Rebelión
La pifia monumental que sufrió el presidente interino Michel Temer en la inauguración de las Olimpiadas de Rio no dejó lugar a dudas sobre la enorme impopularidad que carga él y su gobierno. Y tampoco restan dudas sobre el hecho de que los actuales Juegos Olímpicos se encuentran marcados por contradicciones, fisuras y sentimientos disonantes. Por una parte, existe toda la enorme parafernalia publicitaria que inunda los diversos medios de comunicación y los espacios públicos. En ellos se insiste sobre la unidad de un país y de una humanidad en torno al deporte, la paz, el amor, la unidad y la fraternidad.
Por otro lado, se observa que el control de los ciudadanos es cada vez más pronunciado y existe una cierta modalidad de Estado vigilante que se impone imperturbablemente en la vida cotidiana de las personas. Tampoco la economía se ha recuperado como fue la promesa de inicio de gobierno. Los índices de desempleo continúan elevados, la violencia urbana se ha incrementado y el poder adquisitivo de las personas ha disminuido. Entonces, el clima es un poco esquizofrénico, mucha falsa alegría y espíritu olímpico en el marco de un gobierno que muestra sus garras ante cualquier indicio de disidencia y protesta.
Brasil es un país dividido entre quienes apoyan al gobierno y piensan que constituye efectivamente la única salida para resolver la crisis política y estabilizar la economía y quienes, por el contrario, sostienen que este es un gobierno golpista que no posee ninguna legitimidad y credibilidad ante los ciudadanos. El hecho de que el impeachment solo sea decidido a fines de mes, le imprime mayor tensión al momento político y social que viven los brasileños y que las Olimpiadas no consiguen ocultar o amenizar.
Y es que desde que el país fue elegido como sede de las Olimpiadas en el año 2009 cambiaron muchísimas cosas. El año 2009 la economía de Brasil parecía “viento en popa”, el país crecía moderadamente, pero existían enormes expectativas de que seguiría haciéndolo, con un mercado en franco desarrollo. Los indicadores positivos en gran medida eran impulsados por el poder de compra de sectores que hasta ese entonces estaban excluidos, especialmente en lo que se refiere a la ampliación de la canasta alimenticia accesible a los pobres a través de los programas de transferencia directa de renta y por el consumo de electrodomésticos sustentado en la formidable expansión del crédito subsidiado.
Con la economía creciendo y los ciudadanos transformados en felices consumidores, el gobierno del PT (segundo gobierno Lula) no era contestado y podía contar con el apoyo de prácticamente toda la clase política, consiguiendo administrar el país casi sin oposición o con una oposición muy débil, que por mero interés táctico o por fisiologismo puro y crudo, actuó de manera pasiva frente a los conflictos que fueron apareciendo. Crecimiento económico, estabilidad política, emergencia de una nueva clase media, superación de la pobreza, eran palabras llaves de ese periodo.
La suma de todos esos aspectos influyó en aquello que quizás sea lo más relevante de ese momento histórico: la subjetividad del brasileño. Todo parecía posible en ese tiempo, obtener un crédito, comprar, viajar en avión, estudiar con beca, emprender un negocio, etc. Brasil parecía la tierra de las oportunidades y la abundancia y la mayoría de las familias se endeudaron mucho más de lo que podían, hasta que llegó la crisis.
A partir de la recesión económica y la caída del poder adquisitivo comenzaron a aflorar las traiciones políticas y la búsqueda de salidas para evitar la disminución del lucro de las empresas. La corrupción en la estatal del Petróleo y la operación Lava Jato crearon el clima necesario para forjar la inhabilitación de la presidenta Dilma Rousseff bajo una acusación sin ningún fundamento jurídico. Existe un consenso casi unánime (incluso en la base del actual gobierno) de que la destitución de la presidenta representa un juicio político.
El presidente interino Temer no tiene legitimidad ni apoyo popular. Lo que quedó en evidencia en la inauguración de las Olimpiadas es el rechazo mayoritario a un gobierno que en pocos meses de mandato ha mostrado una clara tendencia hacia la austeridad con políticas que estimulan las actividades de la banca y de las grandes corporaciones en desmedro de los sectores más vulnerables del país, con el desmonte de los programas sociales (Bolsa Familia; Minha Casa, Minha Vida; Farmacia Popular), las leyes de tercerización en curso, el proyecto de aumento de la edad para las jubilaciones y la eventual entrega de los recursos del pre sal a las compañías petroleras internacionales.
Lo anterior no podría llegar a ser consumado sin el beneplácito de un Congreso conservador dominado por los intereses de grupos empresariales, terratenientes, evangélicos y armamentistas. Frustrando sus pretensiones de pasar a la posteridad como el gobernante que inauguró las Olimpiadas de Rio, a Michel Temer la historia le tiene reservado un lugar entre aquellos que usurparon el poder a través del engaño, la intriga y la traición.
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