Sreeram Chaulia
Asia Times
Históricamente, hay una fuerte correlación secuencial entre revolución y guerra entre Estados. La revisión radical del sistema socioeconómico o político de un país pocas veces permanece confinada a ese Estado y provoca frecuentemente una conflagración regional o internacional más amplia. Se debe a que la revolución es un fenómeno volcánico que no conoce fronteras artificiales. Las ideas no se pueden encarcelar como se pueden encarcelar los cuerpos, y la revolución es la idea más estimulante o perniciosa, depende del lado en el que uno se encuentre.
La movilización de fuerzas contrarrevolucionarias para restaurar el statu quo de una sociedad que pasa por una revolución, o para “dar una lección” a otros revolucionarios en la región y más allá, para aplastar sus esfuerzos emuladores, es una táctica probada en el tiempo por los poderes conservadores que pueden perderlo todo si el fervor revolucionario se convierte en una bola de nieve. En tiempos tumultuosos, una muestra decisiva de fuerza y violencia preventiva es contemplada por los poderes contrarrevolucionarios como una necesidad para sofocar la propagación de la agitación y para asegurarse contra la marea creciente de su propio pueblo.
Es exactamente lo que ocurrió después de la Revolución Francesa, cuando las monarquías seriamente amenazadas de Gran Bretaña, España, Portugal, Holanda, Prusia y Austria actuaron colectivamente por cuenta del principio dinástico de gobierno y declararon la guerra a Francia en los años 1790. Ciertos aliados occidentales en la Primera Guerra Mundial se confabularon contra la Rusia revolucionaria de 1918 a 1923 con el fin de “estrangular el bolchevismo en la cuna” (Winston Churchill).
Los intentos clandestinos de derrocamiento y la larga guerra no declarada desencadenada por EE.UU. contra el régimen de Fidel Castro después de la Revolución Cubana de 1959 fueron actos clásicos de "defensa ofensiva" para hacer retroceder “el creciente fragor de voces comunistas en Asia y Latinoamérica” (John F. Kennedy). La guerra impuesta por el entonces pro occidental Sadam Hussein de Iraq contra Irán revolucionario desde 1980 hasta 1988 cayó en el mismo modelo de intento de atrapar al genio y volver a encerrarlo en la botella.
En todos estos casos, las guerras que siguieron a las revoluciones sembraron el caos, la destrucción y la desestabilización a escalas regionales y meta-regionales. No tuvieron éxito en el derrocamiento de los regímenes revolucionarios contra los que se dirigían, pero exacerbaron espirales dañinas de divisiones y guerra interior dentro de sociedades que acababan de vivir la revolución. Las guerras contrarrevolucionarias, incluso aquellas en gran parte interiores como la Guerra Cristera de los años veinte en México, se internacionalizaron y tuvieron éxito entre sectores de la población en el sentido de crear un ansia de recuperar, o mantener, el pasado represivo pero ordenado. El caos inherente y la incertidumbre de las revoluciones se magnifican y se ponen al desnudo debido a guerras contrarrevolucionarias, allanando el camino a personajes dictatoriales al estilo de Napoleón para usurpar la autoridad.
El actual entorno estratégico en Medio Oriente se parece a los panoramas mencionados del pasado. Arabia Saudí, el bastión más acérrimo del conservadurismo monárquico y religioso en la región, acaba de dar los primeros pasos militares que auguran una guerra más intensa entre Estados por medio de testaferros. Al enviar pelotones fuertemente armados de más de 2.000 soldados, 800 de ellos de los Emiratos Árabes Unidos (EAU), a Bahréin para apuntalar a la dinastía al-Khalifa asediada por las protestas, Riad ha despertado inmediatamente un nido de avispas. Irán, el autoproclamado guardián mundial de los intereses chiíes, condenó de inmediato la acción saudí como “inaceptable” porque el levantamiento de los chiíes de Bahréin a favor del gobierno de la mayoría contra el régimen suní Khalifa se vio como una conveniencia estratégica en Teherán.
El recurso abierto de Arabia Saudí de enviar sus fuerzas armadas para impedir una revolución en Bahréin tiene lugar después de semanas de suministro tácito de armas a lo largo del puente y el viaducto Rey Fahd que conecta los dos países. La monarquía saudí y sus hermanos reales que dirigen los gobiernos del Consejo de Cooperación del Golfo (GCC) querían ver primero si las reacciones autoritarias normales de recompensa y castigo de los Khalifa de Bahréin daban resultado y calmaban la agitación. Pero la fiebre y la inspiración revolucionaria de Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Jordania es tan infecciosa que la mayoría chií marginada de Bahréin continuó acudiendo a la plaza Perla en Manama a pesar de la represión.
Para el GCC, de un modo muy parecido a la paranoica alianza europeo que libró la guerra contra Francia en los años 1790, la intervención militar directa de las tropas saudíes y de los EAU es el no va más para detener el derrumbe del viejo orden en una base continental. Ya que Bahréin bajo los Khalifa tiene una política parecida al apartheid con dimensiones totalitarias de la era soviética, la entrada militar precipitada del GCC en Bahréin tiene matices de las brutales invasiones contrarrevolucionarias de Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968) llevadas a cabo por la URSS. Los antiguos regímenes fueron reforzados y salvados por medio de tanques y botas soviéticas patrullando las calles de Budapest y Praga.
Sin embargo, el factor Irán impone límites a esta comparación. Mientras Teherán se indigne y sea capaz de montar una reacción “contra-contrarrevolucionaria”, no hay garantías de que los transportes blindados de personal y la artillería pesada de los saudíes y de los EAU terminen por proteger a los Khalifa aplastando la marea pro democracia de Bahréin. Las ironías se agravan en este caso porque el propio Irán ha dejado atrás hace tiempo su pasado revolucionario y utiliza todos los medios para aplastar a sus propios activistas por la democracia.
Un contragolpe iraní al GCC en Bahréin por medio de combatientes por encargo o mediante la incitación a la rebelión chií en la provincia oriental rica en petróleo de Arabia Saudí, de mayoría chií, amenaza con escalar a una gran guerra entre Estados en Medio Oriente, de un tipo que no se ve desde la guerra de Yom Kippur de 1973. En medio de una guerra hecha y derecha, las revoluciones transnacionales se vuelven secundarias y los poderes del statu quo pueden desviar la atención de la gente mediante llamados a un nacionalismo estrecho o al sectarismo. Si hay un actor que puede desembrollar el tejido ponzoñoso que podría convertir Bahréin en otra Nicaragua (adonde EE.UU. envió "contras" entrenados y armados para derribar el régimen sandinista de izquierda en los años ochenta), y convertir Medio Oriente en general en centro de una guerra mundial, es EE.UU.
Bahréin es la base de la Quinta Flota de la Armada de EE.UU. y un eslabón vital en el Comando Central de los militares de EE.UU. El gobierno de Barack Obama debería hacer entrar en razón a los saudíes y al GCC para que se retiren de Bahréin antes de que se convierta en una mortífera zona de guerra como Libia. Técnicamente, las tropas del GCC han cruzado hacia Bahréin por invitación del emir gobernante, Shaikha Salman al-Khalifa. Pero, ante los ojos de la mayoría chií discriminada de Bahréin, las fuerzas suníes extranjeras que entran a su país en nombre del restablecimiento de la “estabilidad” son invasores que se proponen inclinar la balanza contra las corrientes democratizadoras.
Washington no puede ser miope y aprobar la intrusión dirigida por los saudíes, porque la historia muestra cuán horribles son las consecuencias de las guerras contrarrevolucionarias. Demasiado a menudo, el predicamento del gobierno de Barack Obama desde que estalló el espíritu pro democracia en Medio Oriente se ha presentado como una elección entre valores e intereses estratégicos. La crisis en Bahréin cuestiona esa interpretación dualista, porque la salida de los odiados Khalifa en ese país por medios endógenos pacíficos, como en Túnez y Egipto, es más provechosa para Washington desde el punto de vista estratégico que el inicio de una guerra caliente entre Arabia Saudí e Irán cuyas llamas podrían abrasar toda la región.
La verdadera alternativa es entre los intereses miopes (definidos por la incapacidad de Washington de distanciarse de influencias como la monarquía saudí e Israel, que en ambos casos influencian fuertemente su política) e intereses clarividentes que eviten infiernos catastróficos. Obama no tiene que ser un revolucionario para imponer disciplina a Riad. Sólo requiere un poco de sentido común y una apreciación más profunda de las desastrosas ramificaciones históricas de permitir que las guerras contrarrevolucionarias se conviertan en metástasis.
Asia Times
Históricamente, hay una fuerte correlación secuencial entre revolución y guerra entre Estados. La revisión radical del sistema socioeconómico o político de un país pocas veces permanece confinada a ese Estado y provoca frecuentemente una conflagración regional o internacional más amplia. Se debe a que la revolución es un fenómeno volcánico que no conoce fronteras artificiales. Las ideas no se pueden encarcelar como se pueden encarcelar los cuerpos, y la revolución es la idea más estimulante o perniciosa, depende del lado en el que uno se encuentre.
La movilización de fuerzas contrarrevolucionarias para restaurar el statu quo de una sociedad que pasa por una revolución, o para “dar una lección” a otros revolucionarios en la región y más allá, para aplastar sus esfuerzos emuladores, es una táctica probada en el tiempo por los poderes conservadores que pueden perderlo todo si el fervor revolucionario se convierte en una bola de nieve. En tiempos tumultuosos, una muestra decisiva de fuerza y violencia preventiva es contemplada por los poderes contrarrevolucionarios como una necesidad para sofocar la propagación de la agitación y para asegurarse contra la marea creciente de su propio pueblo.
Es exactamente lo que ocurrió después de la Revolución Francesa, cuando las monarquías seriamente amenazadas de Gran Bretaña, España, Portugal, Holanda, Prusia y Austria actuaron colectivamente por cuenta del principio dinástico de gobierno y declararon la guerra a Francia en los años 1790. Ciertos aliados occidentales en la Primera Guerra Mundial se confabularon contra la Rusia revolucionaria de 1918 a 1923 con el fin de “estrangular el bolchevismo en la cuna” (Winston Churchill).
Los intentos clandestinos de derrocamiento y la larga guerra no declarada desencadenada por EE.UU. contra el régimen de Fidel Castro después de la Revolución Cubana de 1959 fueron actos clásicos de "defensa ofensiva" para hacer retroceder “el creciente fragor de voces comunistas en Asia y Latinoamérica” (John F. Kennedy). La guerra impuesta por el entonces pro occidental Sadam Hussein de Iraq contra Irán revolucionario desde 1980 hasta 1988 cayó en el mismo modelo de intento de atrapar al genio y volver a encerrarlo en la botella.
En todos estos casos, las guerras que siguieron a las revoluciones sembraron el caos, la destrucción y la desestabilización a escalas regionales y meta-regionales. No tuvieron éxito en el derrocamiento de los regímenes revolucionarios contra los que se dirigían, pero exacerbaron espirales dañinas de divisiones y guerra interior dentro de sociedades que acababan de vivir la revolución. Las guerras contrarrevolucionarias, incluso aquellas en gran parte interiores como la Guerra Cristera de los años veinte en México, se internacionalizaron y tuvieron éxito entre sectores de la población en el sentido de crear un ansia de recuperar, o mantener, el pasado represivo pero ordenado. El caos inherente y la incertidumbre de las revoluciones se magnifican y se ponen al desnudo debido a guerras contrarrevolucionarias, allanando el camino a personajes dictatoriales al estilo de Napoleón para usurpar la autoridad.
El actual entorno estratégico en Medio Oriente se parece a los panoramas mencionados del pasado. Arabia Saudí, el bastión más acérrimo del conservadurismo monárquico y religioso en la región, acaba de dar los primeros pasos militares que auguran una guerra más intensa entre Estados por medio de testaferros. Al enviar pelotones fuertemente armados de más de 2.000 soldados, 800 de ellos de los Emiratos Árabes Unidos (EAU), a Bahréin para apuntalar a la dinastía al-Khalifa asediada por las protestas, Riad ha despertado inmediatamente un nido de avispas. Irán, el autoproclamado guardián mundial de los intereses chiíes, condenó de inmediato la acción saudí como “inaceptable” porque el levantamiento de los chiíes de Bahréin a favor del gobierno de la mayoría contra el régimen suní Khalifa se vio como una conveniencia estratégica en Teherán.
El recurso abierto de Arabia Saudí de enviar sus fuerzas armadas para impedir una revolución en Bahréin tiene lugar después de semanas de suministro tácito de armas a lo largo del puente y el viaducto Rey Fahd que conecta los dos países. La monarquía saudí y sus hermanos reales que dirigen los gobiernos del Consejo de Cooperación del Golfo (GCC) querían ver primero si las reacciones autoritarias normales de recompensa y castigo de los Khalifa de Bahréin daban resultado y calmaban la agitación. Pero la fiebre y la inspiración revolucionaria de Túnez, Egipto, Libia, Yemen y Jordania es tan infecciosa que la mayoría chií marginada de Bahréin continuó acudiendo a la plaza Perla en Manama a pesar de la represión.
Para el GCC, de un modo muy parecido a la paranoica alianza europeo que libró la guerra contra Francia en los años 1790, la intervención militar directa de las tropas saudíes y de los EAU es el no va más para detener el derrumbe del viejo orden en una base continental. Ya que Bahréin bajo los Khalifa tiene una política parecida al apartheid con dimensiones totalitarias de la era soviética, la entrada militar precipitada del GCC en Bahréin tiene matices de las brutales invasiones contrarrevolucionarias de Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968) llevadas a cabo por la URSS. Los antiguos regímenes fueron reforzados y salvados por medio de tanques y botas soviéticas patrullando las calles de Budapest y Praga.
Sin embargo, el factor Irán impone límites a esta comparación. Mientras Teherán se indigne y sea capaz de montar una reacción “contra-contrarrevolucionaria”, no hay garantías de que los transportes blindados de personal y la artillería pesada de los saudíes y de los EAU terminen por proteger a los Khalifa aplastando la marea pro democracia de Bahréin. Las ironías se agravan en este caso porque el propio Irán ha dejado atrás hace tiempo su pasado revolucionario y utiliza todos los medios para aplastar a sus propios activistas por la democracia.
Un contragolpe iraní al GCC en Bahréin por medio de combatientes por encargo o mediante la incitación a la rebelión chií en la provincia oriental rica en petróleo de Arabia Saudí, de mayoría chií, amenaza con escalar a una gran guerra entre Estados en Medio Oriente, de un tipo que no se ve desde la guerra de Yom Kippur de 1973. En medio de una guerra hecha y derecha, las revoluciones transnacionales se vuelven secundarias y los poderes del statu quo pueden desviar la atención de la gente mediante llamados a un nacionalismo estrecho o al sectarismo. Si hay un actor que puede desembrollar el tejido ponzoñoso que podría convertir Bahréin en otra Nicaragua (adonde EE.UU. envió "contras" entrenados y armados para derribar el régimen sandinista de izquierda en los años ochenta), y convertir Medio Oriente en general en centro de una guerra mundial, es EE.UU.
Bahréin es la base de la Quinta Flota de la Armada de EE.UU. y un eslabón vital en el Comando Central de los militares de EE.UU. El gobierno de Barack Obama debería hacer entrar en razón a los saudíes y al GCC para que se retiren de Bahréin antes de que se convierta en una mortífera zona de guerra como Libia. Técnicamente, las tropas del GCC han cruzado hacia Bahréin por invitación del emir gobernante, Shaikha Salman al-Khalifa. Pero, ante los ojos de la mayoría chií discriminada de Bahréin, las fuerzas suníes extranjeras que entran a su país en nombre del restablecimiento de la “estabilidad” son invasores que se proponen inclinar la balanza contra las corrientes democratizadoras.
Washington no puede ser miope y aprobar la intrusión dirigida por los saudíes, porque la historia muestra cuán horribles son las consecuencias de las guerras contrarrevolucionarias. Demasiado a menudo, el predicamento del gobierno de Barack Obama desde que estalló el espíritu pro democracia en Medio Oriente se ha presentado como una elección entre valores e intereses estratégicos. La crisis en Bahréin cuestiona esa interpretación dualista, porque la salida de los odiados Khalifa en ese país por medios endógenos pacíficos, como en Túnez y Egipto, es más provechosa para Washington desde el punto de vista estratégico que el inicio de una guerra caliente entre Arabia Saudí e Irán cuyas llamas podrían abrasar toda la región.
La verdadera alternativa es entre los intereses miopes (definidos por la incapacidad de Washington de distanciarse de influencias como la monarquía saudí e Israel, que en ambos casos influencian fuertemente su política) e intereses clarividentes que eviten infiernos catastróficos. Obama no tiene que ser un revolucionario para imponer disciplina a Riad. Sólo requiere un poco de sentido común y una apreciación más profunda de las desastrosas ramificaciones históricas de permitir que las guerras contrarrevolucionarias se conviertan en metástasis.
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