A pesar de las guerras, conflictos y riesgos que amenazan nuestra región y el planeta, con el nuevo año siempre renovamos nuestros deseos de esperanza en mejores días, con mucha salud, paz, prosperidad y felicidad. Les deseo a todas mis amigas y amigos lectores un 2025 lleno de alegrías, triunfos y realizaciones !!
Socialismo y Democracia representan la síntesis de un camino hacia la transformación política, económica, social y cultural inspirada en los principios de dignidad, justicia, libertad, equidad y solidaridad que caracterizaron la vía chilena al socialismo, de la cual me siento tributario.
terça-feira, 31 de dezembro de 2024
sexta-feira, 27 de dezembro de 2024
Los demonios de la segunda mitad del gobierno Lula
Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia
El próximo 1 de enero, el Presidente Lula da Silva inicia la segunda mitad de su mandato de cuatro años, en un escenario marcado por fantasmas y adversidades que se instalan sobre el gobierno. En el plano interno, el Ejecutivo va a tener que enfrentar un Congreso hostil y resentido, especialmente ahora que el Ministro del Supremo Tribunal Federal (STF), Flavio Dino, ha sancionado el bloqueo de 4 mil doscientos millones de reales (US$ 660 millones) de las enmiendas parlamentarias de comisiones y la investigación por parte de la Policía Federal sobre el posible uso fraudulento de esos recursos.
La cuestión problemática de estas enmiendas es que el 40 por ciento de ellas pasarían a beneficiar al Estado de Alagoas, tierra natal y reducto electoral del actual presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira. Como hemos señalado en artículos anteriores, Lira se desempeña como un ilustre capo mafioso desde su cargo, distribuyendo recursos e influencias dentro del Congreso y chantajeando al gobierno con el poder que detenta sobre la mayoría de los diputados del llamado Centrão.
La intención de Lira y sus secuaces del Congreso siempre ha sido que los recursos obtenidos por la vía de las enmiendas formen parte del presupuesto secreto, es decir, que los parlamentarios no tengan la obligación de informar quien liberó el gasto, para quien y en qué actividad u obra se utilizaron esos montos. Una verdadera caja negra del destino del dinero público. Como el gobierno se encuentra en una posición débil para enfrentar a los congresistas y sus grupos de intereses, le ha correspondido al STF velar por el buen uso del patrimonio público, asegurando que dichos recursos cumplan con el requisito de la transparencia y rastreabilidad. Por eso, los “honorables” parlamentarios acusan al gobierno central de estar coludido con el Poder Judicial para obstaculizar las actividades de diputados y senadores. Ante lo cual, amenazan con boicotear las próximas votaciones de suma importancia para el Ejecutivo, como, por ejemplo, la aprobación de la Ley Anual de Presupuesto.
La discordia del actual parlamento con el gobierno se ve reforzada por el clima beligerante insuflado por las huestes bolsonaristas y los sectores de la extrema derecha. Falsamente la prensa se ha dedicado a llamar la atención sobre la peligrosa radicalización o polarización del país, pero objetivamente los únicos sectores que se han radicalizado en esta última década son los grupos de la ultraderecha brasileña. Si, por una parte, la respuesta intuitiva a la crisis es construir un clima de tolerancia y diálogo en la sociedad que permita tener un debate pluralista y ponderado sobre los diversos proyectos en disputa, por otra parte, parece que la única manera de contener las amenazas de los grupos golpistas debiera ser la aplicación de sanciones ejemplares a quienes han promovido acciones conspirativas conscientes para quebrantar el Estado democrático de Derecho.
Quienes participaron de las invasiones a las sedes de los Tres Poderes en enero de 2023 vienen solicitando la aplicación de una amnistía presidencial a todos los inculpados como un gesto del Ejecutivo que ayude a la “pacificación” del país. Junto con ello, piden el indulto para anular la inelegibilidad del ex Presidente Bolsonaro pensando en su postulación para las elecciones de 2026. Mientras apelan a la comprensión del presidente Lula, simultáneamente conspiran en todos los ámbitos posibles contra el gobierno federal, culpándolo hasta de tragedias climáticas como las inundaciones de Rio Grande do Sul o de los devastadores incendios en São Paulo, Amazonas y Pantanal, cuando la mayoría de las incompetencias observadas en estos casos son de responsabilidad de las administraciones estaduales, controladas precisamente por representantes de la derecha.
No obstante, en el ámbito de las políticas sociales y las acciones de combate a la pobreza, el saldo es negativo. La desigualdad y la exclusión siguen siendo uno de los grandes problemas que se arrastran desde hace décadas y el porcentaje de familias que viven en situación de miseria sigue siendo una afronta a la democracia que la actual gestión no ha conseguido revertir. Los servicios públicos continúan en una situación deplorable y miles de personas son condenadas anualmente a la muerte o a una vida de sufrimiento por la falta de atención adecuada en el sistema público de salud. Enfermedades como el cólera, la fiebre amarilla, malaria o dengue, siguen causando la muerte de miles de habitantes todos los años. Solo en el caso de esta última enfermedad, según datos del Ministerio de Salud, para lo que va del presente año, fueron registrados 6.630.766 casos de dengue, de los cuales casi 6.000 terminaron en óbitos confirmados y otros mil casos de fallecidos se encuentran en fase de investigación para confirmar la causal.
Para mejorar la vida de las personas que más lo requieren, el gobierno debe aumentar necesariamente su gasto social, pero las barreras impuestas por el Congreso con el argumento de que se mantenga el equilibrio fiscal, inviabilizan cualquier decisión del Ejecutivo encaminada a asignar más recursos para programas sociales, bajo la amenaza de sufrir un proceso de impeachment por irresponsabilidad en el uso del dinero público, tal como sucedió en el año 2016 con la presidenta Dilma Rousseff.
El país también experimenta una epidemia de violencia, no solamente de las organizaciones criminales del narcotráfico y las milicias, sino que de las diversas policías que están utilizando métodos truculentos e ilegales para enfrentar a los delincuentes. Varios casos de asesinatos sumarios realizadas por las “fuerzas del orden” han conmovido a los ciudadanos de este país. Institutos y Centros de Estudios dedicados al tema advierten que se ha producido un incremento notorio en la letalidad policial durante este año, siendo que en algunos estados ella se ha incrementado en un 160 por ciento, como es el caso de Mato Grosso do Sul. Otros Estados con cifras alarmantes de ejecuciones son São Paulo, Rio de Janeiro, Santa Catarina y Distrito Federal. Para el especialista en seguridad pública, José Vicente, esto es intolerable: “Nosotros sabemos que cuando hay un incremento de esa letalidad, mucha cosa errada está sucediendo. Es muy probable que personas murieron sin deber estar muriendo en la mano de agentes del Estado”.
En torno a la cuestión ambiental el escenario es decepcionante. A pesar de que Brasil va a ser sede de la próxima Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP 30) que se realizará en la ciudad de Belén, Estado de Pará, en noviembre de 2025, la actuación gubernamental en este ámbito tiene muchas tareas pendientes. Son especialmente graves la negligencia en las políticas de preservación y cuidado en los biomas brasileños, sobre todo en los territorios del Cerrado, Pantanal, Amazonas y Mata Atlántica. Miles de hectáreas de bosques son quemados o destruidos todos los años, sin que los órganos de vigilancia y protección puedan cumplir con su papel, por diversos motivos: por falta de funcionarios para fiscalizar las áreas de riesgo, por escasez de recursos e infraestructura para realizar el monitoreo o por la colusión de funcionarios con empresas forestales y empresarios inescrupulosos que desarrollan actividades criminales en esos espacios. De esta manera, quemadas, desforestación, extractivismo ilegal, polución de las aguas y depredación de ecosistemas valiosos, forman parte de una constelación de problemas que comprometen seriamente las prácticas de sustentabilidad prometidas en el programa de Lula y su coalición de partidos.
En el plano internacional, la reelección de Trump y la ascensión de líderes de la extrema derecha por el mundo, colocan en alerta a las autoridades de gobierno y del Ministerio de Relaciones Exteriores (Itamaraty). La política exterior brasileña siempre se ha caracterizado por su pragmatismo y neutralidad, pero las guerras y los conflictos existentes en diversas regiones, desafían la capacidad de Lula para operar como un mediador eficaz en el concierto mundial. Es consenso entre los cuadros diplomáticos que Brasil ya no tiene el protagonismo que poseía antes como una nación capaz de participar en acuerdos para promover la paz en la región y en el planeta.
La conjunción de todos estos aspectos le ha impedido a Lula aumentar o incluso mantener su popularidad, la que, si bien no ha descendido bruscamente, tampoco ha conseguido estabilizarse en los niveles que tenía al inicio de su mandato. Por ello, el gran desafío para la segunda mitad de su gestión será exorcizar estos y otros demonios que se han venido robusteciendo en el curso de los dos últimos años. Si la tendencia es que estas amenazas aumenten en un futuro próximo, las posibilidades de que el actual mandatario se constituya en una carta segura en las próximas elecciones para encabezar un cuarto gobierno, se verán seriamente comprometidas o directamente anuladas.
quarta-feira, 18 de dezembro de 2024
Beatriz Sarlo, pensadora da modernidade periférica
Caroline Tresoldi
Outras Palavras
Renomada crítica literária argentina morreu nesta terça (17). No jornalismo cultural e na Academia, ela propôs novas leituras entre as letras e o tecido social latino-americano – e a importância do papel do intelectual na mediação de processos culturais e políticos
Beatriz Sarlo, um dos grandes nomes da crítica literária e cultural do nosso tempo, faleceu em Buenos Aires, aos 82 anos.
Beatriz começou sua trajetória intelectual na filosofia, na Universidade de Buenos Aires, mas acabou migrando para as letras, formando-se em 1966. Ela trabalhava com Boris Spivacow no Editorial Universitário de Buenos Aires (EUDEBA) quando um golpe militar expulsou centenas de intelectuais das universidades argentinas. Formada e com pouca experiência profissional, Beatriz passou a atuar no Centro Editor de América Latina (CEAL), criado por Boris com o objetivo de organizar coleções de livros de diferentes áreas das ciências humanas e com preços acessíveis às camadas populares. Durante quase duas décadas, o CEAL reuniu intelectuais argentinos que estiveram à margem dos circuitos oficiais e, para os mais novos, como Beatriz Sarlo, serviu como um espaço simbólico de pós-graduação, como ela mesma gostava de dizer.
Foi lá que ela conheceu alguns dos seus companheiros de travessia pelas últimas ditaduras argentinas (1966-1973 / 1976-1983), como Carlos Altamirano, Ricardo Piglia, Josefina Ludmer, Susanna Zanetti, Maria Teresa Gramuglio e outros. No começo dos anos 1970, com Altamirano e Piglia, começou a colaborar com a revista Los Libros, que publicava textos sobre as novidades que saíam no mercado editorial. Nessa revista, Beatriz escreveu seus primeiros textos de crítica literária, já propondo um forte vínculo entre crítica, estética e política, que aperfeiçoaria, mais tarde, na Punto de Vista, revista fundada em 1978 por ela, Altamirano, Piglia, Gramuglio e Hugo Vezzetti. A emblemática revista argentina foi dirigida por Beatriz durante os 90 números publicados ao longo de 30 anos.
Com o fim da ditadura, em 1983, Beatriz começou a dar aulas na Universidade de Buenos Aires, onde atuou por duas décadas. Seus cursos ousaram propor novas leituras sobre as tarefas da crítica literária – considerando os vínculos com o tecido social – e negociaram um novo cânone para a literatura argentina do século XX.
Durante meu mestrado, quando estava estudando sua obra, tive a oportunidade de conversar com ela em algumas ocasiões. Numa entrevista um pouco mais longa, lembro-me de que, ao mencionar que não teve uma formação continuada, ela fez questão de ressaltar que seu primeiro livro solo, El imperio de los sentimientos (1985), era apresentado às agências financiadoras como uma espécie de tese de doutoramento. “É um currículo muito particular, e é necessário explicá-lo tendo em vista quase duas décadas de acúmulo de leituras em espaços não acadêmicos”, observou na ocasião, acrescentando ainda que era algo muito diferente dos seus contemporâneos brasileiros.
Para acentuar a diferença, contou-me sobre uma viagem que fez a Campinas, em 1980, para participar de um evento na Unicamp, que reuniria grandes nomes da crítica latino-americana, como Antonio Candido, Ángel Rama, Antonio Cornejo Polar, entre outros. Sobre essa viagem, Beatriz disse:
Foi uma das primeiras vezes que estive com grandes figuras intelectuais, pois eu e meus colegas de geração não tivemos grandes professores e tutores. No Brasil, ao olhar Antonio Candido caminhando com seus alunos na universidade, era como se fosse uma manifestação! Sem dúvida, uma das formas particulares da ditadura brasileira que, inclusive, tinha criado uma universidade em Campinas. Quando voltei a Buenos Aires, contei aos meus amigos da revista Punto de Vista que nossos contemporâneos brasileiros (como os críticos Roberto Schwarz, Davi Arrigucci etc.) eram pessoas que tinham carreiras relativamente normais, uma formação universitária completa, trabalhando com grandes professores e mestres. Esse encontro foi um choque, uma experiência única de conhecimento de outro campo intelectual e político, e de outro contexto universitário, que nos deu consciência das diferenças entre nós e eles.
Essa história da viagem de Beatriz a Campinas ilustra um pouco de sua ousadia e de seu temperamento. Sem conhecer ninguém, apenas avisada por um amigo de que haveria um “grande encontro” no interior de São Paulo, ela pegou um ônibus de Buenos Aires e foi até Campinas para fazer matérias para a Punto de Vista sobre literatura e sociedade na América Latina. Apresentou-se aos pesquisadores do evento e conseguiu realizar algumas entrevistas para publicar em sua revista, que ainda era desconhecida na Argentina.
Se Beatriz já conhecia o Brasil de uma viagem feita nos anos 1960, como relata no livro Viagens: da Amazônia às Malvinas (2015), foi a partir do encontro de 1980 na Unicamp que ela estabeleceu uma longa relação com intelectuais brasileiros. Ela participou de inúmeros eventos acadêmicos no Brasil, esteve em encontros da Abralic, na Flip e chegou até mesmo a ser entrevistada no programa Roda Viva.
Com coragem e sempre muito afiada, Beatriz colaborou com frequência com a imprensa argentina, sobretudo a partir dos anos 2000, tendo assinado colunas em jornais de diferentes espectros ideológicos, como Clarín, Página 12, La Nación, etc. Ela assumiu na imprensa posições políticas controversas ao longo dos anos, aproximando-se e distanciando-se de diferentes governos argentinos. Para alguns, era uma raivosa intelectual de esquerda; para outros, assumia posturas conservadoras. Nas discussões políticas, certamente estava longe de ser uma unanimidade.
Mas sua contribuição intelectual é inestimável. Desde o já mencionado El imperio de los sentimientos, passando por Una modernidad periférica (1988), Borges, un escritor en las orillas (1993), Escenas de la vida posmoderna (1994), Tiempo presente (2001), La pasión y la excepción (2003), Tiempo pasado (2005) e tantos outros, Beatriz interpretou diferentes aspectos da cultura argentina. Escreveu sobre a literatura dos séculos XIX ao XXI, sobre vanguardas estéticas, cultura popular, meios de comunicação de massa, cultura urbana, arte contemporânea, consumo audiovisual etc. Refletiu como poucos sobre o que chamava de “diferença rio-platense”, pensando, a partir de seu país periférico, a heterogeneidade dos processos de modernização e seus impactos na vida cultural.
Seu último livro, Las dos torres: ¿Puede la cultura contemporánea pensar algo nuevo?, publicado no início deste ano, pode até ser lido como um retrato intelectual da ensaísta portenha. Com textos escritos entre 1992 e 2018, muitos deles inéditos, Beatriz transita, com seu olhar afiado e sua escrita pública provocadora, entre a crítica literária e a crítica cultural, passando por reflexões sobre intelectuais, política, cinema, teatro alternativo, música de vanguarda, marketing nos museus, direitos humanos etc.
Considerando as grandes transformações sociais, políticas e tecnológicas das últimas décadas, ela se pergunta qual é o espaço crítico disponível para seguir formulando questões relevantes para pensar o contemporâneo. Apesar de reconhecer que a figura do intelectual mudou, e muito, Beatriz continuou defendendo até o fim a crítica como espaço de mediação dos processos culturais e de avaliação da literatura, da arte e do consumo cultural. Uma crítica comprometida com os desafios intelectuais e políticos do seu tempo.
quinta-feira, 12 de dezembro de 2024
Irene Vallejo: "Todos venimos de la migración y del mestizaje"
Sergio Alzate
Ethic
Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) es doctora en Filología Clásica, Premio de las Letras Aragonesas en 2023 y Premio Nacional de Ensayo en 2020. Su libro ‘El infinito en un junco’ (Siruela) ha vendido más de un millón de ejemplares y ha sido traducido a más de treinta idiomas. En esta entrevista, la autora habla sobre la democratización de la lectura, el acoso escolar, los cuidados y la migración como base de la historia.
Antes de El infinito en un junco, ¿para usted qué era el éxito? ¿Y qué es después del gran recibimiento que ha tenido con ese libro?
Para mí el éxito absoluto y lo máximo a lo que podía aspirar era vivir de la literatura, aun sabiendo que sería una vida precaria, con dificultades, con meses mejores y peores. Soñaba con una vida así y con las cosas que rodean a la literatura: escribir críticas, colaborar con revistas culturales, dar conferencias y talleres para personas mayores. Ese era mi concepto del éxito. Lo que ha pasado con El infinito en un junco no me lo podía imaginar ni remotamente ni entraba en mis planes. Después de este libro sigo pensando que el éxito es poder vivir de la literatura, es decir, no tener otro trabajo que te ocupe la mayor parte del tiempo y te asfixie y te quite las energías para escribir. Después de las sucesivas crisis económicas, lo que ha desaparecido es la clase media de la escritura. Están los grandes bestsellers y los que para subsistir tienen que tener tres trabajos o incluso más si te descuidas.
¿En qué ha cambiado su vida este éxito?
Mi sensación es la de aprovecharlo bien y estar a la altura de esa oportunidad que me han brindado los lectores. No solo en el sentido de escribir, sino el altavoz que me da el fenómeno de El infinito en un junco para ayudar a editoriales independientes y para promover en mis redes un interés por otras literaturas. Me interesa mucho que llegue más literatura latinoamericana a España, porque creo que no nos estamos leyendo lo suficiente: tiene más presencia lo anglosajón, por todo el prestigio que tiene. Me interesan mucho las literaturas del sur: Portugal, Italia, Grecia, España y Latinoamérica. Somos un sur concebido como periferia, como secundario. Por eso, cuando viajo a los países pregunto qué se está haciendo, qué se está publicando, quiénes son los autores por descubrir.
A pesar de todo lo que rodeó a la escritura de El infinito en un junco, es un texto luminoso y esperanzador. Quizá otro escritor hubiera seguido una ruta oscura, pesimista, pero usted eligió la luz y la esperanza. ¿Por qué?
Porque no me podía permitir la oscuridad. En ese momento tenía una obsesión en mi cabeza: «No puedo tener una depresión posparto». Si tenía una y me tenían que cuidar a mí también, la familia se desmoronaba. Tenía tanta necesidad de estar en contacto con ideas esperanzadoras que lo construí de esa manera. No podía escribir en otro tono ni mucho menos acercarme como autora a lo que estaba viviendo con mi hijo en ese momento. Lo que necesitaba era colocar la mente en otro lugar y escapar a esa obsesión. Pensé: «Si va a ser el último libro que escribo, quiero que sea un homenaje a lo que ha significado la literatura para mí y cómo me ha ayudado en las diferentes etapas de mi vida». Así que me embarqué en estas historias, en estos viajes, en estas aventuras. Por eso mismo es un libro con tantos escenarios, porque yo no me podía permitir viajar. Mi vida era de la casa al hospital y viceversa.
Usted habla mucho del cuidado, lo que me lleva a pensar en el ensayo Frágiles, de Remedios Zafra: el mundo cultural parece olvidarse del cuidado y quienes lo ejercemos somos personas precarizadas, frágiles y sintientes. ¿Cómo es escribir desde el cuidar del otro y de sí mismo?
Para mí este es un tema muy importante, de hecho ahora estoy investigando en esa dirección. Creo que las sociedades contemporáneas dejan muy solas a las personas en la labor de cuidarse y de cuidar a otros. Cuando cuidas a alguien (un padre, un hijo, un hermano, un ser querido enfermo), lo haces a costa de tu trabajo, de tu situación económica. Con una penalización enorme. No estamos atendiendo a eso y no estamos pensando que el cuidado es también una dimensión colectiva, porque construye comunidades. Desde la cultura es importante que hablemos de este tema y que le demos un cauce artístico, también para colocarlo en el centro del debate y de las conversaciones.
El infinito en un junco es una genealogía de afectos lectores que va milenios atrás. Afectos que la ayudaron a enfrentar situaciones como el acoso escolar…
Sí, para poder enfrentar la etapa del acoso escolar me refugié en los libros. Muchos autores eran mi pandilla en el instituto. Yo sentía que mis compañeros de clase no me entendían, no me aceptaban y no les gustaba como yo era, pero que las personas que habían escrito los libros que yo amaba sí lo hacían. Es imposible explicar hasta qué punto esa idea me ayudó y me salvó de intentar cambiar mi personalidad para ser quien no era con tal de encajar. Se puede leer en soledad, sí, pero creo firmemente que esos relatos que compartimos los unos con los otros construyen y cimentan las sociedades. Leer no es algo que nos afecte individualmente. Los libros son una base sobre la que construir algo comunitario.
En sus libros hay un interés por nombres pequeños, olvidados, que quizá históricamente han quedado relegados…
Quizá en El silbido del arquero es todo lo contrario, aunque sin perder esa idea que dice: tomar a Eneas, que siempre nos lo han contado como el gran guerrero, el fundador de Roma, para verlo como el migrante y el hombre que lo ha perdido todo. Una persona que, cuando su ciudad cae (Troya), en vez de inmolarse en nombre de la gloria decide huir con su padre y con su hijo. Este es un homenaje desde un mito fundacional al migrante y a la figura del hombre cuidador. Muchas veces los textos son secuestrados por la grandilocuencia y el heroísmo. Es como lo que pasa con los Evangelios: cómo los pueden leer y esgrimir tantas personas sin darse cuenta de lo que realmente están leyendo. Son textos que una vez que se han puesto en lo más alto del canon literario, parecieran no tener nada más revolucionario que decirnos. A mí me interesa mucho esa parte: cómo nuestros mitos a veces son más rebeldes y audaces de lo que nosotros podemos llegar a ser.
A veces pienso que los «antiguos» somos nosotros y que los modernos fueron quienes nos precedieron siglos atrás…
Por eso a mí en El silbido del arquero me interesaba esa historia del hombre migrante que lo ha perdido todo. Esta novela la escribí cuando empezó la guerra de Siria, cuando el Mediterráneo estaba lleno de migrantes huyendo o naufragando en esas aguas. En las mismas en que naufragó Eneas. Y era en el presente cuando en Europa se cerraban las fronteras y cundía el miedo al recién llegado o al refugiado. Yo solo podía pensar «cómo es posible si esta es nuestra historia, si es que Eneas, el primer europeo en términos simbólicos, fue eso: un turco que venía a Europa». Cómo es posible que consideren la Eneida un clásico de la literatura, que lo lean por ese motivo, pero no sean capaces de captar su verdadero mensaje: todos somos migrantes.
Sus libros parecen hablar de los clásicos, de la lectura, de los griegos, de los romanos; sin embargo, creo que detrás de todo esto hay un tema más importante: el poder y las formas en que se ha ejercido a lo largo de los siglos. ¿Qué le interesa del poder como tema?
Desde niña me han interesado mucho los relatos épicos, pero jamás he sentido simpatía por esa idea de que la épica es únicamente la historia de la conquista, de la guerra, del control, de la apropiación y de la victoria. Para mí, El infinito en un junco es un relato de una épica alternativa: la democratización del acceso a los libros. Eso es algo muy vital, porque yo vengo de una genealogía en la que mis dos abuelas no pudieron estudiar por ser mujeres y pobres. Ellas siempre me apoyaron y me sostuvieron y sintieron la importancia de que yo pudiera estudiar. Es un ejemplo que tengo así de cerca, solo dos generaciones atrás. Hay toda una estructura de poder que condiciona tus condiciones vitales.
¿Qué es para usted el canon literario?
Cuando lo estudiaba en la universidad y lo analizaba, lo que buscaba era la confluencia entre el poder y la literatura, porque el canon es evidentemente una forma de poder. Históricamente, el rol de la mujer ha sido el de ser inspiración, mas no creadora. Ella es la que inspira al genio, nada más. Por eso, en El infinito en un junco yo le doy mucha importancia a que el primer texto firmado del que se tiene registro es de una mujer: Enheduanna, una poeta y sacerdotisa, dejó constancia de su nombre 1.500 años antes que Homero. El nombre de ella está fuera de los libros de texto. Nunca nuestras historias literarias empiezan por Enheduanna, sino por Homero, que no es nadie, que es un misterio, una incógnita, un fantasma: no sabemos si fue una persona o si fue muchas. No tenemos la más remota idea de si existió alguien llamado Homero y aun así le hemos hecho el inicio de la literatura, pero sí sabemos que existió mucho antes que él alguien llamado, a quien hemos querido ofrendar el olvido.
Sea que usted escriba ficción o no ficción, hay otro tema muy presente: las fronteras y cómo todos estamos hechos de ellas. ¿Por qué le interesa tanto este tema en una época en que se construyen muros?
La frontera me interesa porque creo que es un tema muy literario, es una convención absoluta. No existe nada en la naturaleza que configure las fronteras. De hecho, los animales las atraviesan constantemente. Sin embargo, por esa arbitrariedad se han construido toda una serie de ideologías y de miradas sobre el mundo. Esto habla de la fuerza que pueden tener los símbolos y del patente olvido de que toda la humanidad es migrante. Para mí la migración es uno de los grandes temas del mundo contemporáneo y me asombra que no reconozcamos que todos venimos de la migración y del mestizaje y de muchas historias y violencias.
Por ejemplo, la misma España es profundamente mestiza. ¿Qué sería del idioma español si nunca hubiera existido al-Ándalus? ¿Qué sería de la tortilla de patatas sin la importación de la papa andina?
Exactamente. Solo hay que pensar en nuestra gastronomía, en la que las cosas más típicas parecen ser el gazpacho, que no podría existir sin el tomate; la tortilla de patatas, que su mismo nombre lo dice todo; las naranjas, que su origen es asiático. Todo lo que como españoles consideramos nuestro ha venido de afuera. Ese es el caso de las palabras, que han sido desde siempre viajeras. En nuestro idioma seguimos diciendo «ojalá», lo cual es nombrar a Alá. Pero preferimos ignorar esta realidad para construir un discurso de sospecha. Los españoles hemos olvidado que somos mestizos.
terça-feira, 10 de dezembro de 2024
Em defesa da família tentacular
Maria Rita Kehl
Blog da Boitempo
Uma das queixas que os psicanalistas mais escutam em seus consultórios é esta: “Eu queria tanto ter uma família normal!”. Adolescentes filhos de pais separados ressentem-se da ausência do pai (ou da mãe) no lar. Mulheres sozinhas queixam-se de que não conseguiram constituir famílias, e mulheres separadas acusam a si próprias de não terem sido capazes de conservar as suas. Homens divorciados perseguem uma segunda chance de formar uma família. Mães solteiras morrem de culpa porque não deram aos filhos uma “verdadeira família”. E os jovens solteiros depositam grandes esperanças na possibilidade de constituir famílias diferentes — isto é, melhores — daquelas de onde vieram. Acima de toda essa falação, paira um discurso institucional que responsabiliza a dissolução da família pelo quadro de degradação social em que vivemos.
Os enunciadores desse discurso podem ser juristas, pedagogos, religiosos, psicólogos. A imprensa é seu veículo privilegiado: a cada ano, muitas vezes por ano, jornais e revistas entrevistam “profissionais da área” para enfatizar a relação entre a dissolução da família tal como a conhecíamos até a primeira metade do século XX e a delinquência juvenil, a violência, as drogadições, a desorientação dos jovens etc. Como se acreditassem que a família é o núcleo de transmissão de poder que pode e deve arcar, sozinha, com todo o edifício da moralidade e da ordem nacionais. Como se a crise social que afeta todo o país não tivesse nenhuma relação com a degradação dos espaços públicos que vem ocorrendo sistematicamente no Brasil, atingindo particularmente as camadas mais pobres há quase quarenta anos. E sobretudo como se ignorassem o que nós, psicanalistas, não podemos jamais esquecer: a família nuclear “normal”, monogâmica, patriarcal e endogâmica, que predominou entre o início do século XIX até meados do XX no Ocidente (tão pouco tempo? pois é…), foi o grande laboratório das neuroses tal como a psicanálise, justamente naquele período, veio a conhecer.
A cada novo censo demográfico realizado no Brasil, renova-se a evidência de que a família não é mais a mesma. Mas “a mesma” em relação a quê? Onde se situa o marco zero em relação ao qual medimos o grau de “dissolução” da família contemporânea? A frase “a família não é mais a mesma” já indica a crença de que em algum momento a família brasileira teria correspondido a um padrão fora da história. Indica que avaliamos nossa vida familiar em comparação a um modelo de família idealizado, modelo que correspondeu às necessidades da sociedade burguesa emergente em meados do século XIX. De fato, estudos demográficos recentes indicam tendências de afastamento em relação a esse padrão, que as classes médias brasileiras adotaram como ideal.
Nesse cenário de extrema mobilidade das configurações familiares, novas formas de convívio vêm sendo improvisadas em torno da necessidade — que não se alterou — de criar os filhos, frutos de uniões amorosas temporárias que nenhuma lei, de Deus ou dos homens, consegue mais obrigar a que se eternizem. A sociedade contemporânea, regida acima de tudo por leis de mercado que disseminam imperativos de bem-estar, prazer e satisfação imediata de todos os desejos, só reconhece o amor e a realização sexual como fundamentos legítimos das uniões conjugais. A liberdade de escolha que essa mudança moral proporciona, a possibilidade (real) de tentar corrigir um sem-número de vezes o próprio destino, cobra seu preço em desamparo e mal-estar. O desamparo se faz sentir porque a família deixou de ser uma sólida instituição para se transformar num agrupamento circunstancial e precário, regido pela lei menos confiável entre os humanos: a lei dos afetos e dos impulsos sexuais. O mal-estar vem da dívida que cobramos ao comparar a família que conseguimos improvisar com a família que nos ofereceram nossos pais. Ou com a família que nossos avós ofereceram a seus filhos. Ou com o ideal de família que nossos avós herdaram das gerações anteriores, que não necessariamente o realizaram. Até onde teremos de recuar no tempo para encontrar a família ideal com a qual comparamos as nossas?
Não é necessário retroceder até as revoluções burguesas europeias para procurar o que se perdeu no Ocidente, e particularmente no Brasil, a partir dos anos 1950. Basta recordar o que foi a “tradicional família brasileira” para perguntar: o que estamos lamentando que tenha se perdido ou transformado? Será que a sociedade seria mais saudável se ainda se mantivesse organizada nos moldes das grandes famílias rurais, a um só tempo protegidas e oprimidas pelo patriarca da casa grande que controlava a sexualidade das mulheres e o destino dos varões? Temos saudade da família organizada em torno do patriarca fundiário, com sua contrapartida de filhos ilegítimos abandonados na senzala ou na colônia, a esposa oficial calada e suspirosa, os filhos obedientes e temerosos do pai, dentre os quais se destacariam um ou dois futuros aprendizes de tiranete doméstico? O sentimento retroativo de conforto e segurança que projetamos nostalgicamente sobre o patriarcado rural brasileiro não seria, como bem apontou Roberto Schwarz em “As ideias fora do lugar”, tributário da exploração do trabalho escravo, que o Brasil foi o último país a abolir já quase às portas do século XX?
Ou será que temos saudade da família emergente das classes médias urbanas, fechada sobre si mesma, incestuosa como em um drama de Nelson Rodrigues, temerosa de qualquer contágio com membros da camada imediatamente inferior, mantidos à distância às custas de preconceitos e restrições absurdas? Saudades das famílias “de bem” que viviam atemorizadas em relação aos próprios vizinhos, com medo de cada nova fase da vida, apavoradas com a sexualidade dos filhos e filhas adolescentes — maledicentes e invejosas da vida alheia, administrando a vida conjugal como se administra um pequeno negócio? Saudades dos casamentos induzidos a partir de namoros quase endogâmicos, rigorosamente restritos a gente do nosso nível e mantidos à custa da dependência econômica, da inexperiência sexual e da alienação das mulheres?
De certa forma, a família desprivatizou-se a partir da segunda metade do século XX, não porque o espaço público tenha voltado a ter a importância que teve na vida social até o século XVIII, mas porque o núcleo central da família contemporânea foi implodido, atravessado pelo contato íntimo com adultos, adolescentes e crianças vindas de outras famílias. Na confusa árvore genealógica da família tentacular, irmãos não consanguíneos convivem com “padrastos” ou “madrastas” (na falta de termos melhores), às vezes já de uma segunda ou terceira união de um de seus pais, acumulando vínculos profundos com pessoas que não fazem parte do núcleo original de suas vidas. Cada uma dessas árvores super ramificadas guarda o traçado das moções de desejo dos adultos ao longo das várias fases de suas vidas — desejo errático, tornado ainda mais complexo no quadro de uma cultura que possibilita e exige dos sujeitos que lutem incansavelmente para satisfazer suas fantasias.
É importante observar também o papel da mídia, particularmente da televisão, doméstica e onipresente, no rompimento do isolamento familiar e, consequentemente, na dificuldade crescente dos pais de controlar o que vai ser transmitido a seus filhos. A família tentacular contemporânea, menos endogâmica e mais arejada que a família estável no padrão oitocentista, traz em seu desenho irregular as marcas de sonhos frustrados, projetos abandonados e retomados, esperanças de felicidade das quais os filhos, se tiverem sorte, continuam a ser portadores. Pois cada filho de um casal separado é a memória viva do momento em que aquele amor fazia sentido, em que aquele par apostou, na falta de um padrão que corresponda às novas composições familiares, na construção de um futuro o mais parecido possível com os ideais da família do passado. Ideal que não deixará de orientar, desde o lugar das fantasias inconscientes, os projetos de felicidade conjugal das crianças e adolescentes de hoje. Ideal que, se não for superado, pode funcionar como impedimento à legitimação da experiência viva dessas famílias misturadas, engraçadas, esquisitas, improvisadas e mantidas com afeto, esperança e desilusão, na medida do possível.
quinta-feira, 28 de novembro de 2024
Do globalismo ao neofascismo
Wolfgang Streeck
Compact
História de uma transição. Como as políticas neoliberais devastaram o Estado nacional, desampararam as maiorias e levaram parte delas a reivindicar os “líderes fortes” que a direita cultua. Como uma alternativa pode desmontar a farsa.
Com o advento da globalização neoliberal, a democracia como meio de intervenção política igualitária na economia caiu em descrédito. As elites de ambos os lados do Atlântico lideraram esse processo. Elas viam a democracia como tecnocraticamente “pouco complexa” diante da “complexidade exacerbada” do mundo; propensa a sobrecarregar o Estado e a economia; e politicamente corrupta devido à sua falta de vontade de ensinar aos cidadãos “as leis da economia”.
De acordo com essa linha de raciocínio, o crescimento não vem da redistribuição de cima para baixo, mas de baixo para cima: na extremidade inferior da distribuição de renda, por meio da abolição do salário mínimo e da redução dos benefícios da seguridade social; e na extremidade superior, ao contrário, por meio de melhores oportunidades de lucro e salário, apoiadas por impostos mais baixos. O processo subjacente foi uma transição para um novo modelo de crescimento hayekiano, destinado a substituir seu antecessor keynesiano como parte da revolução neoliberal.
Como em qualquer doutrina econômica, essas ideias devem ser entendidas como representações camufladas de restrições e oportunidades políticas decorrentes de uma distribuição de poder historicamente contingente, disfarçadas como manifestações de leis “naturais”. A diferença é que, no mundo hayekiano, a democracia não aparece mais como uma força produtiva, mas como uma pedra de moinho em volta do pescoço do progresso econômico. Por esse motivo, a atividade distributiva espontânea do mercado deve ser protegida da interferência democrática por muros chineses de todos os tipos ou, melhor ainda, pela substituição da democracia pela “governança global”.
A desintegração do modelo padrão de capitalismo democrático em meio ao avanço da globalização foi muito analisada. No decorrer de cerca de duas décadas, desde o desaparecimento do comunismo soviético, o neoliberalismo teve um retorno surpreendente: Hayek, que por muito tempo foi ridicularizado como líder de um culto sectário, eclipsou figuras importantes dos assuntos mundiais como Keynes e Lênin. As ideias de Hayek penetraram profundamente no pensamento não apenas de economistas e instituições internacionais, mas também de governos nacionais e partidos políticos.
Isso incluiu seus apelos por um sistema no qual a propriedade privada seria protegida internacionalmente e a liberdade do mercado global prevaleceria sobre a política nacional; pela liberalização por meio de sistemas jurídicos idênticos em Estados formalmente soberanos (“isonomia”); pela liberalização econômica em federações internacionais heterogêneas; pela proibição do intervencionismo estatal por meio da lei de concorrência internacional; e, não menos importante, pela livre circulação de mercadorias, serviços, capital e pessoas como meio de neutralizar economicamente o Estado-nação. Os governos nacionais e os partidos políticos começaram a compartilhar as suspeitas da teoria da escolha pública em relação a eles mesmos.
Até ser desmistificado pela Grande Recessão, o neoliberalismo se tornou a doutrina político-econômica dominante do capitalismo moderno: a utopia de uma economia de mercado capitalista global autorregulável, na qual as políticas nacionais se limitavam ao estabelecimento e ao apoio dessa economia, à promoção de uma adaptação flexível a ela e, talvez, à preservação folclórica das tradições culturais e políticas locais para que as pessoas se sentissem em casa em uma sociedade cada vez mais sem teto.
O avanço do modelo de crescimento globalizante-neoliberal foi acompanhado por uma erosão gradual do modelo padrão de democracia do pós-guerra. Desde o final da década de 1970, houve um declínio notável na participação em eleições de todos os tipos em todas as democracias capitalistas. Isso tem sido especialmente verdadeiro entre aqueles que estão na base da distribuição de renda e de oportunidades de vida, que são os que mais precisam de proteção social e redistribuição. Ao mesmo tempo, os partidos políticos, independentemente das diferenças institucionais nacionais, sofreram um declínio drástico no número de membros.
O mesmo ocorreu com os sindicatos, que, desde o final da década de 1980, raramente conseguiram exercer seu direito de greve com alguma perspectiva de sucesso. Quanto ao sistema partidário, conforme demonstrado por Peter Mair, os partidos estabelecidos do centro se distanciaram cada vez mais da sociedade e de seus eleitores, indo para o aparato do Estado, e sua crescente estatização teve sua contrapartida na privatização da sociedade civil.
A principal força motriz desse processo foi a compulsão por governar “com responsabilidade”, como diz Mair, derivada da própria globalização – em outras palavras, da real ou suposta falta de alternativas políticas ao pensamento neoliberal único do Consenso de Washington que se espalha. Assim como os sindicatos que querem preservar os empregos de seus membros só podem fazer exigências salariais moderadas, os partidos políticos que querem governar seus Estados, agora inseridos no mercado global, não podem se deixar influenciar demais por seus membros. Para usar os termos de Mair: a responsabilidade veio com o preço da capacidade de resposta.
O colapso final do modelo padrão coincidiu com a globalização acelerada da década de 1990. Quatro aspectos desse processo são característicos da involução liberal da democracia capitalista. O que está envolvido aqui é uma mudança específica nos interesses e atitudes representados pelo centro do sistema político democrático, a formação de um padrão correspondente de oferta e demanda política e o aumento dos conflitos sobre o status do Estado-nação em face dos interesses crescentes na restauração de uma política de proteção e redistribuição.
Em primeiro lugar, nos sistemas políticos padrão do pós-guerra, os partidos conservadores de centro-direita – que na Europa Continental geralmente tinham uma orientação democrata-cristã – haviam assumido a tarefa de conciliar o tradicionalismo social com a modernização capitalista. Isso se tornou cada vez mais difícil sob a pressão da globalização. O fim do socialismo de fato existente não significava apenas o desaparecimento da antítese do conservadorismo burguês, cuja existência havia facilitado a reconciliação do tradicionalismo com o capitalismo.
Havia também novas pressões competitivas sobre os partidos de centro-direita para que abandonassem seu equilíbrio entre progresso e preservação e ficassem do lado dos destruidores criativos e dos modernizadores culturais em nome da competitividade econômica nacional. (Um exemplo entre muitos outros é a transição politicamente promovida para uma estrutura social de participação universal no mercado de trabalho, que enfraqueceu muito a receptividade da sociedade às políticas familiares conservadoras). Segmentos cada vez maiores do eleitorado culturalmente conservador ficaram politicamente desamparados.
Em segundo lugar, ocorreu um desenvolvimento correspondente dentro dos partidos, principalmente social-democratas, na outra metade esquerda do centro político. A abertura acelerada das economias nacionais os privou do instrumento mais importante de sua caixa de ferramentas políticas: a política econômica keynesiana em sua versão pós-guerra. O mesmo pode ser dito sobre o rápido aumento da dívida pública após a década de 1970 e o fato de que, em mercados internacionais abertos, os custos de uma política social nacional e descomodificadora ameaçavam se tornar uma desvantagem competitiva. Se os partidos conservadores do centro se tornaram os gerentes do progresso capitalista, seus colegas social-democratas se tornaram seus facilitadores, garantidores e propagandistas, falando com entusiasmo a seus eleitores sobre a luz da prosperidade renovada no fim do túnel da globalização.
Na Alemanha, por exemplo, os eleitores sociais-democratas tradicionais foram informados de que era melhor se reinventarem como empreendedores individuais – como a Egos Inc. – com o apoio do Estado, se necessário. Também lhes foi dito que a época moderna exigia uma política social voltada para o investimento, em vez de uma política voltada para o consumo; que a adaptação flexível era preferível à aposentadoria precoce; e que a solidariedade internacional agora significava submeter-se à concorrência nos mercados internacionais. Isso também não foi bem aceito. Enquanto os vitoriosos entre seus apoiadores se sentiam parcialmente representados – mas apenas parcialmente, já que boa parte deles se mudou para os novos partidos verdes de centro-esquerda – os perdedores da globalização, achando que tudo isso era demais para suportar, abandonaram a bandeira da modernização social-democrata, primeiro não comparecendo às urnas, depois se voltando para uma nova direita, longe do caminho democrático-capitalista.
Em terceiro lugar, ao se unirem à frente unida da globalização, tanto a centro-direita quanto a centro-esquerda perderam suas identidades políticas, por mais vagamente definidas que tenham sido no início. No processo de adaptação ao mercado mundial, a política democrática do pós-guerra deixou de ser a busca de longo prazo de diferentes modelos de uma sociedade ideal – um modelo paternalista-hierárquico, por um lado, e um modelo igualitário e sem classes, por outro – e passou a ser uma série de reações pragmáticas e de curto prazo às condições do mercado mundial em constante e imprevisível mudança. Os políticos e a política se tornaram menos ideológicos do que nunca, sem perspectiva e, portanto, indistinguíveis uns dos outros. Dessa forma, a democracia poderia se transformar em pós-democracia, entretendo os eleitores como espectadores passivos, ao mesmo tempo em que trazia spin doctors e técnicos de relações públicas para elaborar políticas.
O comportamento do voto – tanto as intenções contadas pelos estrategistas eleitorais quanto as escolhas dos próprios eleitores – mudou de acordo com isso: não mais orientado para um ideal social coletivo, um futuro comum pelo qual lutar como cidadãos, mas dissociado de posições de classe e ideologias, reagindo ao momento, em vez de a um futuro ideal. Como resultado, a rotatividade de eleitores entre os partidos aumentou, enquanto os antigos partidos do modelo padrão podiam contar cada vez menos com o apoio estável de uma base estabelecida.
Em quarto lugar, a despolitização pragmática da política provocada pela globalização, especialmente na esfera da economia política, juntamente com o surgimento de uma política econômica uniforme e de acordo com o mercado, acabou com a estruturação do conflito político-partidário ao longo do eixo capital-trabalho, como havia moldado a diferenciação e a integração política no modelo padrão. Ele foi substituído por uma nova clivagem que atravessou a estrutura de patrocínio do antigo sistema, entre uma maioria cada vez menor que se sentia amplamente representada na política pós-democrática e uma minoria cada vez maior que se sentia excluída. Isso se refletiu, entre outras coisas, em um declínio na participação dos eleitores e em um alto grau de volatilidade eleitoral, bem como em um declínio dramático na confiança e nas expectativas dos cidadãos em relação à política e aos partidos em todos os grupos.
Nos anos de internacionalismo e suas crises, outra clivagem se cristalizou entre uma orientação nacional e uma orientação internacional dos interesses políticos. Aqueles que sentiam que haviam se beneficiado da globalização de uma forma ou de outra se encontravam na estreita faixa da política da Terceira Via. Por outro lado, entre os perdedores econômicos e culturais da globalização, aqueles que não se viam representados pelo centro político reorganizado, desenvolveu-se uma preferência há muito não articulada e politicamente submersa por uma restauração da autonomia política e da capacidade do Estado-nação. Essa preferência podia ser cada vez mais mobilizada por partidos e movimentos orientados para um nacionalismo de direita ou de esquerda – e, por esse motivo, excluídos como “populistas” do espectro dominante.
A crise de 2008 marcou o fim do auge do neoliberalismo. Muito havia sido prometido e muito pouco foi cumprido. As dúvidas sobre a democracia, se não sobre o capitalismo, começaram a crescer entre as pessoas comuns, que se redescobriram e se reconstituíram politicamente de várias formas e cores, tanto como manifestantes quanto como eleitores. A perda da estabilidade e da confiança, a distribuição cada vez mais desigual da riqueza, que cresce cada vez menos, e a estagnação econômica, apesar das demandas por mudanças estruturais, juntamente com a crescente insegurança cultural e o desprezo da elite pelos que foram deixados para trás, deram origem a contra-movimentos populares plebeus vindos de baixo. O regime neoliberal pós-democrático reagiu a esses movimentos com horror.
Independentemente de terem surgido da experiência da vida cotidiana globalizada ou de terem sido oportunisticamente fomentados por novos atores políticos, o que eles tinham em comum era e é uma profunda desconfiança de qualquer tipo de “abertura” com eventos incertos, do livre comércio à migração, acompanhados por uma redescoberta da solidariedade local e da justiça local, em nível regional, nacional e de classe, em todas as combinações imagináveis. Já nos anos anteriores à crise, a globalização havia sido objeto de protestos; depois, por meio de uma infinidade de desvios, ela provocou uma repolitização de uma vida política que estava paralisada há algum tempo, culminando em uma disputa fundamental, mais ou menos articulada, sobre o lugar correto e legítimo da política, da democracia e da solidariedade na sociedade.
Hoje, em todos os países do capitalismo da OCDE, alguns dos remanescentes do modelo padrão de democracia do pós-guerra estão sendo redescobertos e utilizados como recursos institucionais para a resistência popular contra a modernização capitalista e cultural acelerada e a mudança estrutural politicamente desempoderadora impulsionada pela globalização. O que isso significa é uma luta amarga sobre o futuro caráter do Estado, tanto nacional quanto internacional: centralizado e integrado para proteger a globalização, ou descentralizado e subdividido para impedir seu avanço; elitista ou igualitário; (pequeno) burguês ou plebeu; tecnocrático ou democrático?
Nos anos anteriores à Covid, começaram a surgir os contornos de uma reversão da tendência de queda na participação política, com um aumento nos protestos e greves mais frequentes. Os partidos de modelo padrão abandonados e seus aliados na mídia tiveram pouco a ver com isso. Na verdade, eles combateram a nova onda de politização com todo o arsenal de armas de que dispunham – propagandísticas, culturais, legais, institucionais – muitas vezes, sem querer, soprando vento nas velas daqueles que eles haviam enquadrado como inimigos não apenas da democracia, mas também do Estado.
Três décadas de centralização e unificação político-econômica neoliberal mudaram as democracias ocidentais em seu cerne: partidos políticos centristas declinaram conforme a participação eleitoral se recuperou, sindicatos perderam membros e status político, e novos partidos de direita, ou correntes populistas dentro dos partidos existentes, corroeram o conservadorismo centrista, incluindo a social-democracia tradicional. Em 2023, a nova oposição havia se transformado em uma força política mais ou menos influente a ser considerada em todos os países ocidentais, em alguns se tornando um parceiro informal ou formal no governo, às vezes até mesmo como sua força política dominante.
Isso vale para os Estados Unidos e a Grã-Bretanha, bem como para a Itália, França, Áustria e toda a Escandinávia, sem falar na Polônia, Hungria e Europa Central e Oriental de forma mais ampla. O que quer que possa dividir os novos nacionalistas de direita, o que eles têm em comum é a oposição à internacionalização e à centralização e integração da governança que vêm com ela, trazendo à tona e politizando uma linha de conflito nas democracias capitalistas inerente à Nova Ordem Mundial pós-1990 do neoliberalismo global.
Hoje, as pressões por autogoverno local — por descentralização da governança por meio da restauração da soberania nacional — e a questão de como responder a elas são uma questão central de políticos e da política em contextos políticos e econômicos nacionais e internacionais. Forças políticas que insistem na soberania de seus Estados-nação — em relação a outros Estados imperiais, bem como a organizações internacionais dominadas por estes últimos, ou a mercados livres globais ou continentais — podem alegar que estão defendendo uma condição indispensável da democracia nacional, mesmo que a queiram apenas para si, e não também para seus oponentes.
Aqueles que tentam preservar a democracia liberal do período neoliberal tendem a subestimar o poder da oposição a ela, enquanto superestimam a capacidade de governar, política e tecnicamente, de organizações supranacionais e países hegemônicos imperiais. A democracia neoliberal foi incapaz de evitar uma profunda perda de confiança em suas instituições por parte dos cidadãos, o que é outro resultado dramático de longo prazo das três décadas neoliberais desde o início dos anos 1990. Nem o centralismo neoliberal foi capaz de sustentar instituições nacionais ou internacionais capazes de estabilizar uma economia de mercado global; como os mercados falharam, a política neoliberal, que havia apostado em sua infalibilidade, estava fadada a falhar também.
A revolução neoliberal havia destruído completamente a ordem política e social do compromisso do pós-guerra, descartando um simples retorno a ele. Isso torna ainda mais necessário entender as causas precisas do fracasso do centralismo supranacional para entender os possíveis contornos da democracia pós-globalista e pós-neoliberal. Somente dessa forma podemos esperar preencher o vazio político deixado pelo neoliberalismo com um equivalente funcional do modelo padrão do pós-guerra. Como seu predecessor, um modelo pós-globalização de democracia — descentralizada — teria que ser incorporado em uma ordem internacional acomodatícia que respeitasse a autonomia política local e a soberania do Estado nacional como condições fundamentais para a democracia na sociedade e na economia.
A este respeito, o destino da União Europeia oferece lições sobre a fragilidade do internacionalismo estatista, os limites da governança supranacionalmente centralizada, da integração como unificação — em suma, sobre a futilidade de tentativas mais ou menos bem-intencionadas de consignar o Estado-nação como o local da soberania distribuída para a lata de lixo da história. Olhando em particular para o estado da União Europeia no final do neoliberalismo e no início da pós-globalização, pode-se aprender sobre as forças de resistência a uma ampliação supranacional hierárquica-tecnológica da política, como aquelas que afastaram os Estados-membros da UE que deveriam crescer para se tornarem os Estados Unidos da Europa.
Além disso, a maneira como as rédeas foram apertadas novamente e a centralização restaurada no curso da guerra na Ucrânia sugere que a unificação supranacional de Estados-nação soberanos é melhor perseguida com a ajuda de um inimigo ou aliado comum — um Estado imperial agindo como um unificador externo ao definir ou mesmo criar um problema de segurança internacional comum a ser tratado supranacionalmente sob liderança imperial: uma questão de vida ou morte, bem diferente de uma rendição voluntária da soberania nacional em prol da prosperidade econômica e do conforto cosmopolita, e extremamente perigosa para começar.
quarta-feira, 27 de novembro de 2024
¿Qué debe ocurrir para que Bolsonaro sea condenado?
Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia
En el extenso y contundente informe de 884 páginas elaborado por la Policía Federal se concluye que el ex presidente Jair Bolsonaro operó como el líder de una organización criminal que planificó un Golpe de Estado para mantenerlo en el poder después que perdió las elecciones en octubre de 2022. Y no solo eso, los investigadores también descubrieron que ese plan incluía el asesinato del candidato vencedor, Lula da Silva, de su vicepresidente Geraldo Alckmin y del Ministro del Supremo Tribunal Federal (STF), Alexandre de Moraes.
En una de sus partes el documento señala que “los elementos de prueba obtenidos a lo largo de la investigación demuestran de forma inequívoca que el entonces presidente de la República, Jair Messias Bolsonaro, planificó, actuó y tuvo el dominio de forma directa y efectiva de los actos ejecutorios realizados por la organización criminal que tenía por objetivo la concretización de un Golpe de Estado y la Abolición del Estado Democrático de Derecho”.
Por lo mismo, la Policía Federal solicita el procesamiento de Bolsonaro y otras 36 personas fundamentalmente por estos tres crímenes: Intención de dar un Golpe de Estado; abolición violenta del Estado democrático de derecho y formación de organización criminal. De acuerdo a las indagaciones realizadas y a un amplio material comprobatorio, el Golpe no se habría consumado por “circunstancias ajenas a la voluntad del ex presidente” y sus cómplices.
La primera de ellas, es que no tuvieron el apoyo del Comandante y la cúpula del Ejército, ni del Comandante y el primer escalón de la Fuerza Aérea. El único Comandante que estuvo dispuesto a participar de esta articulación golpista, fue el Almirante Almir Garnier de la Marina, quién puso sus tropas a disposición del presidente y según demuestran las conversaciones interceptadas, tenía el arsenal y los tanques de la Armada “prontos” para actuar en caso que el presidente Bolsonaro se lo solicitara. Por este motivo, Garnier se encuentra dentro de la lista de los 37 individuos apuntados como sospechosos por la tentativa de Golpe.
En otro trecho del escrito se puede constatar el papel de liderazgo que asumió el ex presidente en la conspiración: “Las abundantes pruebas recogidas indican que el grupo investigado, liderado por Bolsonaro, desarrolló y diseminó la narrativa falsa de la existencia de vulnerabilidad y fraude en el sistema electrónico de votación desde el año de 2019, con el objetivo de sedimentar en la población la falsa realidad de fraude electoral”.
Fue precisamente por este motivo que el ex presidente fue juzgado y condenado en el STF en junio del año pasado bajo la acusación de abuso de poder político y uso indebido de los medios de comunicación, cuando utilizando los recursos del Estado convocó a una reunión a todos los embajadores en el Palácio da Alvorada para descalificar el sistema electoral de Brasil. En ese juicio el ex presidente fue declarado culpable e inelegible por ocho años.
Es importante destacar que la definición de organización criminal se debe a la existencia de diversos núcleos de actuación destinados a implementar con éxito el Golpe. Estos seis grupos serían: 1) Núcleo de desinformación y ataques al sistema electoral cuya función era divulgar noticias falsas y crear un ambiente propicio para el Golpe; 2) Núcleo responsable por incitar y conquistar la adhesión de los militares a las acciones golpistas; 3) Núcleo jurídico para sustentar legalmente el Golpe; 4) Núcleo operacional de apoyo, destinado a planificar y ejecutar las medidas para mantener los manifestantes en los cuarteles, organizar las movilizaciones y dirigir la logística y el financiamiento; 5) Núcleo de inteligencia paralela dedicado a recolectar informaciones y monitorear los pasos de Alexandre de Moraes y otras autoridades; y 6) Núcleo de oficiales de la alta jerarquía para influenciar e incitar el apoyo de otros sectores de las Fuerzas Armadas.
El Plan para matar a Lula, Alckmin y Moraes (llamado de Punhal Verde Amarelo), elaborado por el ex General Mario Fernandes (actualmente preso) que fue impreso dentro de la propia sede del gobierno (Palácio do Planalto) y llevado al ex presidente para su aprobación es indesmentible. Copias ya han sido profusamente difundidas por la prensa. Este plan consideraba el reclutamiento de seis asesinos, para los cuales deberían ser entregados seis celulares nuevos comprados con identidades falsas. La PF descubrió posteriormente que seis militares poseían celulares recién comprados y que con ellos realizaban el seguimiento del Ministro Moraes y su familia para definir el mejor momento para secuestrarlo y luego proceder a asesinarlo.
Los policiales sospechan que este asesinato no fue consumado, pues se encontraba condicionado al decreto que firmaría Bolsonaro para declarar un Estado de Sitio y dar el sustento legal para que las Fuerzas Armadas fueran accionadas para ocupar las calles y las principales instituciones del país. La minuta de golpe había sido presentada un par de días antes por Bolsonaro a los tres Jefes de las Fuerzas Armadas, que como ahora sabemos, no adhirieron unánimemente a la intentona golpista.
Frente a toda la evidencia existente, tanto Bolsonaro como sus secuaces insisten en afirmar que no sabían nada de este plan sedicioso y que las acusaciones en contra del ex presidente no pasan de una persecución política desatada por sus enemigos. Esto me hace recordar una escena de la película “Los buenos compañeros”, en la cual un avezado asesino enseñaba a un joven aspirante a la organización criminal, las dos reglas de oro de la mafia: Nunca, pero nunca reconocer un crimen y jamás delatar a los comparsas.
Bolsonaro y la mayoría de sus incondicionales seguidores han seguido rigurosamente esta regla, aunque algunos de ellos –como Mauro Cid- se han acogido al ofrecimiento de delación premiada para disminuir sus penas, todo lo cual se encuentra actualmente bajo secreto de sumario. Es decir, todavía faltan más detalles de este frustrado plan y de todos los elementos coadyuvantes de este proyecto ilegal e ilegitimo para mantenerse en el poder.
El trabajo efectuado por la Policía Federal es tan exhaustivo, escrupuloso y completo que una descalificación del conjunto de argumentos y pruebas que están incluidos en sus casi 900 páginas parece ser totalmente improbable. Ello lleva a pensar que difícilmente Bolsonaro no será sancionado por el peso de las informaciones que se encuentran incluidas en el mencionado dossier.
Pero, como decimos en el encabezado ¿Qué falta para que Bolsonaro sea condenado y preso? ¿Cuáles son los pasos a seguir? Actualmente, el documento de la PF se encuentra en manos de la Procuraduría General de la República (PGR), que deberá analizar las acusaciones y decidir si realiza la denuncia ante el Supremo Tribunal Federal, ya sea de algunos de los 37 sospechosos o de todos ellos, si solicita nuevas diligencias o si archiva el proceso por falta de pruebas. Hecha la denuncia por parte de la PGR, los ministros el STF deben decidir si la aceptan y en caso positivo, los acusados pasarán a la condición de reos y comienzan a responder al proceso penal. Solo cuando sea promulgada una sentencia definitiva y no existir ninguna posibilidad de recursos en la Justicia, los procesados podrán ser considerados culpables.
La previsión de especialistas es que el conjunto de este proceso puede durar mucho tiempo, razón por la cual una condena definitiva se puede arrastrar por una década. A pesar de toda la información acumulada que incrimina a los golpistas, muchas etapas procesales pueden dificultar la sanción y prisión de los involucrados: pericias interminables, centenares de testigos, despachos, audiencias conciliadoras, diligencias varias, recursos, etc. Preocupante escenario. Si la población no se moviliza para acelerar los lentos ritos que utiliza el sistema judicial, es probable que Bolsonaro y el resto de los sediciosos sigan libres por un periodo insoportable, para continuar conspirando contra la democracia brasileña.
terça-feira, 26 de novembro de 2024
E. P. Thompson en Chile. Solidaridad, historia y poesía de un intelectual militante
Gonzalo Rovira
Le Monde diplomatique
Este es un muy buen trabajo. “Solidaridad, historia y poesía de un intelectual militante”, es un subtitulo claro para una obra que busca llamar la atención de las nuevas generaciones de cientistas sociales en el autor de “La formación de la clase obrera en Inglaterra”. Todos los lectores de Thompson reconocemos en él a un comprometido con la búsqueda del rigor en el quehacer de la Historia como disciplina. De esto dan cuenta J. Fontana y Antoni Doménech, quienes prologaron las dos ediciones de su traducción al español.
Este trabajo comienza con una interesante “Presentación”, que nos coloca en el contexto del poema que escribió Thompson, en el que “se refiere a la figura heroica de Allende, equiparándolo con otros héroes de una América Latina ‘Generosa’”. Después, nos entrega un buen “Estudio introductorio” de la vida intelectual de Thompson y su relación con Chile; en la parte media del libro está la presentación del folleto/invitación en el que se publicó el poema dedicado a Allende; le siguen los capítulos de las entrevistas a los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto, y los trabajos de Cristina Moyano y Rolando Álvarez. Estos últimos cuatro capítulos nos presentan las variadas reflexiones historiográficas que motivaron la obra de Thompson y su paso por Chile. Particular interés tienen las reflexiones teóricas de Moyano y Álvarez que dan cuenta del importante aporte del historiador británico al debate marxista.
No olvidemos que Thompson propone entender a la clase obrera como categoría histórica, es decir, derivada de la observación social a lo largo del tiempo, como parte de la noción de lucha de clases, ya que considera que es en el proceso de esta lucha cuando se define y concreta. En su libro señala que: “El problema es,..,, cómo ese individuo llegó a tener este “papel social” y cómo la organización social determinada (con sus derechos de propiedad y su estructura de autoridad) llegó a existir. Y estos son problemas históricos. Si detenemos la historia en un punto determinado, entonces no hay clases, sino simplemente una multitud de individuos con una multitud de experiencias. Pero si observamos a esos hombres a lo largo de un período suficiente de cambio social, observaremos pautas en sus relaciones, sus ideas y sus instituciones. La clase la definen los hombres mientras viven su propia historia, y al fin y al cabo ésta es su única definición”.
Este trabajo nos llama la atención sobre problemas actuales de la historiografía, en particular de los debates marxistas respecto a su quehacer. Pero es claro su objetivo de reponer en las nuevas generaciones el debate respecto al rol del quehacer intelectual en la lucha por una sociedad más justa. Muy valioso el aporte teórico en este libro. Un trabajo muy interesante y de fácil lectura. Un libro necesario.
segunda-feira, 25 de novembro de 2024
El «marxismo occidental» no es monolítico
Timothy Brennan
Jacobin América Latina
En El marxismo occidental, Domenico Losurdo critica a los marxistas europeos y estadounidenses del siglo XX por desestimar injustamente los movimientos socialistas anticoloniales. Pero su condena general no hace justicia a la rica y variada tradición intelectual que ataca
Como una descarga eléctrica, la obra de Domenico Losurdo El marxismo occidental. Cómo nació, cómo murió, cómo puede resucitar puede abrirte los ojos o provocarte una dolorosa sacudida. Su indignada arremetida contra la filosofía marxista europea y estadounidense hace un poco de ambas cosas con su chocante tesis de que el «socialismo realmente existente» es simplemente otro nombre para la liberación anticolonial. Las historias de éxito del socialismo en el mundo real, sugiere, no residen en las fábricas grises, los Planes Quinquenales o los burócratas con sobrepeso, ni en las victorias del Estado del bienestar de los socialdemócratas occidentales, sino en los sampans, las Cuba libres y los Grandes Saltos Adelante.
La reivindicación, al menos en esta forma, no es exactamente nueva. Ya en 1955, Maurice Merleau-Ponty señalaba que los legados de 1917 se habían «convertido cada vez más en una política para que (…) los países semicoloniales (…) cambien a modos de producción modernos». Pero la premisa de Losurdo es mucho más audaz que eso. Para él, el socialismo se había actualizado, aunque inesperadamente, en los movimientos de independencia nacional. Como dijo sucintamente Deng Xiaoping: «Si nos desviamos del socialismo, China retrocederá inevitablemente al semifeudalismo y al semicolonialismo».
El provocador argumento central de Losurdo, que se expone con vigor a lo largo del libro, es que los pensadores del «marxismo occidental» nunca entendieron esta evolución y, en consecuencia, han sido desdeñosos o francamente hostiles con los movimientos socialistas anticoloniales. Sin embargo, aunque no cabe duda de que muchos escritores marxistas europeos y estadounidenses no supieron apreciar suficientemente los logros y desafíos de estas luchas de liberación nacional, el libro termina siendo una condena general que no hace justicia a la variedad y complejidad de perspectivas de la tradición intelectual que ataca.
Hacer de las victorias derrotas
En lugar de marchitarse, como había pronosticado Karl Marx, el Estado se mantuvo firme como bastión vital del socialismo. El éxito del marxismo, por tanto, no radicó tanto en la profecía como en proporcionar las herramientas para que los países en desarrollo rompieran las cadenas de la conquista imperial levantando en armas a las sociedades campesinas contra la explotación metropolitana. En un rápido y penetrante repaso de lo que denomina la «segunda guerra de los treinta años», Losurdo establece en los dos primeros capítulos del libro los dones teóricos que el marxismo, a través del ejemplo soviético, otorgó a China, África del Norte y Vietnam en su respuesta a la «violación de Nankín», el proyecto de Adolf Hitler de construir un «imperio colonial continental» en Europa y el azote de Túnez y Argelia.
Mientras las mentes más agudas de la izquierda europea —entre ellas Ernst Bloch, Theodor Adorno y Louis Althusser— mantenían vivo el sueño socialista en un clima de desesperación, lamentando la alienación mientras cavilaban sobre los aparatos ideológicos del Estado, un marxismo menos paralizado y preparado para el combate iba tomando forma como la fuerza motriz de los Estados nacionales impulsado por ideales de propiedad colectiva, poder obrero, conciencia social, voluntad popular y recuperación de los recursos robados. A mediados de la década de 1970, dos tercios del mundo eran nominalmente socialistas. Pero este asombroso triunfo, junto con la derrota del fascismo por el comunismo en la Segunda Guerra Mundial y el consiguiente auge de las reformas socialdemócratas en Europa, fue recibido mayoritariamente por la izquierda occidental con un bostezo, según cuenta Losurdo.
Tal vez la rudeza de Losurdo lo haya mantenido fuera de la lista de filósofos marxistas considerados centrales en las conversaciones de nuestro tiempo, pero hay injusticia en ello. Su servicio a la contrahistoria de la izquierda ha sido durante mucho tiempo incomparable, cada uno de sus libros un tour de force multilingüe, con barrido bibliográfico y buen ojo para la cita efímera. Tanto en El marxismo occidental como en otros escritos, desentierra constantemente pasajes poco comunes de sus fuentes, entrelazando pruebas textuales con lecturas que revierten la sabiduría convencional. Hegel y la libertad de los modernos (1992), Heidegger y la ideología de la guerra (1991), Nietzsche, el rebelde aristocrático (2002) y Contrahistoria del liberalismo (2005) han socavado la industria teórica angloamericana al demostrar su vergonzosa, aunque sutil, gravitación hacia el ala derecha de la filosofía continental.
En su vigorizante e informativa introducción —que, entre otras cosas, relata la trayectoria intelectual de Losurdo y su vida como activista en el Partido Comunista Italiano y sus ramificaciones— Gabriel Rockhill y Jennifer Ponce de León revelan un importante secreto que se esconde tras la deslumbrante productividad académica de Losurdo. Resulta que muchas de las materias primas fueron desenterradas por su socio y camarada Erdmute Brielmayer. Sus logros conjuntos destilan de forma impresionante argumentos a partir de una masa de detalles. Si hay un inconveniente en este método, es que las obras de Losurdo no saborean tanto las ambigüedades, ni dan cabida a las excepciones, ni trabajan las contradicciones. Brillantes en su erudición, aunque no, digamos, en su autorreflexión, son poderosos libros de tesis que machacan sus puntos de vista con un mazo erudito (la propia obra reciente de Rockhill, que incluye un relato maravilloso y bien documentado del entusiasmo de la CIA por la teoría francesa, muestra muchos de los mismos méritos e inconvenientes).
Tal y como Losurdo cuenta la historia, el fracaso de la izquierda metropolitana a la hora de reconocer las trayectorias reales del comunismo no solo tenía que ver con sus microbatallas de evasión filosófica o su desagrado pequeñoburgués por las labores de la lucha organizativa, sino con una identificación con sus propias patrias imperiales, una identificación que apenas podían admitir ante sí mismos y que luchaban denodadamente por ocultar a los demás. En este sentido, Losurdo argumenta que existe una contradicción en el corazón de la crítica marxista en Occidente, que capituló —e incluso se solidarizó— con el capitalismo liberal al que se oponía abiertamente. En diversos grados, Losurdo dirige su ira contra Theodor Adorno, Max Horkheimer, Ernst Bloch, Louis Althusser, Norberto Bobbio, Antonio Negri, Slavoj Žižek, Alain Badiou… incluso Jean-Paul Sartre y Sebastiano Timpanaro (aunque no Georg Lukács ni Antonio Gramsci). Todos ellos, argumenta, en el mejor de los casos vacilaron y, en el peor, promovieron un «universalismo imperial» y un «filocolonialismo».
Por el contrario, los revolucionarios que realmente ocuparon el poder en Cuba, Guinea-Bissau, Bengala Occidental, Angola, Egipto, Vietnam y otros países tuvieron que enfrentarse a las complicadas realidades de alimentar a la gente y mantener el apoyo popular frente a bloqueos, sabotajes, invasiones brutales y oleadas de desinformación. Ese proceso impuro, naturalmente, implicaba compromisos, y las políticas de sus líderes en tierras con pequeños proletariados y escaso desarrollo técnico no se ajustaban al libro de jugadas revolucionario de casi nadie. Por esa razón, el propio término «occidental», para Losurdo, se refiere menos a una ubicación geopolítica que a este retroceso ante la decepción por adelantado, y a un fracaso a la hora de tener en cuenta las semillas del cambio global en estas luchas sobre el terreno. «Oriental», por el contrario, designa simplemente el socialismo en el poder, en lugar de los lloriqueos de los desdentados sabios de la izquierda occidental.
Las victorias anticapitalistas representadas por la independencia de la India y China a finales de la década de 1940 hasta la revolución nicaragüense de 1979 pasaron prácticamente desapercibidas para muchos de los marxistas más leídos y venerados de Europa y Estados Unidos, afirma Losurdo. ¿No se suponía que el marxismo debía abolir el Estado? ¿Qué hay de los excesos burocráticos de la ortodoxia soviética y de la crudeza de las consignas de masas de las guerrillas campesinas de Asia y África? ¿Dónde había un atisbo de las ricas complejidades de la teoría del valor en esta apropiación de Marx con fines nacionalistas, de la historia como una causa ausente, la parte de ninguna parte, o el «acontecimiento»? Alabar estas caricaturas del marxismo en el Tercer Mundo no era mantener la fe en los arquitectos intelectuales de la sociedad sin clases que pensaban en términos de libertad frente al trabajo y de desarrollo de la persona en su totalidad. Ninguno de los dos valores es asequible para los países pobres que corren hacia la modernidad.
Esta opción por la doctrina en lugar del proceso, denuncia Losurdo, refleja un malentendido de la naturaleza de la guerra. Puede que el debilitamiento del imperialismo no sea bonito (por el contrario, está lleno de terribles sacrificios, regímenes laborales aplastantes y militarización), pero es la representación en palabras reales de la derrota del capitalismo. Vladimir Lenin, observa Losurdo, ciertamente entendió esto cuando defendió el Alzamiento de Pascua contra el dominio británico en 1916 cuando muchos de sus camaradas lo tacharon de golpe irlandés.
En una serie de penetrantes contrastes, Losurdo retrata una mentalidad chovinista de «manos limpias» en la izquierda occidental. Las naciones en desarrollo veían la ciencia y la tecnología como su billete hacia la autonomía, incluso cuando la teoría marxista europea asociaba ambas con la cosificación, la mecanización y la guerra. En los tomos filosóficos de posguerra del marxismo occidental, un futuro no capitalista empezó a adoptar la apariencia de un «otro absoluto» en un lenguaje que, ya fuera en el «todavía no» de Bloch o en el multitudo fidelium de Negri, estaba influido por un mesianismo judeocristiano. Quizá la mayor ironía sea que, justo cuando las naciones de la periferia trataban de establecer su humanidad común con los habitantes del Occidente superdesarrollado, los marxistas occidentales y sus interlocutores teóricos como Michel Foucault descubrieron el antihumanismo como la clave para una «ciencia» de la historia. Hallaban consuelo en «la perezosa arbitrariedad de la hermenéutica de la inocencia».
En defensa del marxismo(s) occidental(es)
Aunque los elementos de esta imagen general son persuasivos, muchas de las afirmaciones específicas de El marxismo occidental dejan al lector rascándose la cabeza. Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976), de Perry Anderson, por ejemplo, se presenta como la prueba A del fatal alejamiento de un marxismo curtido en mil batallas, aunque parece gratuito referirse a Anderson (como hacen los autores de la introducción) como el «más grande de la industria teórica occidental». La acusación no solo es demasiado dura, sino inexacta, si se tiene en cuenta el disgusto de Anderson con los excesos del teoricismo a lo largo de sus numerosas intervenciones.
¿Es realmente cierto que Anderson anuncia en ese estudio la «total distinción e independencia del marxismo occidental de la caricatura del marxismo en los países socialistas oficiales», como sostiene Losurdo? Anderson lamentaba, no alababa, la inclinación textualista del marxismo occidental, en contraste con los peligros inmediatos, los sacrificios y el espíritu guerrero de la época de Lenin, en la que los marxistas se consideraban a sí mismos, por encima de todo, organizadores de trabajadores y miembros de partidos que buscaban el poder estatal. De hecho, el epígrafe inicial de su libro cita a Lenin en ese sentido: «La teoría revolucionaria correcta solo adquiere su forma definitiva en estrecha conexión con la actividad práctica de un movimiento verdaderamente masivo y verdaderamente revolucionario». Además, señala, de forma similar a Losurdo, que el ascenso del bolchevismo fue en parte significativa una reacción a la aceleración en el extranjero de la «expansión imperialista».
El argumento general del libro de Anderson era, de hecho, que el marxismo «occidental» era obra de europeos periféricos, es decir, del Este y del Sur. Aplaude en lugar de ignorar el hecho de que Lukács y Gramsci fueran militantes, y lamenta que sus esfuerzos se vieran frustrados por las condiciones represivas de la Unión Soviética y las terribles condiciones de las cárceles de la Italia fascista, respectivamente. En lo que Anderson difiere de Losurdo es en que achacó la academización del marxismo en Occidente a las «alternativas constreñidas de obediencia institucional y aislamiento individual» dentro de los movimientos comunistas, que amortiguaron «una relación dinámica entre el materialismo histórico y la lucha socialista». En lo que respecta a Anderson (y en esto coincide con Losurdo), el marxismo occidental se desacreditó a sí mismo al invertir la dirección de Marx de la filosofía a la economía y la lucha política. Por esa razón, el marxismo occidental se convirtió, a juicio condenatorio de Anderson, en un «discurso de segundo orden» que le dio «un tinte cada vez más especializado e inaccesible».
Es exactamente este sentimiento de incomodidad, incluso de impotencia, sobre el que los críticos en la órbita de Anderson (como Terry Eagleton y Tariq Ali) llamaban constantemente la atención de la izquierda, tanto como reprimenda como llamada. Verso Books y New Left Review (las dos principales editoriales de izquierda que Anderson ayudó a construir) han trabajado incansablemente para que la izquierda internacional tome conciencia de las complejidades de las luchas en China, Bolivia, Grecia, Argentina, Sudáfrica y en todas partes. Hasta ese punto, Losurdo confunde el relato de Anderson sobre la lógica del marxismo occidental con una aceptación de sus odiosas distinciones.
Cuando se enfrenta a su propia selectividad, la declaración de que «los que disfrutan de los salarios del imperialismo son más propensos a tener desdén o desinterés por las complejas luchas por la liberación nacional en la periferia» se topa con un obstáculo. ¿No son George Padmore, Willi Münzenberg, Aijaz Ahmad, John Bellamy Foster, Adolph Reed, Louis Aragon, Mike Davis o Jodi Dean marxistas occidentales? Todos ellos vivieron o viven en el Occidente burgués, no forman parte de movimientos que alguna vez ostentaron el poder estatal y están impregnados de los clásicos de la teoría marxista occidental… y, sin embargo, para todos ellos las cuestiones del colonialismo, el imperialismo y el neocolonialismo siguen siendo centrales. Desde este punto de vista, es difícil sostener el mapeo Este-Oeste, dado que estas figuras no parecen traicionar las debilidades que Losurdo identifica en pensadores como Horkheimer, Negri, Althusser y Žižek.
Así que puede que estemos hablando de otra cosa, más que de una gran división territorial de la ideología entre el Este descolonizador, por un lado, y un flanco decadente distraído por el encanto de la urbanidad burguesa, que por esa razón se desliza hacia callejones sin salida anarquistas e idilios moralizantes poscapitalistas. Aparte de los coqueteos de Horkheimer con la Guerra Fría, ¿no estamos hablando más bien de los conflictos internos del marxismo después de la caída, del auge de la teoría postestructuralista y del advenimiento del posmodernismo, es decir, de digresiones y efusiones que no encuentran lugar en el análisis de Losurdo? (y dada su relativamente corta y selectiva lista de objetivos, ¿por qué Losurdo dedica largas secciones a Hannah Arendt y Michel Foucault, que no son marxistas en absoluto?).
Si solo se tiene en cuenta a Norteamérica —donde arraigaron gran parte del derrotismo y el idealismo que ensalza—, hablar de forma general, como hace Losurdo, de «la ruptura del marxismo occidental con la revolución anticolonial» es ignorar el importante reclutamiento al marxismo desde las filas de las movilizaciones contra la guerra de Vietnam y las campañas de solidaridad contra la guerra de los contras de Ronald Reagan en Nicaragua.
Su acusación ignora el énfasis en las dimensiones anticoloniales de la lucha anticapitalista en revistas como Monthly Review, Jacobin, Mediations y el marxismo informado de Alexander Cockburn y Counterpunch de Jeffrey St. Clair (con sus penetrantes análisis de la lucha palestina en el contexto del imperialismo estadounidense contemporáneo). Y aunque fuera de la esfera de visión de Losurdo, quizás, como específicamente anticolonial, el marxismo occidental también se encuentra en las fuertes corrientes marxistas dentro de las alas críticas de los estudios poscoloniales, así como en el trabajo de historiadores como V. G. Kiernan, L. S. Stavrianos, Harry Harootunian, Janet Abu-Lughod y Arif Dirlik.
No es injusto declarar que la obra de Žižek es a veces, como la describen con humor Rockhill y Ponce de León, «una mezcolanza malsana de argucias sofísticas, trivialidad anecdótica y provocación pueril». La acusación, sin embargo, sería mucho más persuasiva si hubieran hablado también de los ingeniosos subterfugios, falsedades y asaltos por la puerta de atrás de Žižek, o si hubieran reconocido sus penetrantes lecturas de Hegel, así como su desprecio por un posmodernismo que Losurdo también rechaza. Quitando los chistes malos y las inanidades de la cultura pop, sigue habiendo ataques punzantes en los escritos de Žižek a los pseudocomunistas, a las artimañas del valor capitalista y a la izquierda de la Guerra Fría, a la que, opina Žižek, hay que enseñar que Lenin todavía importa. Si es cierto que la desestimación de Cuba revolucionaria por parte de Žižek es escandalosa (aquí Rockhill y Ponce de León están perfectamente justificados), esto no anula el valor de su defensa teórica del marxismo en un momento en que tan pocos recurren a él.
Hay, por último, problemas de método. El procedimiento de Losurdo de construir argumentos a partir de un collage itinerante de pasajes tomados de documentos disímiles parece socavar muchas de sus conclusiones. Incluso Rockhill admite en una «Nota de los traductores y editores» inicial que a veces «faltan números de página (…) citas sin referencias», así como fuentes ausentes; algunas atribuciones también son engañosas, bien tomadas de un momento temprano de la carrera de un pensador, antes de que sus opiniones se hubieran asentado, o simplemente sacadas de contexto.
Este problema es especialmente evidente en el tratamiento de Ernst Bloch, que aquí se presenta como un defensor del capitalismo estadounidense frente a la Rusia bolchevique y un gran admirador de Woodrow Wilson. Sin embargo, las afirmaciones que apoyan estas opiniones están tomadas de una edición italiana de El espíritu de la utopía (1916) de Bloch, que no está disponible en las ediciones alemanas o inglesas actuales. En palabras inasequibles para la mayoría de sus lectores, Bloch aparece como un chovinista social que apoyó a Alemania en la Primera Guerra Mundial y que despreció al Tercer Mundo. Es posible que Bloch hiciera realmente declaraciones impresentables en 1916, pero es difícil saberlo.
Pero estas opiniones no cuadran con el Bloch de Herencia de esta época (1935) o El principio esperanza (1954-59), explícitamente prosoviético en sus simpatías y atento a la cultura global y a los problemas del desarrollo desigual. En una obra posterior, Avicena y la izquierda aristotélica (1963), Bloch se detiene en la superioridad de la enseñanza árabe sobre la europea, lo que parecería ir en contra de considerarlo un pensador occidental puramente provinciano (en su reseña de 2017 de la edición original italiana de El marxismo occidental, David Broder documenta una serie de tergiversaciones similares y aparentemente bastante atroces de otros pensadores).
Tal vez la oportunidad más grave que se pierde en el libro es su descuido de pensadores y críticos afines, aquellos, por ejemplo, que han escrito sobre el «sublime anarquista» de la izquierda cultural, la escandalosa indiferencia de los estudios poscoloniales hacia las realidades de la lucha anticolonial en la Cuba, Vietnam, Venezuela y Corea de hoy, y el papel inspirador desempeñado por la Revolución bolchevique en la gran ola de movimientos de liberación nacional en la periferia global. Me incluyo entre los que han trabajado en estos y otros temas similares durante las últimas tres décadas, enfrentándose a una fuerte oposición dentro y fuera del mundo académico. Por el bien de las nuevas generaciones, habría sido preferible reforzar el argumento haciendo referencia no solo a los puntos ciegos y las fisuras ideológicas del pasado, sino también a las tendencias emergentes y por venir. ¿Por qué desaprovechar la oportunidad de un consenso futuro?
Sin duda, resulta paradójico que las críticas de Losurdo repitan en algunos aspectos los elementos más inflexiblemente nativistas de los estudios poscoloniales, un campo que sus críticos más mordaces han calificado de «constitutivamente antimarxista». No es raro ver en esos círculos, por ejemplo, la afirmación de que el subalterno del Tercer Mundo no ha sido tocado en absoluto por el «pensamiento occidental», que una cosmovisión fundamentalmente religiosa hace que las luchas por los salarios o las condiciones de trabajo allí sean irrelevantes; o que las estrategias de desarrollo socialista (de hecho, el desarrollo en absoluto, que se asocia culpablemente con los males de la modernidad) son distracciones de una «descolonización epistémica» más propiamente dicha.
Ni siquiera en los recovecos más profundos de los argumentos sobre la «decolonialidad» se puede encontrar un libro que tache más estridentemente al marxismo occidental de eurocentrismo tóxico. La corrección de Losurdo —su inestimable vinculación de un marxismo vivo con la liberación anticolonial— se ve innecesariamente empañada por esta nota de soledad y aislamiento. Tiene más aliados de los que cree, incluso en el corazón del marxismo occidental, si tan solo los reconociera.
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