sexta-feira, 20 de novembro de 2009

Decálogo de la anomia argentina


Eduardo Fidanza
La Nación

Entre nosotros se ha abusado de la palabra anomia -un término acuñado por la sociología clásica- hasta convertirla en un tópico. Anomia significa ausencia de normas para regular la vida social. Sin duda su popularización -las palabras no son neutrales- es un síntoma de nuestra sociedad, que con sus comportamientos nos obliga a recaer una y otra vez en ella.

Sobre la anomia argentina escribió páginas ya clásicas Carlos Nino, cuyo concepto de "anomia boba" designa un tipo de inobservancia de la ley que no favorece a nadie y genera altos niveles de ineficiencia. La anomia que me interesa destacar, no obstante, es la que se produce por una falla estructural de la clase dirigente. Se manifiesta como un fracaso en el ejercicio de la autoridad y afecta las percepciones y los comportamientos. Se trata de una patología que se contagia del poder y se transmite a los grupos sociales. Su víctima es la gente común. Los victimarios, aquellos que ocupan posiciones de poder. La anomia boba perjudica a todos, la anomia a la que me refiero somete a la sociedad en beneficio de sus elites.

Mi descripción de la anomia argentina consta de diez rasgos o factores. El primero, y acaso el más grave, lo definió Tulio Halperín Donghi, uno de nuestros mejores historiadores, cuando concluyó: "Si hay un rasgo que caracteriza la vida política argentina es la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se enfrentan, agravada porque éstas no coinciden ni aun en los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad".

Denegar legitimidad significa descalificar por completo al que piensa distinto. Y suponer que si prevaleciera, sólo atendería a sus intereses y dañaría al conjunto. No caben aquí la contraposición de ideas ni el intento de establecer acuerdos mínimos. La razón es un trágico leitmotiv de la cultura política argentina: cada uno percibe al que piensa distinto como un enemigo, no como un adversario.

El segundo factor, que es consecuencia del anterior, lo llamaré demarcación de territorios. Las elites argentinas, como los animales domésticos, fijan obsesivamente los límites de sus espacios de acción y pretenden reinar allí sin intromisiones ni límites. Amos de sus cotos, los líderes sectoriales construyen una leyenda edificante destinada a encubrir sus intereses. Lo que, hasta cierto punto, podría considerarse un efecto normal de la división del trabajo adquiere en la Argentina un carácter sofocante: la demarcación de territorios anula cualquier espacio compartido. Nuestras elites pretenden apropiarse de toda la renta, simbólica o material, sin contribuir al patrimonio común.

El tercer rasgo es el desacople entre poder y autoridad. Como nadie le reconoce legitimidad al otro, en la Argentina cada sector se dedica a ejercer el poder. El poder sin legitimidad se reduce a la pura fuerza. Hay que ser prepotente, avanzar, apretar, atropellar, ocupar espacios, depredar. La barra brava, el piquete y la patota simbolizan esas conductas, pero no hay que engañarse: existen en las canchas de fútbol y en las calles como en los salones y despachos más influyentes. Con cuidados argumentos o con palos, los argentinos buscan imponerse unos a otros por la fuerza. Pocas veces prevalecen la moderación y la autoridad.

El cuarto factor es la falta de consenso respecto del perfil institucional del país. La clase dirigente argentina no se pone de acuerdo acerca de qué tipo de instituciones habrán de regir la sociedad. Aquí se manifiesta la ausencia de criterios de la que hablaba Halperín. Desde hace 25 años acatamos formalmente la democracia, pero no deja de corroernos la disputa acerca de cuáles deberán ser sus características y acentos. Esa divergencia, que involucra aspectos económicos y políticos, puede rastrearse ya en los siglos XIX y XX, cuando unos plantearon la contradicción entre civilización y barbarie, y otros, entre pueblo y oligarquía.

El quinto rasgo es la utilización del Estado para fines partidarios. Este fenómeno, que es una tentación irresistible en cualquier sistema político, alcanzó en la Argentina niveles intolerables. Implica, como tantas veces se ha repetido, una confusión entre Estado, gobierno y partido. Llegar al gobierno supone apropiarse del Estado y usarlo como instrumento arbitrario de acumulación de poder. Esta malversación de la función estatal, convertida en costumbre y fuera de todo control, tiene efectos devastadores para la cultura pública. Tratemos de convencer a un votante común de que los políticos que debe elegir cumplirán su papel atendiendo al interés general y no al de su propio sector. Nadie nos va a creer.

El sexto rasgo deriva del anterior. Es la deserción del Estado de sus funciones básicas. Hace 20 años que nuestra clase dirigente discute si el Estado debe intervenir activamente en la economía o debe limitarse a garantizar servicios esenciales, como salud, educación, seguridad, justicia y defensa. Pues bien: tuvimos una década para cada posición; al cabo, el Estado sigue demostrando ser un pésimo administrador de empresas y un ente fracasado para asegurar los bienes públicos.

La gente sufre cada día la ausencia del Estado. Se siente desprotegida. Intentemos convencerla de que no se repliegue, de que no se enfurezca, de que no se deprima, de que no se asuste o de que no recurra a medios ilegales para alcanzar sus objetivos. Será inútil: dirán, como se dice en la calle, "no nos queda otra".

La séptima característica es la fragmentación y pérdida de identidad de las fuerzas políticas. La decadencia de los partidos, el uso arbitrario del poder estatal, las máscaras del peronismo, los problemas del radicalismo para gobernar, la inexistencia de una derecha y una izquierda presentables, entre otros infortunios, produjeron a la vez la atomización y la disolución de las identidades políticas.

Como escribió Carlos Pagni hace unos días en este diario, la política argentina se organiza hoy en torno a ejes temáticos de coyuntura, no según la pertenencia a organizaciones con programas y proyectos. Esto es fuente de una enorme confusión. Y un campo propicio para manipular las voluntades. La gente no entiende este desbarajuste ni quiere hacer el esfuerzo para comprender, porque ya no le importa.

El octavo factor es el autismo. Las elites argentinas, enfrascadas en sus luchas facciosas, perdieron la noción de que viven en una región del mundo que, aun con sus graves problemas, considera una pérdida de tiempo (si no una imbecilidad) vivir dilapidando oportunidades, debatiendo temas del pasado, practicando la desunión y dando la espalda a la realidad internacional. El resultado es deplorable: nuestros vecinos progresan y maduran, respetan y apoyan a sus presidentes, preservan consensos básicos, ganan prestigio. Nosotros ya no somos un socio confiable para ellos. Participamos del protocolo, pero cada vez menos de la confianza y los negocios. La anomia política es una extravagancia que el mundo no está en condiciones de tolerar.

La novena característica es la desigualdad. Es cierto que trata de un problema mundial de difícil solución, pero la Argentina es el país de la región que se volvió más desigual en menos tiempo. Conserva aún altos índices relativos de desarrollo humano, aunque pierde terreno con rapidez. Y muestra un aumento notable de la mortalidad infantil y de otros indicadores similares. Cuando las elites se desentienden de la desigualdad o se acuerdan de ella en ocasiones, se generan resentimiento, frustración y violencia. Las clases sociales se separan por muros invisibles pero infranqueables. Cada grupo con sus códigos, sus recelos y sus estrategias. De un lado, los que pueden darse una vida entre digna y ostentosa; del otro, los que no poseen nada y no tienen perspectivas de mejorar. Es una caldera de odio.

Las invocaciones al rol del Estado y de la iniciativa privada, la retórica populista, las pulcras recetas liberales se proclaman en las plazas y en los simposios, pero, como se dice en el lenguaje común, "no pasa nada". Los argentinos siguen muriéndose cada día de pobreza o de violencia.

El último rasgo es un signo de los gobiernos irresponsables. Lo denomino la excitación de las apetencias individuales. ¿Qué quiere decir? Significa, dicho rápido y con sencillez, que, cuando la economía marcha bien, se reparte o se promete repartir sin prever los malos tiempos. Se induce a creer que no hay límites. Que siempre se vivirá en la abundancia. Cuando ésta cesa, cada sector se cree con el derecho de seguir reclamando la cuota prometida. La irresponsabilidad consiste en ocultar que las necesidades se atienden según los recursos disponibles y que éstos son por naturaleza fluctuantes. Los buenos gobiernos dependieron siempre de las ecuaciones, no de la demagogia.

La sociedad argentina vive momentos de crispación. La gente está harta de sus dirigentes. Hay esfuerzos sensatos para cambiar el rumbo, pero no alcanzan. Se impone la intolerancia. Parece que camináramos, para usar la expresión del poeta César Vallejo, por el "borde célebre de la violencia". Es una sensación desagradable, amenazadora. Emile Durkheim, el sociólogo que describió la anomia, pensaba que la desorganización social abre la puerta a todas las aventuras. Yo agregaría: cuando las democracias se desorganizan, suelen engendrar aventuras totalitarias. Acaso no esté de más recordarlo en estos días de furia.

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