Juan Carlos Escudier
Público
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A diferencia de los capitales, cuyos movimientos son vertiginosos, especialmente los de Google, que, como ya se ha contado, viajan en primera de Irlanda a Holanda y de allí a las Bermudas para desaparecer como Dios manda, los seres humanos tienen más difícil eso de los desplazamientos, sobre todo si vienen del norte de África y sin una muda limpia. Sarkozy y Berlusconi aprecian mucho la libertad de movimientos, pero sólo en las discotecas, y eso explica que hayan propuesto reformar el tratado de Schengen para que los inmigrantes se queden quietos y reposen su desesperación antes de que se les expida el billete de vuelta.
La sensibilidad de Francia e Italia en temas de inmigración es similar a la de una piedra pómez, pero no es menor a la del resto de países de la Unión Europea. Basta con recordar la reacción española ante las oleadas de cayucos a Canarias y la exigencia de que la agencia europea dedicada al control de fronteras, Frontex, actuara de forma preventiva impidiendo su llegada, lo cual era pasarse por el forro tanto la Convención de Ginebra sobre los refugiados como la del Derecho del Mar de la ONU, que no contempla que un barco pueda inspeccionar a otro en alta mar.
La alarma ha sido causada en este caso por los 25.000 tunecinos que alcanzaron la isla de Lampedusa, a los que el madelman italiano quiso dar el pasaporte, en forma de visado temporal, para que se dispersaran por Europa, toda vez que sus socios comunitarios rechazaron compartir la carga que representaban. Caídos algunos dictadores que ejercían de cancerberos a sueldo de Occidente, las revoluciones del mundo árabe son un dolor de cabeza para nuestras democracias , siempre generosas y comprensivas con las tragedias ajenas.
El caso de Túnez es especialmente sangrante porque acoge en su territorio a decenas de miles de refugiados libios, de los más de 600.000 que desde el inicio de los combates se han repartido por Egipto, Argelia, Chad o Mali. Todos estos países han mantenido abiertas sus fronteras. Su humanidad y su decencia es directamente proporcional a nuestra bien alimentada hipocresía.
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