terça-feira, 23 de novembro de 2021

Chile, entre el miedo y la esperanza

 

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

El viejo mundo se muere.
El nuevo tarda en aparecer.
Y en ese claroscuro surgen los monstruos.
Antonio Gramsci

Los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales que dan como ganador por estrecho margen al candidato de la ultraderecha, José Antonio Kast por sobre el postulante de una coalición de Izquierda, Gabriel Boric, expresa claramente el dilema al que se enfrentarán los chilenos en el balotaje o segunda vuelta electoral. Por una parte, tenemos un representante de una ultraderecha rabiosa y extemporánea que en su programa se propone eliminar el Ministerio de la Mujer, junto con atacar la “ideología de género” y derogar la Ley del aborto por 3 causales. Junto con ello, es contra el Matrimonio Igualitario, la Gratuidad Universitaria y la disolución de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP).

El programa de Kast plantea un indulto a criminales de la dictadura que se encuentran condenados por violaciones a los Derechos Humanos, algunos con más de 800 años de presidio por crímenes de lesa humanidad y también es partidario de declarar el Estado de excepción permanente en los territorios Mapuche de la macrozona sur. Pero, entre estas medidas regresivas, existe una que compromete profundamente la institucionalidad democrática: Kast está por el rechazo de la Nueva Constitución que actualmente se encuentra siendo elaborada por una Convención Constituyente. Aprobada por el 80 por ciento de la población en el plebiscito del 25 de octubre de 2020, el candidato de la extrema derecha vuelve a despertar los fantasmas de la dictadura de Pinochet, tratando de mantener por todos los medios su ilegitima Carta Fundamental de 1980.

El crecimiento de esta ultraderecha que enmascara posiciones decididamente neofascistas, tal como lo advertimos en un artículo anterior (La amenaza neofascista y las estrategias de contención democrática), se fue alimentando del miedo diseminado por el candidato Kast a través de sus redes y del apoyo cómplice de los medios de comunicación, especialmente la prensa escrita y la televisión. Diariamente los espectadores han sido bombardeados con tandas interminables de noticias sobre robos, asaltos, asesinatos y por el terror causado diariamente por las bandas de narcotraficantes. A ello, se suman los problemas de inmigración en la frontera norte y el conflicto con las comunidades Mapuche en la región de la Araucanía. Este último enfrentamiento entre el Estado y las empresas forestales, por una parte, y el pueblo Mapuche por el otro, hace aparecer a dichas comunidades como “terroristas” en pie de guerra contra la Nación y contra el conjunto de los chilenos y chilenas.

Bajo un falso ropaje de quien anhela la paz y la libertad, el ultraderechista Kast consigue mantener la adhesión de su reducto derechista y sumar votos entre quienes están saturados de ver tanta violencia y criminalidad difundida en los medios. Históricamente, la derecha chilena ha contado con un porcentaje cercano al 30 por ciento del electorado, aunque lo novedoso en este caso es que con su campaña del terror y los fake news difundidos por su comando, parte de una derecha más liberal ha decidido apoyar un candidato de una derecha más extrema, que reivindica el espanto de la dictadura cívico militar de Pinochet.

Por el contrario, Gabriel Boric encarna los anhelos de cambio que se expresaron en las movilizaciones que se iniciaron el 18 de octubre de 2019 y que continúan pendientes hasta ahora. Con sus eventuales debilidades, Boric y la coalición de partidos que lo apoya son los mejores garantes de que el proceso constitucional llegue a buen puerto y que las necesarias transformaciones en el plano social, laboral, previsional, tributario, ambiental, etc. permitan construir un país más inclusivo y efectivamente democrático.

Ante la diseminación del miedo y la amenaza de la ultraderecha, Boric y su proyecto para un nuevo Chile, expresan la esperanza de tener una patria que proporcione bienestar a las grandes mayorías y que resuelva los conflictos incubados desde hace mucho tiempo en la sociedad chilena por medio del diálogo, la tolerancia y el entendimiento.

Interpretando los futuros escenarios

Dentro de períodos claroscuros, aparecen sombras del pasado, de aquel pasado que aún duele. Las tiranías de uniforme y muerte se aparecen hoy, mostrando oscuridades amorfas y móviles, ya con otros rostros, aunque con similares códigos. Lo peor es quedarse en esas imágenes, sin levantar los rostros. La incertidumbre no se combate con negación a esa obscuridad, sino haciendo crecer la claridad. No es tarea fácil. Cuando el fascismo se disfraza de sonrisas y nuevos tonos de voz, cuando nos habla de libertad porque las rejas estarán cerrando el paso a los indeseables, induce a sus oyentes a creer que siempre serán otros y otras quienes padecerán el encierro, y no ellos mismos.

Observar la realidad chilena actual, después del primer turno de la elección presidencial - cuando sea el balotaje el que decidirá el sentido de los cambios y proyectemos los senderos que nos saquen de la nebulosidad de estos tiempos-, requiere fortalecer la esperanza que hace sólo algunos meses llevó a una numerosa población, a decidir que el país y su pueblo merecen una nueva Constitución. Eligió a sus representantes desde la cercanía, compartiendo reivindicaciones muy sentidas y marchas multitudinarias. Ese brillo expresado en arte, murales, carteles y consignas, ha optado por un camino ancho, por el cual avanzan los y las Constituyentes, en paridad de género y participación de los pueblos originarios. Se les acompaña y anima, a pesar de las campañas de desprestigio y de ataques a la autoestima de quienes integran esa Convención Constitucional.

La derecha, y particularmente aquellos que no se conforman por no alcanzar un tercio en dicha Convención, han tomado fuerza e ira para urdir una caricatura de paz y gobernabilidad, para mantener el statu quo de privilegios y las enormes brechas de desigualdad. Pero no es suficiente analizar cómo los negacionistas de violaciones de derechos humanos en tiempos de dictadura y democracia, cuya aspiración explícita es reducir el Estado, han sumado adeptos en la elección de este 21 de noviembre. Es preciso también observar el porcentaje y las características de la abstención (votó un 47% de ciudadanos y ciudadanas), la ubicación de los territorios y el perfil de aquellos votantes que inclinaron los sufragios hacia un candidato fascista del nuevo tipo (ur-fascista en la concepción de Umberto Eco).

En cualquier hipótesis, es necesario analizar la composición de votantes por la opción del candidato que mejor sintetiza las ideas que impulsaron una nueva Constitución. Gabriel Boric interpreta a quienes lo levantaron como una alternativa para la difícil etapa que se viene: elaborar una nueva Constitución que permita transitar hacia la implementación de un Estado Social de derechos, que abra camino para el establecimiento y garantía de derechos humanos sociales, individuales y colectivos.

Para abordar las tareas a realizar, se debería tener un primer diagnóstico que permita articular los aspectos comunes de los Programas de Gobierno de otros candidatos que, de modo general, se han pronunciado también a favor de la elaboración de una nueva Carta Fundamental. Esto también implica acordar políticas con quienes se declaran de Centro-Izquierda, así como seleccionar aspectos del discurso populista de Parisi (el candidato a distancia) para que, al menos un tercio de sus seguidores actúen por convicción propia, y su líder no les conduzca a una “negociación” con el candidato neofascista.

Muchos otros desafíos surgen como necesarios y urgentes en este periodo que culmina el día 19 de diciembre, entre ellas la de emprender conversaciones con aquellos jóvenes que no votaron el pasado 21 y que legítimamente aspiran a cambios estructurales en el modelo de desarrollo económico y social. Esta es una juventud ignorada que entre el malestar y los obstáculos cotidianos se han contagiado con la desesperanza y una justificada desconfianza en instituciones y personas que visualizan como barreras para alcanzar sus sueños de dignidad.

Recuperar la ilusión de los jóvenes y del mundo popular en su conjunto es la tarea urgente que se requiere para enfrentar este escenario complejo, donde las fuerzas de la reacción y el miedo buscan su espacio para convencer a los ciudadanos y ciudadanas que la mejor política es dejar las cosas tal como están, para que nada cambie en un país que justamente precisa de soluciones urgentes al conjunto de falencias que se vienen acumulando desde los tiempos de la redemocratización con sus promesas incumplidas. Ojalá en los próximos días los y las votantes le abran sus puertas y ventanas a la esperanza.

segunda-feira, 15 de novembro de 2021

La amenaza neofascista y las estrategias de contención democrática

 

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

Después de la sucesión de gobiernos progresistas que surgieron en el continente a partir de mediados de los años noventa del siglo pasado, podemos observar que en este último periodo se ha producido un recrudecimiento de expresiones de ultraderecha que superan a la propia derecha liberal y democrática. En parte, las grandes expectativas creadas por estos gobiernos entre la población se vieron frustradas por la avalancha de demandas acumuladas durante décadas que no pudieron ser concretizadas.

En Brasil, a pesar de todos los avances logrados por las administraciones del Partido de los Trabajadores a partir del año 2003, los millones de personas que fueron incorporadas a los programas de Fome Zero o Bolsa Familia aspiraban legítimamente a mejorar sus condiciones de vida: tener un trabajo seguro, estable y bien remunerado, una vivienda digna, una educación de calidad, una atención en salud apropiada y expedita, un sistema previsional que les permitiese vivir el futuro sin incertidumbres, etc. Parte de estas conquistas anheladas por los ciudadanos y ciudadanas pudieron ser satisfechas con la ampliación de políticas de inclusión, el mejoramiento del salario mínimo y el acceso al crédito subsidiado. Aunque por lo mismo, la política de inclusión del PT utilizó más este mecanismo de crédito fácil que la inserción de la clase trabajadora a una estructura productiva en expansión.

Su política macroeconómica privilegiaba especialmente el control de la inflación y el superávit primario, con lo cual la inversión estatal pesada en industrias de manufacturas quedó rezagada en función de un tipo de cambio favorable a la importación de bienes de consumo. Las personas comenzaron a consumir más sin una ampliación significativa del parque industrial. Al final, las deficiencias del aparato del Estado y el déficit estructural en la provisión de servicios a la población implicaron que los esfuerzos desplegados para ampliar la protección de los ciudadanos no resultaron suficientes para satisfacer las aspiraciones de la población y, consiguientemente, una onda de malestar se fue diseminando por todo el territorio. Esta acumulación de frustraciones tuvo su expresión más clara y concreta en las manifestaciones que ocuparon las calles de las principales ciudades durante la realización de la Copa de las Confederaciones en junio de 2013.

En el marco de estas movilizaciones aparecieron grupos que enarbolaban banderas con la esvástica y hacían el saludo característico del nazismo. En ese momento, pocos pensaron que una figura mediocre y odiosa como Jair Bolsonaro pudiera constituirse en una alternativa para gobernar un país como Brasil, una nación que a pesar de sus enormes problemas se encontraba transitando dentro del ciclo socialdemócrata inaugurado por Fernando Henrique Cardoso en 1994 y profundizado por los gobiernos del PT hasta el año 2016, cuando Dilma Rousseff fue apartada del cargo a través de un Golpe jurídico-político.

Durante la votación de destitución de la mandataria, el entonces diputado Bolsonaro dedicó su voto a favor del impeachment a uno de los mayores torturadores de la dictadura cívico militar, el Coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, homenajeándolo como “el pavor de Dilma”. Lejos de salir detenido desde el hemiciclo de la Cámara de Diputados por su apología al terrorismo de Estado y la tortura, Bolsonaro emergió de ese juicio como un patriota anticomunista que deseaba salvar a Brasil del yugo de los izquierdistas del PT. El huevo de la serpiente del fascismo ya se estaba incubando. El resto de la historia se fue construyendo por el hartazgo de la población con la corrupción endémica, la falta de servicios decentes para atender sus necesidades fundamentales, la violencia y la criminalidad cotidiana, la crisis de los sistemas de representación política, la carestía y el desempleo y un largo etcétera. Si a eso le sumamos el bombardeo de noticias falsas inventadas y difundidas a través de las redes virtuales por Steve Bannon y su empresa Cambridge Analytica a millones de electores, nos deparamos con un escenario propicio para el fortalecimiento de un pensamiento fascista que se encontraba en estado larvado en la cabeza de millones de brasileños.

Esta es la misma estrategia que están utilizando algunas figuras emergentes del neofascismo en el cono sur, con especial destaque para José Antonio Kast en Chile y Javier Milei en Argentina. El primero se encuentra posicionado en segundo lugar para las próximas elecciones presidenciales en ese país y ha desplazado -según las encuestas de opinión política- al candidato de la derecha tradicional, Sebastián Sichel. Con una postura de apariencia mesurada e imperturbable, Kast es un defensor de construir zanjas en las zonas de frontera para combatir la migración, de excluir a las mujeres de hogares monoparentales de los beneficios y subsidios que otorga el Estado a las familias de escasos recursos, de la derogación de la Ley del aborto por 3 causales promulgada en septiembre de 2017 , del indulto a criminales y violadores de los Derechos Humanos durante la dictadura (1973-1990) o de la declaración de Estado de excepción ilimitada en la Macrozona Sur (Territorios Mapuche). Kast es un neofascista cínico que por detrás de su máscara de “persona gentil” y amante de la libertad se esconde un adulador de Pinochet y de la obra de la dictadura cívico-militar, con un oscuro pasado de su familia que participó activamente en las atrocidades cometidas por las Fuerzas Armadas luego del Golpe de Estado de 1973.

En el caso de Javier Milei, nos encontramos ante un publicista y divulgador de un pseudo pensamiento libertario que, con un lenguaje agresivo y un discurso contra el Estado, la política y sus “castas” privilegiadas ha conseguido crecer electoralmente, obteniendo el 17 por ciento del apoyo en las últimas elecciones legislativas en Argentina, siendo escogido diputado y encaminándose para la próxima contienda electoral de 2023 en ese país. Milei al igual que Bolsonaro y Kast se alimenta del hartazgo de una parte significativa de la población y de una juventud desengañada en el porvenir y en sus posibilidades de realización en medio de la crisis estructural de la civilización del capital por la que atraviesan las sociedades contemporáneas, agudizadas al extremo por la pandemia que devasta al planeta.

Ante los obstáculos de un Estado incapaz de resolver los problemas de la ciudadanía, Milei aparece como un redentor iluminado que va a conseguir contornar la crisis económica y llevar a la Argentina hacia una fase de prosperidad, crecimiento y mayores oportunidades individuales. En ese sentido, él promueve un tipo de individualismo exacerbado y se erige como un oponente de decisiones colectivas tales como la vacunación contra el Covid, siendo también un adversario de la mayor igualdad de género o defensor del genocidio provocado por la última dictadura argentina. Su individualismo antisocial lo lleva a plantear la futilidad de cualquier proyecto de bien común que tenga un espíritu de colaboración, para apostar en la acción de emprendedores atomizados y en permanente competencia, principios de un liberalismo recalcitrante que se asemeja a la concepción hobbesiana de la “guerra de todos contra todos”.

La producción artificial del miedo y la respuesta de las fuerzas democráticas

Un elemento común de los proyectos de ultraderecha en la región y en el mundo, consiste en la propagación constante del miedo y la incertidumbre entre las personas. El bombardeo mediático diario de noticias sobre asaltos, crímenes y pandillas de narcotraficantes es parte de un proyecto de inculcación del terror cotidiano en las personas, para que visualicen la inevitabilidad de la salida por la derecha o la extrema derecha como la mano dura necesaria para poner límites a la violencia y la criminalidad. En un escenario de profundas transformaciones, pandemia e inseguridad las formulas neofascistas resultan atractivas para los electores mayoritarios: el rechazo al pensamiento crítico y de representación compleja del mundo, el temor a la diferencia y lo desconocido, el nacionalismo burdo, el desprecio por los extranjeros, las tesis conspirativas de cualquier índole, la lucha constante contra los “otros”, el machismo atávico y la homofobia, el elitismo, la aporofobia y el sentimiento antipopular. De esta manera, las fuerzas de la ultraderecha avanzan en un contexto de mayor precarización laboral y de incertezas de la vida cotidiana.

Al analizar el fenómeno del fascismo en la Italia de la década del 20 del siglo pasado, Antonio Gramsci, señalaba que aquellas sociedades que se encuentran en una etapa de transición se ven enfrentadas a fases grises, de indefiniciones, donde lo viejo no ha terminado de desmoronarse y no nuevo no emerge con total claridad. En esos periodos sombríos se crean las condiciones propicias para el surgimiento de figuras mesiánicas que se arrogan la salvación de la patria, libertadores de estirpe autoritaria que vienen a llenar el vacío dejado por la inestabilidad del cambio y que responden a los deseos de identidad perdida y de sentido de futuro de las y los habitantes. Ese destino común anhelado por las personas se nutre muchas veces de lo más elemental y vulgar de esa búsqueda de pertenencia (la nación, la raza, la bandera, la tradición, los mitos) que es invocada por el líder predestinado que va a ser capaz de refundar el país y derrotar a sus enemigos. Es indudablemente una narrativa que convoca a muchos seguidores y electores como se puede constatar a lo largo de la historia.

Ante ello, ¿qué pueden hacer las fuerzas democráticas para detener el avance de estas modalidades de neofascismo? Primero que nada, denunciar por todos los medios posibles la sucesión de mentiras propagadas por los profetas del miedo y del caos, para generar las condiciones que permitan recuperar la confianza y la cooperación de las y los ciudadanos. Junto con ello debemos contrarrestar la embestida autoritaria por medio de la formación de un “bloque histórico antifascista” que congregue a todas las fuerzas democráticas que deseen participar de este esfuerzo destinado a consolidar las instituciones de la República.

Junto con ello, es necesario restaurar el tejido social y organizacional de la nación. Generar debates y cabildos ciudadanos en diversas instancias, implantar escuelas de formación política con el apoyo de los gobiernos locales progresistas, pero también con las propias organizaciones existentes en el espacio local, crear redes y diseminar la actividad cívico-política entre las comunidades, fundar talleres de diversa índole, centros culturales, grupos de teatro, asociaciones de artesanos y artistas, formaciones de equidad de género, organizaciones de jóvenes, de adultos mayores, de pueblos originarios y afrodescendientes, grupos ecologistas, etc.

Los partidos políticos cumplen un papel trascendente en este proceso, tanto en la denuncia de los embates despóticos de la ultraderecha como en la construcción de canales de participación de la gente, no solamente en la vida partidaria, sino que fundamentalmente en las expresiones extrapartidarias presentes en la vida de los territorios y espacios vecinales. La articulación entre los partidos y los movimientos sociales debe superar las desconfianzas mutuas que han sido estimuladas por el relato de la extrema derecha que se declara apolítica y anti partidaria.

La amenaza neofascista en América latina y en todo el mundo es un hecho que debe alertarnos y motivarnos para la acción mancomunada contra estas fuerzas deletéreas de la humanidad, pues tal como nos advirtió hace décadas el gran escritor italiano y víctima del nazismo, Primo Levi: “Si el horror ha sucedido, puede volver a suceder, y esto es la esencia de lo que tenemos que decir”.

sexta-feira, 12 de novembro de 2021

La difusión de Gramsci en el mundo anglófono


Marzia Maccaferri
Jacobin América Latina

Hace 50 años, la publicación de la traducción al inglés de una antología de los cuadernos de la cárcel catapultó a Antonio Gramsci a la escena mundial.

 Antonio Gramsci no necesita presentación. El pensador político antifascista es uno de los autores italianos más citados y uno de los filósofos marxistas más célebres del siglo veinte. Parte de la fascinación con la figura de Gramsci surge de su historia de vida y su muerte prematura, desgarrado entre la lucha política y el compromiso intelectual, la cárcel de Mussolini y las ocupaciones fabriles, pero también responde a su condición singular dentro de la tradición marxista.

Gramsci nos dejó treintaitrés Cuadernos, escritos a mano en la cárcel, con más de dos mil reflexiones, anotaciones, referencias y traducciones. Evidentemente, la naturaleza fragmentaria de su obra y el destino fortuito, hasta misterioso, de la recuperación y publicación de los Cuadernos, emprendida por el Partido Comunista Italiano (PCI) a comienzos de la Guerra Fría, colaboraron con el mito. Gramsci fue el primer marxista que escribió que la cultura no es simplemente la manifestación de relaciones económicas subyacentes, sino —y sobre todo— uno de los elementos de la hegemonía, definida como el proceso constante de negociación del poder y desplazamiento ideológico que determina la política moderna y las sociedades capitalistas.

Su sofisticado análisis del poder social, al que no reduce exclusivamente a la dominación y a la subordinación, sino que estudia como una matriz compleja donde las instituciones, junto a la producción cultural y literaria de las masas populares, juegan un rol importante, encontró ecos en todo el mundo, de la India a la Argentina, pasando por España y el continente africano, y de Estados Unidos a Gran Bretaña.

La capacidad de adaptación de sus reflexiones sobre la democracia y el sentido de la revolución, al igual que sus ideas sobre la sociedad civil y los grupos subalternos, terminaron siendo elementos fundamentales, no solo en el marco de la teoría social contemporánea, sino como modelo de las estrategias electorales de izquierda en épocas de populismo. Entonces, es posible afirmar, sin temor a equivocarse, que el legado de Gramsci perdura.

Antonio Gramsci y el mundo anglófono

 Sin embargo, la globalización de Gramsci es un fenómeno bastante reciente. Durante mucho tiempo, Gramsci fue solo una inquietud italiana, estrechamente vinculada a la historia del PCI y al uso (o abuso) de su obra que hizo Palmiro Togliatti, líder de la organización después de la Segunda Guerra Mundial. Con el objetivo de fortalecer los lazos entre el marxismo y la tradición intelectual italiana, Togliatti buscó fundar su «nuevo partido» en los escritos de Gramsci sobre la unidad interclasista y el nuevo bloque histórico. Los hilos se anudaron virtuosamente en el cinturón rojo: el éxito de la gestión comunista de Emilia-Romaña colaboró con la difusión de la teoría de Gramsci, especialmente en Estados Unidos y en Gran Bretaña.

En la Italia de los años 1970 y 1980, la historia de la Bolonia roja y sus políticas socialistas (o al menos progresistas) representó una firme oposición al ascenso del neoliberalismo. No es casualidad que los debates sobre el comunismo italiano, por un lado, y el thatcherismo como proyecto hegemónico, por el otro, se desarrollaran en las páginas de Marxism Today. Los editores a cargo de la revista eran el historiador Eric Hobsbawm y el teórico de la cultura Stuart Hall, figuras evidentemente marcadas por la obra de Antonio Gramsci.

En general, los Cuadernos de Gramsci circularon por el mundo a través del filtro de sus traducciones al inglés. La primera publicación de los escritos de Gramsci fuera de Italia fue una traducción inglesa de unos fragmentos breves, aparecida en 1957. Más tarde, en 1971, llegó una selección de los cuadernos de la cárcel, traducida por Quintin Hoare y Geoffrey Nowell-Smith y publicada por Lawrence & Wishart. Esa fue la chispa que desató la fiebre gramsciana a nivel mundial.

Toda aplicación política o intelectual de las categorías gramscianas está mediada necesariamente por el modo en que aparecieron sus palabras por primera vez. Y, aún hoy, cincuenta años después, los no especialistas o los que no leen italiano, siguen dependiendo de esa traducción inglesa para operativizar la teoría.

Como dijo Joseph Buttigieg —traductor estadounidense de Gramsci, fallecido antes de terminar la edición crítica—, la historia de la recepción, aplicación, adaptación y circulación de Gramsci en el mundo anglófono es de una importancia capital. No menos cierto es que el análisis de los distintos disfraces adoptados por Gramsci a partir de su éxito mundial plantean la posibilidad de reconsiderar la política radical del pasado y dotar a la contribución del marxista italiano de un nuevo sentido estratégico y democrático.

La prehistoria y el espectro de los cuadernos

El pensamiento de Gramsci tuvo que pasar por encima de una enorme brecha espacial, histórica y cultural antes de llegar a Gran Bretaña. Es sabido que las ideas del italiano ayudaron a contrarrestar el «economicismo» del marxismo británico y sirvieron a la izquierda en su interpretación del thatcherismo y del proceso de globalización. Las dos antologías de Gramsci de 1957 no tuvieron ningún impacto fuera de la izquierda y de los círculos intelectuales comunistas. The Modern Prince and Other Writings, traducido por Louis Marks, presentaba a Gramsci como el teórico del partido, mientras que The Open Marxism of Antonio Gramsci, traducido por Carl Marzani en Estados Unidos, presentaba un Gramsci «moderado». El verdadero punto de inflexión llegó recién con la traducción de 1971.

Piero Sraffa, amigo del autor y profesor de Economía en Cambridge, había intentado publicar los cuadernos de Gramsci apenas terminada la guerra y Hamish Henderson, poeta escocés, había empezado a traducir parte de la obra del italiano. Pero las vacilaciones, cuando no el bloqueo deliberado, del Partido Comunista Británico, hicieron fracasar todos los proyectos hasta el Otoño húngaro de 1956.

Al año siguiente, José Aricó empezó a traducir la obra al castellano con el fin de difundirla en Latinoamérica y comenzó a circular una traducción francesa no autorizada, fuente principal de la importante crítica que Louis Althusser incluyó en Lire le Capital. Sin embargo, la obra de Gramsci no recibió mucha atención antes de la publicación de la selección de 1971, versión de Gramsci evidentemente adaptada al mundo posfordista y post-1968.

Los traductores, Quintin Hoare y Geoffrey Nowell-Smith, tuvieron acceso a los manuscritos originales de Gramsci y al primer borrador de la edición crítica italiana de Valentino Gerratana, que se publicaría en 1975. La introducción, escrita sobre todo por Hoare, presentaba a un Gramsci «izquierdista», en armonía con la interpretación radical favorecida por los nuevos lectores británicos y en directa oposición a la versión «interclasista» adoptada por el medio intelectual y político italiano de la posguerra.

Hoare y Nowell-Smith acuñaron neologismos y crearon lengua política inglesa completamente novedosa. La traducción fue una bocanada de aire fresco en el discurso político británico, que introdujo los conceptos de «bloque histórico», «guerra de posición», «sociedad civil» y, sobre todo, «hegemonía». Presentó por primera vez un sistema más complejo y menos monolítico capaz de mediar la recepción del marxismo en las democracias liberales de Occidente.

El libro tuvo mucho éxito en una escena organizada por la «nueva izquierda» y Gramsci se convirtió a la vez en un medio para que ella afirmara su propia existencia y en un instrumento que fomentó nuevas divisiones y confrontaciones. Por un lado, estaba la rígida apropiación que comandó Perry Anderson en las páginas de la New Left Review; por otro, la aplicación culturalista de Stuart Hall, especialmente el concepto de thatcherismo.

Ambos intelectuales habían descubierto a Gramsci en los años 1960 a través de un lente italiano: Anderson por medio de la experiencia de Tom Nairn en la Scuola Normale de Pisa; Hall por medio de Lidia Curti, que había llegado a Birmingham con una copia de las cartas de Gramsci bajo el brazo. Con todo, ambos utilizaron la obra del italiano con fines distintos y sus huellas terminaron transmitiendo una especie de régimen de lectura doble en el contexto de la izquierda británica.

En el caso de Anderson, Gramsci servía para explicar la ausencia de un proletariado radical y, en última instancia, de todo espíritu revolucionario en Gran Bretaña. El interés del historiador apuntaba sobre todo a los pasajes donde Gramsci intenta explicar la historia italiana como una desviación del modelo marxista de desarrollo histórico «normal». Pero, según sus críticos, Anderson había trasplantado mecánicamente a Gramsci a un contexto distinto. De esa manera, no lograba comprender que el propósito más urgente del italiano había sido explicar el ascenso del fascismo italiano en el marco de la tensión inherente y finalmente insuperable entre la democracia y el Estado.

En ese sentido, Anderson se habría distanciado del enfoque de Gramsci al no buscar en los Cuadernos más que sus hipotéticas «antinomias». Sin embargo, su culta lectura consolidó una potente alternativa al corporativismo a veces estanco del Partido Laborista de los años 1960 y 1970, supo conquistar los círculos académicos y conserva todo su interés en la actualidad, especialmente en el contexto de la izquierda posterior al Nuevo Laborismo.

Hall utilizó muchos de los conceptos fundamentales del repertorio gramsciano para abordar el consenso político de Thatcher. En 1979, en un célebre artículo de Marxism Today, presentó por primera vez el concepto de thatcherismo, definido como un proyecto hegemónico y sobre el cual trazaba una analogía provocadora: era una «modernización reaccionaria», un poco como el corporativismo fascista italiano, fenómeno analizado por Gramsci en términos de revolución pasiva y hegemonía, es decir, una fuerza modernizadora y regresiva. El eje principal del análisis de Hall era el postulado de que el thatcherismo era un fenómeno político porque era antes un fenómeno cultural.

La lectura encontró tanto partidarios como críticos tenaces, especialmente entre los historiadores, pero su legado es evidente cuando se considera el éxito que tuvo en el discurso político y en el debate académico. No es imposible atribuir a Hall la difusión de un enfoque culturalista unidimensional de la obra de Gramsci o la «formación discursiva hegemónica» sin estructura del posmarxismo de Laclau. Sin embargo, la obra de Hall, con su pretensión de analizar y actuar frente a la presencia simultánea de procesos de legitimación política democrática tradicionales y nuevas expresiones discursivas de identidad nacional y política de clases, testimonia la modernidad del socialismo gramsciano.

A diferencia de lo que sucedió en Europa, donde, en los años 1980, Gramsci se convirtió a una velocidad inusitada en un reformista socialdemócrata y sirvió como fundamento del proyecto eurocomunista, la recepción de la obra del italiano fuera del imperio fue muy distinta: en las excolonias europeas, sobre todo en India y América Latina, fue el Grasmci revolucionario el que revivió. Más allá del mundo anglófono hay un espectro gramsciano que se opone al europeo.

La producción del pasado en el presente

Según Anne Swhostack Sassoon, uno de los principales aportes de Gramsci es haber reconocido la importancia de la reflexión histórica como precondición de la expansión democrática y como elemento fundante de toda agenda política y teórica, es decir, que la historia no es solo crítica del pasado.

En este sentido, el cambio de paradigma gramsciano —de las estrategias de inclusión al cuestionamiento de las condiciones sociales y culturales de exclusión y subordinación— implica una transformación política crucial. Sin dejar de reconocer el peso de la historia, en vez de recuperar un programa del pasado, Gramsci supo construir una agenda política y teórica a partir de los problemas y de las posibilidades del presente y del futuro. En ese proceso, el presente no resulta de una acumulación de hechos, sino más bien de una negociación.

Las reflexiones de Gramsci supieron plasmar un cambio de época, marcado por los desafíos de la sociedad de masas, una nueva forma de capitalismo y las amenazas contra la democracia. Según Michele Filippini, Gramsci intentó absorber y hacerse cargo de la nueva realidad mediante la utilización del vocabulario de distintas tradiciones teóricas que perfeccionaron sus propios instrumentos de análisis.

En más de una ocasión, este intelectual, que supo definirse como un historiador de la historia, manifestó su interés en producir el pasado en el presente y su intención de escribir una teoría de la historia y de la historiografía. Por supuesto, la reconstrucción histórica no fue el eje principal de sus estudios. Pero fue la práctica sobre la que fundó su actividad política. En síntesis, cuestiones de método:

Si se quiere estudiar el nacimiento de una concepción del mundo que no fue nunca expuesta sistemáticamente por su fundador (y cuya coherencia esencial debe buscarse no en cada escrito individual o serie de escritos, sino en el desarrollo total del variado trabajo intelectual en el que los elementos de la concepción se hallan implícitos) hay que hacer preliminarmente un trabajo filológico minucioso y realizado con el máximo escrúpulo de exactitud, de honradez científica, de lealtad intelectual, de ausencia de todo prejuicio y apriorismo o toma de partido. [Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, ed. de Valentino Gerratana, Tomo 5, Cuaderno 16, (XXII), 1933-1944, Temas de cultura, 1°, p. 248.]

quinta-feira, 4 de novembro de 2021

Para uma historia do fascismo

 

David Renton
Jacobin Brasil

O declínio catastrófico da Europa entreguerras que levou ao domínio fascista pode não ser repetível no mundo de hoje. Mas uma forma diferente de política direitista e reacionária vem tomando forma e prova ser tão prejudicial quanto.

Há diversos exemplos, através da história, de partidos subversivos que foram domesticados ao assumirem o poder. Os fascistas, porém, se tornaram mais radicais quando assumiram o governo. Não importa se você era um trabalhador, um socialista ou um dos inimigos “raciais” deles, a vida era, com certeza, diferente e pior do que ela havia sido antes dos fascistas tomarem o poder na Itália em 1922 ou na Alemanha em 1933. Como o fascismo continuou radicalizando?

Os escritores entreguerras que prognosticaram, com exatidão, a crueldade do fascismo eram esmagadoramente de extrema esquerda, e eram uns dos adversários mais antigos e implacáveis do fascismo: os marxistas italianos e alemães. A partir de seus panfletos, discursos e artigos jornalísticos, uma teoria coerente sobre o fascismo ganhou forma.

O fascismo, argumentavam esses escritores, não era um conjunto de ideias, mas sim um certo tipo de organização e governo. O fascismo não deveria ser interpretado como uma ideologia: era uma forma específica de movimento de massa reacionário.

 A aposta antifascista

O argumento dos marxistas do entreguerras era que já que o fascismo, ao contrário das políticas da direita tradicional, procurava construir uma base de massa, ele tinha capacidade de ganhar seguidores em tempos de crise e de camadas sociais que a esquerda acreditava dominar, como os trabalhadores, os desempregados e os jovens. Como resultado, ainda que os fascistas fossem formados, inicialmente, por um pequeno número, tiveram a capacidade de crescer rapidamente.

Os marxistas insistiram que havia uma tensão entre os objetivos da ideologia fascista e as aspirações de seus membros. Essa contradição poderia se manifestar de várias maneiras: no colapso dos partidos fascistas, a partir de conflitos com um partido rival não-fascista, ou na radicalização dos partidos fascistas no poder.

Mas uma possibilidade que podia ser descartada era a de uma domesticação gradual do fascismo assim que seus líderes assumissem o poder. Quando o fascismo surgiu, quase ninguém na política concordava com ele. O grupo de pessoas que eram potencialmente antifascistas incluía liberais, conservadores, cristãos, anarquistas, feministas e outros militantes. Mas nenhum desses grupos compreendeu o potencial destruidor e violento do fascismo tão rápido quanto os marxistas.

Os marxistas do entreguerras foram os primeiros a formularem o que podia ser chamado de uma “aposta antifascista”. Essa aposta era a crença de que o fascismo é uma forma especialmente violenta e destrutiva de política de direita que evolui rapidamente em tempos de crise social; caso seja ignorado, ele destruirá a capacidade da esquerda de se organizar e atrasará em décadas as demandas por mudanças vindas de trabalhadores e de outros grupos de despossuídos.

Uma ameaça única

Caso essa aposta estivesse correta, confrontar o fascismo deveria ser a prioridade de seus oponentes, mesmo em tempos onde outras formas de discriminação fossem endêmicas, e mesmo em tempos em que outras formas de política de direita recebessem mais suporte do que o fascismo. O fascismo é capaz de ampliar o sofrimento em uma escala enorme. Por outro lado, onde o fascismo é derrotado, as outras formas de opressão que o alimenta também podem ser enfraquecidas.

A aposta antifascista não era distinguivelmente de cunho marxista; ela envolvia a crença de diversos tipos de pessoas. Mas a primeira vez que um grupo significativo a adotou foi na metade da década de 1920, quando os marxistas começaram uma campanha contra a ameaça fascista fora da Itália. Essa abordagem levou em conta as chances de Mussolini inspirar imitadores em outros países, incluindo a Alemanha.

No tempo em que essas advertências haviam sido feitas, o próprio Adolf Hitler era apenas um político regional. Todo o sucesso eleitoral que ele havia vivido até então era bem moderado e ele competia com um certo número de adversários em um espaço entre o fascismo e o conservadorismo. Muitos desses adversários tinham maior apoio financeiro, fácil acesso à mídia e os próprios meios de violência paramilitar, que poderiam ser utilizados contra seus rivais.

Dizer que o fascismo, apesar das fraquezas de Hitler, era o oponente mais ameaçador que a esquerda alemã enfrentava era fazer uma previsão de como o fascismo cresceria e o que ele faria uma vez que estivesse no poder. Vale a pena dar ouvidos às pessoas que perceberam esse risco, numa altura em que quase todos que faziam parte da direita ou da política de centro europeia discordavam deles.

A definição de fascismo

 Há inúmeros exemplos de jornalistas e historiadores contemporâneos que desenvolvem uma forte (e compreensível) antipatia por figuras políticas atuais, reinterpretam o conceito de fascismo a fim de que ele represente quaisquer traços rejeitados por eles nessas figuras e então buscam ecos desses traços no passado. Porém, a direita contemporânea é diferente do fascismo de diversas maneiras.

A tentação é definir o fascismo a partir de algumas de suas características secundárias: não enfatizar tanto no massacre que Mussolini fazia com seus oponentes, mas sim em sua disposição em insultá-los e ameaçá-los com violência; ou no suporte de Hitler às tarifas e à proteção econômica, em vez das instituições globais e de livre comércio. Há o risco de perseguirmos alguma característica passageira que não gostamos no presente, suavizando, assim, nosso entendimento do que é o fascismo e tornando o passado mais confuso e menos exato.

Uma vez que você tenha uma definição de fascismo, surge a dimensão da analogia entre gerações diferentes de políticas de massa reacionárias. Mas essa analogia deve ser considerada em relação a algum tipo de significado fixo e definitivo, que foi traçado a fim de ser o mais preciso o possível em relação ao que aconteceu há 80 anos, em vez de tentar se manter com as demandas mutáveis do presente.

Não existiu apenas uma teoria marxista sobre o fascismo, mas sim três. A primeira é a que descrevo como a “teoria de esquerda” do fascismo. Ela tinha como objetivo explicar o fascismo como uma forma de contra-revolução trabalhando pelos interesses do capital.

Quanto mais essa interpretação foi fortificada e avançada, menos preocupados os seus adeptos ficaram em verificar quais eram os traços específicos da contra-revolução fascista. O Partido Comunista Italiano e o Alemão descreveram o fascismo como uma forma, entre muitas, de contra-revolução e, ao fazê-lo, desarmaram seus apoiadores, afastando-os da tarefa de organizar uma frente de foco único contra os fascistas.

A segunda, ou a “teoria de direita” do fascismo, considera, em contrapartida, apenas as cateterísticas de massa e de radicalismo do movimento fascista. Os marxistas que defendiam essa interpretação tratavam o fascismo como algo radical, exótico, externo e ameaçador ao capital. Eles pediam aliança com qualquer um que fosse contra o fascismo: com políticos do centro e até da direita.

Dessa forma, os partidos social-democratas italianos e alemães nas décadas de 1920 e de 1930 (e subsequentemente os partidos comunistas mundiais, após 1934) permitiram que o antifascismo deles se tornasse moderado e irresoluto. Eles desarmaram os movimentos de massa que os rodeavam, tanto metafórica quanto literalmente, em face do avanço fascista.

Há também uma terceira teoria do fascismo, que chamaremos de teoria dialética. Essa teoria tratava o fascismo tanto como uma ideologia reacionária como um movimento de massa, além de uma forma de política que poderia ganhar força rapidamente e causar danos inimagináveis. Porém, essa teoria também era vulnerável quando confrontada por contestadores populares, que ofereciam, aos seus seguidores, meios mais persuasivos de uma mudança transformativa e efetiva.


Primos próximos do fascismo

Os melhores marxistas do entreguerras viram a necessidade de distinguir entre o fascismo e os movimentos e regimes que pareciam ser intimamente relacionados a ele. O hábito de tratar todo regime conservador ou autoritário como fascista, independentemente de sua forma ou função, era uma característica da “teoria de esquerda”. Essa abordagem desarmou o Partido Comunista Alemão frente à ascensão de Hitler ao poder.

Ainda durante os anos entreguerras, havia exemplos de movimentos reacionários não-fascistas que eram relativamente próximos em caráter às potências fascistas. Uma delas consistia nas ditaduras militares formadas antes de 1939.

Na Europa, especificamente antes da guerra, os países mais pobres da Europa oriental e meridional eram quase todos, sem exceção, governados por regimes autocráticos de direita. Mas a relação entre política e movimento era diferente nas ditaduras não-fascistas, com governantes que possuíam mais poder do que teriam em Estados comandados por Mussolini ou Hitler.

O regime do General Franco na Espanha foi comandado por um exército que já existia, o Exército da Espanha, em vez de um novo partido político. E teve o apoio da Igreja Católica. A ditadura tinha como objetivo esmagar os socialistas, comunistas e movimentos sindicais, mas utilizou o exército já estabelecido e estruturas do Estado para fazê-lo.

A diferença entre a ditadura militar de Franco e os dois principais regimes fascistas é gritante. Não houve “fase de transição” no franquismo. Após conseguir um controle incontestável no fim da Guerra Civil Espanhola, o governo de Franco rapidamente realizou uma série de atrocidades inacreditáveis contra a esquerda e a classe operária: a “vingança” dos militares e dos ricos contra os espanhóis comuns que haviam causado uma revolução popular.

Esse “Terror Branco”, que ocorreu entre 1939 e 1940, foi responsável pela morte de 50 mil pessoas: era uma escala maior do que qualquer coisa que a Alemanha ou a Itália havia feito até aquele momento. Porém, depois de 1940, a repressão rapidamente diminuiu. Diferente do fascismo, o ponto final do franquismo foi uma ditadura militar estável e convencional, em que mantinha-se em paz com seus vizinhos. A desradicalização do regime aconteceu rapidamente.

Dificilmente o governo de Franco era o único nesse quesito. Várias outras ditaduras pró-fascismo tinham dinâmicas parecidas, em que o conteúdo “reacionário” supera qualquer aspecto de “massa”. O regime imperial no Japão era uma forma de governo autoritário principalmente real e não dependia de um partido de massa. Ele se tornou mais radical quando entrou em contato com o fascismo, mas não era, por si só, um Estado fascista de massas.

O estilo fascista

As melhores teorias marxistas do entreguerra reconheceram que o fascismo era uma forma específica de política de direita, com um tipo diferente de apoio, um caráter de massa diferente e um potencial diferente dos outros tipos de autoritarismo que o cercavam. Aqui, por exemplo, estão as palavras do líder comunista italiano Palmiro Togliatti, em 1928:

Toda vez que as famosas liberdades democráticas santificadas pelas constituições burguesas são atacadas ou violadas, ouve-se: “O fascismo está aqui. o fascismo chegou.” Deve-se notar que esta não é uma questão apenas de terminologia. Caso alguém ache que é sensato usar o termo “fascismo” para designar toda forma de reação, que assim seja. Mas não vejo qual será a vantagem que ganharemos, a não ser, talvez, uma vantagem tumultuadora. A realidade é algo diferente. O fascismo é um tipo peculiar, específico de reação.

O fascismo não era simplesmente um conjunto de ideias. A característica que define os partidos fascistas era a de que eles combinavam objetivos reacionários com uma aspiração de construir um movimento de massa. Isso é, caso queira saber como identificar um fascista, deve-se procurar no que o historiador Stanley Payne definiu como estilo fascista: a ênfase na estrutura estética, as tentativas de mobilizações em massa, o uso da violência, o foco em princípios masculinos, a exaltação da juventude, a predisposição ao comando autoritário e a liderança absoluta.

Em meio às diversas características do estilo fascista, a mais fácil de identificar é a violência fascista. Focar nisso é seguir a caracterização de Antonio Gramsci do fascismo como “a tentativa de solucionar problemas de produção e troca com metralhadoras e tiros.”

Podemos entender a violência do fascismo a partir das ideias de Robert Paxton, que argumenta que o fascismo passou por cinco fases diferentes: a primeira, sua criação; então, seu enraizamento no sistema político; após isso, a aquisição de poder; em seguida, a manutenção do poder e, por último, a radicalização desse poder. A violência foi essencial em cada uma das fases, mas sua forma mudou através do tempo.

Na fase inicial, quando partidos fascistas estavam sendo formados, os fascistas ganharam recrutas a partir de manifestações de massa uniformizadas, de treinos militares e de ataques físicos a seus inimigos (raciais, políticos e sexuais), que estavam por toda parte. Esses confrontos ganharam apoiadores, que exultavam a violência. Os confrontos deram aos líderes fascistas uma noção de sua força potencial, além de desmoralizarem seus oponentes.

Na segunda fase, quando os partidos fascistas já haviam sido fundados e estavam lutando pelo poder, a violência desempenhou um papel diferente. Nesse ponto, os fascistas exibiram a determinação deles em enfrentar e derrotar o Estado democrático.

Os fascistas precisavam desafiar o monopólio de violência do Estado. A competição fascista por poder era, portanto, tipicamente na forma de um partido de milícia. O exército privado estava de acordo com o apoio popular em massa ao fascismo.

Além disso, o fascismo, nessa fase, tentava governar em aliança com outros partidos de direita. Porém, a maioria desses partidos aceitava a existência do Estado como ele era e não tinham nenhum desejo de ver uma conquista fascista do poder. Por isso, cada um dos partidos fascistas de vanguarda se tornaram “duplos”: eles concorriam às eleições, mas também ameaçavam seus rivais com o uso da violência. O fascismo usava ternos, armas e urnas eleitorais. E recusava que tanto as alas paramilitares quanto as parlamentares dominassem o poder.

Ao tomarem o poder, não só o partido fascista italiano como também o alemão relegaram parcialmente suas estruturas de milícia. Ambos os partidos foram convidados ao poder por elites conservadoras que já existiam na época. Nesse ponto do desenvolvimento deles, focaram boa parte de sua lealdade ao exército nacional e às hierarquias de comando existentes. Eles usavam estruturas existentes do Estado para punir quaisquer oponentes de esquerda remanescentes.

À medida que o fascismo se tornou mais radical no poder, um tipo muito mais ambicioso de violência ficou ao seu dispor: o uso do poder militar na guerra, para criar novas formas de domínio colonial e para decretar genocídios contra os inimigos raciais do movimento. Em cada uma dessas fases, o fascismo usou da violência. Ele manifestava um sadismo social e político, a glorificação da guerra e da morte.

Poderia acontecer novamente?

Enquanto os marxistas do entreguerras diziam que o fascismo não era como o conservadorismo padrão e que, por isso, deveria urgentemente haver oposição, eles nunca argumentaram que ele era a única forma de governo de emergência sob o capitalismo. Afinal, em 1939, havia apenas dois países que eram clara e inequivocadamente fascistas, mas somente dois não era o suficiente para trazer uma guerra mundial e o Holocausto.

Em um espaço político entre o fascismo e o conservadorismo, nada na história impediria o surgimento de formas novas e intermediárias de políticas reacionárias que fossem coerentes em uma dúzia de países ao mesmo tempo, em vez de apenas dois. Igualmente, nada faria com que novas formas de políticas de massa reacionárias deixassem de ganhar força, cujo crescimento coincidiria com devastação ecológica, migração em massa e intensificação de regimes para além de suas fronteira.

Tal regime poderia não ter a característica de massa do fascismo e ainda assim se encontrar em uma situação de crise social ainda maior que a da Europa entreguerras. Em ambos os cenários, gerações futuras enfrentariam oponentes cujo movimentos e regimes seriam diferentes do fascismo, mas, ainda assim, tão cruéis quanto.

Quanto mais nos afastamos da Segunda Guerra Mundial, mais vaga se torna a memória coletiva sobre o fascismo; e quanto mais se torna difícil de se lembrar exatamente do porquê de o fascismo ser tão odiado, mais fácil será para a direita em ascensão adotar formas de políticas reacionárias que seguem muito mais de perto os passos do passado.