La muerte de su presidente, el general Lansana Conté, ha hundido a Guinea, más que nunca, en la confusión y el desamparo. Aunque de momento las calles de Cornaky permanecen en calma, hay un pueblo desesperado y exhausto que contempla impotente la intentona del golpe de Estado proclamado por una parte del ejército pero rechazado por el clan en el poder, los allegados del difunto jefe del Estado.
¡Pobre Guinea! El país celebró sombríamente, el 2 de octubre, el quincuagésimo aniversario de su independencia: el país que entró en la historia con fanfarrias aborda el siglo XXI hecho jirones. Ha sido suficiente, hay que decirlo, el reinado de las ilusiones perdidas de dos hombres. Durante un cuarto de siglo, «el padre de la independencia», Sekou Touré, el hombre que se atrevió a decir no a De Gaulle y a Francia en 1958, impuso en su país, en nombre de una improbable revolución, una dictadura estalinista al estilo africano. Durante otro cuarto de siglo, su sucesor destrozó rápidamente las esperanzas de apertura y liberación que suscitó en 1984 para imponer mejor su puño de hierro militar y mantener sometido a su pueblo.
El balance es tan catastrófico como absurdo. Aunque Guinea es uno de los países más ricos de África, su pueblo es uno de los más pobres del mundo. Ni Sekou Touré ni Lasana Conté, a pesar de su longevidad en el poder, aprovecharon los formidables recursos mineros del país: bauxita, hierro, cobalto, oro, diamantes, petróleo, además de unos recursos hidráulicos que hacen palidecer de envidia al vecino Sahel. Ninguno de los dos logró renegociar los contratos leoninos que los atan, especialmente a los principales productores internacionales de aluminio, para construir el desarrollo de su país, que está clasificado por las Naciones Unidas con el número 160 sobre 177 por su nivel de vida, está considerado uno de los más corruptos del mundo y la mitad de su población sobrevive con menos de un dólar diario.
Los guineanos saben que no pueden esperar gran cosa de la Unión Africana ni de la Unión Europea; y tampoco de Francia, que asiste a este desastre casi sin pestañear. Su única esperanza es que no tienen nada que perder, lo que, desgraciadamente, no es una garantía de serenidad para el futuro.
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