Serge Halimi
Le Monde diplomatique
Inaugurada hace treinta y cuatro años, la reunión anual del club de los países ricos ya se había hecho vieja. El círculo se había vuelto demasiado chico, demasiado occidental, demasiado señorial. Al principio, Asia sólo estaba representada por Japón, generalmente mudo; América Latina y África ni figuraban. Caída de los muros, vuelco del mundo, aldea global, diálogo de culturas: el Grupo de los seis (G6) de 1975, devenido en G7 al año siguiente (con la llegada de Canadá), finalmente en G8 en 1997 (tras el ingreso de Rusia), se transformó en G20 desde 1999, es decir mucho antes de que el presidente francés Nicolas Sarkozy se otorgue el mérito de todas las innovaciones planetarias.
Con la irrupción de Brasil, de Argentina, de Sudáfrica, de India, de China, el G20 –estaba escrito– iba a poner patas para arriba un orden internacional carcomido, dar la palabra a los países del Sur, doblar las campanas del “Consenso de Washington”. En noviembre de 2008, parecía la ocasión soñada. ¿Acaso no constituían el crack financiero y la urgencia económica la ocasión de empezar todo de nuevo, de “refundar” todo en la polifonía del nuevo mundo?
Aparentemente, esa diversidad parece seguir el camino de otras tantas... Despegada de un movimiento social, maquilla las viejas relaciones de fuerza, remplaza gerentes usados por asociados más relucientes. En cuanto al itinerario... “Nuestro trabajo debe estar guiado –anuncian los Estados del G20– por la creencia compartida de que los principios del mercado, el régimen de libre comercio e inversión y los mercados financieros efectivamente regulados fomentan el dinamismo, la innovación y el espíritu emprendedor que son esenciales para el crecimiento económico, el empleo y la reducción de la pobreza.” No sin aplomo, el comunicado insiste: “Estos principios han hecho que millones de personas abandonen la pobreza y han contribuido significativamente al aumento de calidad de vida en el mundo”. Lo que equivale a decir que la estrategia elegida desde hace treinta años fue la correcta y que la crisis actual –¿un simple accidente de ruta?– encontrará remedio en una reglamentación más “correcta” de los mercados financieros. Saludemos aquí la abnegación de Argentina, cuyas cicatrices aún frescas exhiben la nocividad del breviario liberal que acaba de firmar.
A dos meses del crack de Wall Street, inútil buscar en este texto del G20, mezcla de banalidades y galimatías, pero también de reiteración del dogma, cuestionamientos a las políticas de exclusión –y a las instituciones financieras– que, por ejemplo, alentaron a decenas de millones de personas a endeudarse para compensar la continua baja de sus ingresos. Ni una palabra tampoco sobre los paraísos fiscales, a menos que éstos deban temer, como la cuchilla de una guillotina sobre su nuca, el anuncio de que se van a estudiar disposiciones en vistas a “proteger el sistema financiero global de las jurisdicciones con falta de cooperación y la falta de transparencia que plantean riesgos o actividades financieras ilícitas”. En cuanto a los fondos especulativos, a sus aficionados no les queda más que temblar ya que los países del G20 prometieron “reforzar la transparencia en los mercados financieros, incluyendo la mejora de los productos financieros complejos”. ¿Pero cómo hubiese podido el G20 designar a los culpables cuando los principales responsables siguen redactando sus comunicados?
Se entiende, un nuevo Bretton Woods no se chapucea en unas pocas semanas; el acuerdo original, en 1944, había sido preparado durante más de dos años. Pero la improvisación de la reunión, a la que se agregaba el cambio de guardia en Washington, no lo explica todo. Porque por momentos los “20” supieron hablar claro: “Subrayamos la importancia vital de rechazar el proteccionismo (...). En los próximos 12 meses nos abstendremos de imponer barreras a la inversión y al comercio de bienes y servicios (...). Nos esforzaremos para llegar este año a un acuerdo para cerrar la ronda de Doha de la Organización Mundial de Comercio (OMC) con un resultado ambicioso y equilibrado”. Que el libre comercio y la globalización puedan invocar el aval de gobiernos que representan el 65% de la población mundial, he aquí una conclusión bastante singular –y ciertamente provisoria– de la actual tormenta económica.
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