Jorge Arrate
Le Monde diplomatique
Los grandes desafíos de los años sesenta tienen una fecha memorable: el 1 de enero de 1959, cuando la Revolución Cubana propuso otro horizonte a los latinoamericanos. En un continente plagado de dictaduras -muchas de ellas una asociación ilícita entre militares corruptos y empresas estadounidenses- Germán Arciniegas había registrado esa odiosa realidad política en su influyente y censurado libro “Entre la libertad y el miedo”. Por otra parte, Juan José Arévalo, el antecesor del presidente de Guatemala Jacobo Arbenz derrocado en 1954, describía la relación entre Estados Unidos y América Latina en su famoso texto que llevaba el sugerente título de “La fábula del tiburón y las sardinas”. La Revolución Cubana rompió ese destino odioso al que parecían condenados muchos de los países latinoamericanos y, en Chile, donde subsistían formas políticas democráticas, hizo que la tercera candidatura presidencial de Allende, la de 1964, adquiriera un nuevo tinte y fuera vista por todo el continente como otro desafío frontal a la dominación norteamericana. El triunfo de 1970, el gobierno de la Unidad Popular y su culminación, el sangriento golpe de 1973, comprobadamente urdido e incentivado por la CIA y el gobierno Nixon, confirmaron una vez más el enorme poderío de los patrones del “patio trasero”.
Los años sesenta fueron también años de conmoción en los Estados Unidos. John Kennedy pareció abrir alguna expectativa promisoria, desmentida pronto por la invasión de Bahía Cochinos. Pero la tensión ciudadana en los Estados Unidos era arrolladora. La tenaz lucha por los derechos civiles y particularmente contra la discriminación racial convertiría, especialmente a los estados del sur, en territorios de duro enfrentamiento. La guerra de Vietnam convocaría cada día más voluntades, especialmente de jóvenes, a constituir un movimiento de gran magnitud por la paz. La lucha por la libertad de expresión en los campus universitarios, surgida en Berkeley en 1967, abriría el camino a la ola de explosiones estudiantiles posteriores, tanto en Estados Unidos como en Europa y América Latina. El macartismo de los cincuenta y la odiosa persecución anticomunista parecían en retroceso frente a fuerzas sociales y culturales poderosas. La irrupción del rock reconocía el rol expresivo y originalidad del propio cuerpo, el movimiento hippie con su perfil anticonsumista florecía precisamente en el mercado más grande y potente del mundo, la píldora anticonceptiva sustentaba una revolución sexual generalizada, emergía la demanda por derechos plenos de aquellos con una opción sexual diferente de las admitidas, el pensamiento de izquierda retomaba fuerza en las universidades, desde liberales de avanzada como Galbraith, pasando por académicas e ideólogas del movimiento feminista, hasta la inolvidable Monthly Review, donde escribían los marxistas Paul Baran, Leo Huberman, Paul Sweezy y muchos otros que fueron señeros en la formación política de generaciones de norte, centro y sudamericanos.
Traigo a colación estas memorias porque el Presidente Obama visita Chile y pienso que un afroamericano como él, hijo de africano y nacido en Hawai, que ha de haber conocido en carne propia, incluso en su nivel de estudiante de élite, muchas formas de discriminación, no existiría en esa investidura, la de Presidente, si no fuera por la larga lucha de distintos sectores de la sociedad norteamericana por un país más libre e igualitario. En los años sesenta murieron asesinados Robert Kennedy, que forzó la integración racial en el sistema educacional, y miembros de los Panteras Negras, Malcolm X y Martin Luther King, con concepciones en muchos sentidos contrapuestas entre sí pero convergentes en la vigencia y universalidad de los derechos civiles. La plenitud de su reconocimiento está aún lejana pero el avance registrado es muy grande y explica que un afroamericano ocupe la Casa Blanca. Hace cincuenta años habría sido un despropósito pensar que Estados Unidos pudiera elegir un presidente de raza negra. Lo impensado ha ocurrido y es innegable que la elección de Barack Obama constituyó un hito en el proceso de lucha cultural por sociedades más igualitarias.
Sin embargo, esta constatación no puede ocultar que el Presidente Obama representa un sistema económico y político que es el sostén de un mundo hoy día más desigual que hace cincuenta años, tanto entre continentes y países como dentro de cada uno de los estados, donde la guerra sigue siendo una monstruosidad de la vida diaria y en que el predominio de los grandes poderes económicos radicados en Estados Unidos y otras potencias del hemisferio norte han configurado lo que llamamos “globalización”, los conglomerados que conocemos como “transnacionales” y la visión que crecientemente hemos denunciado como “depredadora”. En América hay varios acontecimientos políticos ocurridos en el siglo XXI que marcan hitos culturales. Un obrero metalúrgico auténtico, Lula, es electo Presidente de Brasil. Un indígena, Evo, llega a la presidencia de Bolivia. Mujeres, Bachelet en Chile, Cristina Fernández en Argentina, son electas por voto popular para presidir sus estados. Obama, un afroamericano, llega a la presidencia del país más poderoso del mundo, donde los afroamericanos son una minoría. Pero todos asumen una tarea que conlleva la representación de estado y, por lo tanto, de uno u otro modo, encarnan una historia y, no cabe duda en el caso del Presidente Obama, un régimen que él se ha comprometido a administrar y defender.
En la realidad estadounidense las voces de izquierda y la fuerza de los movimientos sociales y culturales de pacifistas, feministas, alternativos, ecologistas, antidiscriminadores, marxistas, consumidores y libertarios, han perdido fuerza refugiándose fragmentadamente en ONGs, publicaciones de baja circulación, universidades, mini movimientos políticos o en sectores del Partido Demócrata. Un sistema político de “alternancia binominal” -demócratas o republicanos, republicanos o demócratas- y la influencia decisiva de los intereses económicos en la política se han consolidado. Sólo un senador independiente, por el estado de Vermont, se declara socialista en los Estados Unidos. No hay una izquierda mínimamente coordinada, ni política ni social, sino muchos fragmentos. La “opción del mal menor” se asentó de tal manera que es difícil avizorar un futuro en que pueda emerger allí una fuerza de avanzada social con un rol protagónico. El sistema conduce, además, como en otra escala ocurrió también con Bachelet, a que el poder se ejerza dentro de márgenes ajustados, precisamente los límites que garantizan una estabilidad fuertemente conservadora.
No sé si el Presidente Obama quisiera ir más allá de lo que ha ido o si está satisfecho de su propio gobierno. Cuando era senador votó contra la guerra en Irak en una postura de franca minoría y siendo Presidente la terminó, pero escaló las acciones en Afganistán. Quiso realizar una reforma de salud de impronta igualitaria y debió transigir puntos clave. Se propuso cerrar Guantánamo y no pudo, aunque ha dicho que mantiene su promesa. Lo que está claro es que, si efectivamente quisiera alcanzar logros únicos, que marquen hitos, está severamente ajustado por el sistema político de su país porque en definitiva debe representarlo, a ese sistema y al nudo de poder económico que ejerce el poder en Estados Unidos y en el mundo.
Una trágica coincidencia dispone que la visita del Presidente Obama ocurra cuando el uso de la energía nuclear ha mostrado sus falencias y su carácter de horrenda amenaza. El gobierno chileno ha resuelto perseverar en la firma de un acuerdo de cooperación nuclear y ha sido receptivo de la decidora iniciativa norteamericana firmarlo sin la presencia de los Presidentes y antes del viaje del norteamericano. Además, el gobierno chileno ha resuelto hacerlo prácticamente a escondidas, en la ceremonia más privada posible. Detrás de este acuerdo están las grandes empresas que fabrican y venden reactores nucleares -una tecnología derivada del uso principal de esa energía, o sea el uso militar- y los pequeños grandes poderes económicos que gobiernan Chile, que impulsan un crecimiento a cualquier costo justificándolo con la necesidad de terminar la pobreza aunque sus resultados sean ensanchar las desigualdades. El acuerdo mostrará el alcance y extensión de los intereses que comandan el sistema globalizado en que vivimos y de su desgraciado modo de funcionar. Como chilenos debemos lamentar que el Presidente Obama represente aquello y avergonzarnos de la impúdica ansiedad de nuestro gobierno.
Vuelvo al comienzo. Cuando surgió la Revolución Cubana en 1959, Estados Unidos estableció al poco tiempo el bloqueo económico que supera ya el medio siglo de existencia. De este modo condicionó severamente el curso del proceso cubano y lo condiciona hasta hoy. El bloqueo ha sido rechazado por todo el mundo, incluyendo países que Estados Unidos considera sus aliados. Nadie podría esperar que el Presidente Obama cambie el curso de los acontecimientos mundiales en un sentido socialista y que abandone la representación que tiene y que obviamente asume. Pero, si efectivamente está dentro de sus márgenes y es su voluntad iniciar otra era en las relaciones hemisféricas, debiera empezar por levantar el bloqueo a Cuba. Si lo hiciera, además, tributaría un reconocimiento a todos aquellos que en los años sesenta abrieron el sendero para que un afroamericano fuera alguna vez Presidente de los Estados Unidos.
Le Monde diplomatique
Los grandes desafíos de los años sesenta tienen una fecha memorable: el 1 de enero de 1959, cuando la Revolución Cubana propuso otro horizonte a los latinoamericanos. En un continente plagado de dictaduras -muchas de ellas una asociación ilícita entre militares corruptos y empresas estadounidenses- Germán Arciniegas había registrado esa odiosa realidad política en su influyente y censurado libro “Entre la libertad y el miedo”. Por otra parte, Juan José Arévalo, el antecesor del presidente de Guatemala Jacobo Arbenz derrocado en 1954, describía la relación entre Estados Unidos y América Latina en su famoso texto que llevaba el sugerente título de “La fábula del tiburón y las sardinas”. La Revolución Cubana rompió ese destino odioso al que parecían condenados muchos de los países latinoamericanos y, en Chile, donde subsistían formas políticas democráticas, hizo que la tercera candidatura presidencial de Allende, la de 1964, adquiriera un nuevo tinte y fuera vista por todo el continente como otro desafío frontal a la dominación norteamericana. El triunfo de 1970, el gobierno de la Unidad Popular y su culminación, el sangriento golpe de 1973, comprobadamente urdido e incentivado por la CIA y el gobierno Nixon, confirmaron una vez más el enorme poderío de los patrones del “patio trasero”.
Los años sesenta fueron también años de conmoción en los Estados Unidos. John Kennedy pareció abrir alguna expectativa promisoria, desmentida pronto por la invasión de Bahía Cochinos. Pero la tensión ciudadana en los Estados Unidos era arrolladora. La tenaz lucha por los derechos civiles y particularmente contra la discriminación racial convertiría, especialmente a los estados del sur, en territorios de duro enfrentamiento. La guerra de Vietnam convocaría cada día más voluntades, especialmente de jóvenes, a constituir un movimiento de gran magnitud por la paz. La lucha por la libertad de expresión en los campus universitarios, surgida en Berkeley en 1967, abriría el camino a la ola de explosiones estudiantiles posteriores, tanto en Estados Unidos como en Europa y América Latina. El macartismo de los cincuenta y la odiosa persecución anticomunista parecían en retroceso frente a fuerzas sociales y culturales poderosas. La irrupción del rock reconocía el rol expresivo y originalidad del propio cuerpo, el movimiento hippie con su perfil anticonsumista florecía precisamente en el mercado más grande y potente del mundo, la píldora anticonceptiva sustentaba una revolución sexual generalizada, emergía la demanda por derechos plenos de aquellos con una opción sexual diferente de las admitidas, el pensamiento de izquierda retomaba fuerza en las universidades, desde liberales de avanzada como Galbraith, pasando por académicas e ideólogas del movimiento feminista, hasta la inolvidable Monthly Review, donde escribían los marxistas Paul Baran, Leo Huberman, Paul Sweezy y muchos otros que fueron señeros en la formación política de generaciones de norte, centro y sudamericanos.
Traigo a colación estas memorias porque el Presidente Obama visita Chile y pienso que un afroamericano como él, hijo de africano y nacido en Hawai, que ha de haber conocido en carne propia, incluso en su nivel de estudiante de élite, muchas formas de discriminación, no existiría en esa investidura, la de Presidente, si no fuera por la larga lucha de distintos sectores de la sociedad norteamericana por un país más libre e igualitario. En los años sesenta murieron asesinados Robert Kennedy, que forzó la integración racial en el sistema educacional, y miembros de los Panteras Negras, Malcolm X y Martin Luther King, con concepciones en muchos sentidos contrapuestas entre sí pero convergentes en la vigencia y universalidad de los derechos civiles. La plenitud de su reconocimiento está aún lejana pero el avance registrado es muy grande y explica que un afroamericano ocupe la Casa Blanca. Hace cincuenta años habría sido un despropósito pensar que Estados Unidos pudiera elegir un presidente de raza negra. Lo impensado ha ocurrido y es innegable que la elección de Barack Obama constituyó un hito en el proceso de lucha cultural por sociedades más igualitarias.
Sin embargo, esta constatación no puede ocultar que el Presidente Obama representa un sistema económico y político que es el sostén de un mundo hoy día más desigual que hace cincuenta años, tanto entre continentes y países como dentro de cada uno de los estados, donde la guerra sigue siendo una monstruosidad de la vida diaria y en que el predominio de los grandes poderes económicos radicados en Estados Unidos y otras potencias del hemisferio norte han configurado lo que llamamos “globalización”, los conglomerados que conocemos como “transnacionales” y la visión que crecientemente hemos denunciado como “depredadora”. En América hay varios acontecimientos políticos ocurridos en el siglo XXI que marcan hitos culturales. Un obrero metalúrgico auténtico, Lula, es electo Presidente de Brasil. Un indígena, Evo, llega a la presidencia de Bolivia. Mujeres, Bachelet en Chile, Cristina Fernández en Argentina, son electas por voto popular para presidir sus estados. Obama, un afroamericano, llega a la presidencia del país más poderoso del mundo, donde los afroamericanos son una minoría. Pero todos asumen una tarea que conlleva la representación de estado y, por lo tanto, de uno u otro modo, encarnan una historia y, no cabe duda en el caso del Presidente Obama, un régimen que él se ha comprometido a administrar y defender.
En la realidad estadounidense las voces de izquierda y la fuerza de los movimientos sociales y culturales de pacifistas, feministas, alternativos, ecologistas, antidiscriminadores, marxistas, consumidores y libertarios, han perdido fuerza refugiándose fragmentadamente en ONGs, publicaciones de baja circulación, universidades, mini movimientos políticos o en sectores del Partido Demócrata. Un sistema político de “alternancia binominal” -demócratas o republicanos, republicanos o demócratas- y la influencia decisiva de los intereses económicos en la política se han consolidado. Sólo un senador independiente, por el estado de Vermont, se declara socialista en los Estados Unidos. No hay una izquierda mínimamente coordinada, ni política ni social, sino muchos fragmentos. La “opción del mal menor” se asentó de tal manera que es difícil avizorar un futuro en que pueda emerger allí una fuerza de avanzada social con un rol protagónico. El sistema conduce, además, como en otra escala ocurrió también con Bachelet, a que el poder se ejerza dentro de márgenes ajustados, precisamente los límites que garantizan una estabilidad fuertemente conservadora.
No sé si el Presidente Obama quisiera ir más allá de lo que ha ido o si está satisfecho de su propio gobierno. Cuando era senador votó contra la guerra en Irak en una postura de franca minoría y siendo Presidente la terminó, pero escaló las acciones en Afganistán. Quiso realizar una reforma de salud de impronta igualitaria y debió transigir puntos clave. Se propuso cerrar Guantánamo y no pudo, aunque ha dicho que mantiene su promesa. Lo que está claro es que, si efectivamente quisiera alcanzar logros únicos, que marquen hitos, está severamente ajustado por el sistema político de su país porque en definitiva debe representarlo, a ese sistema y al nudo de poder económico que ejerce el poder en Estados Unidos y en el mundo.
Una trágica coincidencia dispone que la visita del Presidente Obama ocurra cuando el uso de la energía nuclear ha mostrado sus falencias y su carácter de horrenda amenaza. El gobierno chileno ha resuelto perseverar en la firma de un acuerdo de cooperación nuclear y ha sido receptivo de la decidora iniciativa norteamericana firmarlo sin la presencia de los Presidentes y antes del viaje del norteamericano. Además, el gobierno chileno ha resuelto hacerlo prácticamente a escondidas, en la ceremonia más privada posible. Detrás de este acuerdo están las grandes empresas que fabrican y venden reactores nucleares -una tecnología derivada del uso principal de esa energía, o sea el uso militar- y los pequeños grandes poderes económicos que gobiernan Chile, que impulsan un crecimiento a cualquier costo justificándolo con la necesidad de terminar la pobreza aunque sus resultados sean ensanchar las desigualdades. El acuerdo mostrará el alcance y extensión de los intereses que comandan el sistema globalizado en que vivimos y de su desgraciado modo de funcionar. Como chilenos debemos lamentar que el Presidente Obama represente aquello y avergonzarnos de la impúdica ansiedad de nuestro gobierno.
Vuelvo al comienzo. Cuando surgió la Revolución Cubana en 1959, Estados Unidos estableció al poco tiempo el bloqueo económico que supera ya el medio siglo de existencia. De este modo condicionó severamente el curso del proceso cubano y lo condiciona hasta hoy. El bloqueo ha sido rechazado por todo el mundo, incluyendo países que Estados Unidos considera sus aliados. Nadie podría esperar que el Presidente Obama cambie el curso de los acontecimientos mundiales en un sentido socialista y que abandone la representación que tiene y que obviamente asume. Pero, si efectivamente está dentro de sus márgenes y es su voluntad iniciar otra era en las relaciones hemisféricas, debiera empezar por levantar el bloqueo a Cuba. Si lo hiciera, además, tributaría un reconocimiento a todos aquellos que en los años sesenta abrieron el sendero para que un afroamericano fuera alguna vez Presidente de los Estados Unidos.
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