segunda-feira, 2 de setembro de 2013

El legado democrático de Salvador Allende

Fernando de la Cuadra
Clarín

El próximo 4 de septiembre se conmemoran 43 años desde que el candidato socialista, Dr. Salvador Allende venciera las elecciones presidenciales liderando una coalición de fuerzas de izquierda y centro izquierda denominada Unidad Popular. El triunfo de Allende fue apretado – obtuvo solamente o 36,2% de los votos válidos – y representó la cuarta tentativa de elegirse presidente. Allende venció las elecciones con un programa de gobierno que incluía transformaciones importantes en la estructura económica, política y social en un marco do respeto a las instituciones democráticas vigentes en el país, sin apelar al de la violencia revolucionaria (vía armada) y sin rupturas dramáticas de la convivencia nacional. Este proyecto de transformación de la sociedad por un camino legal-institucional y democrático llegó a ser conocido como la “vía chilena al socialismo”.

La ratificación de Allende como presidente en el Congreso Nacional tampoco estuvo libre de conflictos y tensiones. Pocos días antes de la votación en el parlamento, el Comandante en Jefe del Ejército, General René Schneider, fue asesinado por un grupo de civiles y ex-militares de ultra-derecha, como una forma de presionar a los sectores de la Democracia Cristiana para dar su apoyo al candidato que consiguió la segunda mayoría, Jorge Alessandri, representante de la derecha tradicional y que había obtenido el 34,9% de los votos válidos.

El proceso de cambios emprendido por Allende y los partidos de la Unidad Popular fue, como es ampliamente conocido, interrumpido abrupta y dramáticamente después de casi 1000 días de gobierno, en el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Por lo tanto, ya se cumplirán cuatro décadas de esa cruenta jornada. Cuando afirmamos que esa jornada fue cruenta, no estamos construyendo una entelequia, pues durante el mismo día del Golpe, varios partidarios del gobierno que defendían el Palacio presidencial La Moneda murieron en combate y el propio presidente Allende inmoló su vida cuando las fuerzas militares irrumpieron en su despacho. La represión y el revanchismo sangriento desatado después de ese día fueron de una enorme ferocidad y dejó una secuela de ejecutados, detenidos desaparecidos, torturados, prisioneros en campos de concentración, exilados y desterrados que aún hoy ronda como una sombra sobre la memoria de miles de chilenos . Y no solamente eso, el propio proyecto socialista iniciado por el gobierno da Unidad Popular es un tema que hasta ahora divide a gran parte del país, principalmente de aquellos que vivieron esa experiencia pionera.

La historiografía se interroga hasta nuestros días con respecto a las condiciones que hubieran hecho posible -o no- la continuidad del gobierno popular. Una tesis postula que dicha permanencia se consolidaba a través de una gran coalición entre la izquierda y los sectores progresistas del centro, conformando aquello que precisamente a partir de la tragedia chilena, Enrico Berlinguer llegó a teorizar como el “bloque histórico”. Es decir, la construcción de una amplia alianza entre el conjunto de fuerzas que impulsan las transformaciones necesarias para obtener una mayor justicia social. Este pacto se produciría por medio de un compromiso histórico, en el cual se preparase el tejido unitario de la “gran mayoría del pueblo en torno a un programa de lucha por el saneamiento y la renovación democrática de toda la sociedad y el Estado” .

Al contrario de una aquiescencia sobre esta perspectiva, la implantación de la “vía chilena” fue siendo diseñada y alimentada por diversas lecturas con relación al curso que debía tomar la revolución chilena, un camino que era inédito, con características nacionales y tal como decía el propio Allende, tenía que ser una revolución “con sabor a empanada y vino tinto”. Entretanto, existía una contradicción fundamental entre las fuerzas políticas que le daban sustento al proyecto de la Unidad Popular. El principal embate entre estas concepciones polares se encontraba entre aquellos sectores que tenían una plataforma de inspiración republicana del proceso de transformaciones, subordinando a un segundo plano el ideario revolucionario guevarista. Estos segmentos consideraban que era necesario mantener las garantías democráticas y respetar las instituciones de la república, negociando y ejecutando paulatinamente las primeras 40 medidas que constaban en el programa de la coalición de izquierda.

Entre estas acciones, la mayoría moderadas, destacaban la entrega de medio litro de leche diario para todas los niños; la instalación de consultorios materno-infantiles en todos los barrios; medicina gratuita en los hospitales públicos con entrega gratuita de medicamentos; supresión de los altos salarios de los funcionarios de confianza; una profundización y aceleración de la Reforma Agraria; becas para os estudiantes de la enseñanza básica, media y universitaria; creación de un sistema previsional universal solidario con fondos estatales; creación del Ministerio de protección de la familia. La nacionalización del cobre y de otros minerales no figuraba entre estas primeras 40 medidas, a pesar de que ya existía un amplio consenso sobre su imperiosa necesidad para aumentar los recursos fiscales destinados a financiar la política social del Estado. Como siempre afirmaba el mismo Allende, el cobre era “el salario de Chile”.

Allende era un buen negociador y consiguió al inicio de su gobierno contar con el apoyo del principal partido de centro, la Democracia Cristiana, con la cual había pactado un “Estatuto de Garantías Constitucionales”, donde el gobierno se comprometía a realizar las transformaciones anunciadas dentro del total respeto a la Constitución y a las instituciones democráticas. Por lo mismo, los partidarios del gobierno insistían en caracterizar la vía chilena como un “proceso” de reformas graduales que arribarían finalmente al socialismo a través de una senda democrática. Para eso, era fundamental planificar correctamente la aplicación de cada medida del programa, lo que requería de equipos muy competentes y preparados técnicamente para efectuar esas funciones.

En el cronograma de gobierno la expropiación de las industrias, fábricas y de las haciendas improductivas con una superficie superior a 80 Hectáreas de Riego Básico (HRB) , tenía que ser realizada de forma gradual, controlada y planificada, bajo el supuesto de que la incorporación de tales empresas al área de propiedad social solamente debería ser puesta en práctica después que la adquisición y expropiación de los bancos y de las empresas de capital extranjero ya estuviesen concluidas, “para de esa forma dividir, aislar y neutralizar a los sectores más privilegiados de la burguesía nacional durante la transición para el socialismo”. La reforma agraria que fue planificada desde la Corporación de la Reforma Agraria (CORA) tuvo que dar cuenta de las presiones de los sindicatos de trabajadores rurales e “inquilinos’ y experimentó una aceleración de tal magnitud en el proceso expropiatorio que ya a mediados de 1972 se encontraba prácticamente concluida . O sea, muchos procesos adquirieron un ritmo que contradecía la idea que sustentaba Allende, para quien “los procesos revolucionarios exitosos transcurrían bajo una dirección férrea, consciente, no dejados al azar. Las masas no podían exceder a los dirigentes, porque estos tenían la obligación de dirigir y de no dejarse dirigir por las masas” .

Por otro lado, se situaban aquellos sectores que visualizaban con pesimismo la realización de las transformaciones socialistas en el marco de la “institucionalidad burguesa” y reprochaban el modelo instaurado como siendo el de una revolución burocrática, “desde arriba”, sin poder popular real. Para estos grupos y movimientos, lo fundamental era avanzar sin negociar con las entidades representativas de la clase dominante- enquistadas en el parlamento, en el poder judicial, en las empresas y en los gremios profesionales-, para formas concretas de propiedad social radicalizando y acelerando la expropiación de industrias, haciendas y otras formas de propiedad privada existentes en el país. Al contrario de lo que pretendía Allende y su gobierno, lo que se observaba en el fragor de la lucha cotidiana por el socialismo, era que las directrices del gobierno y la intención de conducir los cambios en forma paulatina y progresiva fueron totalmente sobrepasados por la acción directa de los trabajadores más radicalizados y sus sindicatos, de los campesinos y obreros rurales, de los estudiantes, de los pobladores, de los pueblos originarios.

Cuestionando frontalmente el llamado de Allende -y de un sector de sus seguidores- a los principios democráticos, esta vertiente revolucionaria postulaba que la democracia poseía un valor estrictamente táctico, instrumental, solo era la base necesaria para instaurar un régimen socialista. Según esta visión la democracia política a pesar de ser útil a la causa de las masas populares, no sería más útil como forma de organización social, debido a su propia naturaleza de clase, como modalidad de dominación de la burguesía para continuar obteniendo las granjerías y privilegios generados por la explotación capitalista. Esta perspectiva enfatizaba el protagonismo popular y la inevitabilidad del enfrentamiento con las fuerzas reaccionarias, razón por la cual las fricciones con los sectores “contra-revolucionarios” eran vistas como imprescindibles para permitir que Chile enrumbara consistentemente hacia el socialismo: la revolución tenía que ser realizada por el pueblo, “desde abajo”.

En la tercera parte de la trilogía “La batalla de Chile” realizada por el documentalista Patricio Guzmán – y que se llama justamente El Poder Popular- existe una escena emblemática en que se aprecia a un funcionario del gobierno intentando dar explicaciones en una reunión con dirigentes y operarios de un “cordón industrial” , respecto de la necesidad de realizar las reformas acatando los convenios internacionales suscritos por el gobierno, desacelerando de esa manera el ritmo de las transformaciones emprendidas por las autoridades. Frente a esa explicación del representante oficial, un dirigente le responde: “En este momento estamos cuestionado la institucionalidad y legitimidad del gobierno, ahora estamos entrando en una etapa de toma del poder por parte de las clases trabajadoras, porque el poder legal ha sido superado y debemos luchar hasta aplastar a la clase enemiga, la clase de los explotadores”.

La naturaleza y convicción de este discurso revelan el grado de radicalidad a que habían llegado algunos sectores con respecto a lo inevitable del enfrentamiento con las fuerzas contrarias al proyecto allendista. Sin embargo, esta posición no tenía ninguna correlación con una política efectiva de defensa ante la inminencia de un golpe de Estado y hoy sabemos perfectamente como las fuerzas de apoyo al gobierno fueron pulverizadas desde el mismo día 11 de septiembre. Lo que se siguió a esa jornada fue un genocidio sin precedentes en la historia política chilena.

La experiencia chilena ha continuado durante muchos años suscitando innumerables debates sobre cuáles eran probablemente los caminos más pertinentes para conquistar el socialismo en Chile. Con la derrota del gobierno popular por medio de un golpe, la tesis de que Allende fue sumamente ingenuo al confiar en los militares ganó mucho aliento y fue predominante entre gran parte de la izquierda. Esta interpretación fortaleció la idea de que el gobierno tenía que armar al conjunto de la población para resistir a la agresión militar. No obstante, con el decurso del tiempo fue ganando una posición destacada aquella interpretación que insistía en la importancia de la conformación de un bloque o alianza histórica entre todos los sectores políticos empeñados en realizar cambios en las estructuras económicas, políticas y sociales imperantes en el país, utilizando para ello los instrumentos y las medidas que eran permitidos en el marco de una convivencia democrática.

Aún más, el proyecto de Allende y la vía chilena era una experiencia pionera, inédita, no existía ningún modelo histórico que podía dar indicios del camino a ser recorrido en una transición pacífica, institucional y democrática para el socialismo. El sistema presidencialista imperante en Chile le permitía a Allende poseer un cierto grado de libertad para comandar el proceso de transformaciones estructurales, entretanto, durante el transcurso del mismo fue quedando cada vez más evidente, que tanto en la división interna de la coalición gobernante como en las vehementes e intransigentes fuerzas contrarias a tales transformaciones, el programa de la Unidad Popular comenzó a descomponerse y el Ejecutivo solamente consiguió administrar una crisis que aumentaba diariamente.

Esta crisis no se expresaba en términos electorales, pues a pesar de todos los problemas enfrentados por el gobierno (desabastecimiento y acaparamiento, mercado negro, enfrentamientos entre partidarios y detractores, huelgas, paros generales, etc.) el desempeño en las urnas de los partidos de la Unidad Popular durante las elecciones parlamentarias de 1973 (44,1%), fue mejor que el resultado obtenido por Allende el año 1970 (36,2%), aunque inferior a las elecciones municipales de 1971 en que la UP alcanzó el 50% de los votos. A pesar de aumentar la adhesión del electorado, el conglomerado de gobierno no consiguió obtener una mayoría electoral estable que hubiera fortalecido la viabilidad de su proyecto ante el conjunto de las fuerzas políticas y sociales del país.

No obstante, en todos los conflictos suscitados durante su gobierno Allende intentó permanentemente encontrar las salidas y los acuerdos que le permitiesen seguir impulsando su programa sobre bases democráticas, y de esta forma, interpelar a todos los sectores en la mantención del diálogo y evitar los enfrentamientos, que finalmente pudieran determinar el fin de la vida republicana. El día del golpe, “colocado en un tránsito histórico”, Allende fue convidado para unirse a las fuerzas que resistían la embestida golpista en uno de los cordones industriales de Santiago. El presidente, coherente con su trayectoria democrática declinó el ofrecimiento y decidió morir en el Palacio de La Moneda, tal como lo había prometido en sus diversos mensajes y discursos al pueblo chileno:

“Yo les digo a ustedes, compañeros, compañeras de tantos años, se los digo con calma, con absoluta tranquilidad: yo no tengo pasta de apóstol ni tengo pasta de mesías, no tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer a la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás y que lo sepan, dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera (...) no tengo otra alternativa, solo acribillándome a balazos podrán impedir mi voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo” .

Independiente del dramatismo de las circunstancias en las cuales fue derrocado el gobierno de Allende, su gesto de morir en el Palacio presidencial, remarca su férrea convicción de concluir el mandato para el que fue electo, en el lugar que simbolizaba el centro del poder político, en el local que representaba la síntesis de los valores democráticos y republicanos abrigados durante tantos años en la historia política chilena. Allende tenía claro que su mandato concluía en noviembre de 1976 y aún cuando seis años de gobierno parecían pocos para la magnitud de la obra a ser construida, el presidente confiaba en el entusiasmo de un conjunto de fuerzas progresistas que se inclinaban por apoyar dichas transformaciones. En ese sentido, el proyecto de cambios que Allende anhelaba para el país no era una utopía surgida de una mente alucinada, sino por el contrario, se sustentaba en una lectura consciente de la realidad, en la certeza de que era posible utilizar las instituciones y las leyes del país para alcanzar el conjunto de medidas incluidas en su programa de gobierno, entre ellas la reforma agraria, la nacionalización de los recursos naturales y la estatización de la banca y el sistema financiero.

De manera trágica, el proyecto allendista no logró ser comprendido cabalmente por los mismos partidos que formaban la Unidad Popular y la “soledad intelectual” de Allende fue siendo cada vez más patente en un escenario donde la polarización de la sociedad era vertiginosa y su corolario funesto se anunciaba como el epilogo inevitable de un país dividido por el odio y la intolerancia. Este será en parte el drama de la experiencia chilena, el distanciamiento in crescendo entre visiones y estrategias políticas contrapuestas, en que la capacidad de Allende para arbitrar estas disputas iba disminuyendo progresivamente, quedando paulatinamente más aislado en su ideario de construir un socialismo por vía democrática.

Hoy, cuando se conmemoran 40 años del fin de esa experiencia original y abortada en la ferocidad de las armas y el crimen, el pensamiento de Allende y su camino al socialismo emergen como un gran legado para las futuras generaciones. Ello significa pensar que socialismo y democracia no solamente son posibles y deseables, sino que además ambas dimensiones son esencialmente imprescindibles. Y no lo es en un sentido meramente teórico, lo es sobre todo en una praxis política de un modo dialécticamente nuevo de concebir esa relación. Tal como ha sido develado en la feliz síntesis de Carlos Nelson Coutinho: “Sin democracia no hay socialismo y sin socialismo no hay democracia”.

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