticas de minorías parlamentarias. Los líderes conservadores y socialdemócratas de la Unión Europea no dudan en aplaudir entusiastas la operación quirúrgica de Obama y refrendar la legalidad de un Estado de ajusticiar por su cuenta, a sangre fría, a un enemigo desarmado en cualquier lugar del mundo.
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