La Jornada
El secretario general de la Organización de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, afirmó ayer, ante la posibilidad de un ataque militar contra Siria en respuesta al presunto uso de armas químicas contra civiles por parte del gobierno de Damasco, que se debe considerar el impacto de cualquier acción punitiva en los esfuerzos por evitar un mayor baño de sangre, facilitar una solución política del conflicto y evitar acciones militares.
Los pronunciamientos del político sudcoreano se producen en un momento en que la perspectiva de una aprobación del Congreso estadunidense al ataque en Siria luce más cercana, a pesar del rechazo mayoritario de la opinión pública de ese país. Ayer, como resultado del intenso cabildeo emprendido por la Casa Blanca entre los representantes del Legislativo estadunidense, el gobierno de Barack Obama consiguió el respaldo del presidente de la Cámara de Representantes, el republicano John Boehner, al que se sumaron otros representantes de los dos partidos dominantes en ese país.
Ante la determinación de Washington de emprender una nueva aventura bélica en Siria por la vía unilateral –sin esperar los resultados de las investigaciones realizadas por la ONU y pasando por alto el veto del Consejo de Seguridad del organismo multinacional–, el llamado a la sensatez formulado por Ban es un factor de contención deseable y saludable que debiera ser secundado por otros actores internacionales, habida cuenta de la improcedencia de combatir la barbarie que se desarrolla en la nación árabe con una barbarie multiplicada.
En la lógica de Obama la intervención militar en Siria resulta justificable si se hace en forma limitada y mediante un "ataque quirúrgico" que emplee aviones no tripulados y misiles teledirigidos: tales afirmaciones pasan por alto que dichos artefactos tienen un poder mortífero semejante o mayor al que tendría una incursión militar tradicional en territorio sirio y que el resultado no sería, por tanto, distinto del que se produjo en otras guerras "humanitarias": muerte de civiles a escala masiva, multiplicación de la violencia en el país ocupado y mayor inseguridad planetaria, violaciones a derechos humanos y restricciones a las libertades.
Por lo demás, sería ingenuo suponer que una intervención como la esbozada por Obama no pondría en riesgo vidas y bienes de Estados Unidos: las experiencia reciente demuestra que las expresiones de encono antiestadunidenses no sólo se realizan contra los efectivos militares, sino también contra embajadas, consulados y, en general, contra objetivos que representen intereses geopolíticos o económicos de la superpotencia y sus aliados, los cuales no necesariamente quedarían indemnes tras los nuevos rencores que dejaría un ataque de Washington contra Siria.
Otro elemento que subraya la improcedencia de semejante agresión es que, si bien todos los elementos de juicio disponibles indican que el pasado 21 de agosto tuvo lugar un ataque con gases tóxicos en las afueras de Damasco, no existen pruebas de que tal hecho, sin duda condenable y criminal, haya sido de la autoría del gobierno de Bashar Assad. Es innegable, en cambio, que el régimen no ha cometido hasta ahora agresión bélica alguna contra Estados Unidos, como sí lo han hecho los grupos integristas islámicos –y en forma particular, la organización Al Qaeda– que hoy por hoy combaten en el bando de los rebeldes opositores a Damasco. Tales consideraciones configuran la paradoja de un gobierno estadunidense que podría terminar por apoyar militarmente a una organización responsable de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington.
En suma, el plan de la administración Obama para atacar Siria resulta tan improcedente y desatinado que obliga a cuestionarse si la incongruencia es sólo aparente y si tal decisión está siendo influida por intereses privados y facciosos –la industria armamentista estadunidense y los halcones de Washington, que promueven sus intereses– que han resultado los beneficiarios proverbiales de intervenciones como la que Washington intenta iniciar en la nación árabe.
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