Socialismo y Democracia
“Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto”. George Orwell
“El acceso a los documentos está reservado a las élites en el poder”, escribió el experto catalán Ramón Alberch Fugueras. En efecto, es innegable que, desde Mesopotamia hasta nuestra época, los privilegiados han destruido o restringido archivos de acuerdo a sus intereses justificados por conceptos ilegítimos de paz y seguridad.
La búsqueda de transparencia informativa ha sido el ideal de millones de hombres y mujeres en Oriente y Occidente. Sin embargo, desde el período de la Guerra Fría el caso de EEUU puede dar una idea de la poca utilidad que han tenido las leyes que combaten los arcanos de la burocracia. Basta recordar el Acta de Libertad de la información de 1966, origen de la Freedom of Information Clearing House, un organismo que simuló proteger de modo independiente a los ciudadanos que indagaban información denegada por funcionarios públicos.
Décadas más tarde, sabemos que esta institución era irrelevante como queda claro cuando se revisan los datos obtenidos en la historia de las filtraciones numerosas que han sido necesarias durante casi 50 años. Hoy nos asombra cuánto ha permitido saber Wikileaks o Edward Snowden en el campo vertiginoso de las Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC), pero los antecedentes no son menos increíbles.
El primer golpe importante contra las mentiras gubernamentales ocurrió en 1971, cuando el agudo periodista Neil Sheeban del New York Times tuvo acceso a 7.000 páginas clasificadas sobre la guerra de Vietnam. De inmediato, una sucesión de reportajes expuso la corrupción y criminalidad en un capítulo sorprendente de la historia del periodismo que fue conocido como el Escándalo de los Papeles del Pentágono.
En ese momento, el autor intelectual de la filtración de documentos fue el analista militar Daniel Ellsberg, quien destruyó su carrera por un asunto de conciencia al entregar a 18 diarios el informe “Relaciones Estados Unidos-Vietnam, 1945-1967: Un estudio preparado por el Departamento de Defensa”. No pasó mucho tiempo antes de que un consumado manipulador como Henry Kissinger advirtiera que Ellsberg era “el hombre más peligroso de Estados Unidos y debe ser detenido a cualquier costo".
El segundo caso emblemático de filtración fue el Watergate, que tuvo la fortuna de causar tal impacto que el Presidente Richard Nixon renunció el día 8 de agosto de 1974: esta historia puede leerse en “Todos los hombres del Presidente”, un memorable recuento de Bob Woodward y Carl Bernstein que mantuvo anónima la fuente identificada como Garganta Profunda, y sólo por el mero azar de la dignidad hoy sabemos que se llamaba W. Mark Felt, director adjunto del FBI, quien sabía y se atrevió a oponerse a las escuchas ilegales y pagos de soborno del equipo más cercano al primer mandatario.
Son apenas dos hitos estimables, pero destacarlos es imprescindible para entender la repercusión que causó el genial australiano Julián Assange al posibilitar la filtración más significativa del mundo en un fenómeno llamado Wikileaks. La hiperinflación de archivos que ha acelerado la era digital en Internet puede explicar que hayan sido difundidos 1.251.287 cables y vídeos entre noviembre de 2010 y marzo de 2013.
Entre la difusión de material más controversial acaso está un vídeo del 12 de julio de 2007 donde se ve claramente cómo las tropas de EEUU asesinaron con desprecio al reportero de Reuters Namir Noor-Eldeen, y, para no dejar testigos, masacraron a otras diez personas. Crímenes silenciados: los archivos de la Guerra de Afganistán, que totalizan 92.000 documentos, revelan los embustes sobre el número de muertos y las acciones de exterminio de aldeas enteras.
Assange, como consecuencia de su trabajo, ha sido estigmatizado como violador en Suecia y la persecución lo obligó a asilarle en la Embajada de Ecuador en Reino Unido desde el 19 de junio de 2012. “Es un terrorista de alta tecnología", ha señalado el mediocre vicepresidente Joseph Biden que aspira a encerrarlo en una cárcel. El bloqueo a WikiLeaks ha pasado por una cibercensura extrema: nada menos que la inmaculada Biblioteca del Congreso, un bastión conservador en manos de James Billington, negaba hasta hace poco acceso a los cables.
No tiene sentido perder de vista dónde comienza esta historia. La fuente principal de la filtración de Wikileaks fue Bradley E. Manning, un joven nacido en 1987, entrenado en Fort Huachuca y especializado en determinar las vulnerabilidades de un posible adversario. En Iraq, estuvo en Contingency Operating Station Hammer, donde además del amor por el golf de sus oficiales se conocen las operaciones de guerra sucia que llevaron a cabo.
Ningún supervisor pudo predecir que el enojo reprimido por el abuso de sus compañeros llevó a que Manning preparara un CD al que puso en su etiqueta el nombre de la extravagante cantante Lady Gaga y descargó los datos que tenía a la mano. Posteriormente, contactó a la organización Wikileaks y su acción le costó cárcel y tortura brutal. Y ahora, justo cuando se cumple un año del asilo en la Embajada de Ecuador en Reino Unido de Assange y ha comenzado el juicio marcial a Manning, ha estallado otro escándalo de proporciones colosales.
Un grupo valiente de periodistas de The Guardian y The Washington Post revelaron que Edward J. Snowden, nacido en 1983, empleado de la poderosa contratista de seguridad Booz Allen Hamilton, había dejado atrás una hermosa novia, un contrato seguro cumpliendo los proyectos de seguridad con la CIA y el Pentágono y denunció la existencia de PRISMA, un programa oficial de la Agencia de Seguridad Nacional (por sus siglas en inglés NSA) para recolectar toda la información de los usuarios de compañías de Internet como Microsoft, Google, YouTube, Skype, AOL, Apple, Twitter y Facebook, con especial énfasis en los contenidos de las redes sociales y las comunicaciones telefónicas.
Según Snowden, condenado como sus precursores a ser un paria mundial por el FBI y la CÍA, su misión consistía en acceder ilegalmente a la información militar y económica de países como China así como datos comprometedores de miembros del gobierno en Beijing y Hong Kong. Sus palabras textuales fueron: “Hackeamos los backbones de la red –son como grandes routers de internet, básicamente– que nos dan acceso a las comunicaciones de cientos de miles de computadores sin tener que hackear a cada uno” (“South China Morning Post, junio 2013).
El programa PRISMA pasó de ser una lista de tareas antiterroristas a una proto-versión del Gran Hermano que imaginó George Orwell en su novela 1984 donde el mundo futuro no existía sin control extremo. Aunque muchos rechazaron su existencia, ya podían conjeturarse sus rasgos cuando fue publicada la Directiva Presidencial Nro. 20, un seco informe de 18 páginas donde se establecían las políticas de ciberseguridad, entre las cuales destacaban la definición de blancos estratégicos para ciberataques y recolección inmediata de los factores obtenidos hasta la fecha.
Snowden, tras su escalofriante recriminación, desapareció misteriosamente en Hong Kong ante el temor de ser asesinado por lo que sabe de la élite política, corporativa y militar de EEUU, y no perdió tiempo en aclarar su atrevida posición: “No quiero vivir en un mundo donde se registra todo lo que hago y digo. Es algo que no estoy dispuesto a apoyar o admitir” (The Guardian, junio, 2013).
Según William Binney, un matemático que trabajó para la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) durante 40 años, las nuevas computadoras que se han instalado en lo que será la millonaria sede de Utah pueden almacenar datos a 20 terabytes por minuto -esto es, toda la información de las diez bibliotecas más grandes del planeta en un breve instante. Despreciada por décadas, la NSA ha asumido el rol despreciable de aprovechar el contexto de la ciberguerra para compilar listas de potenciales enemigos de la seguridad nacional, con las dudas que eso causa.
La NSA, hoy bajo la dirección de Keith Alexander, puede alterar los algoritmos de Google para centralizar los enlaces más dañinos a la reputación de un adversario y además preparar una carpeta con todos los datos, imágenes y búsquedas de cualquier individuo acusado de actividades terroristas.
El punto es que no existe una delimitación exacta de lo que es terrorismo; tampoco hay credibilidad en los políticos y empresarios que manejan los sistemas de seguridad, las policías y unidades especiales de contrainsurgencia. Mucho menos hay apoyo ante la insólita confirmación de la existencia de un Tribunal Secreto denominado por sus siglas FISA (Foreign Intelligence Surveillance Act) que emite órdenes jurídicas clandestinas a espaldas de los máximos juzgados estadounidenses. Una suerte de Guantánamo importado a Washington.
El mítico Daniel Ellsberg ha reconocido que la filtración de Snowden prueba un golpe institucional contra el estado de derecho. El escándalo es enorme y supone el mayor desafío de Barak Hussein Obama II que no tuvo reparos en “ordenar” la ejecución de Osama Bin Laden, presunto responsable de los atentados en Nueva York, sin un juicio mínimo y sin que se tenga hasta la fecha cuerpo que pruebe su muerte. Además, es el Primer Presidente de la historia de la humanidad que hace uso discrecional de Aviones no Tripulados o Drones para eliminar personas sin respetar la soberanía de ningún país ni cumplir con aspectos legales básicos. Y, no conviene ignorar que este Premio Nobel de la Paz pidió en la reunión del G8 apoyo para dotar de armamento a los yihadistas terroristas que intentan derrocar al gobierno sirio y repetir los errores de Iraq y Libia.
Aturdido, desenmascarado ante el mundo, el Presidente de EEUU ha intentado forjar como disculpa que “no puede haber 100% de privacidad y 100% de seguridad”. La aporía paternal de las impertinencias: debemos vigilar cada movimiento del pueblo para que sea libre. También ha dicho Obama, de un modo desvergonzado, que PRISMA no recolecta información de ciudadanos dentro de EEUU. Quien no confía en el pueblo, pide un voto de confianza para su caótico plan de gobierno.
De no haberse producido estas filtraciones sumadas a las anteriores, y las que seguirán apareciendo, sólo elucubraríamos vagamente que las élites estadounidenses cometen estos delitos, pero Wikileaks y Snowden han proporcionado evidencias y testigos. Es asombroso que todavía puedan existir medios autónomos que posibiliten denuncias tan graves, pero las incesantes presiones de políticos o corporaciones nos obligan a arreciar la resistencia global en favor de una democracia más transparente, más justa y más equilibrada en un mundo multipolar.
Sin duda alguna, hemos alcanzado un punto sin retorno en el siglo XXI contra el monopolio de dominación coactiva autoritaria y esto me lleva a concluir que la filtración, lejos de ser un acto de traición, es una emboscada imprescindible contra la impunidad. Se repite sin argumentos que los jóvenes se han convertido en zombies incapaces de combatir el sistema dominante; Bradley Manning y Edward Snowden refutan esa idea porque apenas tienen 22 y 29 años y han causado una debacle inesperada a los poderosos.
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