sexta-feira, 23 de janeiro de 2009

Guantánamo, ¿y ahora qué?

Gonzalo Boye Tuset
Público

La medida de Obama de cerrar Guantánamo en el plazo de un año –que no la de poner fin a las detenciones, porque ninguna excarcelación ha sido anunciada– representa una buena pero insuficiente señal sobre el futuro comportamiento de la Administración norteamericana. Sin embargo, esa medida genera, por una parte, un alivio moral y, por otra, un auténtico quebradero de cabeza jurídico que habrá de resolverse al amparo de las normas internacionales y tendrá consecuencias de difícil justificación, cuyos únicos responsables son aquellos que han querido tomar atajos en la lucha contra el terrorismo.

La creación de Guantánamo ha sido uno más de los errores –si es que en este caso no estamos abiertamente ante un delito– de George Bush y sus asesores, porque, si lo que se pretendía era realizar una lucha eficaz contra el terrorismo yihadista internacional, lo único que se ha conseguido es la creación de un pseudo sistema jurídico para amparar el secuestro y la tortura, anulando cualquier posibilidad posterior de enjuiciar a los allí detenidos, ya que las pruebas obtenidas de esa forma no resisten el filtro de legalidad de ninguna nación civilizada y tampoco el de la legalidad de Estados Unidos.

En nuestro Derecho, el artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establece: “No surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”. Esta norma existe también en los diversos ordenamientos comparados, lo que impide que cualquier prueba obtenida en ese limbo jurídico pueda ahora surtir efecto en ningún procedimiento penal que se intente en contra de quienes allí se encuentran o se han encontrado. A este respecto se pronunció recientemente nuestro propio Tribunal Supremo, que anuló una increíble sentencia condenatoria de la Audiencia Nacional dictada en contra de un ciudadano español que estuvo allí encarcelado.

A estas alturas, discutir lo que realmente ha sucedido en Guantánamo o la viabilidad jurídica de las pruebas que allí se hayan podido obtener es tanto como discutir la existencia de Papá Noel en una reunión de jubilados. Si abrir Guantánamo fue una tarea compleja, porque fue necesario crear al andamiaje jurídico que permitiera esa aberración, cerrarlo debería parecernos sencillo –y así debe serlo–, sin embargo, lo complejo es asumir las consecuencias no del cierre, sino de la existencia de esa antesala del patíbulo.

Básicamente, debemos tener en cuenta que llevamos años escuchando que allí se encuentra un grupo importante de los más relevantes y peligrosos terroristas yihadistas del mundo y, ahora, como consecuencia del cambio de Administración y de la asunción de las normas internacionales en materia de derechos humanos, veremos cómo esa misma gente tendrá que quedar en libertad sin cargo alguno porque las pruebas que se hubiesen podido obtener en su contra son nulas de pleno derecho. En el fondo, la existencia de ese campo de torturas sólo ha servido para generar un amplio margen de impunidad para aquellos que realmente hayan participado en actividades terroristas y para el infinito sufrimiento de muchos que, seguramente, ni saben los motivos por los cuales fueron llevados allí.

Para desmontar Guantánamo, el Gobierno de Obama deberá dictar nuevas normas que dejen sin vigor aquellas en las cuales se han venido amparando para llevar a cabo esa ignominiosa labor en dicho territorio –acción legislativa– y, como consecuencia de la derogación de dicho ordenamiento, tendrá que asumir la repatriación de los rehenes a sus respectivos países de origen o a aquellos Estados amigos que estén en disposición de acogerlos, pero con todas sus consecuencias, entre otras, la de la impunidad y el desconocimiento absoluto sobre la realidad de las personas que acojan.

Si los que han estado secuestrados en Guantánamo eran o no culpables de algún delito es algo que ya nunca más sabremos, porque si a ellos se les ha privado de sus más fundamentales derechos, a nosotros –la sociedad en su conjunto– se nos ha privado de la posibilidad de conocer la verdad y saber, realmente, quiénes eran y a qué se dedicaban antes de ser encarcelados. La verdad política –si eso existe– impedirá obtener una verdad jurídica, es decir, la brutalidad ha triunfado sobre el Derecho.

En todo caso, lo relevante no son tanto las consecuencias, sino las lecciones que de tan ilegal experiencia se pueden sacar y, una vez más, queda demostrado que los atajos en materia de seguridad nacional o internacional sólo llevan a situaciones aberrantes como la planteada, y la exigencia de responsabilidades penales –que las hay– a quienes no sólo han permitido o coadyuvado a su existencia, sino también a aquellos que han ayudado a su creación, porque tan responsable es el que tortura como el que genera la impunidad para dichas acciones.

La paradoja es que, al final, con el cierre del centro y si las normas que lo amparan se derogan, las únicas pruebas legalmente válidas con las que contaremos para enjuiciar a alguien serán aquellas que permitan la imputación de graves delitos –perseguibles universalmente– en contra de los planteamientos de quienes han creado las leyes que han permitido la existencia misma de Guantánamo, así como de las personas que han participado directa e indirectamente en las más atroces vulneraciones de los derechos humanos cometidas en ese campo de concentración.

En resumidas cuentas, la creación de Guantánamo tenía como finalidad confesada acabar con el terrorismo yihadista –objetivo no alcanzado–, pero podemos conformarnos con que sirva, al menos, para perseguir el terrorismo de Estado, que es justamente lo allí realizado.

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