quinta-feira, 3 de agosto de 2023

De las palabras a los hechos: las leyes raciales del nazismo


Francisco Javier Blázquez
The Conversation

El 14 de julio de 1933 el gobierno de Hitler aprobó la Ley para la Prevención de Progenie con Enfermedades Hereditarias con el objetivo de esterilizar a personas que eran consideradas biológicamente inferiores.

En principio, esta ley había sido promulgada para impedir la trasmisión de enfermedades hereditarias. Pero en realidad sirvió para llevar a cabo una política general de esterilización obligatoria, así como de exterminio, de las personas que padecían defectos físicos o mentales.

Adolf Hitler, considerado por algunos especialistas como el gran simplificador, estaba convencido de que la supremacía de los arios solo era posible a través de la regeneración y purificación de la sangre germana.

De ahí que dos años después, el 15 de septiembre de 1935, promulgara la “Ley para la protección de la sangre y el honor alemanes” y promoviera la aplicación del Programa Aktion T4, en virtud del cual perdieron la vida más de 70 000 enfermos de párkinson, alzhéimer o epilepsia a los que practicaron la “eutanasia compasiva”.

El motivo no ofrecía lugar a dudas para los dirigentes nazis. La salud e “higiene racial” eran prioritarias. Inexcusablemente. El racismo biológico debía imponerse sacrificando los principios de igualdad, libertad o dignidad emanados del liberalismo precedente.

El racismo histórico

 Es preciso recordar que, con anterioridad, teóricos racistas como el Conde Bufon en Historia Natural, así como el Conde de Gobineau, a través del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas en 1853, habían defendido que la raza blanca ocupaba el nivel superior y que la mezcla racial resultaba degenerativa.

Sin embargo, conviene precisar a este respecto que el concepto de “raza”, al igual que el de “población”, no deja de ser tan solo una abstracción de carácter especulativo, que carece de correspondencia empírica alguna. De hecho, el término “raza” no describe ninguna cualidad humana, específica, que sea diferenciada, y menos hace referencia a ningún dato objetivo.

No obstante, una vez más, el mito de la raza tan extendido por Europa, irrumpía de nuevo. La puesta en práctica de la política racial nazi era la prueba de que los mitos, más allá de su eventual atractivo romántico o literario, pueden erigirse en armas poderosas que entrañan graves peligros. Podría decirse que están preñados de fantasmas y que son capaces de engendrar barbarie.

A veces, los mitos salen de las cavernas en las que hibernan, entran en acción seduciendo a las mentes y entonces se tornan mortíferos, pues se comportan, tal y como advierten Yves Ternon y Socrate Helman, “como el gas que desintegra el alma, degrada la razón y aniquila la voluntad de ser libre”.

No ha de extrañar que, a partir de esas coordenadas, tanto los judíos como los gitanos, los minusválidos o los enfermos mentales, fueran percibidos por el nazismo como un claro peligro para el desarrollo del ideal de la pureza genética del pueblo alemán, eje central de su proyecto político.

Crisis económica y proyecto totalitario

Conviene recordar que tanto la situación económica que padecía Alemania por la hiperinflación de 1923 como la crisis de 1929 acentuaron las dificultades de un país estragado tras la derrota de la Primera Guerra Mundial en un proceso de creciente inestabilidad política y fragilidad institucional.

La firma del Tratado de Versalles había desplazado a Alemania del puesto que ostentaba anteriormente, reservado a las grandes potencias. Previamente, el representante del gobierno británico, J. M. Keynes, había anticipado las consecuencias que podrían derivarse de unas condiciones de reparación de guerra tan exigentes. A partir de entonces, numerosos desempleados, comerciantes y empresarios arruinados se dejaron seducir por las expectativas que generaba el discurso nacionalsocialista.


Entre tanto, los dirigentes nazis se sirvieron de técnicas de propaganda de masas e hicieron uso de un lenguaje metafórico, a veces eufemístico. Hablaban en términos de “plaga” aludiendo a los judíos y de “bacilos” o “bacterias” para referirse a los gitanos, y los consideraban nocivos para el organismo social, es decir para la salud del Estado.

La expresión habitual de “sobres vacíos” o “cuerpos sin alma” asignada a los enajenados mentales, así como “solución final” para apelar al holocausto, formaban parte de una estrategia planificada que perseguía como objetivo vaciar de contenido y alterar el significado de las palabras.

Advertencias del riesgo totalitario

Pocos autores como el escritor judío de origen austríaco Stefan Zweig fueron capaces de hacer público, antes de la llegada al poder del nacionalsocialismo, el grave riesgo en el que estaba incurriendo Alemania. En reiteradas ocasiones advirtió que el gobierno del país podía caer en manos de un régimen totalitario de carácter fascista, tal y como sucedía ya en Italia. Esto haría retroceder al continente europeo a periodos históricos de crueldad y violencia prácticamente olvidados.

Sus palabras siguen siendo tan expresivas como elocuentes cuando afirmaba, para referirse al ambiente que impregnaba el avance de la ideología nazi: “la mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscrita; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su pestilencia como un perfume”.

Del mismo modo, el creador del psicoanálisis Sigmund Freud, igualmente judío de origen, había manifestado, antes huir de Viena para vivir en Londres: “Nunca se sabe adónde se irá por ese camino. Primero uno cede en las palabras, después poco a poco en la cosa misma”.

Han pasado ya nueve décadas, pero el deber de recordar aquellos hechos ignominiosos se ha convertido en un imperativo moral que no podemos eludir. Ignorarlos u olvidarlos sería un acto de negligencia. Máxime, teniendo en cuenta la fuerza que está adquiriendo en los últimos años el discurso xenófobo y ultranacionalista de la extrema derecha.

En última instancia, tal y como advertía el Premio Nobel de Literatura José Saramago: “Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizás no merezcamos existir”.

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