sábado, 30 de dezembro de 2023

Feliz año 2024 !!

 

A pesar de los nubarrones que amenazan en el horizonte de nuestra región y del planeta, con el nuevo año siempre renovamos la esperanza en mejores días, con mucha salud, paz, amor y felicidad.  Les deseo a todas mis amigas y amigos lectores un 2024 lleno de alegrías, triunfos y realizaciones !! 

terça-feira, 26 de dezembro de 2023

El gobierno de Lula navega sobre aguas turbulentas


Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

Tentei te entender. Você não soube explicar
Fiz questão de ir lá ver. Não consegui enxergar
Desempregado, despejado, sem ter onde cair morto
Endividado sem ter mais com que pagar
Nesse país, nesse país, nesse país
Que alguém te disse que era nosso...

Perplexo, Os Paralamas do Sucesso

Un año sin mucho para celebrar

El próximo 1 de enero se cumple el primer año desde que asumió el presidente Lula da Silva. En este periodo el gobernante brasileño pudo cumplir con algunas de sus propuestas de campaña, pero para ello ha tenido que renunciar a la construcción de un gobierno efectivamente progresista en el ámbito económico, político, social, cultural y ambiental.

El llamado “presidencialismo de coalición” le ha implicado a Lula sufrir algunas derrotas que resultan de la cada vez más amplia plataforma de apoyo entre los partidos que componen su actual administración. Con el objetivo de asegurar la estabilidad institucional y la sacrosanta gobernabilidad, el mandatario fue incorporando hasta a los más tradicionales partidos de la derecha brasileña, como Unión Brasil, Partido Social Democrático (PSD), Partido Progresista (PP), Republicanos o Partido Laborista Brasileño (PTB).

Inconsistente con el electorado y la base social que le dio sustento en octubre de 2022, el gobierno tuvo que renunciar a las expectativas que existían en torno a su programa original para iniciar -desde antes de asumir su mandato- una rueda interminable de negociaciones con los sectores de derecha que amenazan permanentemente con boicotear su gestión de no obtener los beneficios que creen “merecer” por parte del Ejecutivo. (Los principales escollos del gobierno Lula).

Electo a partir de la construcción de una concertación con partidos de izquierda y centro izquierda, los correligionarios del presidente representan solamente a un cuarto de los asientos en el Congreso, es decir, el gobierno posee una correlación de fuerzas bastante desfavorable para impulsar su agenda programática en el campo político.

Solo para ayudar a la memoria, es bueno recordar que, en el segundo turno de las elecciones del 30 de octubre de 2022, el candidato Lula da Silva triunfó solamente con el 50.9 por ciento de los votos válidos que representaron poco más de 60 millones de sufragios, ganando por una margen muy estrecha con relación a su contendor de la extrema derecha.

No deja de ser intrigante saber que 58 millones de brasileños votaron por Jair Bolsonaro, que ha sido el presidente con peor desempeño desde la redemocratización en 1985. No solo su administración dejó un legado de casi 700 mil muertes a causa de la pésima gestión de la pandemia del Covid19, como también su mandato será reconocido en la historia brasileña como aquel que provocó la mayor destrucción de los sistemas de protección social, el exterminio de los pueblos originarios, la devastación ambiental, el apoyo incondicional a las milicias o el ataque violento a las minorías y la diversidad sexual.

A pesar de su triunfo – con un desempeño que frustró las expectativas en torno a su candidatura- las alianzas que consiguió construir el pacto democrático no han sido suficientes para proporcionarle a Lula las articulaciones necesarias para implementar su programa con tranquilidad y fluidez. Eso se debe en gran medida al hecho de que, en las elecciones de gobernadores, senadores y diputados, la derecha y la extrema derecha obtuvieron una significativa representación a lo largo y ancho del país.

Varios ministros de Bolsonaro consiguieron escaños en la Cámara y el Senado y los cuatro estados más importantes de la República (Sao Paulo, Rio de Janeiro, Minas Gerais y Rio Grande do Sul) poseen gobernadores cercanos o militantes de la extrema derecha. Eso sin contar con las presiones que sufre constantemente de parte de unas Fuerzas Armadas con vocación golpista, de los empresarios retrógrados, de los sectores del agronegocio, de los conglomerados extractivistas, de los especuladores financieros, de las iglesias pentecostales o de las milicias que controlan parte del territorio de las grandes capitales.

En este escenario de presiones y chantajes, el Parlamento acaba de aprobar el presupuesto del próximo año el que incluye la escandalosa cifra de 53 mil millones de reales (algo así como 11 mil millones de dólares) para obras propuestas y elegidas por sus diputados y senadores. Esta descomunal cifra de enmiendas parlamentarias es similar a aquella que el gobierno debería invertir en todos los proyectos diseñados para el próximo año.

Dichos recursos son la moneda de cambio que poseen los congresistas para reproducirse en sus reductos electorales, ignorando casi siempre las prioridades del gobierno. Este último desdoblamiento sobre la pérdida de control con respecto a la planificación presupuestaria se inscribe en aquello que puede ser considerada como una nueva modalidad de “parlamentarismo disfrazado”, la cual le resta aún más capacidad decisoria al ejecutivo, restricciones que ya se presentan en el marco del presidencialismo de coalición al que aludimos anteriormente.


Las tareas pendientes de un gobierno acorralado

Resumiendo, desde que fue ungido como primer mandatario, Lula ha debido gobernar en un tipo de régimen hibrido o transformista que se mueve entre un tipo de presidencialismo incompleto y un parlamentarismo enmascarado, siempre amenazado por el Presidente de la Cámara, Arthur Lira, que exige mayores poderes a cambio del apoyo de los partidos del Centrao, operando casi como un primer ministro que administra las tareas de un Estado que no tiene nada de republicano. Lira es una figura que se encuentra más interesada en fortalecer los privilegios personales y de sus seguidores, valiéndose para ello del usufructo del tesoro público y en contra de cualquier iniciativa que ayude a superar los problemas que enfrentan los brasileños.

Entonces, desde la conformación de su gabinete, Lula ha tenido que ir cediendo a los intereses de los partidos que fueron incorporándose a la base del gobierno, descartando a ministros –y especialmente ministras- que eran de su confianza. El caso más emblemático fue la salida de la Ministra del Deporte, Ana Moser, una destacada deportista que era de plena confianza para el mandatario. Ella que tuvo que dejar el cargo para entregárselo a un cuestionado André Fufuca, miembro del Partido Progresista, un conglomerado de derecha que ni siquiera apoya al gobierno en las votaciones más relevantes y en que la mayoría de sus integrantes siguen fuertemente ligados a las huestes bolsonaristas.

Este partido, junto con Republicanos y Unión Brasil van negociando ministerios con el gobierno Lula, mientras siguen manteniendo puentes con el bolsonarismo. La estrategia consiste en dejar las puertas abiertas con ambos campos políticos para evaluar con cuál de ellos vincularse, según las configuraciones que se presentan en el Congreso y de acuerdo con el termómetro electoral.

O sea, dado el conjunto de limitaciones políticas y económicas que le ha ido imponiendo un Congreso fisiologista, corrupto y oportunista, el presidente Lula se encuentra prácticamente incapacitado incluso para realizar un gobierno reformista con un perfil moderado de transformaciones, como lo fueron sus dos administraciones anteriores entre 2003 y 2010. Aun siendo parte de un ciclo socialdemócrata imperfecto, estos gobiernos por lo menos consiguieron – a través del asistencialismo y de transferencias directas del Estado a los grupos más carentes- sacar a miles de familias del mapa de la pobreza. En estos momentos, el hambre de millones de brasileños heredada de la gestión de Bolsonaro, persiste todavía como un monumental e ineludible desafío a ser superado.

La permanencia de una ideología ultra conservadora y de la extrema derecha política no se discute como dato de realidad, ella posee basamentos firmes en la propia historia brasileña, con su herencia esclavista, racista y clasista, sus raíces religiosas atávicas, su cultura country y su elite colonizada. Dicha impronta reaccionaria se apoya durante siglos –con escasas excepciones- en una fuerza militar que siempre está amenazando los avances democráticos de la sociedad, con un empresariado atrasado que vela solamente por sus intereses y subordinado a las directrices de las corporaciones transnacionales.

En ese contexto, el gobierno Lula no ha conseguido ni siquiera mejorar el Programa Bolsa Familia ni aumentar el salario mínimo a niveles que permitan recuperar la capacidad de compra perdida por las familias brasileñas durante la administración de Bolsonaro. Otros programas emblemáticos de las anteriores administraciones del Partido de los Trabajadores (Programa de Aceleración del Crecimiento, Sistema Único de Salud, Minha Casa-Minha Vida, Farmacia Popular), se arrastran lánguidamente y sobreviven gracias al esfuerzo de los profesionales comprometidos con la mejoría de vida de la población más vulnerable.

En el ámbito de la participación popular, la tarea se encuentra aún pendiente y no existe una política efectiva de formación política para los ciudadanos. Por su parte, las organizaciones y movimientos sociales se han restado a la realización de manifestaciones durante el presente año bajo el argumento de que es necesario apoyar incondicionalmente al gobierno que debe maniobrar entre adversarios declarados y agresivos. Parece que existe una abdicación absoluta sobre la necesidad de complementar las políticas públicas con la participación popular, precisamente desde un gobierno que dice promover la inclusión social con los procesos pedagógicos que aseguren la organización y movilización de la población en torno a sus derechos postergados.

En síntesis, nos encontramos ante un gobierno de manos atadas que es amenazado y extorsionado por un Legislativo y por diversas fuerzas retrógradas que se han dedicado a desmontar la carta de navegación progresista que se presentaba en la campaña electoral. Sin convocar el apoyo de los sindicatos, las organizaciones sociales y de la ciudadanía en general, será muy difícil para el actual gobierno alterar la actual correlación de fuerzas desfavorable y salir de las trampas que le tienden cotidianamente sus enemigos. En esa gran encrucijada se encuentra el actual mandatario y su proyecto de reformas, si pretende mejorar positivamente la vida de los habitantes de un país que no debería renunciar a la esperanza.

sexta-feira, 22 de dezembro de 2023

Cuando civilización es barbarie


Rosa Miriam Elizalde
La Jornada

Un sistema de inteligencia artificial (IA) desarrollado por Israel le permite localizar y aniquilar 100 objetivos por día en Gaza, pero 2023 quedará en la historia como el año en que aproximadamente 180 millones de terrícolas se comunicaron, crearon e hicieron trampas con robots.

En apenas 12 meses, OpenAI se ha convertido en la empresa de inteligencia artificial más popular del mundo, al diseñar una aplicación (ChatGPT) capaz de mantener un diálogo razonablemente coherente con cualquier usuario en Internet. Con esta tecnología, Los Beatles estrenaron su última canción y Kuwait News presentó a Fedha, la futura conductora de su principal canal de noticias. Nvidia, que se ha posicionado como proveedor del hardware requerido para la inteligencia artificial, subió su valor en la bolsa 190 por ciento. Tesla sigue liderando el mercado de la conducción autónoma. Apple ha destinado millones para mejorar sus asistentes virtuales y Microsoft se alzó como el principal inversor de ChatGPT (para luego absorber a la mayor parte de su plantilla y su CEO Sam Altman).

Sin mencionar a Israel, los expertos nos abruman con tremendismos como 2023 será recordado como el año en que se produjo la mayor disrupción tecnológica desde la creación del buscador de Google. Otros, siguiendo una suerte de escatología apocalíptica, creen que marcará el inicio de la rebelión de las máquinas y de los intentos de regularlas a tiempo. Y todos ellos buscan implantarnos la idea de una nueva hipermodernidad que acabará con el mundo tal como lo conocemos.

La realidad es bastante más simple. No son las máquinas las que adquieren inteligencia y valores humanos; son las élites tecnológicas las que reproducen la lógica de las máquinas. El dilema sobre ChatGPT –o cualquier otra tecnología basada en sistemas de redes neuronales– lo hemos visto ya muchas veces desde la generalización del uso y acceso a Internet, con plataformas que aparecen abiertas, gratis y disruptivas, pero que en realidad vienen acopladas a la idea de que siempre hay una solución tecnológica o de mercado para los grandes problemas sociales y ­medioambientales.

En La supervivencia de los más ricos, Douglas Rushkoff estudia la forma de pensar y actuar de la superélite tecnológica y llega a la conclusión de que ésta lleva las riendas de la revolución digital desde una visión de la tecnología despojada de cualquier tipo de reflexión o contenido humanista: se centra en forzar los límites y escapar.

Los que controlan la industria tecnológica, volcada ahora hacia la inteligencia artificial, no sólo son inmensamente ricos: saben que lo que han construido puede destruir al mundo y tienen un plan B para salvar el pellejo. Jeff Bezos (Amazon) viajará al espacio; Elon Musk (X, Tesla), colonizará a Marte. Peter Thiel (Palantir) está empeñado en revertir el proceso del envejecimiento. Sam Altman (OpenAI) y Ray Kurzweil (Google) viven convencidos de que llegará el día en que podrán hacer una copia de seguridad de sus cerebros y subirla a la nube. El búnker de Mark Zuckerberg es el metaverso. Todos se han inventado una forma de alejarse de los problemas que con entusiasmo y alevosía han contribuido a crear.

“Para ellos –dice Rushkoff– sus algoritmos, sus inteligencias artificiales, los robots o los humanos aumentados que un día colonizarán los cielos son más importantes que la gente. Creen que la experiencia de trillones de inteligencias artificiales esparcidas por la galaxia dentro de mil años importa más que la de estos 8 mil millones de pequeños gusanos de carne que se arrastran ahora por el planeta. Y estos señores son lo suficientemente inteligentes y lúcidos para verlo. No están atrapados en la emocionalidad humana; no son capaces de retroceder y ver la ecuación desde un lugar mucho más racional.”

Mientras corremos el riesgo de un estallido atómico y en Gaza muere un niño asesinado cada diez minutos, el marketing intenta convencernos de que 2023 es la puerta de entrada a una civilización en que los androides soñarán con ovejas eléctricas. Pero éste sólo ha sido un año más del siglo XXI y de la era de las cavernas. Todo al mismo tiempo.

sexta-feira, 15 de dezembro de 2023

De la Cumbre del Clima y del tiempo perdido

Alberto Garzón
El Diario

No podemos permitirnos perder tanto tiempo al abordar todas las implicaciones, no sólo las climáticas, de habernos dotado de un sistema económico incompatible con la sostenibilidad del planeta

La última Cumbre del Clima (COP28) acaba de finalizar con otro acuerdo celebrado entre aplausos y abrazos. Las expectativas previas no eran buenas, pues la cumbre ha tenido lugar en Emiratos Árabes Unidos, un Estado que es el séptimo productor mundial de petróleo. No obstante, por primera vez en casi treinta años una cumbre del clima ha terminado con una declaración que insta a reducir gradualmente los combustibles fósiles. En todas las ocasiones anteriores, veintisiete para ser exactos, los intentos de introducir una referencia tan directa habían fracasado.

Hay quien define este acuerdo como histórico. Sin duda, la novedad es sustantiva. Los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural) son la principal fuente de emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera y, por ello, son también los principales causantes del cambio climático. Igualmente son importantes los compromisos alcanzados para triplicar la capacidad de producción de energías renovables, la mejora sustancial de la eficiencia energética y la supresión de subvenciones a las energías contaminantes. Todos estos avances, aunque aún en la esfera declarativa y probablemente sin que sean suficientes para no rebasar los 1,5º C respecto a la era preindustrial, son positivos y necesarios.

La cuestión es que, si lo ponemos en perspectiva, el panorama es más lúgubre. La concentración de moléculas de dióxido de carbono en el aire fue medida por primera vez en 1958 por Charles Keeling. Unos años más tarde quedó claro que se estaba dando un crecimiento continuado de dicho gas en la atmósfera, y el propio Keeling sospechaba que la causa era la quema de combustibles fósiles. No obstante, las primeras alarmas en el foro público llegaron a finales de los ochenta, cuando el científico James Hansen informó al Congreso de los Estados Unidos acerca de las consecuencias que estas emisiones tenían sobre el clima.

Con todo, la primera cumbre del clima tuvo lugar en 1995, el protocolo de Kioto en 1997 y los Acuerdos de París en 2015. Y ahora, gracias a este último acuerdo, la primera mención a reducir los combustibles fósiles ha tenido lugar en 2023. A todas luces hemos perdido un tiempo precioso. ¿Por qué? Me parece que el retraso hay que explicarlo partiendo de dos elementos interrelacionados pero distintos: la lucha económica que tiene lugar en el tablero de la geopolítica internacional y la estructura cultural propia de un mundo constituido sobre el capital fósil.

En primer lugar, los principales países productores de petróleo, organizados actualmente en la OPEP, han acumulado grandes cuotas de poder e influencia desde hace más de un siglo. Alrededor del capital fósil se han tejido negocios sumamente lucrativos, especialmente en momentos de crisis internacional como la sucedida en los años setenta. Y aunque se sabe desde hace mucho tiempo que la escasez de combustibles fósiles aboca al sector a una inevitable desaparición, son muchos y muy poderosos los actores que se resisten a acelerar ese final. De hecho, el bloque de la OPEP, encabezado por Arabia Saudí, ha sido el más reacio a los compromisos más ambiciosos también en esta cumbre.

La Unión Europea, presidida justo ahora por España, y sumamente dependiente de la importación de combustibles fósiles, se ha situado en una posición antagónica a la de la OPEP. Por otro lado, el papel de Estados Unidos, desde hace unos años también un gigante exportador de gas natural, ha sido mucho más ambiguo. La oferta, esto es, el negocio económico vinculado a la extracción, distribución, comercialización y venta de combustibles fósiles nos da un mapa muy útil para entender cuáles son los frenos que existen a la aceptación total de las recomendaciones científicas.

Ahora bien, si el asunto fuera simplemente sustituir las fuentes de energía procedentes de combustibles fósiles por fuentes de energía renovables o limpias, la cuestión adquiriría una dimensión básicamente técnica. En el proceso habría dificultades, como las comentadas respecto a los poderosos intereses que atraviesan la geopolítica, la falta de financiación o en algunos casos incluso la disponibilidad de tecnología adecuada, pero el problema tendría una solución sencilla: una de esas soluciones que pueden alcanzarse sobre el papel. Sin embargo, me temo que si ampliamos el foco encontramos algo más que convierte al problema en algo bastante más complejo.


Ese algo más tiene que ver con el hecho de que poner en tela de juicio los combustibles fósiles es también poner en tela de juicio las sociedades que hemos construido durante los últimos doscientos años. Al fin y al cabo, vivimos en un sistema económico caracterizado no sólo por la propiedad privada de los medios de producción sino también, y muy especialmente, por fundarse sobre una legión invisible de esclavos energéticos. Todo lo que hemos levantado a nuestro alrededor en los dos últimos siglos, desde las redes de transportes y comunicaciones hasta los edificios y otras infraestructuras físicas, se ha conseguido utilizando las reservas de energías acumuladas en el subsuelo durante millones de años.

La inmensa mayoría de los bienes y servicios que hemos naturalizado, como que calentemos nuestro hogar o que tengamos electricidad en casa, dependen todavía hoy de manera abrumadora de esa energía para nosotros invisible. El espectacular incremento de la productividad económica durante los últimos dos siglos no es sólo debido a la conflictiva contribución del capital y el trabajo, sino también a esta dotación brutal de energía extraída esencialmente de los combustibles fósiles. Somos una civilización construida, física y culturalmente, sobre energía fosilizada por las fuerzas geológicas. De ahí que imaginar y construir una sociedad avanzada de alto consumo de energía –y sostenible al mismo tiempo– sea un ejercicio tan inmenso. Sobre todo, si el tiempo corre en nuestra contra.

Pero es que tal sistema económico no sólo produce impactos sobre el clima sino sobre el conjunto del Sistema-Tierra, lo cual afecta de manera mucho más compleja a los delicados equilibrios que hacen la vida posible. Y esto nos lleva a un terreno distinto del de la simple transición energética. Hasta donde sabemos, la Tierra es el único planeta que puede albergar la vida, y desestabilizar esos equilibrios es una muy mala idea. Sin embargo, esa es precisamente una de las descripciones posibles del Antropoceno: la del desequilibrio de las condiciones climáticas que hicieron del Holoceno una etapa fértil para el desarrollo de la civilización.

La emergencia de la ciencia del Sistema Tierra –una herramienta transdisciplinar para las enseñanzas de la química, la biología, la física, la geología y tantas otras ciencias consideradas naturales– ha sido fundamental para comprender cómo funciona realmente nuestro mundo, lo que nos ha permitido conocer mejor también sus vulnerabilidades. Ello ha dado lugar a un marco conceptual como el de los límites planetarios, que ha identificado una serie de límites biofísicos que en caso de traspasarse ponen en peligro las condiciones para la vida en el planeta. La mala noticia es que muchos de esos límites se han traspasado ampliamente. La buena noticia es que se trata de trayectorias que pueden ser corregidas.

El problema es que la política y la ciencia económica son la mayor parte del tiempo totalmente ajenas a este avance científico. La ciencia económica es el principal sostén ideológico de las sociedades de mercado, pero al constituirse antes incluso de que tuvieran lugar los descubrimientos científicos centrales de la física y la química, como las leyes de la termodinámica, nació desconectada de las leyes naturales. De acuerdo con el esquema economicista básico, el bienestar humano depende de la producción, y la producción depende de los factores capital y trabajo. Toda nuestra sociedad –y toda nuestra política– se ha inspirado en este sistema de ideas que descarta cualquier papel para la energía y los recursos naturales. Como consecuencia, la cultura constituida en nuestras sociedades de mercado –nuestra forma de ver el mundo– es generalmente ciega ante los impactos ecológicos y los desequilibrios generados en el Sistema Tierra. Eso es lo que cada uno de nosotros hemos interiorizado durante siglos.

Tenemos mucho camino aún que recorrer para que nuestras sociedades asuman realmente la verdadera transición pendiente. No se trata sólo de una sustitución energética que cambie los combustibles fósiles por energías limpias. Esto es una parte necesaria de un conjunto mucho más amplio de tareas. Se trata, más en general, de acometer una transición ecológica que además de reducir también muchos otros impactos ecológicos –como la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos o la contaminación del aire, entre otros–, asuma para nuestras sociedades el único rol que es viable en el medio y largo plazo. Durante siglos el pensamiento occidental ha asumido la idea de que la naturaleza es el objeto, a controlar y explotar, y la sociedad humana el sujeto.

Hoy sabemos que la única trayectoria posible es aquella que culmina con una sociedad humana plenamente integrada dentro de los límites del planeta. Y si bien las cumbres del clima han necesitado casi treinta años para señalar al principal vector del cambio climático, no podemos permitirnos perder tanto tiempo al abordar todas las implicaciones, no sólo las climáticas, de habernos dotado de un sistema económico incompatible con la sostenibilidad del planeta. Por eso es hora de cumplir los acuerdos alcanzados y de ser, al mismo tiempo, más ambiciosos en las tareas pendientes. El tiempo corre.

sexta-feira, 8 de dezembro de 2023

Napoleón: Una película mediocre al servicio de la política centrista

Luke Savage
Jacobin América Latina

Napoleón, de Ridley Scott, toma una de las épocas más interesantes y complejas de la historia moderna —la Revolución Francesa y sus prolongadas secuelas— y la convierte en una moralina conservadora sobre los peligros de la turba. Y lo que es peor, ni siquiera es convincente.

Desde sus primeros fotogramas, la nueva epopeya del director Ridley Scott, Napoleón, deja claro tanto su subtexto político como su actitud hacia la historia. «1789, Revolución en Francia», anuncian los títulos iniciales. «Los franceses se han desilusionado por la escasez de alimentos y la depresión económica generalizada. Los antirrealistas no tardarán en acabar violentamente con el rey Luis XVI y 11.000 de sus partidarios, y luego pondrán sus miras en la última reina de Francia, María Antonieta. Mientras tanto, un ambicioso oficial de artillería corso llamado Napoleón Bonaparte busca un ascenso…».

Una aterrorizada María Antonieta es conducida a su destino en la guillotina ante la mirada de una turba parisina que la increpa lanzándole insultos y verduras podridas. Mientras el verdugo alza su cabeza cortada ante los vítores de la multitud, el Napoleón Bonaparte de Joaquin Phoenix observa la escena con una expresión de enigmática ambivalencia.

Las superproducciones de gran presupuesto, especialmente las dedicadas a personajes y acontecimientos históricos muy conocidos, a menudo apuestan por la generalidad. Pero, desde el principio, Napoleón exhibe con orgullo su conservadurismo. Su Revolución Francesa no es ni una posibilidad radical en medio de la efervescencia intelectual ni una ruptura histórica moralmente compleja en la que las quiebras económicas e institucionales del Ancien Régime —por no mencionar la implacable invasión de las monarquías de la vieja Europa— dieron lugar a un violento conflicto civil. En su lugar, operando dentro de una tradición que se remonta a intelectuales como Thomas Carlyle y Edmund Burke, y más recientemente al historiador centrista François Furet, Scott nos muestra una revolución cuyo idealismo igualitario solo puede conducir a la oscuridad, el despotismo y la violencia.

En cuanto a la exactitud histórica, cualquiera que conozca mínimamente este periodo encontrará chocante la rapidez de la secuencia inicial de Scott. La ejecución de Antonieta tuvo lugar en 1793, pero Napoleón pasa del periodo de monarquía constitucional de 1789-1792 al republicanismo de la fase radical de la revolución sin perder un segundo, poniendo en marcha un ritmo absolutamente vertiginoso que nos lleva desde estos comienzos hasta el exilio final de Napoleón Bonaparte en Santa Helena en menos de tres horas.

En todo momento, Scott parece tan profundamente desinteresado por los detalles de la historia napoleónica como movido por un impulso ligeramente obsesivo de estructurar su película en torno a varios incidentes bien conocidos, aunque no sirvan a un propósito narrativo superior. Tras la ejecución de María Antonieta, Paul Barras (Tahar Rahim) pide a Bonaparte que dirija el asalto francés al bastión realista de Tolón. Gracias a su astucia estratégica, la acción tiene éxito y el joven capitán Bonaparte —veinticuatro años en la época real, pero interpretado por Phoenix, de cuarenta y nueve— es ascendido a general de brigada.

En los aproximadamente 120 minutos que siguen se nos ofrece un popurrí de episodios de la vida y la carrera de Bonaparte: su noviazgo y matrimonio con Joséphine de Beauharnais (Vanessa Kirby); su expedición a Egipto (1798); el derrocamiento del Directorio el 18 de Brumario y su ascenso a primer cónsul —y más tarde emperador— de Francia; las batallas de Austerlitz (1805), Borodino (1812) y Waterloo (1815).

No sería razonable esperar que una película como la de Scott transmitiera la historia con estricta precisión, y probablemente era inevitable tomarse ciertas libertades con los hechos establecidos. Kirby y Phoenix, por ejemplo, son actores de talento, y no tiene sentido quejarse de que su diferencia de edad sea tan grande (Kirby tiene treinta y cinco años, y Beauharnais era, en realidad, seis años mayor que Bonaparte). Del mismo modo, sería pedante criticar demasiado a Scott por omitir ciertos acontecimientos, aunque algunas de esas omisiones —como la campaña en Italia que ayudó a establecer la reputación de Napoleón como genio militar— son realmente desconcertantes. Las secuencias de batalla de la película también son espectáculos grandiosos y entretenidos, incluso cuando lo que se muestra se parece poco a la realidad.

Sin embargo, es más que extraño hacer una película sobre uno de los periodos más estudiados de la historia de la humanidad y estar tan poco interesado en lo que realmente ocurrió. Scott ha dicho abiertamente que «no necesitaba historiadores» y ha sido tan descarado sobre su desprecio por todo este campo que su descaro resulta casi admirable: «Cuando tengo problemas con los historiadores, les pregunto: “Perdona, colega, ¿estuviste allí? ¿No? Pues cállate la boca”». Las réplicas a esto son obvias, pero el verdadero problema con la actitud del director es que, en última instancia, convierte una de las épocas más interesantes y complejas de la historia moderna en una anodina moralina conservadora (y decididamente británica) con una vaga tesis sobre el exceso revolucionario y los peligros de la turba.

Una de las mejores ilustraciones de ello es la forma en que Scott elige retratar el levantamiento realista del 5 de octubre de 1795, más conocido por su fecha en el calendario revolucionario francés, 13 Vendémiaire. En la película vemos a un joven Bonaparte disparar su cañón contra una multitud de indefensos civiles, que son rápidamente mutilados por la salva. Cuando, en realidad, la Guardia Nacional francesa repelía lo que era un violento asalto por parte de una fuerza mucho mayor de monárquicos armados, cuyo único objetivo era reinstaurar la monarquía.

Esta secuencia es una unión de mala historia con mala política, pero también es un ejemplo de lo poco que le interesa a la película desarrollar a su personaje principal. Podría decirse que Joaquin Phoenix es uno de los actores más dinámicos en actividad, pero, de principio a fin, la idea que Scott tiene de Bonaparte rara vez se aleja del mismo monolito estático de fría brutalidad y estoica resolución. Básicamente, el Napoleón de Scott es un hombre sin personalidad, sin ni siquiera carisma: ni un antiguo revolucionario envenenado gradualmente por el cinismo, ni un idealista de antaño cuya ambición sin límites le inspira finalmente a enterrar el republicanismo e intentar ungirse dictador de Europa.

Desde la ejecución de María Antonieta, pasando por numerosos episodios que tienen el mismo tenor que la escena del 13 Vendémiaire, hasta su muerte en la remota isla de Santa Elena, el personaje central de Napoleón prácticamente no tiene arco narrativo. La relación de Bonaparte con Josefina es en muchos sentidos el núcleo emocional y argumental de la película, pero resulta un tanto desagradable gracias a una serie de escenas de sexo extrañas y a veces desgarradoras que sugieren poca ternura o afecto y se ven socavadas —como la mayor parte de lo que las rodea— por un ritmo frenéticamente entrecortado.

En última instancia, el mayor defecto de la película no es tanto su inexactitud histórica o su insípida política centrista como su incapacidad para ofrecer un drama épico convincente. El matiz y la complejidad son parte integrante de la historia, pero también mejoran y hacen más entretenida la narración. Una película con la misma concepción reaccionaria de la Revolución Francesa, la misma actitud displicente hacia el pasado e incluso la misma representación monocorde de Bonaparte podría haber sido mejor ejecutada. Pero, dado el calibre esencialmente mediocre de Napoleón como drama o entretenimiento (a pesar de los hermosos trajes y algunas secuencias de batalla realmente entretenidas), su columna vertebral es en última instancia política.

En Napoleón nos encontramos con una historia familiar sobre cómo la política de masas y el idealismo democrático conducen inexorablemente a la tiranía, una historia que exuda no solo la influencia ambiental de Burke, Carlyle y el liberalismo estéril de la Guerra Fría, sino también la de varios desvaríos posteriores a 2016 que en los Estados Unidos y buena parte del mundo han intentado culpar a la democracia de la continua disfunción de nuestro propio Ancien Régime en ruinas.

¿Qué decir? Con un poco de suerte, la inminente adaptación de la abortada epopeya sobre Napoleón de Stanley Kubrick dejará el intento de Scott en el olvido.

domingo, 22 de outubro de 2023

Oriente Medio: otra guerra imposible de ganar

Enrique Gomáriz Moraga
Latinoamérica 21

Toda guerra es una derrota humana, significa que los seres humanos no han logrado encontrar una vía pacífica para resolver sus diferencias. Pero hay un tipo de guerra que lleva esta derrota moral al paroxismo. Se trata de las unwinnable wars, es decir, las guerras imposibles de ganar. A menos, claro está, que se logre la liquidación física total del antagonista.

Este tipo de guerras tienden a enquistarse y quedar listas para una nueva explosión de destrucción y muerte. Y si no encuentran alguna salida estable del conflicto, la idea de que será posible encontrar una solución definitiva en el campo de batalla no es otra cosa que un espejismo. Algunos conflictos armados lograron encontrar esa vía de solución, después de muchas muertes y sufrimiento, como fue el caso de la guerra de Irlanda. Pero otros, incluso los más actuales, como el de Ucrania, son del tipo unwinnable war. Algo que se asocia bien con su vocación de durabilidad.

El conflicto armado entre palestinos e israelíes constituye el paradigma de este tipo de guerras. Una vez establecidas las bases constitutivas del enfrentamiento, solo existen dos opciones prácticas: la destrucción completa de una de las partes contendientes o bien un acuerdo negociado, aunque no resulte completamente satisfactorio para nadie. En realidad, a esa primera opción se referían los judíos ortodoxos cuando pedían a Nethanyahu que “entrara en Gaza para resolver de una vez por todas el problema”. No se puede pretender que sea posible distinguir a los militantes de Hamás de la población palestina que vive en Gaza.

La única forma de evitar que el niño de ocho años que vive en ese territorio ocupado sea mañana un militante de Hamás es borrándolo del mapa. Esta narrativa radical es la que conduce a golpear tan fuerte a la población palestina para que nunca olvide el costo de una agresión a Israel. En este contexto, la completa destrucción de un hospital, colmado de enfermos y heridos, encaja bien en esa lógica implacable.

Pero, desde el lado opuesto, hacer que tu vida solo tenga sentido si la dedicas a la destrucción de Israel también forma parte de la misma lógica, dentro de la cual cabe perfectamente el uso de armas de última generación, especialmente los drones, para provocar la elevación del enfrentamiento histórico. La destrucción de Israel es tan ilusoria como la negación de aceptar el establecimiento de un Estado palestino.

Como participante de una misión mediadora en los años ochenta, tuve la oportunidad de escuchar a Yasir Arafat contarnos dónde estaba su casa en Belén, antes de que fuera requisada por colonos israelíes. Y pude comprobar que el intercambio de ideas con las generaciones de judíos que habían vivido los campos de concentración se hacía eterno, hasta que el interlocutor acudía a su ultimo argumento, recogiéndose la manga de la camisa para mostrarme el número grabado en su antebrazo.

La solución al conflicto ya ha sido establecida por la comunidad internacional, mediante la resolución de Naciones Unidas que plantea el establecimiento de dos estados. Pero ninguna de las partes está dispuesta a aceptarla por entero. Israel aduce que con ello empeoraría su seguridad, algo que Estados Unidos apoya por razones geopolíticas y también domésticas. Y la parte palestina se mantiene completamente dividida al respecto. Hamás nunca superará la vieja demanda del regreso a la situación antes de la creación del Estado de Israel.

Hace tiempo que mi conclusión sobre este conflicto es que el hecho de haber sufrido una terrible persecución o discriminación no otorga a nadie una carta blanca moral para relacionarse con el mundo. No hay justificación ética para utilizar el terror como instrumento político o usar contra otros la espantosa experiencia adquirida en los campos de concentración. Los aterrorizados pueden convertirse en maestros del terror y los perseguidos pueden ser los perseguidores más atroces.

La comunidad internacional debe ayudar a los contendientes a encontrar una vía de negociación, comenzando por romper con la retórica victimista de ambos. Tomar distancia de esa retórica facilita la libertad de condenar cualquier acción condenable de cualquiera de las dos partes. Hoy, cuando Brasil preside por este mes el Consejo de Seguridad de la ONU, parece oportuno que impulse acciones de carácter humanitario y que se apeguen a los acuerdos y resoluciones ya establecidos entre las partes. Incluso si Estados Unidos ejerce su veto en el Consejo, colocando la defensa de Israel por encima de cualquier otro criterio.

sexta-feira, 13 de outubro de 2023

¿Cómo actuar moralmente ante el cambio climático?

Chuck Collins
Jacobin América Latina

A medida que el cambio climático produzca más miseria y los capitalistas que defienden los combustibles fósiles se nieguen a reducir las emisiones de carbono, nos enfrentaremos cada vez más claramente a la pregunta planteada por Chuck Collins en su nueva novela: ¿Cómo actuar moralmente contra un statu quo tan inmoral?

Chuck Collins, autor de numerosos libros, entre ellos Los acumuladores de riqueza: Cómo los multimillonarios pagan millones para ocultar billones (2022), es conocido desde hace tiempo por sus estudios detallados y basados en hechos sobre la desigualdad económica. Pero el último trabajo de Collins es una obra de ficción. Altar to an Erupting Sun nos plantea la cuestión de qué estaría moralmente justificado ante el desastre ecológico que se avecina.

En las primeras páginas, la protagonista Rae Kelliher, una activista moribunda en las últimas semanas de su vida, decide violar su antiguo compromiso con la no violencia para matar a un director general de una empresa de combustibles fósiles, ante la desaprobación de quienes la rodean. El resto del libro de Collins consiste en un recorrido por la vida de Rae, explorando su formación como activista, sus relaciones e influencias, y las raíces de su polémico acto final.

Luke Savage, de Jacobin, se sentó con Collins para hablar de Altar to an Erupting Sun, las provocaciones que ofrece su protagonista y la decisión que tomó a los veintiún años de regalar su propia y cuantiosa herencia.

Por hablar un poco de sus antecedentes, usted es bisnieto de Oscar Mayer y cuando era adolescente recibió una cuantiosa herencia, pero la regaló a los veinte años. ¿Puede hablarnos de ello?

Todo es verdad. Oscar Mayer era una persona real y era mi bisabuelo. El negocio familiar estaba en Madison, donde yo nací. Cuando yo nací, mi padre estaba trabajando en el taller y pensó que yo tenía que ir a la escuela de negocios y ponerme las pilas. Era una empresa familiar fundada en la década de 1880, pero fue comprada por el gigante corporativo General Foods, luego por Kraft y Philip Morris, y ahora de nuevo por Kraft. Cuando cumplí veintiún años, la empresa se vendió y las acciones quedaron en manos de los miembros de la familia, así que básicamente a todos nos tocó la lotería.

Yo ya tenía la sensación de que los grandes extremos de riqueza concentrada no eran algo bueno. Realmente no quería beneficiarme de ese sistema e intenté no ser desagradecido con mis padres, que intentaron darme una educación universitaria sin deudas, algo que todo el mundo debería tener. Pero doné el dinero a un montón de fundaciones para el cambio social y no me arrepiento de nada. Entre otras cosas, la experiencia me ayudó a darme cuenta de cuántas otras ventajas multigeneracionales fluyen aparte de la riqueza y el dinero en efectivo. Hay todo tipo de beneficios. Eso ha influido mucho en quién soy y en mi forma de pensar sobre la desigualdad.

Se le conoce sobre todo por su trabajo sobre la desigualdad. Esta es su primera novela. ¿Por qué una ficción? ¿Qué lo llevó a la historia de su protagonista, Rae Kelliher?

Personalmente, he aprendido mucho de la ficción histórica. Puede ser una puerta de entrada a la historia o a una región o cultura en particular. En este caso, tengo varios objetivos. Pero uno de ellos era sacar a relucir la historia de los movimientos sociales para hablar de la formación política.

Hay muchas novelas de aprendizaje que se ocupan de las influencias sobre las personas, pero no veo que la formación de movimientos sociales se trate realmente como un género. Por eso quise contar una historia en la que estuvieran implicadas personas reales —Juanita Nelson, la que se opuso a los impuestos de guerra; Sam Lovejoy, el que se subió a una torre; o Brian Willson, veterano de Vietnam— y espero que cuando la gente lea esas historias quiera saber más sobre quién era alguien como Willson y por qué puso su cuerpo delante de un tren.

También intentaba hacer ficción futurista, pensar en los próximos siete o diez años. La ficción es una oportunidad para articular una visión que no sea sólo apocalíptica. El libro es un intento de mostrar cómo sería si una comunidad se uniera para prepararse para un futuro perturbado, sabiendo que hay sistemas más amplios a los que debemos hacer frente y, al mismo tiempo, encontrar la manera de cuidarnos unos a otros.

Vivo en una región [Nueva Inglaterra] donde hay todo tipo de innovaciones interesantes en torno a los sistemas alimentarios y la economía localizada, la ayuda mutua y una forma diferente de concebir la muerte y la agonía. ¿Qué pasaría si actuáramos de conjunto? Y eso se prestaba a la ficción.

Pasamos mucho tiempo con Rae, aunque también hay otros personajes importantes. Está Reggie, su compañera. Me gustó especialmente la descripción de su hermano Toby, que durante un tiempo se aleja y tiene el cerebro podrido por la radio. Pero Altar to an Erupting Sun gira en torno a una decisión que ella toma hacia el final de su vida, cuando padece una enfermedad terminal, de acabar con la vida de un director ejecutivo de una empresa de combustibles fósiles. Así comienza la novela, y la mayor parte de ella transcurre viajando en el tiempo con Rae a medida que alcanza la mayoría de edad y desarrolla su perspectiva del mundo.

Antes de hablar de la decisión que constituye el eje narrativo de su libro, quizá podamos hablar de Rae. Es una persona que no tiene tiempo para la universidad o la educación formal, sino que es en gran medida una autodidacta. Se sumerge en las cosas y vive la vida con una urgencia y un compromiso tremendos con la gente que la rodea y con todo lo que hace. ¿Cómo caracterizaría a Rae como persona? ¿De dónde viene exactamente?

Es el alma de la fiesta. Es la persona que se acuerda de tu cumpleaños. Es la que se viste con disfraces tontos. No fue a la universidad, pero es una gran intelectual. Piensa en ideas y en historia. Es curiosa. En cierto sentido, es una historia de formación. Su pensamiento está moldeado por el de algunos mayores y otras personas muy impregnados de la práctica no violenta y la acción directa. Eso es lo que la forma. Y parte de la tensión es, ¿por qué hace lo que hace?

He oído a mucha gente decir cosas parecidas a las que dice Rae: «Si me pongo enferma terminal, no me voy a ir sin hacer ruido». Ayer mismo estaba de excursión en el bosque con un grupo de primos: una docena de niños pequeños y dos mujeres mayores. Una de ellas me preguntó qué haríamos si nos encontráramos con un oso. Yo respondí que intentaríamos poner a salvo a los niños, pero la otra mujer dijo, sin pestañear, que ella iría directamente a por el oso.

Me conmovió oírla decir eso, porque tiene más de sesenta años y entiende que su trabajo es defender a la próxima generación. Existe un grupo, Third Act, creado por Bill McKibben, Akaya Windwood y otros muchos que creen que no deberíamos depender de los jóvenes para dar un paso adelante en la lucha contra el cambio climático y que nosotros, los mayores, que hemos estado quemando combustibles fósiles y beneficiándonos de una sociedad dependiente de los combustibles fósiles, tenemos que dar un paso adelante y asumir los riesgos.

Rae es así. Está en la etapa generativa de su vida. Y hay gente que se siente así: «Si me llaman para hacer esto, esto es lo que haré». Así que no era del todo descabellado imaginar que Rae llegaría a la misma conclusión. He oído a muchos expresar un sentimiento similar sobre la necesidad de una escalada de tácticas en este momento.


La decisión que finalmente toma Rae no sólo transgrede lo que por otra parte ha sido su compromiso de toda la vida con la no violencia, sino que también se ve fuertemente perturbada por la gente que la rodea, aunque nadie está muy seguro de lo que va a hacer exactamente. Hacia el final del libro, cuando los amigos y familiares de Rae se reúnen para celebrar su vida siete años después de su muerte, queda claro que siguen sin estar de acuerdo con lo que hizo. También tiene una serie de consecuencias imprevistas: mueren tres personas en total y un querido amigo suyo es utilizado como chivo expiatorio y pasa varios años en la cárcel.

Así pues, Altar to an Erupting Sun no tiene una relación sencilla con su personaje central ni con la forma en que decide poner fin a su vida. ¿Cómo situarías la decisión de Rae? ¿Qué significado piensas que tiene?

Puesto que he oído a gente decir este tipo de cosas, era interesante — de una manera ficticia— tratar de hilar fino sobre cuáles serían las implicaciones: un tremendo retroceso político, la criminalización de la disidencia, la represión de la protesta legítima, una aceleración de las cosas que ya estamos viendo como reacción a tácticas incluso ligeramente escaladas.

Mi opinión personal es que lo que Rae decide hacer es tanto táctica como moralmente erróneo y que tendría tremendas consecuencias negativas, tanto políticas como para la gente que la rodea. Sabemos que eso no es lo que alguien como Rae habría querido, a pesar de haber apuntado sobre la responsabilidad de la industria de los combustibles fósiles y de que en los años posteriores a su muerte también suceden algunas cosas menos negativas.

Si hay algo de lo que espero que la gente hable en relación con el libro, es de cómo es la acción audaz cuando tienes una industria canalla tan poderosa políticamente como la de los combustibles fósiles, que ha hecho tanto por generar sólo charlas banales sobre quién es el responsable. «¿No somos todos responsables del cambio climático, especialmente los que pertenecemos a la clase media acomodada?», «¡Caramba, debería haber comprado ese vehículo eléctrico!», o «Debería haber ido en bicicleta y andando en vez de en coche a la tienda». La industria de los combustibles fósiles está encantada de que todos nos sintamos responsables de este dilema.

Y al final, cuando se enfrenta a estas realidades, Rae llega a la conclusión muy personal, mientras agoniza, de que quiere dejar una huella al final de su vida. Para mí, su acto es una invitación a que todo el mundo se pregunte, independientemente de lo que piense sobre lo que hace Rae, cómo sería una respuesta valiente al cambio climático y cómo sería enfrentarse a la industria de los combustibles fósiles y al poder que han utilizado para negar el cambio climático y bloquear las alternativas.

El altar aparece mucho en este libro. ¿Qué significa el altar para usted? ¿Qué significa en el libro?

En cierto sentido, el libro es un altar. Es un altar en la tradición global de recordar y honrar a los antepasados. Es un altar a los movimientos sociales y a la gente que nos ha precedido como activistas de toda la vida. No se trata de personas que acudieron a una manifestación, sino de los que llevan toda la vida dedicados a la justicia económica y racial, a la lucha contra la desigualdad y a los problemas medioambientales.

También está el papel de los altares que Rae conoce: Brian Willson entra en una cabaña en Vietnam y encuentra a Norman, un cuáquero estadounidense, en un altar. O Norman Morrison, que se autoinmoló. Hay una parte espiritual de Rae que está interesada en honrar y sacar fuerzas de los antepasados. A través de sus experiencias también llega a la conclusión de que debemos replantearnos nuestra actitud ante la muerte, la agonía y lo que queremos decir con nuestras vidas.

terça-feira, 12 de setembro de 2023

Salvador Allende nos enseñó que socialismo y democracia van de la mano

Fernando de la Cuadra
Jacobin América Latina

A 50 años del sangriento golpe de Estado que puso fin al gobierno de la Unidad Popular, el pensamiento de Allende y su idea de una «vía democrática al socialismo» resurgen para pensar nuestro presente. Nos recuerdan que sin democracia no hay socialismo, y sin socialismo no hay democracia.

El pasado 4 de septiembre se cumplieron 53 años desde que el candidato socialista, Dr. Salvador Allende, venciera las elecciones presidenciales en Chile, liderando una coalición de partidos y movimientos de izquierda y centroizquierda denominada Unidad Popular. El triunfo de Allende fue apretado —obtuvo solamente el 36,2% de los votos válidos— y representó la cuarta tentativa de elegirse presidente (se había presentado también en 1952, 1958 y 1964).

Allende venció las elecciones con un programa de gobierno que incluía transformaciones importantes en la estructura económica, política y social en un marco de respeto a las instituciones democráticas vigentes en el país, sin apelar a la violencia revolucionaria (vía armada) y sin rupturas dramáticas de la convivencia nacional. Este proyecto de transformación de la sociedad por un camino legal-institucional y democrático llegó a ser conocido como la «vía chilena al socialismo».

La ratificación de Allende como presidente en el Congreso Nacional tampoco estuvo libre de conflictos y tensiones. Pocos días antes de la votación en el parlamento, el Comandante en Jefe del Ejército, General René Schneider, fue asesinado por un grupo de civiles y exmilitares de ultraderecha, como una forma de presionar a los sectores de la Democracia Cristiana para dar su apoyo al candidato que consiguió la segunda mayoría, Jorge Alessandri, representante de la derecha tradicional que había obtenido el 34,9% de los sufragios.

El proceso de cambios emprendido por Allende y los partidos de la Unidad Popular fue, como es ampliamente conocido, interrumpido abrupta y dramáticamente después de casi 1000 días de gobierno, con el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Hoy se cumplen cinco décadas de esa cruenta jornada. Ese mismo 11 de septiembre varios partidarios del gobierno que defendían el Palacio presidencial La Moneda murieron en combate, y el propio Salvador Allende inmoló su vida cuando los militares golpistas irrumpieron en su despacho.

El revanchismo sangriento desatado después de ese día fue de una ferocidad inusitada en la historia política chilena. La represión dejó una secuela de ejecutados, detenidos desaparecidos, torturados, prisioneros en campos de concentración, exiliados y desterrados que aún hoy ronda como una sombra tenebrosa sobre la memoria de millones de chilenos (para no olvidar estos funestos acontecimientos, un importante acervo de documentos, testimonios y estudios de ese período tenebroso se encuentra actualmente expuesto en el Museo da Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado por la presidenta Michelle Bachelet en enero de 2010, poco antes de concluir su primer mandato).

El carácter del proyecto socialista iniciado por el gobierno de Unidad Popular es un tema que sigue dividiendo a gran parte del país, principalmente a aquellos que vivieron esa experiencia pionera. La historiografía se pregunta hasta nuestros días respecto a las condiciones que hubieran hecho posible —o no— la continuidad del gobierno popular. Una tesis postula que dicha permanencia se habría consolidado a través de una gran coalición entre la izquierda y los sectores progresistas del centro, conformando aquello que, precisamente a partir de la tragedia chilena, Enrico Berlinguer definió como la necesaria construcción de un «bloque histórico», refiriendo con ello a la formación de una amplia alianza entre el conjunto de fuerzas que impulsaban las transformaciones requeridas para obtener una mayor justicia social. Este pacto se produciría —de acuerdo con Berlinguer— por medio de un compromiso histórico que preparase el tejido unitario de la gran mayoría del pueblo en torno a un programa de lucha por el saneamiento y la renovación democrática de toda la sociedad y también del Estado.

Pero la «vía chilena», en gran medida, fue siendo diseñada en el propio camino, alimentada por diversas lecturas respecto al curso que debía tomar la revolución chilena. Es que se trataba de un proceso inédito, con características nacionales y, tal como el propio Allende afirmaba, una revolución «con sabor a empanada y vino tinto». Sin embargo—y precisamente debido al carácter inédito de la experiencia—, existían importantes discusiones sobre el rumbo que debía adoptar el proyecto de la Unidad Popular. El principal embate se encontraba entre aquellos grupos que tenían una plataforma de inspiración republicana e iluminista del proceso de transformaciones, subordinando a un segundo plano el ideario revolucionario marxista-leninista. Estos sectores políticos consideraban que era necesario mantener las garantías democráticas y respetar las instituciones de la república, negociando y ejecutando paulatinamente las primeras 40 medidas y otras mudanzas que constaban en el programa de la coalición.

Entre estas acciones, en su gran mayoría de carácter moderado, se destacaban la entrega de medio litro de leche diario para todas los niños, la instalación de consultorios materno infantiles en todos los barrios, medicina gratuita en los hospitales públicos con entrega libre de medicamentos, supresión de los altos salarios de los funcionarios de confianza, becas para los estudiantes de la enseñanza básica, media y universitaria, creación de un sistema previsional universal solidario con fondos estatales, la creación del Ministerio de Protección de la Familia y la continuación de la Reforma Agraria.

La nacionalización del cobre y de otros minerales no figuraba entre estas primeras 40 medidas, a pesar de que ya existía un amplio consenso sobre su imperiosa necesidad para aumentar los recursos fiscales destinados a financiar la política social del Estado. Como afirmaba siempre el mismo Allende, el cobre era «el salario de Chile».

Contradicciones al interior de la vía chilena

Allende era un buen negociador y, al inicio de su gobierno, consiguió contar con el apoyo del principal partido de centro, la Democracia Cristiana, con la cual había pactado un «Estatuto de Garantías Constitucionales», en el que el gobierno se comprometía a realizar las transformaciones anunciadas dentro del total respeto a la Constitución y a las instituciones democráticas. Por lo mismo, los partidarios del gobierno insistían en caracterizar a la vía chilena como un «proceso de reformas graduales» que arribarían finalmente al socialismo a través de una senda democrática. Para ello era fundamental planificar correctamente la aplicación de cada medida del programa, lo que requería de equipos muy competentes y preparados técnicamente.

En el cronograma de gobierno, la expropiación de las industrias, las fábricas y de las haciendas improductivas con una superficie superior a 80 hectáreas de riego básico (HRB) tenía que ser realizada de forma gradual, controlada y planificada, bajo el supuesto de que la incorporación de tales empresas al área de propiedad social solamente debería ser puesta en práctica después de que la adquisición y expropiación de los bancos y de las empresas de capital extranjero estuviesen concluidas, «para de esa forma dividir, aislar y neutralizar a los estamentos más privilegiados de la burguesía nacional durante la transición para el socialismo».

La reforma agraria que fue planificada desde la Corporación de la Reforma Agraria (CORA) tuvo que dar cuenta de las presiones de los sindicatos de trabajadores rurales e «inquilinos» y experimentó una aceleración y profundización de tal magnitud en el proceso expropiatorio que, ya a mediados de 1972, se encontraba prácticamente concluida. Efectivamente, a esa fecha, más del 70% de las expropiaciones programadas por el gobierno ya se habían realizado, siendo que el propio presidente Allende pensaba en concluir dicho proceso solamente al final de su mandato de seis años. Aquello contradecía la idea inicial de Allende, para quien los procesos revolucionarios exitosos transcurrían bajo una dirección férrea, consciente, y nunca podían ser dejados al azar o a la improvisación. Los dirigentes tenían la obligación de dirigir, y no dejarse dirigir por las masas.

Por otra parte, se encontraban aquellos sectores políticos que visualizaban con pesimismo la realización de las transformaciones socialistas en el marco de la «institucionalidad burguesa» y reprochaban el modelo instaurado por burocrático, instalado «desde arriba», sin movilización de un poder popular real. Para estos segmentos y agrupaciones, lo fundamental era avanzar sin negociar («avanzar sin transar») con las entidades representativas de la clase dominante —enquistadas en el parlamento, en el poder judicial, en las empresas y en los gremios profesionales— para dar carnadura real a formas concretas de propiedad social radicalizando y acelerar, así, la expropiación de industrias, haciendas y otras formas de propiedad privada existentes en el país.

Al contrario de lo que pretendía Allende, en el fragor de la lucha cotidiana por el socialismo las directrices del gobierno y la intención de conducir los cambios en forma paulatina y progresiva fueron totalmente sobrepasadas por la acción directa de los trabajadores más radicalizados y sus sindicatos, de los campesinos y obreros rurales, de los estudiantes, de los pobladores y de los pueblos originarios. Cuestionando frontalmente el apelo de Allende —y de un sector de sus seguidores— a los principios democráticos, esta vertiente revolucionaria postulaba que la democracia poseía un valor estrictamente táctico, instrumental, y que representaba solo una base desde donde instaurar la lucha por el socialismo.

Según esta visión, la democracia política, a pesar de ser útil a la causa de las masas populares, no sería más útil como forma de organización social debido a su propia naturaleza de clase, esto es, como modalidad de dominación de la burguesía para continuar obteniendo las granjerías y privilegios generados por la explotación capitalista. Esta perspectiva enfatizaba el protagonismo popular y la inevitabilidad del enfrentamiento con las facciones reaccionarias, razón por la cual los embates con estos elementos «contrarrevolucionarios» eran ineludibles y deseables para permitir que Chile pusiera rumbo firme y consistente hacia el socialismo: la revolución tenía que ser realizada por el pueblo, «desde abajo».

En la tercera parte de la trilogía «La batalla de Chile» realizada por el documentalista Patricio Guzmán —y que se llama, justamente, El Poder Popular— existe una escena emblemática en la que se aprecia a un funcionario del gobierno intentando dar explicaciones en una reunión con dirigentes y operarios de un cordón industrial respecto de la necesidad de realizar las reformas acatando los convenios internacionales suscritos por el gobierno, desacelerando de esa manera el ritmo de las transformaciones emprendidas por las autoridades. Frente a dicha explicación del representante oficial, un dirigente le responde: «En este momento estamos cuestionado la institucionalidad y legitimidad del gobierno, ahora estamos entrando en una etapa de toma del poder por parte de las clases trabajadoras, porque el poder legal ha sido superado y debemos luchar hasta aplastar a la clase enemiga, la clase de los explotadores y de los terratenientes».

La naturaleza y convicción de este discurso revelan el grado de consciencia al que habían llegado los conglomerados más radicalizados con respecto a la tarea irrenunciable de emprender el combate contra las clases contrarias al proyecto allendista. Sin embargo, esta conciencia no incluía ninguna estrategia efectiva de defensa ante la reacción conservadora y un eventual golpe de Estado.


Desenlace trágico de una experiencia socialista inédita

Durante muchos años, la experiencia chilena ha continuado suscitando innumerables debates sobre cuáles eran los caminos más pertinentes para conquistar el socialismo en Chile. Con la derrota del gobierno popular por medio del golpe de Pinochet, la tesis de que Allende fue ingenuo al confiar en los militares ganó mucho aliento y fue predominante entre importantes sectores de la izquierda. Tal interpretación fortaleció la idea de que el gobierno debió haber armado al conjunto de la población para resistir a la agresión militar.

No obstante, con el paso del tiempo, fue ganando un espacio más destacado para el balance de la experiencia aquella interpretación que insistía en la importancia de la conformación de un bloque o alianza histórica entre todos los sectores políticos empeñados en realizar cambios en las estructuras económicas, políticas y sociales imperantes en el país, utilizando para ello los instrumentos y las medidas «permitidos» en el marco de acuerdos que aseguraban la convivencia democrática.

El proyecto de Allende y la vía chilena era una experiencia pionera, inédita; no existía ningún modelo histórico que pudiera proveer insumos sobre el camino a ser recorrido en una transición pacífica, institucional y democrática hacia el socialismo. El sistema presidencialista imperante en Chile le permitía a Allende poseer un cierto grado de libertad para comandar el proceso de transformaciones estructurales. Pero durante el transcurso de su breve e interrumpido mandato se fue haciendo cada vez más evidente que, tanto en la división interna de la coalición gobernante como en las embestidas cada vez más violentas e intransigentes de los grupos contrarios a tales mudanzas, el programa de la Unidad Popular tambaleaba y comenzaba a descomponerse. A fin de cuentas, el Ejecutivo solo consiguió administrar una crisis que crecía diariamente.

A pesar de ello, el Presidente Allende intentó encontrar las salidas y los acuerdos que le permitiesen seguir impulsando su programa de gobierno sobre bases democráticas. De esta forma, buscaba interpelar a todos los partidos en la manutención del diálogo y evitar los enfrentamientos que pudieran significar el fin de la vida republicana. El día del golpe, «colocado en un tránsito histórico», Allende fue convidado para unirse a los combatientes que resistían la embestida militar en uno de los cordones industriales de Santiago. El presidente electo, coherente con su trayectoria democrática, declinó el ofrecimiento y decidió morir en el Palacio de La Moneda, tal como lo había prometido en sus diversos mensajes y discursos al pueblo chileno:

Yo les digo a ustedes, compañeros, compañeras de tantos años, se los digo con calma, con absoluta tranquilidad: yo no tengo pasta de apóstol ni tengo pasta de mesías, no tengo condiciones de mártir, soy un luchador social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado. Pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer a la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás y que lo sepan, dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera (…) no tengo otra alternativa, solo acribillándome a balazos podrán impedir mi voluntad que es hacer cumplir el programa del pueblo.

Independiente del dramatismo de las circunstancias en las cuales fue derrocado el gobierno, el gesto de Allende de morir en el Palacio presidencial remarca su férrea convicción de concluir el mandato para el que había sido electo, en el lugar que simbolizaba el centro del poder político, en el local que representaba la síntesis de los valores democráticos y republicanos abrigados durante tantos años en la historia política chilena. Allende tenía claro que su gestión concluía en noviembre de 1976 y, aun cuando seis años de gobierno parecía poco para la magnitud de la obra a realizar, el presidente confiaba en que el entusiasmo del conjunto de las fuerzas progresistas le permitiría extender en el tiempo el proceso de transformaciones.

El proyecto que Allende anhelaba para el país no era una utopía surgida de una mente ilusa o ingenua. Por el contrario, se sustentaba en una lectura consciente de la realidad, en la certeza de que era posible utilizar las instituciones y las leyes del país para emprender transformaciones profundas y concretar el conjunto de medidas incluidas en su programa de gobierno, cuyas aristas más radicalizadas eran la reforma agraria, la nacionalización de los recursos naturales y la estatización de la banca y el sistema financiero.

Trágicamente, el proyecto allendista no fue compartido por el conjunto de sectores que formaban la Unidad Popular. La «soledad intelectual» de Allende fue siendo cada vez más patente en un escenario donde la polarización de la sociedad era vertiginosa y su final funesto se anunciaba como el epílogo inevitable de un país dividido por el odio y la intolerancia. Este será en parte el drama de la experiencia chilena: el distanciamiento in crescendo entre las visiones y las estrategias políticas contrapuestas, en donde la capacidad de Allende para arbitrar estas disputas fue disminuyendo progresivamente hasta quedar virtualmente aislado en su ideario de construir un socialismo por la vía democrática.

Hoy, cuando recordamos con tristeza y recogimiento los 50 años del fatídico fin de ese sueño original que fue abortado en la ferocidad de las armas y el crimen, el pensamiento de Allende y su camino al socialismo por la vía democrática y por medio de un gran pacto social y político resurge con renovada vigencia para nuestro presente. Y por eso mismo se transforma en un gran legado para las futuras generaciones. Socialismo y democracia no solamente son posibles y deseables, sino que además ambas dimensiones son recíprocamente imprescindibles. Y no lo son en un sentido meramente retórico, lo son sobre todo en una praxis política de un modo dialécticamente nuevo de concebir esa relación. Tal como ha sido definido en la perfecta síntesis de Carlos Nelson Coutinho: «Sin democracia no hay socialismo, y sin socialismo no hay democracia».

segunda-feira, 4 de setembro de 2023

Herencia de Allende a 53 años de su triunfo

Talía Llanos Chacón
El Desconcierto

El programa de la Unidad Popular consistía en 40 medidas a materializarse durante la gestión del médico socialista, y en efecto muchas lograron concretarse, pese a la férrea resistencia de la oposición de la época.

53 años han pasado desde que Salvador Allende Gossens fue electo Presidente de la República, al obtener el 36,6% de los votos en una reñida contienda electoral entre el socialista, Jorge Alessandri (PN) y Radomiro Tomic (DC). Bajo el liderazgo de Allende Gossens, la Unidad Popular llegó al poder en 1970. Así Chile pasó a la historia al ser la primera nación en instaurar el socialismo por la vía democrática, proceso interrumpido por el sangriento golpe de Estado que dio paso a la dictadura cívico-militar.

El programa básico de la UP consistía en 40 medidas a materializarse durante la gestión del médico socialista, pasando por temas como salud, vivienda, crecimiento de las industrias y una continuación de la reforma agraria. Varios aspectos lograron ser concretados, pese a la resistencia de una firme oposición, que buscó todas las formas posibles de bloquear las propuestas del gobierno.

Salud

Una de las problemáticas más graves de salud pública era la mortalidad infantil, para lo que el presidente Allende impulsó un programa social universal, a nivel nacional, de asistencia alimentaria en Chile, llamado “Medio Litro de Leche”. El objetivo de la iniciativa era brindar una ración diaria de leche o su equivalente a todas las personas sin distinción social, y así combatir la desnutrición.

Años después, la idea fue replicada en otros países como Argentina, Perú y Panamá. La idea de la Unidad Popular obtuvo frutos. De acuerdo con una investigación de Tarsicio Castañeda, “Contexto socioeconómico del descenso de la mortalidad infantil en Chile”, entre 1970 y 1980, la tasa de mortalidad infantil se redujo en 60%, la mortalidad neonatal en 48% y la mortalidad general en 23%.

Vivienda

En los tres años de gobierno de la Unidad Popular se construyeron más de 200 mil viviendas, que en total sumaron cerca de 5 millones de metros cuadrados construidos. Esto fue destacado por el arquitecto Hiram Quiroga, ex-vicepresidente de la Corporación de la Vivienda.

Previo a esto, en 1970 Chile contaba con una población de 9 millones 600 mil habitantes y se estimaba que el país tenía un déficit habitacional de 600 mil viviendas. De esta cifra, 85 mil familias vivían en campamentos.

Reforma agraria

Eduardo Frei Montalva promulgó en los sesenta una nueva Ley de Reforma Agraria y otra ley que permitió la sindicalización campesina. Así se expropiaron alrededor de 1.400 predios agrícolas, 3,5 millones de hectáreas, y se organizaron más de 400 sindicatos que sumaron más de 100 mil campesinos.

Allende continuó el proceso y buscó expropiar todos los latifundios y traspasarlos a la administración estatal, cooperativas agrícolas o asentamientos campesinos. A fines de la UP, había expropiado cerca de 4.400 predios agrícolas, que sumaban más de 6,4 millones de hectáreas.

Industria y minería

El 11 de julio de 1971, el Congreso Nacional aprobó con pocas modificaciones, y de forma unánime, la enmienda que hizo posible la nacionalización total del cobre, caratulada como Ley Nº 17.450. Todo fue posible gracias al gobierno saliente de Eduardo Frei Montalva y su programa reformista de la “revolución en libertad”. Esto, basado en ideas relacionadas con la recuperación de las riquezas básicas que comenzaron a instalarse en 1960 en Latinoamérica.

“Se constituyó la Corporación del Cobre (Codelco), que logró ser la principal empresa productora en el mundo por su volumen de exportaciones y una de las más eficientes”, destaca el académico José Luis Cademártori. Hasta el día de hoy, las sumas obtenidas por el cobre son imprescindibles para el presupuesto del país. 

Mejoras para los trabajadores

En 1971, la cesantía alcanzó al 9% de la fuerza laboral. Gracias a la política reactivadora de la Unidad Popular, el desempleo descendió a 3% antes de tres años de gobierno, la tasa más baja hasta fines de siglo. Como parlamentario, Allende impulsó el Servicio de Seguro Social, que consolidó el reparto solidario para las pensiones de jubilación con financiación tripartita: el trabajador, el patrón y el Estado. Como Presidente, alcanzó un acuerdo con la Central Única de Trabajadores (CUT) para incrementar en 100% las pensiones, y luego envió al Congreso un proyecto que creaba la Caja de Previsión, aumentando jubilaciones, pensiones y montepíos.

Por su parte, las remuneraciones de los trabajadores del sector público fueron reajustadas de acuerdo al alza del costo de la vida más un 5% adicional. El salario mínimo pasó a ser, en términos reales, tres veces superior al de 1968. Además, el alza del costo de la vida, que de enero a noviembre de 1970 era del orden del 30%, bajó a menos del 15% en el mismo período del año siguiente, de acuerdo con información recogida por la Biblioteca del Congreso Nacional.

Inflación y sabotaje

Desafortunadamente, el gasto social de las medidas impulsadas por la Unidad Popular y Salvador Allende provocó un creciente déficit en los recursos fiscales que derivó en un proceso inflacionario. Sumado lo anterior los problemas de abastecimiento, acaparamiento y sabotaje de las empresas, llevaron al país a un complejo escenario económico, teñido además por diversos actos de intervencionismo extranjero, el que se ha ido desclasificando con el tiempo.

Por ello, hasta el día de hoy, el último periodo del gobierno de la Unidad Popular se mantiene como un episodio polémico de nuestra historia, el que, incluso, ha llegado a ser utilizado por algunos sectores de la derecha para justificar el posterior Golpe de Estado.

segunda-feira, 28 de agosto de 2023

A história vista desde baixo

Fernando Pureza
Jacobin Brasil

O historiador marxista E. P. Thompson faleceu neste dia em 1993. Sua trajetória foi marcada pela defesa de uma educação rebelde, o comprometimento com a luta antifascista e a construção de um socialismo humanista. Resgatamos aqui sua vida e obra.

Quando E. P. Thompson faleceu, Eric Hobsbawm escreveu um tocante obituário dedicado a seu amigo para o jornal The Independent. Nele, Hobsbawm descreve Thompson como um intelectual eloquente, gentil, encantador, com presença de palco, com uma voz maravilhosa e “dramaticamente” bonito. Mais do que tudo isso, Thompson foi um desses casos fenomenais do século XX onde intelectualidade e militância caminhavam de mãos dadas, compondo um marxismo vivo e pouco afeito a ortodoxias. Honrar sua memória 30 anos depois do dia de seu falecimento, em 28 de agosto de 1993, inevitavelmente exige que reconheçamos algumas de suas maiores contribuições políticas e teóricas a partir da questão política crucial: no que uma perspectiva thompsoniana pode ajudar os socialistas hoje?

Experiência, o termo ausente

Uma das maiores contribuições teóricas de E. P. Thompson foi trazer a centralidade do conceito de “experiência” para os debates marxistas. Contudo, essa não é só uma contribuição teórica, mas eminentemente prática. Para Thompson, a experiência era um conceito que permitia olhar para uma profunda dialética entre as determinações objetivas e as subjetividades da classe. Sua própria trajetória de vida demonstra a centralidade da experiência. O pai, Edward John Thompson, foi um poeta e intelectual metodista que se aproximou do anticolonialismo indiano. Casado com Theodosia Jessup, tiveram dois filhos: Frank e Edward. Ambos ingressaram na faculdade e, por ocasião da Segunda Guerra Mundial, se alistaram na luta antifascista. Frank, o mais velho, se aproximou do Partido Comunista da Grã-Bretanha (PCGB) e, como oficial, se voluntariou a uma missão na Bulgária, onde foi assassinado em 1944. O irmão mais novo, Edward, acabou indo lutar na Itália. A perda do irmão em meio a luta antifascista contribuiu para reforçar o compromisso que compartilhavam, e o engajamento no PCGB.

Assim como Frank Thompson, Edward não estava propriamente convicto da infalibilidade das diretrizes de Moscou. Frank era abertamente crítico ao Pacto Ribbentropp-Molotov e se alistou por convicção de que a luta antifascista não poderia ser suspensa, mesmo que temporariamente. Já E. P. Thompson, tão logo a guerra terminou, decidiu participar da reconstrução da Iugoslávia sob o comando do Marechal Tito, construindo estradas de ferro. Nessas andanças, conheceu Dorothy Towers, também historiadora, militante do partido e engajada na reconstrução do país. A partir desse compromisso comum constituíram uma parceria que iria durar até o fim da vida de E. P. Thompson.

O engajamento real e concreto com o antifascismo certamente o diferenciava de muitos outros intelectuais marxistas da época. Convém ressaltar, no entanto, que a partir de 1946 o PCGB constituira um núcleo bastante ativo de historiadores, todos eles fazendo profundos questionamentos contra consensos acadêmicos e discutindo novas perspectivas para a historiografia inglesa. É nesse contexto que Thompson se alia com intelectuais como Christopher Hill, Eric Hobsbawm, Dora Torr, entre outros, que, decididos a deixar sua marca, criam a Past and Present, uma revista de intervenção política no cenário intelectual britânico. Os chamados “historiadores marxistas britânicos” causaram uma verdadeira revolução ao reivindicarem uma história dos de baixo.

De baixo para cima e à esquerda

A ideia de uma “história vista de baixo” buscava justamente resgatar as concepções das classes populares inglesas ao longo da história, por meio de uma orientação organicamente vinculada a um marxismo militante. Havia algo de heterodoxo na posição desses historiadores: a vida das classes populares deveria ser vista a partir do próprio contexto britânico, recusando-se a dispor de categorias de análise que fossem estranhas a essa realidade vivida, o que teria um imenso significado posteriormente na ideia de classe avançada por Thompson.

O cenário internacional passava então por mudanças profundas. A morte de Stalin em 1953 e o Relatório Kruschev, de 1956, abalaram profundamente as concepções de muitos desses historiadores filiados ao PCGB. Começaram a surgir denúncias e críticas internas ao partido. Thompson foi um dos que passou vocaliza-las, em parceria com John Saville, na criação de uma revista nova chamada Reasoner. De curta duração (fechada por orientação do próprio partido), a revista serviu para mostrar a necessidade de organizar as vozes críticas do que viam como o “dogmatismo político do Partido Comunista da Grã-Bretanha”. A gota d’água, contudo, foi a invasão soviética à Hungria, em 1956. Os eventos em Budapeste precipitaram a saída de Thompson e outros historiadores do partido.

Os historiadores marxistas britânicos, contudo, não interromperam sua militância. A New Reasoner, surgida em 1957, anunciava seu compromisso com “valores socialistas”, mas também com uma “percepção não-dogmática da realidade”. Apesar de fora do partido, Thompson reafirmou-se marxista inúmeras vezes, um compromisso que o acompanhou até o fim da vida. Aos poucos, a revista foi abrindo espaço para as muitas dissidências na esquerda britânica, tanto entre comunistas quanto entre trabalhistas críticos das lideranças dos seus partidos.

A atividade de intervenção militante era acompanhada da docência. Desde 1955 Thompson atuava nas escolas para jovens e adultos, dando aulas de história e literatura inglesa – uma de suas paixões. As aulas, como o próprio Thompson lembrava, reafirmavam seu compromisso político com os “de baixo”, com sua cultura, suas tradições, suas visões de mundo. Aliadas com sua voz dissidente e radical, em pouco tempo a figura de Thompson se tornou famosa nos meios da esquerda britânica. Foi nesse meio tempo em que ele recebeu um convite inusitado: escrever um livro sobre a história da classe trabalhadora inglesa.

O enigma da classe

A abordagem de E. P. Thompson surpreendeu. Até então, a esquerda britânica contava a história da classe trabalhadora a partir da história do movimento operário industrial, destacando as primeiras agremiações cartistas, na década de 1830, que tinham claro viés sindicalista. Thompson, por sua vez, resolvera retroceder até as últimas décadas do século XVIII para focar-se naquilo que ele chamara de “o fazer-se da classe operária” (making of, que na edição brasileira foi traduzido como “formação”). Dessa forma, a classe trabalhadora não nasceria “pronta”, dada como resultado das determinações econômicas objetivas, mas era resultado de uma longa formação social, política e cultural. O foco de Thompson seria justamente as experiências dos sujeitos proletários ao longo do tempo conforme compunha uma forma de sentir e agir em coletivo.

O impacto de A formação da classe operária inglesa foi imenso. Traduzida mundo afora, gerou impactos duradouros para além da Inglaterra e da própria Europa – Brasil, Índia, Egito, Japão, etc.. Trata-se de uma obra imbuída de um duplo sentido da ideia de experiência. Para Thompson, a experiência é o elemento capaz de mediar as determinações econômicas e as tradições culturais e políticas. Dessa forma, a categoria carrega uma dialética profunda, capaz de mostrar o movimento entre a transformação das forças produtivas ao mesmo tempo em que sugere que as relações produtivas são muito mais amplas do que aquelas do chão de fábrica.

Tradições como o metodismo, ou hábitos alimentares, músicas, literatura, folclore, se soma ao tortuoso processo de formação da consciência coletiva dos trabalhadores ingleses, até o momento em que eles se reconhecem não mais por localidade, religião, ou ofício, mas sim como “classe”. Para tanto, era necessário criar uma nova linguagem e uma nova cultura que desse conta das novas experiências de exploração vivenciadas – esse arcabouço não emergia do nada, mas do acúmulo de inúmeras tradições vindas do passado.

Thompson enfatizava que sua obra só poderia ter sido escrita num contexto em que ele mesmo estava dividindo sua atenção com as aulas noturnas e com sua militância na Nova Esquerda. Como confessou, em 1961, em carta para o amigo e historiador Raphael Samuel:

“Além disso, estou com seis aulas e mais outros cursos adicionais para gerentes hospitalares (só essa semana já são nove aulas), além de estar no comitê de quatro departamentos diferentes, mais três crianças que continuam celebrando o feriado de Guy Fawkes e seus aniversários, além de um crescimento miraculoso das campanhas de desarmamento nuclear em Yorkshire e Halifax (em Yorkshire fomos de 0 para 150 comitês em dois meses!) – além de toda a correspondência do comitê editorial [da New Left Review] que você já deve ter ouvido falar. A única coisa em que sou parecido com Marx é que eu também estou ficando com furúnculos no pescoço”.

A experiência como militante e professor é fundamental para a escrita de Thompson. Dar aulas em diferentes cidades como Halifax, Yorkshire, Batley, Keighley, N’Allerton, permitia conhecer diferentes realidades de trabalhadores, diversos não apenas pela localidade como pelo ofício – trabalhadores manuais, de escritório, donas de casa, técnicos, professores. Uma classe multifacetada, com a qual Thompson tinha contato em suas aulas de história e literatura inglesa. Na sala de aula, estimulava que seus alunos trabalhadores falassem sobre suas tradições e cultura. Esse estímulo, tão vital para o processo de aprendizagem, o tornou cada vez mais atento às tradições culturais dos sujeitos subalternos, que eram frequentemente menosprezadas pela historiografia tradicional que tinha como objeto a classe operária.

A militância, por sua vez, seguia um caminho abertamente heterodoxo. Após a saída do PCGB, Thompson dedica sua atividade política a duas ações primordiais: a participação na New Left Review – e depois na Socialist Register – e o ativismo antinuclear, que gerou um livro pouco lembrado, mas muito instigante, Exterminismo e Guerra Fria. Thompson se manteve um socialista ferrenho até os últimos dias, reivindicando uma tradição histórica romântica e revolucionária – e, principalmente, radicalmente democrática.


Romântico e dissidente

“Deixar o erro sem refutação é estimular a imoralidade intelectual”. É com essa frase de Marx que Thompson abre a sua mais célebre obra polêmica, A Miséria da Teoria, onde se engaja numa discussão com o filósofo francês Louis Althusser. Essa não foi, contudo, a única polêmica de grandes proporções que Thompson comprara: Tom Nairn, Perry Anderson, Leszek Kolakowski, além do próprio Althusser, foram alguns de seus alvos principais. Mas não eram polêmicas vazias: em cada uma delas, o historiador inglês identifica questões referentes ao campo do marxismo que precisavam ser trazidas para o debate público.

A experiência de Thompson no PCGB, nos anos 1950, foi marcada pela crítica constante ao fechamento de debates no interior do partido, promovidos por uma liderança cada vez mais alinhada com o marxismo vindo de Moscou. Thompson, por sua vez, acreditava no dissenso e no debate – nem sempre fraterno – e com isso concebia que seu papel como militante era justamente provocar a troca de ideias e a crítica. Com isso, polemizou abertamente com o estruturalismo francês e suas influências nos jovens marxistas britânicos. Tanto Peculiaridades dos Ingleses quanto A Miséria da Teoria inserem-se nesse debate.

Tais dissensos muitas vezes geraram prejuízos no âmbito profissional. Em 1971, Thompson antagonizou diretamente com a Warwick College, onde fora convidado a dar aulas após o sucesso editorial de A formação. Segundo Barbara Winslow, que foi sua aluna na época, o professor Thompson ficou a favor dos alunos em um escândalo no qual haviam descoberto que a administração da universidade espionava um grupo de estudantes. O professor então escreveu um libelo contra a universidade, posicionando-se a favor dos alunos. Em 1971, pediu demissão – a vida acadêmica realmente não era para ele.

Não obstante as polêmicas, Thompson sempre manteve no horizonte a necessidade de uma política de frente popular, como salienta Stefan Collini. As dissidências dentro – e fora – do marxismo, combinadas com seu estilo irônico e afiado de escrita, não podem perder de vista que para ele, o que estava em jogo era a defesa de um projeto político radicalmente democrático, inspirado nas lutas do passado. Esse projeto, contudo, não poderia jamais se submeter a uma autoridade que valorizasse a ortodoxia para além da razão. Nesse sentido, o marxismo proposto por E. P. Thompson sempre foi um marxismo rebelde, heterodoxo e crítico, distribuindo farpas contra seus adversários. Uma frente popular na qual o debate e a dissidência pudessem fazer parte – essa era a pretensão thompsoniana.

Lendo E. P. Thompson no nosso tempo

Como militante e intelectual, Thompson seguiu seus afazeres até sua morte, em 1993. Alguns textos póstumos ainda são lembrados e sua memória é constantemente reivindicada entre as esquerdas ao redor do mundo.

A Formação da Classe Operária Inglesa é o pontapé inicial para conhecer o autor. O prefácio é um dos textos mais citados na historiografia, mas quem resolver se aventurar pelos três volumes encontrará uma longa e poderosa história sobre as muitas tradições e lutas que estavam presentes no fazer-se da classe trabalhadora inglesa. Uma obra inspiradora, que inicia com uma pequena seita jacobina em Londres e termina apontando para um operariado que se afirma enquanto classe.

Para os que se interessam por polêmicas, Peculiaridades dos Ingleses e Miséria da Teoria são excelentes opções. O estilo cáustico da escrita de Thompson e seu compromisso político com a “história vista de baixo” é reafirmado constantemente. No mesmo tom do Thompson polemista, seu ensaio “Carta aberta à Leszek Kolakowski” – e a réplica do filósofo polonês – foram recentemente publicadas pela Editora da UFSC e merece ser lido como um debate polêmico no interior do marxismo (que Thompson acusa Kolakowski de abandonar).

Para aqueles que desejam uma pesquisa mais historiográfica, Senhores e Caçadores e os ensaios de Costumes em Comum mostram o roteiro de pesquisa thompsoniano após A formação. De tanto voltar para o século XVIII para falar sobre as origens da classe operária, Thompson resolveu se demorar por lá por mais algum tempo, analisando as diferentes tradições rebeldes do período.

Obras como Exterminismo e Guerra Fria e Os Românticos parecem destoar desse quadro. Mas considerando a trajetória thompsoniana, são fundamentais para entendê-lo sujeito em sua faceta enquanto militante e educador. No primeiro, Thompson organizou um livro com intelectuais ligados a New Left Review e outras revistas para debater sobre a Guerra Fria e o conflito nuclear iminente. O livro pode parecer datado, mas o compromisso político de E. P. Thompson e sua inegociável defesa do desarmamento nuclear são apaixonantes, contextualizados a partir de uma análise política ferina. Já Os Românticos guarda alguns dos últimos ensaios de Thompson sobre a cultura inglesa do século XVIII, sendo que um dos ensaios mais apaixonantes do livro se chama “Educação e Experiência”.

Para que resgatemos Thompson da “imensa condescendência da posteridade”, devemos partir do princípio de que ler suas obras é uma forma de mantê-lo vivo. Creio, contudo, que podemos, e devemos, almejar mais. Este resgate não pode se resumir à faceta intelectual, por mais digna de elogios que seja. Deve também concentrar-se em uma trajetória de vida comprometida com o marxismo, com o antifascismo e com um socialismo humanista. Trata-se também de que nós, em nosso duro e angustiante presente, resgatemos as experiências de militâncias e dissidências, sem perder de vista a dedicação na construção um projeto socialista que jamais poderia vir de cima para baixo, mas que deve ser construído nas densas determinações da vida cotidiana das pessoas trabalhadoras. Um socialismo radicalmente democrático, ligado à experiência dos sujeitos em luta.