Rebelión
Lo que se ha observado en las últimas semanas con las ramificaciones de las redes de corrupción montadas por la contratista Odebrecht es de una magnitud inimaginable. Cuando comenzaron a conocerse el tenor de las “delaciones premiadas” de los 77 ejecutivos de esta mega empresa, muchos políticos importantes y funcionarios del alto escalón gubernamental de países latinoamericanos comenzaron a desfilar por las páginas de los diarios y en noticiarios de televisión. Nombres como Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Alan García en Perú, Uribe en Colombia, el panameño Ricardo Martinelli y el ex presidente de El Salvador, Mauricio Funes, fueron parte de la extensa lista de ex mandatarios acusados de haberse beneficiado con las propinas que efectuaba la empresa contratista para adjudicarse importantes proyectos de infraestructura regional.
Según informaciones del Departamento de Justicia de Estados Unidos, Odebrecht pagó casi 800 millones de dólares en sobornos realizados en 10 países de la región. El nivel de corrupción fue tan alto, que llegó a ser institucionalizado. La Odebrecht tenía un Departamento con decenas de funcionarios dedicados exclusivamente a organizar el pago de las propinas para proyectos que eran licitados por los diversos gobiernos, con listas enormes de políticos profesionales y decisores de políticas públicas entre ellos.
Por lo mismo, nos encontramos ante una clara demostración de que los intereses de las empresas (no solo de Odebrecht) se mezclan con las expectativas de renta de poderosos grupos e individuos enquistados en las estructuras políticas y del aparato de Estado, consolidando la primacía de un régimen plutocrático que muestra un absoluto desprecio por las prácticas democráticas que deberían envolver al conjunto de los ciudadanos. El patrimonialismo que caracteriza la mezcla de los intereses privados con la actividad de servicio público está enriqueciendo crecientemente a una minoría social, como ha sido destacado por diversos informes realizados por organismos internacionales, como Oxfam o la propia CEPAL. No hay democracia que resista a una cada vez mayor desigualdad en la distribución de la renta a partir de las relaciones espurias que se establecen entre las empresas, el gobierno y la clase política.
Los efectos deletéreos que tiene para los países de la región que los principales proyectos de infraestructura y de política pública en general, se realicen a partir del pago de sobornos de quienes tienen que decidir sobre esas políticas tienen consecuencias todavía incalculables. Muchas de las concesiones efectuadas por los gobiernos se encuentran sobrefacturadas y quien paga la cuenta finalmente es la población que debe tributar para sustentar esas grandes obras sin ser consultada e informada. Todo es realizado en secreto o burlando los canales de transparencia y de prestación de cuentas. En ese contexto, es bastante difícil ejercer una política soberana sobre los modelos de sociedad y sobre el uso de los recursos naturales que les dan sustento a dichos modelos. En un proceso emblemático, el gobierno Temer ha iniciado la venta de recursos naturales a corporaciones transnacionales, comprometiendo la soberanía de Brasil sobre dichos recursos. Concretamente, en el campo de los hidrocarburos, Petrobras acaba de firmar un acuerdo con la petrolera francesa Total por un valor de 2,2 billones de dólares, que incluye la venta para explotación de los campos del pre-sal existentes en la Bahía de Santos. Dicho convenio es parte de una extensa lista de concesiones y ventas realizadas a favor de corporaciones multinacionales para la explotación de las reservas petrolíferas que se encuentran en el subsuelo territorial. La autorización de venta del pre-sal en Brasil es una demostración más -entre muchos otros casos representativos- de como los países abdican a la soberanía de su patrimonio en favor de las ventajas obtenidas por las grandes corporaciones transnacionales.
Mientras tanto, organismos regionales como Celac y Unasur no han realizado ninguna acción de importancia para evaluar las consecuencias que tienen los casos de corrupción que envuelven empresas, instituciones y dirigentes políticos de la región. Así como existen los entes reguladores y superintendencias a nivel cada país, estos organismos deberían establecer mecanismos para regular y vigilar permanentemente todos los proyectos que envuelvan licitaciones, velando por el estricto cumplimiento de cláusulas de transparencia, probidad e idoneidad en todos dichos emprendimientos. Esta es ciertamente una aspiración normativa que debe ser conciliada con las condiciones políticas y jurídicas que permitirían llevar adelante las reformas necesarias en esa dirección. De lo contrario, estos organismos seguirán siendo meras agencias de empleo de la burocracia regional.
De esta manera, la democracia se encuentra amenazada no solamente por la exclusión de los ciudadanos en la toma de decisiones sobre temas fundamentales que afectan sus vidas. Ella también se ve enfrentada por la emergencia de grupos nacionalistas y neofascistas que utilizando el argumento de la lucha contra la corrupción, han erigido proyecto ultraconservadores que se alimentan con la crisis política y con la falta de credibilidad en los partidos y en las instituciones democráticas. Estas figuras mesiánicas que se arrogan el papel de salvadores de la patria buscan finalmente destruir la dimensión política y el pluralismo existente en la sociedad. Estimulados por el triunfo de Donald Trump y la ascensión de Marine le Pen en Francia, Nigel Farage en el Reino Unido o Frauke Petry en Alemania, los oportunistas de la reacción buscan captar el voto de los descontentos con su discurso nacionalista, misógino, homofóbico y xenofóbico.
América Latina se enfrenta a un peligroso viraje hacia la extrema derecha y, en consecuencia, es necesario redoblar los esfuerzos para que los avances conquistados en la última década no sean destruidos por la ascensión de la plutocracia y la intolerancia.
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