Sergio Alzate
Ethic
Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) es doctora en Filología Clásica, Premio de las Letras Aragonesas en 2023 y Premio Nacional de Ensayo en 2020. Su libro ‘El infinito en un junco’ (Siruela) ha vendido más de un millón de ejemplares y ha sido traducido a más de treinta idiomas. En esta entrevista, la autora habla sobre la democratización de la lectura, el acoso escolar, los cuidados y la migración como base de la historia.
Antes de El infinito en un junco, ¿para usted qué era el éxito? ¿Y qué es después del gran recibimiento que ha tenido con ese libro?
Para mí el éxito absoluto y lo máximo a lo que podía aspirar era vivir de la literatura, aun sabiendo que sería una vida precaria, con dificultades, con meses mejores y peores. Soñaba con una vida así y con las cosas que rodean a la literatura: escribir críticas, colaborar con revistas culturales, dar conferencias y talleres para personas mayores. Ese era mi concepto del éxito. Lo que ha pasado con El infinito en un junco no me lo podía imaginar ni remotamente ni entraba en mis planes. Después de este libro sigo pensando que el éxito es poder vivir de la literatura, es decir, no tener otro trabajo que te ocupe la mayor parte del tiempo y te asfixie y te quite las energías para escribir. Después de las sucesivas crisis económicas, lo que ha desaparecido es la clase media de la escritura. Están los grandes bestsellers y los que para subsistir tienen que tener tres trabajos o incluso más si te descuidas.
¿En qué ha cambiado su vida este éxito?
Mi sensación es la de aprovecharlo bien y estar a la altura de esa oportunidad que me han brindado los lectores. No solo en el sentido de escribir, sino el altavoz que me da el fenómeno de El infinito en un junco para ayudar a editoriales independientes y para promover en mis redes un interés por otras literaturas. Me interesa mucho que llegue más literatura latinoamericana a España, porque creo que no nos estamos leyendo lo suficiente: tiene más presencia lo anglosajón, por todo el prestigio que tiene. Me interesan mucho las literaturas del sur: Portugal, Italia, Grecia, España y Latinoamérica. Somos un sur concebido como periferia, como secundario. Por eso, cuando viajo a los países pregunto qué se está haciendo, qué se está publicando, quiénes son los autores por descubrir.
A pesar de todo lo que rodeó a la escritura de El infinito en un junco, es un texto luminoso y esperanzador. Quizá otro escritor hubiera seguido una ruta oscura, pesimista, pero usted eligió la luz y la esperanza. ¿Por qué?
Porque no me podía permitir la oscuridad. En ese momento tenía una obsesión en mi cabeza: «No puedo tener una depresión posparto». Si tenía una y me tenían que cuidar a mí también, la familia se desmoronaba. Tenía tanta necesidad de estar en contacto con ideas esperanzadoras que lo construí de esa manera. No podía escribir en otro tono ni mucho menos acercarme como autora a lo que estaba viviendo con mi hijo en ese momento. Lo que necesitaba era colocar la mente en otro lugar y escapar a esa obsesión. Pensé: «Si va a ser el último libro que escribo, quiero que sea un homenaje a lo que ha significado la literatura para mí y cómo me ha ayudado en las diferentes etapas de mi vida». Así que me embarqué en estas historias, en estos viajes, en estas aventuras. Por eso mismo es un libro con tantos escenarios, porque yo no me podía permitir viajar. Mi vida era de la casa al hospital y viceversa.
Usted habla mucho del cuidado, lo que me lleva a pensar en el ensayo Frágiles, de Remedios Zafra: el mundo cultural parece olvidarse del cuidado y quienes lo ejercemos somos personas precarizadas, frágiles y sintientes. ¿Cómo es escribir desde el cuidar del otro y de sí mismo?
Para mí este es un tema muy importante, de hecho ahora estoy investigando en esa dirección. Creo que las sociedades contemporáneas dejan muy solas a las personas en la labor de cuidarse y de cuidar a otros. Cuando cuidas a alguien (un padre, un hijo, un hermano, un ser querido enfermo), lo haces a costa de tu trabajo, de tu situación económica. Con una penalización enorme. No estamos atendiendo a eso y no estamos pensando que el cuidado es también una dimensión colectiva, porque construye comunidades. Desde la cultura es importante que hablemos de este tema y que le demos un cauce artístico, también para colocarlo en el centro del debate y de las conversaciones.
El infinito en un junco es una genealogía de afectos lectores que va milenios atrás. Afectos que la ayudaron a enfrentar situaciones como el acoso escolar…
Sí, para poder enfrentar la etapa del acoso escolar me refugié en los libros. Muchos autores eran mi pandilla en el instituto. Yo sentía que mis compañeros de clase no me entendían, no me aceptaban y no les gustaba como yo era, pero que las personas que habían escrito los libros que yo amaba sí lo hacían. Es imposible explicar hasta qué punto esa idea me ayudó y me salvó de intentar cambiar mi personalidad para ser quien no era con tal de encajar. Se puede leer en soledad, sí, pero creo firmemente que esos relatos que compartimos los unos con los otros construyen y cimentan las sociedades. Leer no es algo que nos afecte individualmente. Los libros son una base sobre la que construir algo comunitario.
En sus libros hay un interés por nombres pequeños, olvidados, que quizá históricamente han quedado relegados…
Quizá en El silbido del arquero es todo lo contrario, aunque sin perder esa idea que dice: tomar a Eneas, que siempre nos lo han contado como el gran guerrero, el fundador de Roma, para verlo como el migrante y el hombre que lo ha perdido todo. Una persona que, cuando su ciudad cae (Troya), en vez de inmolarse en nombre de la gloria decide huir con su padre y con su hijo. Este es un homenaje desde un mito fundacional al migrante y a la figura del hombre cuidador. Muchas veces los textos son secuestrados por la grandilocuencia y el heroísmo. Es como lo que pasa con los Evangelios: cómo los pueden leer y esgrimir tantas personas sin darse cuenta de lo que realmente están leyendo. Son textos que una vez que se han puesto en lo más alto del canon literario, parecieran no tener nada más revolucionario que decirnos. A mí me interesa mucho esa parte: cómo nuestros mitos a veces son más rebeldes y audaces de lo que nosotros podemos llegar a ser.
A veces pienso que los «antiguos» somos nosotros y que los modernos fueron quienes nos precedieron siglos atrás…
Por eso a mí en El silbido del arquero me interesaba esa historia del hombre migrante que lo ha perdido todo. Esta novela la escribí cuando empezó la guerra de Siria, cuando el Mediterráneo estaba lleno de migrantes huyendo o naufragando en esas aguas. En las mismas en que naufragó Eneas. Y era en el presente cuando en Europa se cerraban las fronteras y cundía el miedo al recién llegado o al refugiado. Yo solo podía pensar «cómo es posible si esta es nuestra historia, si es que Eneas, el primer europeo en términos simbólicos, fue eso: un turco que venía a Europa». Cómo es posible que consideren la Eneida un clásico de la literatura, que lo lean por ese motivo, pero no sean capaces de captar su verdadero mensaje: todos somos migrantes.
Sus libros parecen hablar de los clásicos, de la lectura, de los griegos, de los romanos; sin embargo, creo que detrás de todo esto hay un tema más importante: el poder y las formas en que se ha ejercido a lo largo de los siglos. ¿Qué le interesa del poder como tema?
Desde niña me han interesado mucho los relatos épicos, pero jamás he sentido simpatía por esa idea de que la épica es únicamente la historia de la conquista, de la guerra, del control, de la apropiación y de la victoria. Para mí, El infinito en un junco es un relato de una épica alternativa: la democratización del acceso a los libros. Eso es algo muy vital, porque yo vengo de una genealogía en la que mis dos abuelas no pudieron estudiar por ser mujeres y pobres. Ellas siempre me apoyaron y me sostuvieron y sintieron la importancia de que yo pudiera estudiar. Es un ejemplo que tengo así de cerca, solo dos generaciones atrás. Hay toda una estructura de poder que condiciona tus condiciones vitales.
¿Qué es para usted el canon literario?
Cuando lo estudiaba en la universidad y lo analizaba, lo que buscaba era la confluencia entre el poder y la literatura, porque el canon es evidentemente una forma de poder. Históricamente, el rol de la mujer ha sido el de ser inspiración, mas no creadora. Ella es la que inspira al genio, nada más. Por eso, en El infinito en un junco yo le doy mucha importancia a que el primer texto firmado del que se tiene registro es de una mujer: Enheduanna, una poeta y sacerdotisa, dejó constancia de su nombre 1.500 años antes que Homero. El nombre de ella está fuera de los libros de texto. Nunca nuestras historias literarias empiezan por Enheduanna, sino por Homero, que no es nadie, que es un misterio, una incógnita, un fantasma: no sabemos si fue una persona o si fue muchas. No tenemos la más remota idea de si existió alguien llamado Homero y aun así le hemos hecho el inicio de la literatura, pero sí sabemos que existió mucho antes que él alguien llamado, a quien hemos querido ofrendar el olvido.
Sea que usted escriba ficción o no ficción, hay otro tema muy presente: las fronteras y cómo todos estamos hechos de ellas. ¿Por qué le interesa tanto este tema en una época en que se construyen muros?
La frontera me interesa porque creo que es un tema muy literario, es una convención absoluta. No existe nada en la naturaleza que configure las fronteras. De hecho, los animales las atraviesan constantemente. Sin embargo, por esa arbitrariedad se han construido toda una serie de ideologías y de miradas sobre el mundo. Esto habla de la fuerza que pueden tener los símbolos y del patente olvido de que toda la humanidad es migrante. Para mí la migración es uno de los grandes temas del mundo contemporáneo y me asombra que no reconozcamos que todos venimos de la migración y del mestizaje y de muchas historias y violencias.
Por ejemplo, la misma España es profundamente mestiza. ¿Qué sería del idioma español si nunca hubiera existido al-Ándalus? ¿Qué sería de la tortilla de patatas sin la importación de la papa andina?
Exactamente. Solo hay que pensar en nuestra gastronomía, en la que las cosas más típicas parecen ser el gazpacho, que no podría existir sin el tomate; la tortilla de patatas, que su mismo nombre lo dice todo; las naranjas, que su origen es asiático. Todo lo que como españoles consideramos nuestro ha venido de afuera. Ese es el caso de las palabras, que han sido desde siempre viajeras. En nuestro idioma seguimos diciendo «ojalá», lo cual es nombrar a Alá. Pero preferimos ignorar esta realidad para construir un discurso de sospecha. Los españoles hemos olvidado que somos mestizos.
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