Socialismo y Democracia
La postmodernidad literaria incurre muchas veces en la subjetividad narcisista. Los libros se convierten a menudo en pretexto para que el autor vierta caprichosamente sus “neuras”, sensaciones episódicas y opiniones efímeras. Como un tertuliano. O narre historias intrascendentes, puede que leyendas de personajes históricos, sin ningún anclaje en la realidad social. A veces, todavía peor. Los “éxitos de ventas”, en la literatura y en el cine, se antojan una mezcolanza de tórridos amores, violencia, intriga mal llevada, países exóticos y personajes sin ninguna hondura psicológica. Eso sí, a ritmo trepidante, para no aburrir a la audiencia/lectores. Los contextos sociopolíticos y económicos, ni por asomo.
También desde la subjetividad, Javier López Menacho rompe con estas tendencias en su libro “Yo Precario” (Ed. Los libros del lince), que ha presentado esta semana en la librería Primado de Valencia. La obra de 170 páginas, con prólogo de Manuel Rivas, es la crónica de los precarizados empleos que encadena durante 3 meses en Barcelona un joven de 30 años (Mascota-promotor de chocolatinas; auditor de máquinas de tabaco; promoción de telefonía mediante el sorteo de una bicicleta; y animador de la selección española en un centro comercial durante la Eurocopa). A caballo entre el “nuevo periodismo”, la crónica y el ensayo, el libro recopila los textos que redactaba el autor (a modo de “diario”) cuando regresaba por las noches del trabajo a casa.
“Esporádicamente he trabajado, sí, pero a eso no se le puede llamar trabajo: son servicios que prestas para que te exploten y para que tengan trabajo de verdad otros, con el fin de que sus empresas funcionen y ellos puedan llegar a casa con el pan bajo el brazo. Ninguno de esos servicios me ha reportado dinero inmediato ni me ha servido para pagar el piso a fin de mes. Son pequeños fondos de inversión con los que ingresas tu paciencia y pierdes tu dignidad. A todos sus responsables les he tenido que enviar correos electrónicos para reclamar mi miserable sueldo”.
“Yo precario” no es un libro anecdótico, ni una narración de peripecias sin más, con las que puede o no identificarse el lector. Tampoco es una colección de aventuras en primera persona, ni el relato de los primeros empleos de alguien que –según marca el “modo americano de vida”- acabará por ascender en la pirámide social. No. El libro es más bien una crónica vital y cruda –pero con muchas gotas de humor- de los inframundos laborales en los que habita el “lumpen”. Es un ensayo autobiográfico sobre la precariedad. El relato de un personaje, Javier López Menacho, anclado en la realidad social de la actual crisis y de la globalización neoliberal, en la que el empleo se ha reducido a banal mercancía.
Sin la necesidad de hacer literatura crítica, ni menos aún militante, con las vivencias narradas en el libro puede identificarse la legión de precarios que opera como “ejército de reserva” en el estado español. Porque se trata de una biografía que, al compartirse, trasciende a su autor y el “yo” del título se convierte en personaje colectivo. Pero lo consigue, y ahí reside el mérito, a partir del relato en primera persona, la vivencia subjetiva y la emoción singular, a los que nunca renuncia. Una experiencia particular pero impregnada de barro social y colectivo. El que determina la brutal precariedad laboral. Y esto va más allá de pedantescas y panfletarias similitudes que pudieran buscarse con el “nuevo periodismo” de Truman Capote, las andanzas de Henry Miller en los “trópicos” o los pliegues existencialistas de las novelas de Juan José Millás.
“Tengo casi treinta años y siento que me han robado la esencia. Tiene que ver con el trabajo. En algún momento interioricé que sólo es hombre quien trabaja y puede hacerse cargo de sí mismo. Yo no tengo trabajo estable y ni siquiera he aprendido a cuidar de mí. Mi único activo es no poseer nada. No tengo hipoteca, no tengo familiares a mi cargo, no tengo coche, no tengo piso, no tengo trabajo”.
En el libro abundan las reflexiones de calado existencial, pero sin que el autor pierda el sentido de la ironía. Por ejemplo, trabajando como mascota en la promoción de chocolatinas, al acercarse unos “guiris” pensando que se les ofrece un producto gratuito: “Y así, los nos persiguen, todos los demás persiguen a los y nosotros perseguimos a todos los demás, y al final es una cadena que sólo persigue la misma cosa de siempre: el dinero”. Otras veces, el texto destila sinceridad y asume las contradicciones vitales, quién sabe si también el autoengaño: “Me dije que nunca más me iba a avergonzar, y que lo que estaba haciendo (mercadotecnia con chocolatinas) era motivo de orgullo. No sólo hago lo que considero necesario para subsistir, sino que de verdad le veo a mi trabajo muchos aspectos positivos. Estoy aprendiendo los límites del mercado laboral, la degradación de la dignidad humana alrededor de la idea de que para vivir hay que trabajar (…), aprendiendo mis propias limitaciones como persona”.
En otros pasajes el texto transmite sensibilidad y ternura (los encuentros con los niños); hay veces que también amistad y emociones compartidas. Cuando conoce a Luis, un compañero de trabajo adolescente, futbolista, y “con la voz rota de fumar que recuerda a Joaquín Sabina”. La relación con Luis, cuenta el autor, le hace rejuvenecer diez años. Lo contrario que le pasa con el coordinador de su último trabajo, de quien dice que es “tan serio que sólo provoca risa (…); es de esos a quienes un puesto de responsabilidad les convierte en seres altaneros e inaccesibles; es de esos para los que las personas no son personas sino vehículos de intereses, gente de la cual pueden sacar provecho (…). Es, en efecto, un auténtico gilipollas”. Tampoco oculta López Menacho la crítica política. Mientras trabaja como “animador” de la roja y tras toparse en la calle con un joven “indignado”, reflexiona: “siento que el fútbol ya no es ocio ni deporte ni una pasión inexplicable, sino una tapadera para que los Rajoy de este mundo tengan algo con lo que ocultar lo verdaderamente importante”.
En literatura importa el contenido y la forma. El escritor Alfons Cervera ha reivindicado en más de una conferencia el hecho de escribir bien como un acto revolucionario. Y ha recordado, de paso, que algunos de los escritores nacionales más afamados no saben escribir. Javier López Menacho arma, en su primer libro, una literatura fluida, ágil, vívida y con hallazgos expresivos. Domina la técnica narrativa y, sobre todo, exhibe las ganas y la frescura de los noveles. Le ayuda también que escribe desde la necesidad, como ha subrayado durante la presentación del libro: “empecé a escribir este diario como una especie de terapia para no volverme loco; al llegar a casa, o sacaba lo que llevaba dentro o estallaba”. Tampoco su obra es fruto del oportunismo: “No tenía contactos ni pensaba que me fueran a publicar el libro; es un trabajo honesto y creado al día, que no se hace por encargo sino por una necesidad personal; otra cosa es que, por el contexto que vivimos, sea mediáticamente muy potente”.
“Yo, precario”, además, rellena una ausencia. Los números del paro, la eventualidad en el trabajo y la exclusión se han convertido en gélida estadística en manos de economistas y tecnócratas. En el extremo contrario, reportajes a medio camino entre la sensiblería y el costumbrismo muestran las miserias del sistema, pero sin contextualizarlas y sin ánimo de denuncia. Más bien, neutralizan el potencial transformador que pudieran tener injusticias como la precariedad laboral. Por eso la crónica de Javier López Menacho acierta. Pues desnuda la subjetividad del que cuenta la historia “en caliente”, de quien la vive como afectado, y en un contexto descarnado al que nunca se le quita hierro. Pero afortunadamente hoy, con el libro terminado, la borrasca se ha alejado en parte. El autor ha encontrado ya la estabilidad laboral como redactor “freelance”, afirma. Toda la estabilidad laboral que se le pueda suponer a un “freelance”…
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