domingo, 21 de junho de 2020

El gobierno Bolsonaro se está desmoronando

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

La renuncia del Ministro de Educación Abraham Weintraub representa un duro traspiés para el empeño del gobierno en mantener a uno de sus figuras más retrogradas y alucinadas en el gabinete. El ahora ex Ministro junto con el actual canciller Ernesto Araujo, son seguidores fanáticos de Olavo de Carvalho, el astrólogo terraplanista que plantea que la globalización es una invención de los comunistas. En su periodo a la cabecera de la pasta, Weintraub insultó a profesores, alumnos y funcionarios de las Universidades Públicas, difamó a políticos, periodistas y académicos, realizó comentarios prejuiciosos y racistas en contra de China y otras tantas acciones indecorosas reñidas con su cargo. Pero lo que indudablemente provocó su caída, fueron los insultos proferidos contra los miembros del Supremo Tribunal Federal (STF), a los cuales llamó de “vagabundos” y que por él “los pondría a todos en la cárcel”. En esta declaración y en otras realizadas el pasado fin de semana, el ex ministro ultrapasó todos los límites morales e institucionales, comprometiendo aún más las relaciones entre el Ejecutivo y el Poder Judicial. Su salida era inevitable para tratar de calmar las turbulentas aguas en que se sumergió la actual administración y apaciguar el clima beligerante que se instaló entre los Poderes.

El papel desempeñado por Weintraub en el Ministerio de Educación fue nefasto. La lista de barbaridades cometidas es larga, tanto en decisiones como en expresiones verbales o a través de Twitter. En una de ellas, aseguró que en los Campus Universitarios se plantaba marihuana y se promovían fiestas con sexo y drogas. Llamado a dar explicaciones y presentar pruebas de sus afirmaciones en la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, no consiguió sostener sus excéntricas ideas, por decirlo de una forma diplomática. Una de sus últimas tentativas, en el marco de la pandemia, fue tratar de elegir directamente a los rectores de las Universidades Federales. Pero dicho intento fue rápidamente rechazado por el Presidente del Senado, por ser inconstitucional.

Además, horas antes de dejar su cargo firmó un decreto que anula la exigencia de que los programas de postgrado incluyan un sistema de cuotas para el ingreso de estudiantes negros, indígenas y deficientes físicos. Lo que parecía ignorar el ministro saliente, es que las Universidades tienen autonomía para definir y administrar el sistema de cuotas para el ingreso de estudiantes dentro del respectivo modelo educativo.

Con la renuncia consumada, Bolsonaro le ofreció un puesto como Director Ejecutivo del Banco Mundial, función que debería asumir a partir del 1 de julio. En una cuasi fuga del país, Weintraub viajó en menos de 24 horas a Miami, ingresando con pasaporte diplomático antes de ser exonerado oficialmente este fin de semana. En este momento, el ex ministro mantiene todavía procesos en la justicia que lo investiga por el caso de la difusión de fake news, por los insultos proferidos en contra del Poder Judicial y por transgredir la Constitución y el Estado de Derecho. En caso de ser condenado, debería emitirse una orden de captura internacional y la Interpol tiene que ser accionada. Un vejamen más para Brasil, que corre el riesgo de indicar como representante en el Banco Mundial a un individuo que tiene un mandato de búsqueda emitido por la justicia de su propio país.

Sumado a lo anterior, el anuncio de la salida de Weintraub del Ministerio se produjo horas después de la detención del ex policial militar y actual miliciano, Fabrício Queiroz, el cual estaba desaparecido hace más de un año, desde que la justicia comenzó a investigar el esquema de corrupción montado por Flavio Bolsonaro, en la época que era diputado estadual en Rio de Janeiro. Este esquema llamado de “rachadinha” consiste en que los funcionarios de Gabinete del diputado, devolvían parte de su salario a un fondo común que era administrado por Queiroz y que después se lo repasaba a Flavio. Pero no solo eso, Queiroz es parte del grupo de milicianos que están involucrados en el asesinato de la concejala Marielle Franco en marzo de 2018.

El principal socio de Queiroz, jefe de las milicias conocidas como “Oficina del crimen”, Adriano da Nóbrega, fue abatido por un Comando de la Policía Militar en un confuso incidente en el interior de Bahia en febrero de este año y se sospecha que su muerte sea una quema de archivo. Por su parte, la captura de Queiroz fue realizada en un sitio perteneciente al abogado Frederick Wassek, que desde el año pasado asumió la defensa de Jair Bolsonaro como de su hijo Flavio, lo que pone en evidencia la complicidad del clan Bolsonaro con el ex policial y miliciano. Esta prisión puede abrir una Caja de Pandora, en caso de que Queiroz decida colaborar con los fiscales del proceso y entregar informaciones relevantes que puedan comprometer a la familia Bolsonaro en prácticas de corrupción y de asesinato por encargo.

Estamos frente a un escenario en que el cerco de la justicia está asfixiando cada vez más a Bolsonaro y sus hijos, en diversos ámbitos, como la difusión de noticias falsas, la amenaza a jueces del STF, políticos y periodistas, a esquemas de corrupción y a las milicias de Rio de Janeiro. Por lo mismo, Bolsonaro intervino en la Policía Federal para que no se llevaran a cabo las investigaciones pertinentes, lo cual -como se sabe- implicó la salida del Ministro de Justicia y Seguridad Pública, Sergio Moro. El avance de las diligencias demuestra que las instituciones están dispuestas a hacer su parte, a pesar de los límites que les quiere imponer el mandatario. Las piezas del rompecabezas comienzan a encajar y, en ese contexto, el presidente va perdiendo cada vez más adeptos, quedándole sólo el apoyo de sus acólitos más fanáticos e incondicionales, como el grupo extremista de ultraderecha que se autodenominan los 300 do Brasil.

Lo peculiar de todo este proceso, es que Bolsonaro y sus seguidores insisten en confrontar y atacar a las instituciones de la República (STF y Congreso), dejando en el olvido a sus antiguos enemigos, la izquierda, los comunistas y, particularmente, el llamado Lulopetismo. Ellos exigen que los militares apliquen un Golpe de Estado con Bolsonaro a la cabeza para imponer un estado de excepción que le permita al ex capitán gobernar a su antojo. Pero con la detención del “patriota” Queiroz, está cada vez más distante la posibilidad de que las Fuerzas Armadas comprometan su imagen para salvar a Bolsonaro, a sus hijos y a las milicias que circulan en su entorno.

Quizás si la única posibilidad que tiene Bolsonaro para sostenerse en el poder, consiste en negociar cargos y recursos con los miembros de los partidos del “Centrao”, que representan un amplio espectro de partidos con mayoría en el Congreso Nacional. En todo caso, los miembros de estos partidos solo buscan que sean aprobados sus proyectos y enmiendas para beneficiar a sus votantes y seguir controlando el corral electoral que les permita mantenerse en sus diputaciones o senatorias. Por lo mismo, la lealtad de este tipo de políticos es totalmente instrumental y en el instante en que ellos perciban que el presidente está perdiendo su base de apoyo entre los ciudadanos, van a mirar rápidamente hacia otros horizontes, es decir, hacia otros líderes o conglomerados con los cuales puedan construir nuevas alianzas. La sobrevida de Bolsonaro por lo tanto depende de la mantención de su actual treinta por ciento de apoyo y de los recursos que pueda transferirles a los voraces políticos del Centrao, que deben haber aumentado su apetito y su tasa de peaje en virtud de los problemas del mandatario. Es el fisiologismo incrustado en las entrañas del sistema político brasileño.

Ante ello, surge la interrogante sobre ¿Cuál es la ética que asumirá la clase política brasileña en esta encrucijada histórica? O aún más si ¿Es posible esperar una respuesta republicana por parte de los diversos actores para resolver la crisis sanitaria, económica y social que enfrenta el país? Ello requeriría aquello que Max Weber llamaba de ética de la responsabilidad. Una ética que sea capaz de tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Este mandato supone, por ejemplo, que no se puede pasar por alto las graves acusaciones que pesan sobre el clan Bolsonaro a cambio de algunos beneficios económicos o de puestos en el aparato de Estado. También debería ayudar a ponderar el costo que tiene sobre la población abrir las restricciones al distanciamiento social en un período en que las cifras de infectados y fallecidos sigue su curso ascendente, sin previsiones optimistas de que puedan llegar a disminuir.

Finalmente, en toda esta trama compleja, el tema de la pandemia ha pasado a segundo plano y los números, a pesar de ser muy expresivos, ya han perdido su capacidad de impacto sobre los ciudadanos del país. Los más de 50 mil decesos y el millón de habitantes infectados parecen no sorprender a nadie. Se ha ido imponiendo una especie de banalización e indiferencia por las muertes y contagios causados por el Coronavirus, que al parecer se transformó en un tema exclusivamente familiar. Es decir, las personas solo se preocupan si existe alguien de la familia que cae enfermo o se muere. Mientras tanto, el psicópata genocida del Palácio do Planalto continúa inventando enemigos para saciar sus pulsiones de odio, venganza y muerte.

quarta-feira, 17 de junho de 2020

Malinterpretar a Camus en tiempos de Covid-19 y Black Lives Matter

Andrew Farrand
Rebelión

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Los momentos difíciles exigen una literatura de talla. Al menos eso es lo que quieren que creamos los directores de los periódicos y los intelectuales.

Desde que este año estalló la pandemia del coronavirus como una amenaza global parece que cada una de las publicaciones en el mundo ha publicado un artículo en el que se compara la situación con la novela de 1947 de Albert Camus, La peste, y se recomienda el libro como una parábola de los momentos difíciles que estamos viviendo.

El mes pasado le tocó a Steve Coll en las páginas de New Yorker. Además de elogiar la participación de Camus en la resistencia a la ocupación nazi de Francia, Coll describe al autor como un modelo de lúcida racionalidad en un momento de crisis: “Parece asombroso que Camus, que escribió a mediados de las década de 1940, pudiera conjurar con esa claridad, durante una epidemia, una moralidad política que propugna la información factual, la ciencia médica y los regímenes de sanidad pública”.

Invisibilizar a la población argelina

Coll tiene razón en defender un modelo anclado en la razón en un momento en el que las teorías de la conspiración proliferan por internet y el presidente de Estados Unidos hace proselitismo de la pseudociencia y del aceite de serpiente desde el Despacho Oval. Pero, ¿no hay un listón más alto que ponernos hoy en día? Un factor crítico que Camus y muchos de sus admiradores modernos omiten sugiere una respuesta.

El homenaje de Coll y la mayoría de los demás publicados los últimos meses omiten el contexto colonial en el que nació y vivió Camus, y en el que se sitúa La peste. De todos los artículos que he leído solo el del novelista argelino Kamel Daoud (autor de The Meursault Investigation, una célebre “secuela” de El extranjero, de Camus) publicado en Le Point, y el de la filósofa feminista Jacqueline Rose, publicado en London Review of Books, plantean el problema del proyecto de asentamiento colonial de Francia en Argelia que duró 132 años.

Francia siguió adelante con su proyecto colonial, que había iniciado bajo capa de la “mission civilisatrice” (misión civilizadora), con una brutalidad que dejaba claro que sus artífices eran todo menos civilizados. Actualmente Argelia continúa luchando para superar esa tragedia. Si se camina por las calles de cualquier ciudad argelina se atraviesan bulevares que llevan los nombres de los mártires de la sangrienta guerra de independencia del país. Casi seis décadas después de que Francia abandonara aquella lucha y cediera su colonia francesa las autoridades francesas siguen dando largas a los llamamientos a ofrecer disculpas oficiales.

Muchas personas argelinas consideran esta reticencia una mera continuación de las políticas coloniales francesas que durante mucho tiempo trataron de borrarlas, a ellas y a sus antepasados, trataron de invisibilizar a las y los argelinos en su propio país.

Una mentalidad colonial

A finales de la década de 1940 la población argelina superaba a la población colona europea, a la que se denominaba “pieds-noirs”, en una proporción de ocho a uno. Orán, la ciudad portuaria al oeste de Argelia en la que se sitúa la novela, era conocida por su gran población europea, aunque al menos una de cada tres personas residente en ella era de origen argelino. Con todo, estas personas están prácticamente ausentes en La peste. Ninguno de las decenas de personajes que se nombran en la novela es argelino. Nunca los oímos hablar a la población argelina y casi nunca oímos hablar de ella. Una de las únicas menciones es una línea en la que se habla de la muerte de un árabe anónimo en una playa argelina, una alusión fácil al anterior éxito de Camus, El extranjero.

Quizá no nos debería sorprender: aunque Camus formó parte como escritor de la resistencia contra la ocupación nazi, nunca logró librarse de la mentalidad colonial en la que nació. Se opuso sistemáticamente a la independencia de Argelia y apoyó medidas tintas destinadas a suavizar el flagelo de la injusticia colonial, no a eliminarlo (por ello, a pesar de la celebridad de Camus la Argelia independiente nunca ha hecho suyo su legado. Ninguna placa honra la casa de su niñez en Argel).

Cuando se publicó la novela de Camus tras la Segunda Guerra Mundial se elogió como una conmovedora alegoría de la resistencia de Francia a la ocupación. Pocos lectores se dieron cuenta de la contradicción de que Francia se lamentara de su propia ocupación mientras perpetraba otra injusticia al otro lado del Mediterráneo en el norte de África. ¿El hecho de que la novela se sitúe en Argelia no debería haber sido una clave obvia? Si el propio Camus no hubiera dado el mismo salto mental cabría preguntarse si su novela no era una gran sátira del colonialismo.


No ver las injusticias

Hoy, en un mundo que el Covid-19 ha puesto patas arriba, los escritores proponen La peste como una guía para lectores ansiosos y desorientados. Pero quizá el reciente renacimiento de este libro muestre los límites de la literatura, no sus virtudes. ¿De qué otra manera podrían los bibliófilos aclamar una novela por ser un parábola de la decencia humana (el tema que Camus eligió destacar el las últimas líneas de la novela), una metáfora del triunfo del bien sobre el mal y, al mismo tiempo, no ver la injusticia en la que se arraiga?

En parte la respuesta puede ser que los nuevos promotores de La peste provienen de las torres de marfil de los departamentos de literatura franceses y no de los departamentos de historia. Como afirmó uno de los contemporáneos de Camus, el brillante escritor y lingüista argelino Mouloud Mammeri, “el pasado pesa con toda su gravedad en el presente y es en el pasado donde se injertará el futuro”.

Al revisar la novela meramente como una obra literaria, desprovista de su contexto histórico, hay muchas personas que no quieren ver lo obvio, a pesar de que durante años los eruditos han criticado el hecho de que Camus borrara a las y los argelinos originarios. Sus defensores en la prensa escrita no han difundido estas críticas, sino que han prestado un apoyo incondicional a la novela.

Unas desigualdades profundas

Con todo, ¿es verdaderamente necesario este alboroto? ¿No podemos leer simplemente La peste como un relato sobre una pandemia sin considerar el colonialismo? No, incluso dejando de lado las consideraciones morales, si verdaderamente queremos derrotar la enfermedad.

Para detener la carrera de un contagio en una sociedad (ya sea la nuestra o la ligeramente ficticia Argelia de mediados de siglo de Camus) tenemos que considerar qué aspectos del contagio y qué aspectos de la sociedad anfitriona permiten su propagación mortífera.

Imaginen el Orán de la década de 1940: en una populosa metrópoli a orillas del mar la peste afectaría por igual a todas las personas, ya fueran argelinas o europeas. Sería inútil luchar para que no se propagara en un grupo mientra se descuida el otro. Además del coste de vidas de argelinos, este enfoque mantendría una reserva de contagio que volvería a infectar continuamente a los residentes europeos.

Si las autoridades coloniales de la novela hubieran valorado de la misma manera las vidas de las personas argelinas nativas, podrían haber adoptado un enfoque más holístico para combatir la peste y probablemente habrían acabado con su propagación antes y con menos víctimas en todas partes.

Considerado desde este punto de vista, la novela de Camus nos ofrece una lección hoy en día, aunque sea una que la mayoría de sus defensores parece ignorar: para salvar a algunas personas debemos salvar a todas. ¿A qué clase marginal que sufre desde hace mucho tiempo no reconocemos ni cuidamos nosotros hoy en día en nuestro propio mundo, de la misma manera que Camus y sus compañeros colonizadores ignoraron los argelinos que había entre ellos?

En unas pocas semanas la pandemia de Covid-19 ha sacado a la luz las profundas desigualdades que hay entre grupos étnicos y raciales, entre géneros, entre clases y profesiones y entre muchas otras divisiones en la sociedades de todo el mundo (por no mencionar las vastas diferencias que hay entre naciones). La conciencia acerca de esas divisiones está aumentando y en algunos lugares las desigualdades están logrando una recién descubierta atención en el debate público.

Crear una “nueva normalidad”

Algunas personas han pedido que se cree una “nueva normalidad” que valore a las personas trabajadoras que tienen salarios y estatus bajos, garantice un mejor acceso a la atención sanitaria, proteja mejor a las personas vulnerables, corrija nuestra peligrosa trayectoria climática y subsane muchos otros errores que hemos ignorado durante demasiado tiempo.

Tienen razón en pedirlo. Aun siendo muy mortífero, el Covid-19 no es la peste que Camus imaginó en su novela ni tampoco el mundo actual es comparable con el de la década de 1940. Con nuestros vastos recursos, un mejor conocimiento científico y la estructura de la información global no necesitamos seguir el modelo de aquellos tiempos desgarrados por la guerra, sin conexión y profundamente injustos. Hay poco que celebrar en ir saliendo del paso en una pandemia mientras se evita la reflexión honesta sobre uno mismo, tan necesaria para crecer y mejorar verdaderamente.

No obstante, en las últimas páginas de la novela los colonos supervivientes celebran la desaparición de la plaga cantando y bailando en las calles, aun cuando persisten las injusticias del colonialismo. ¿Acaso no podemos hacerlo mejor hoy en día, en que estamos armados de la sabiduría que da la experiencia?

La irrupción en los últimos días de protestas y descontento en mi país, Estados Unidos, en respuesta a la brutalidad policial contras las personas afroestadounidenses sugiere que al menos esa sociedad no lo está haciendo mejor. Lo mismo que Camus y sus compañeros pieds-noirs, la élite estadounidense (en la que me incluyo) ignora desde hace mucho tiempo el dolor de esta clase baja que está a su lado, hace caso omiso a sus peticiones de reforma, a pesar de los reiterados llamamientos. También en este caso el relato de Camus ofrece unas lecciones involuntarias aunque instructivas.

Derribar los sistemas de opresión

Siete años después de que se publicara La Peste el pueblo argelino emprendió la revolución que acabaría con el proyecto colonial de Francia. Es evidente que lo que provocó ese levantamiento fue el hecho de que durante décadas los amos coloniales hubiera ignorado a ese pueblo. Lo que es menos obvio es que ese mismo hecho de ignorarlo también permitió el triunfo de la revolución.

Al eliminar a las y los argelinos originarios de su propia imagen mental de Argelia los colonos franceses los invisibilizaron y eso permitió a las y los argelinos organizarse en secreto. La heroína de la liberación argelina Zohra Drif destaca en sus memorias, Inside the Battle of Algiers [Dentro de la batalla de Argel] cómo mientras que los franceses no hicieron mucho por entender la cultura argelina, los argelinos estudiaron a fondo las francesa. “La profunda ignorancia de los franceses acerca de nuestro pueblo y el desprecio que sentían por él” permitió a las y los combatientes argelinos emprender ataques que atrajeron la atención internacional hacia su causa y cambiaron el curso de la guerra, indica esta escritora.


Aquella guerra acabó con el mundo que conocían Camus y sus compañeros colonizadores, y ello gracias a su propia ceguera respecto al pueblo argelino y a su sufrimiento. Hoy en día los estadounidenses y otros harían mejor en no seguir sus pasos y emular, en cambio, a pieds-noirs como Maurice Audin, Fernand Iveton y otras personas que se unieron al pueblo argelino para defender la causa de la justicia. Es decir, escuchar a las y los afroestadounidenses y a otras personas que sufren, tratar de entender su sufrimiento y unirse a ellos para reformar o acabar con los sistemas de opresión. Esto no quiere decir proclamar que “el color no tiene importancia para mí*”, que es otra forma de ceguera y de ignorar al otro. En vez de ello hay que empezar por decir en voz alta “las vidas de las personas negras importan” [Black lives matter] y a continuación arremangarse y ponerse a trabajar para que de verdad importen.

Mucho antes de convertirse en personas que luchan por la libertad Zohra Drif y un amigo argelino tuvieron una disputa en el recreo con sus compañeros de estudios pied-noirs, nada más y nada menos que sobre Camus. Drif recuerda en sus memorias que los estudiantes franceses defendían las pusilánimes propuestas de Camus para modificar el sistema colonial. Drif y su amigo replicaron: “Vosotros, estudiantes de literatura, deberíais elegir otro escritor favorito […] Entonces comprenderéis que en momentos verdaderamente históricos quienes resisten, los ‘extremistas’, como vosotros los llamáis, son quienes tienen razón”.

Nota: * “I don’t see colour”, en inglés. Significa literalmente “no veo el color” y es una frase que representa la postura de algunas personas (en general de ascendencia europea) que afirman estar “más allá” de la cuestión racial y actuar igual con todas las personas. Sin embargo, en una sociedad racista supone una afirmación pueril e individualista, y que no es solidaria con el movimiento antirracista.

terça-feira, 16 de junho de 2020

La contención institucional frente a la arremetida de la ultraderecha

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

En su estremecedora novela Si esto es un hombre, el escritor italiano Primo Levi, nos advierte con infinita amargura que, si el nazismo fue capaz de asesinar a millones de personas, nada nos asegura que ello no pueda volver a suceder. Eso es precisamente lo que está sucediendo en estos instantes en Brasil. El surgimiento de muchos grupúsculos que se inspiran en la ideología nazifascista para –según dicen- construir una patria libre de la conjura comunista, está colocando a los brasileños ante el desafío de neutralizar dicha ideología o dejar impasiblemente que ella se expanda como un tumor maligno hacia todos los rincones del país. Por ahora, no es aún el movimiento de masas que caracterizaron a los regímenes de Mussolini y Hitler durante los años 30 y hasta mediados de los 40, aunque la virulencia y odiosidad de sus acciones en contra de las instituciones democráticas constituye un claro alerta para la amenaza neofascista que se cierne sobre el país en su conjunto. No se puede interpretar de otra manera la convocación realizada por Bolsonaro para que sus seguidores invadan los hospitales con la finalidad de certificar si efectivamente existen personas internadas a causa del Coronavirus, cuando existen otros y variados mecanismos legales que poseen, tanto la ciudadanía como el gobierno, para aplicar algún control sobre los gastos públicos.

En otro caso que encendió las alarmas el pasado fin de semana, miembros de un grupo paramilitar bolsonarista (Os 300 do Brasil) lanzaron fuegos artificiales en contra del Edificio del Supremo Tribunal Federal (STF). Algunos de ellos ya han sido detenidos por orden de la Justicia, lo que se supone permitirá dilucidar cuales son las vías de financiamiento que poseen estas organizaciones que están realizando acciones directas para estimular a los militares a dar un golpe de Estado con Bolsonaro en el comando.

La interrogante que surge para muchas personas, es hasta cuando las instituciones y los poderes democráticos permitirán que grupos organizados de milicianos neofascistas continúen con sus atentados y exhortaciones destinadas a generar el clima necesario para la irrupción de un proyecto totalitario. Hasta ahora ni el Congreso ni el STF han asumido una conducta más dura de enfrentamiento a esta arremetida de la extrema derecha, aunque probablemente perciban que ya es tiempo de tomar medidas más vehementes, dado que la propia supervivencia de ambas entidades se encuentra en peligro en este momento. El presidente del STF se ha caracterizado por su actitud pusilánime con relación a todos los ataques y ofensas que vienen sufriendo los representantes del máximo tribunal. Y el presidente de la Cámara de Diputados sigue acumulando acusaciones para iniciar procesos contra el mandatario, sin atreverse a ejecutar –por cálculo político o por temor- lo que se exige de su embestidura. Según la Constitución, la apertura de un proceso parlamentario contra el presidente depende exclusivamente de su decisión.

Por lo mismo, es fundamental que las instituciones coloquen límites a la actuación arbitraria e inconstitucional del presidente y sus ministros, toda vez que no se aprecia ninguna señal de moderación por parte del gobierno y sus seguidores, amenazando permanentemente con el ruido de sables para seguir chantajeando a los otros poderes de la República. Estos poderes continúan respondiendo tímidamente las arremetidas de grupos neofascistas, sin condenar con el vigor necesario la gravedad de los ataques e injurias que vienen recibiendo.

En paralelo, los partidos políticos se encuentran debatiendo las bases de un gran acuerdo democrático que pueda terminar con el actual gobierno, aunque las credenciales democráticas de muchos de los posibles protagonistas están siendo puestas en duda, particularmente, la de aquellos que participaron en el proceso de impeachment o golpe jurídico político para destituir a la ex presidenta Dilma Rousseff. En ese sentido, para el PT y otros sectores de izquierda las posibilidades de formar un Frente Amplio con partidos y personalidades que arrastran la carga de haber participado en dicha empresa golpista es bastante remota. Partidos que hoy rasgan vestiduras por la democracia estuvieron dispuestos a ser parte del gobierno de Michel Temer, que ha pasado a la historia del imaginario brasileño como una etapa en que emergieron las figuras más desleales y oportunistas.

Lamentablemente, este escenario de desconfianza y resentimiento genera una especie de parálisis entre aquellas fuerzas que tienen un mínimo común en la tarea de restaurar la democracia. Las mismas deberían redoblar sus esfuerzos para acabar con este desgobierno que está destruyendo cotidiana y sistemáticamente los pilares de la nación. No existe ámbito de actuación ni sector en que el poder público demuestre alguna capacidad para administrar el país, sobre todo en este periodo de crisis sanitaria, económica y social. Como ya lo anunciaba Bolsonaro en su discurso de pose, la presente gestión se ha dedicado a destruir todo lo que venía siendo montado a lo largo de estos últimos 35 años.

En el Ministerio de Salud se instaló un General como ministro interino, el que no posee ninguna experiencia sectorial y solo se ha dedicado a llenar los diversos cargos profesionales y técnicos de ese ministerio con otros miembros de la familia militar. Mientras tanto, la cifra de personas fallecidas y contagiadas por el Covid-19 sigue creciendo en números trágicos, superando ya las 44 mil víctimas, con casi 900 mil infectados.

Actualmente, la cifra es proporcionada por un consorcio de medios de prensa, debido a que el gobierno se ha negado a dar la información de infectados y muertos, en una medida criticada por amplios sectores de la ciudadanía, epidemiólogos, infectologistas y, especialmente, por los expertos de la Organización Mundial de la Salud que alertaron sobre los riesgos que implica una decisión de este tipo por parte de las autoridades. La situación con el Covid-19 está completamente fuera de control y el Ministerio ya ni siquiera proporciona las estadísticas diarias que posibilitarían algún tipo de proyección de la pandemia. La situación está llegando a un punto sin retorno. Brasil debe despertar para que esta pesadilla se acabe.

domingo, 14 de junho de 2020

Max Weber, 100 años después

Damián Pachón
Revista Arcadia

El filósofo, politólogo y jurista italiano Norberto Bobbio decía, en un texto sobre Max Weber, que un autor clásico es aquél que ha interpretado su tiempo, de tal manera, que sin esa interpretación tal época no se comprende bien; igualmente, porque siempre es actual y sentimos la necesidad de releerlo y reinterpretarlo, pero, ante todo, porque construyó “teorías-modelo de las cuales nos servimos continuamente para comprender la realidad.” Pues bien, la imponente figura de Max Weber, quien murió el 14 de junio de 1920, y cuya obra magna “Economía y sociedad” fue publicada poco después, cumple con cada uno de estos requisitos.

En primer lugar, porque su participación en los debates de la convulsa política alemana de la época es fundamental para entender el auge y el declive de la República de Weimar, en una época en la cual, como lo recuerda Gadamer, reinaba la desorientación en un clima de “amargura”, “afán de renovación”, pobreza, desesperanza y “voluntad de vida”, generados por la grave situación alemana tras perder La Gran Guerra. Esa “Voluntad de vida” fue la que llevó, por ejemplo, a Heidegger y a Carl Schmitt a abrazar el ocasionalismo, el decisionismo y terminar avalando y hasta legitimando teóricamente y filosóficamente el nazismo, tal como ha mostrado magistralmente Karl Löwit en su magnífico libro “Heidegger, pensador de un tiempo indigente” de 1984. Lo mismo hizo el pueblo, que ya en la década de los años 20, caía bajo el embrujo de Hitler. Weber, por el contrario, estaba en la otra orilla defendiendo el liberalismo y el Estado de Derecho.

En segundo lugar, de su actualidad no hay duda alguna. Nadie que estudie filosofía, sociología, teoría política o ciencias sociales en general puede prescindir de los aportes de Weber. Esa actualidad quedó reflejada en una encuesta realizada entre 1997 y 1998 por el Comité del Programa del Congreso Internacional Sociological Association (ISA) para elegir los 10 libros más influyentes en el campo de la sociología durante el siglo XX. El primer lugar lo ocupó, de lejos, “Economía y sociedad” de Weber, por encima de las obras clásicas de autores como Robert K. Merton, Parsons, Bourdieu o Habermas, para citar algunos nombres de primera línea. De hecho, su otro clásico “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” de 1905, ocupó el cuarto lugar. Que “Economía y sociedad” -texto póstumo publicado por su esposa Marianne Weber, a partir de un plan que su esposo esbozó en 1910- ocupara el primer puesto, se debe a que esta obra es pionera de la sociología, junto con los trabajos de E. Durkheim, Georg Simmel o Ferdinand Tönnies. En ella se refleja la inusual erudición del sociólogo: conocimientos filosóficos, históricos, jurídicos, económicos, políticos y, desde luego, de la historia de las religiones y de las antiguas culturas de Oriente.

En tercer lugar, la actualidad de Weber y su estatus de clásico se deben a que aportó una teoría sociológica -la sociología comprensiva- con una metodología, categorías y herramientas teóricas generales, para comprender científicamente la sociedad. Si bien Durkheim y Marx habían realizado importantes aportes a la sociología, es a Weber a quien se le debe un mayor estatus del llamado “conocimiento científico de la sociedad.”

Weber fue profundamente influenciado por los debates en torno a las ciencias del espíritu que se dieron en Alemania desde finales del siglo XIX, especialmente, el debate “explicación versus comprensión”; al igual que por las filosofías de Kant, Nietzsche y Marx. Sobre estos dos últimos llegó a decir: “Nuestro mundo intelectual ha sido modelado en su mayor parte por Marx y Nietzsche”. De Nietzsche, Weber atendió a su crítica de la racionalidad y a su teoría de los valores; de Marx, a sus intentos explicativos de la sociedad y el rol dado a la economía, si bien Weber no fue economicista, sino que mantuvo una perspectiva más amplia, atendiendo a la gran cultura. Weber tampoco asumió la mono-causalidad económica que se le ha endilgado (a mi juicio erróneamente) a Marx en la explicación de los fenómenos. Le apostó, más bien, a la multicausalidad en la explicación de los hechos. Por ejemplo, esto es claro cuando en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” afirma que no pretende explicar el capitalismo acudiendo sólo a cierto ethos religioso, el ascetismo protestante, sino que habría que atender a otros factores como “la totalidad de las condiciones culturales y sociales”, la “organización político-social” y los condicionamientos materiales. La mirada de Weber no es, pues, ni culturalista, ni economicista, sino mucho más integral.

Por otro lado, de Inmanuel Kant parte Weber para construir su teoría de los tipos ideales, “categorías-tipo” o “conceptos-tipo”. En efecto, así como en Kant el sujeto construye el objeto a partir de la interacción entre la experiencia y el entendimiento, en Weber es el sujeto, el investigador, el que construye el objeto de investigación, pues la realidad no se nos da de manera desnuda, sino que exige presupuestos. Ya Nietzsche había dicho en “La genealogía de la moral”: “No existe, juzgando con rigor, una ciencia libre de presupuestos”. De tal manera que lo que se investiga es un recorte de realidad puesto por el científico social, delimitado, de acuerdo con sus intereses investigativos, su cultura, su formación. Es lo que Weber llama relación de valor, que no puede confundirse con los subjetivos juicios de valor que contaminan con ideas religiosas o políticas el desarrollo y los resultados de la investigación misma.

Los mencionados tipos ideales son categorías, conceptos, que el investigador crea para tratar de explicar la realidad, la estructura social, las acciones, la dominación política. El tipo ideal es una formulación teórica que busca dar sentido a los datos empíricos recogidos en un proceso de investigación. Son esquemas que proponen dar una coherencia a los hechos, articulados en un ámbito de explicación racional; sirven para pensar la empiria, pero no son definitivos, sino que deben, dado el caso, repensarse, reacomodarse…no pueden forzar los hechos.

De esta manera construyó Weber su sociología comprensiva, la cual tenía como objeto “la captación de la conexión de sentido de la acción”, la interpretación de la misma, para “encontrar reglas generales del acaecer”. La sociología busca explicar los hechos sociales acudiendo a la comprensión de las acciones de los sujetos, a los intereses, a los motivos que las generan. Esto quiere decir que a Weber le interesan los motivos subjetivos de las acciones de los individuos para así comprender los hechos sociales, las estructuras macrosociales, las cuales tienen objetividad. Se parte del interés subjetivo, pero el estudio de este interés no es en sí mismo el fin de Weber. A él le interesa encontrar ciertas “leyes” entre los fenómenos.

Para Weber la sociedad no se impone como un todo sobre el individuo de manera ineluctable -como en Durkheim-, quien explicaba la parte por el todo, sino que ésta es una construcción humana, es producto de sus acciones. Por eso, si se comprenden las acciones es posible explicar la sociedad y sus estructuras. Weber no renunció a la investigación empírica, ni tampoco al intento de explicación causal; también diferenció claramente el conocimiento social del conocimiento natural, pues mientras en la ciencia natural se daban relaciones necesarias entre los fenómenos, en la sociología las “leyes”, que siempre ponía entre comillas, eran probabilísticas. Si en ciencia natural se dice “dado A debe ser B”, en ciencia social la fórmula es “dado A puede ser B”. Por lo demás, entre más generalidad tiene una “ley” social, menor es su capacidad explicativa.

Hoy, las discusiones en torno a las formas legítimas de dominación (tradicional, carismática, legal-racional), la tipología de la acción social (racional con arreglo a fines, con arreglo a valores, tradicional, afectiva), el tratamiento de la burocracia como tipo ideal, el problema de la racionalización en la modernidad, la secularización o, lo que es lo mismo, el desencantamiento del mundo o desmagicalización de la realidad, así como los eternos debates en torno a la objetividad en la investigación científica, la neutralidad valorativa, la ética de la responsabilidad en política, etc., conforman un arsenal teórico con el cual tiene que enfrentarse, en distinto grado, todo aquél que pretenda investigar un problema de las ciencias sociales y políticas.

sábado, 13 de junho de 2020

Ética de Weber para tiempos de pandemia

Fernando Vallespín
El País

¿Preservar vidas o relanzar la economía? Las reflexiones del filósofo alemán, de cuya muerte se cumplen mañana 100 años, siguen muy vivas

Mañana 14 de junio hace exactamente cien años de la muerte de Max Weber, provocada por una neumonía tras contagiarse de la gripe española. Poco podría imaginar el ilustre profesor que celebraríamos su centenario en medio de una pandemia similar. Porque Weber, el clásico entre los clásicos de las ciencias sociales, el inquieto diseñador de teorías y forjador de conceptos, nunca pudo dejar de creer en los avances de las ciencias y el progreso. Aunque lo hizo a su manera, sacando a la luz sus muchas ambigüedades y ambivalencias.

Su tesis central sobre el desarrollo del mundo moderno se aprende ya desde el primer curso de sociología. Modernidad equivale a la racionalización de todos los procesos sociales con el fin de resolver de la manera más eficiente posible cuestiones de naturaleza práctica. Y racionalización se conjuga con industrialización, burocratización, especialización, secularización, avance del capitalismo. Pero también con cosificación y deshumanización, porque este proceso conduce a la destrucción del “jardín encantado” de las religiones y concepciones del mundo premodernas. Aparecen nuevas esferas de valor —ciencia, derecho, ética, estética, religión...—, cada una con sus propias reglas, que ya no pueden integrarse en una unidad y nos provocan una especie de extrañamiento existencial.

El efecto de todos estos procesos es, pues, el “desencantamiento” (Entzauberung, en alemán) del mundo —la “desmagificación”, como prefiere traducirlo nuestro especialista Joaquín Abellán—. Lo que antes se veía como el resultado de poderes o fuerzas misteriosas y ocultas es suplido ahora por un saber científico-técnico sistemático. Gracias a la ciencia y la tecnología sabemos cada vez más sobre el mundo que nos rodea, este se llena de formas de organización e ingenios técnicos de los que hacemos un uso cotidiano, pero que, salvo el caso de cada experto, no comprendemos. Usamos el tranvía o el ordenador pero en realidad ignoramos cómo funciona; ocupamos un alveolo en una inmensa organización burocrática, pero su racionalidad interna se escapa a nuestro entendimiento. Es decir, nos sentimos incorporados a un orden —a un dispositivo, que diría Foucault—, que marca sus leyes por doquier, pero al que no le encontramos el “sentido”. Los avances producidos por la racionalización del mundo van acompañados así también de una pérdida.

Detengámonos un momento en esto, porque aquí es donde se encuentra uno de los aspectos más interesantes de su diagnóstico. En un momento dado nos dice: “La imagen de la ciencia es la de un reino transmundano de abstracciones artificiales que tratan de apresar con sus secas manos la sangre y la savia de la vida real sin llegar a apresarla”. O cuando afirma que la ciencia no puede dar respuestas a “la única pregunta importante para nosotros, qué debemos hacer y cómo debemos vivir”. Todos los aspectos de la vida social aparecen formateados por ese proceso de racionalización que reproduce el modelo de un aparato burocrático, jerárquico, organizado por expertos. Y un mundo construido a partir de una racionalidad instrumental abstracta y distante podrá garantizarnos la eficiencia, no así el sentido de la vida. El resultado es la alienación del mundo, y esta nos conduce al conformismo. Dentro de esta “jaula de hierro” la libertad pierde su dimensión de autonomía y se convierte en rutina.

A esta descripción le une Weber una importante consecuencia política, que acabaría resultando profética. El peligro de sujetos aislados y alienados en una sociedad de masas burocratizada es su posible salto hacia el irracionalismo: “los viejos dioses se levantan de sus tumbas” y comienza de nuevo la vieja lucha entre ellos. Según la postura básica de cada cual, unos serán dioses y otros demonios. “Y uno tiene que decidir cuál será para él Dios y cuál el demonio”, ya no hay una instancia racional con capacidad para orientarnos en este inconmensurable pluralismo de valores. O que se busque compensar la pérdida del sentido siguiendo ciegamente a un líder. No olvidemos que nuestro autor vive en el período anterior a la República de Weimar en un ensordecedor ambiente político.

Resulta casi inevitable trasladar algunas de estas reflexiones a la sociedad tecnocrática e hipertecnológica de nuestros días. A la luz de su diagnóstico, el actual resquemor hacia la ciencia, el escepticismo hacia la verdad y la objetividad de los hechos, la proliferación de teorías conspiratorias, serían nuestra forma de reacción frente a esta nueva sociedad digital. Su mejor encarnación puede que sea el populismo, con su vuelta al maniqueísmo —yo soy Dios, tú el diablo— y la priorización de la emoción sobre la cognición. Por eso nos resulta tan estimulante releer desde hoy sus textos de carácter más marcadamente político, tan pendientes por abrir un camino racional, “científico”, a ese mundo tan proclive a la irracionalidad ideológica, e introducir un orden conceptual en el todavía precario ámbito de los partidos, líderes y procesos parlamentarios, el escenario del poder. Y aquí puede que resida lo más importante, sus reflexiones sobre los atributos que deberían acompañar al liderazgo y la ética en la que este debe apoyarse. En definitiva, lo que nos encontramos en esa joya que es su conferencia sobre la política como profesión/vocación.

La distinción que ahí introduce entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad ya es de sobra conocida, pero es difícil imaginar otra que capte mejor la naturaleza dilemática de la acción política, cómo el decisor político se ve siempre atrapado entre los mandatos de la moral y las demandas de una realidad siempre sujeta a contingencias. Su opción por la ética de la responsabilidad, la de tener siempre en cuenta las consecuencias de nuestras acciones —la otra, la de la convicción, sería una ética “extramundana”, no soporta la “irracionalidad ética del mundo”— se ha convertido ya en el paradigma en el que, en teoría al menos, se inspiran los grandes políticos. Pero hay veces, nos recuerda el profesor, en que no podemos ignorar los mandatos morales absolutos, el “aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa” de Lutero. Ambas éticas no están en oposición absoluta, deben intentar conjugarse, y “solo juntas hacen al auténtico hombre, a ese hombre que puede tener ‘vocación para la política’”.

En eso Weber no iba desencaminado. Lo hemos podido experimentar a la hora de tener que tomar decisiones difíciles durante la pandemia, preservar vidas y restringir derechos a cambio de reducir nuestro bienestar económico. A veces lo que son consecuencias “deseables” chocan con la aplicación de medios inaceptables. Por eso le preocupaba tanto a Weber el “tipo especial de ser humano” al que le encomendamos el ejercicio del poder, el tipo de hombre “que hay que ser para poner sus manos en los radios de la rueda de la historia”. Me temo que esto último ya lo hemos olvidado.

quinta-feira, 11 de junho de 2020

Uma pandemia chamada Brasil

Ruth de Aquino
O Globo

Está difícil ser patriota no Brasil. Nenhum país maltratou tanto a população na pandemia do coronavírus. Tudo de pior se juntou aqui. A começar pelo presidente, que chama 40 mil mortos de “abobrinha” e grita para Cristiane Bernart, eleitora arrependida, “traída como milhões de brasileiros”: “Sai daqui. Cobre do seu governador”. O partido de Cristiane é o Patriota, de direita.

Governadores são acusados de fraudes com respiradores e material hospitalar. Corrupção financeira e moral é vírus endêmico nacional. Contamina governos de todas as ideologias e, por tabela, nossa sociedade. O tipo mais asqueroso é o que desvia grana de merenda escolar, de ambulância, de Bolsa-Família e, agora, se aproveita da pandemia para roubar milhões de dólares em respiradores impróprios. Roubar oxigênio, roubar a possibilidade de cura e vida. Isso me parece crime hediondo.

Não é só no Rio de Janeiro. Nem só no Pará, em Rondônia, no Amazonas, em Roraima, no Acre e em São Paulo. Com recordes de contágio e mortes, vemos mandados de prisão, busca e apreensão em operações policiais. A maioria visa rivais de Bolsonaro. Mas onde se investigar, se descobrirá fraude reunindo uma quadrilha público-privada de servidores, autoridades e empresários que escolheram a ganância. Corrupção ativa na Saúde! A deputada Carla Zambelli ri com seus informantes e chama de “Covidão” as operações da PF. Piada de mau gosto.

No Rio Grande do Sul, até uma adega foi contratada sem licitação para fornecer respiradores. Foram fechadas cinco fábricas clandestinas de álcool em gel. Golpistas usavam cachaça e até etanol em garrafões do álcool em gel falsificado. Para enganar mães, pais, filhos, netos, avós. Para torná-los mais suscetíveis a contrair e propagar a doença.

Também se tira proveito da pandemia para “passar a boiada”, como o tal Salles tentou. Ou para intervir no ensino superior. O tal Weintraub quer nomear, ele mesmo, reitores de quase 20 universidades federais, sem consulta. O espanto é esse indivíduo, após chamar juízes do Supremo de bandidos e vagabundos, continuar ministro e ser condecorado. Um incompetente que nem no Enem seria aprovado.

Nessa pandemia chamada Brasil, somem no ar hospitais de campanha e se desmonta o Ministério da Saúde, hoje coalhado de militares. Um exibe broche com faca na caveira. Quando assisti na GloboNews ao debate entre Mandetta, Gabbardo e Margareth Dalcolmo, pensei: como um país despreza todo esse conhecimento científico e técnico? Simples: na pandemia chamada Brasil, despreza-se a Ciência. A verdade incomoda. Sempre incomodou. E por isso a campanha eleitoral da chapa Bolsonaro-Mourão está sob investigação.

Em nenhum país vi tantos desatinos na pandemia. Bolsonaro e seu general de cabeceira tentaram maquiar o total de mortos. É provável que nenhum número seja real. O Brasil certamente tem mais de um milhão de contaminados, porque não existe testagem em massa como nos Estados Unidos. O Brasil certamente já superou hoje 100 mil óbitos por covid, porque os mortos por insuficiência respiratória grave se multiplicaram em 2020. Se não se fazem testes em vivos, quanto mais em mortos. As autópsias iludem.

O Brasil usa a pandemia para editar medidas arbitrárias. O Brasil usa a pandemia para roubar dos doentes. Que morram os pobres na flexibilização do isolamento, nas feiras, nos ônibus e trens? Então deixo a bandeira verde-amarela para quem acha bonito roubar. E para quem elegeu isso tudo que está aí e não se arrependeu amargamente. E para o Centrão. E para quem ainda não enxerga motivos para o impeachment.

quinta-feira, 4 de junho de 2020

Brasil: Un pacto democrático para detener al fascismo

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

Las imágenes de grupos de encapuchados con máscara blanca y antorchas en las manos frente al Supremo Tribunal Federal pidiendo que este sea clausurado, nos recuerdan las escenas del Ku Klux Klan o de las huestes nazistas que irrumpieron aquella noche de los cristales rotos, la cual anticipaba el genocidio cometido posteriormente por el régimen de Hitler. Aparte de eso, existen innumerables sitios de milicianos digitales que se han dedicado a desperdigar noticias falsas sobre las instituciones y las personas, profiriendo injurias y amenazas a miembros del Supremo Tribunal Federal, a congresistas, políticos, periodistas o representantes de asociaciones que han denunciado el avance de sectores exaltados de la extrema derecha.

Las fuerzas de la ultra derecha -a pesar de aún ser minoritarias- se encuentran bien articuladas en las redes y en la calle, con el sustento financiero de algunos empresarios y comerciantes que apoyan ciegamente a su líder, quien cada vez más adquiere el tono, los gestos y la postura de un Benito Mussolini, llegando a utilizar incluso una frase emblemática del dictador italiano. Pero a diferencia de su modelo peninsular, el ex capitán no posee la capacidad de líder nato y agitador carismático, de organizador experto, de orador cautivante y convincente. Bolsonaro no tiene un proyecto ni ideas de peso, salvo armar a toda la población para defender una nación imaginaria que está en campaña contra el marxismo cultural, la ideología de género y la globalización. A esta paranoia, el presidente ahora ha sumado su campaña contra el aislamiento y su propaganda incondicional de la cloroquina como el remedio que derrotará el Covid-19. Mientras en el país los fallecidos ya se aproximan de los 33 mil casos, el ahora llamado “Capitán Contagio” sigue enredado en su lucha para tratar de gobernar sin ningún tipo de contrapeso por parte de los otros poderes del Estado, ni responder a las demandas de gobernadores, alcaldes, periodistas o de la ciudadanía en general. Aunque sus últimos arrestos autoritarios, muestran a alguien que más que gobernar un proyecto para el país, lo único que desea es mantenerse en el poder a cualquier precio.

Precisamente, las limitaciones carismáticas e intelectuales del ex militar no quieren decir que él no represente un peligro para la democracia del país. Esto porque podría sumar a sus impulsos golpistas y dictatoriales a una parte significativa de las Fuerzas Armadas que se vean tentadas con la obtención de mayor poder dentro de un gobierno que ya posee un grupo numeroso de ministros, subsecretarios y funcionarios de alto escalón provenientes de las corporaciones castrenses. En total son más de 3000 militares que están cumpliendo funciones que antes realizaban empleados civiles.

Por lo mismo, es urgente que la totalidad de las fuerzas democráticas renuncien a sus diferencias históricas y/o coyunturales en pos de un objetivo común que es la creación de un frente en defensa de la democracia. Ciertamente no es una tarea fácil, considerando el comportamiento golpista contra el gobierno de Dilma Rousseff que tuvieron ciertos sectores que hoy día se presentan como paladines de la democracia. Renunciar a desavenencias y conflictos del pasado es una exigencia del crítico momento histórico que atraviesa el país. Ya han surgido algunas iniciativas en este sentido, como un llamado en las redes bajo el lema #Somos70porcento, que ya es una de los hashtag más compartidos en estos últimos días. Es un 70 por ciento que puede crecer aún más, en la medida que la propia base del gobierno continúa desgastándose en disputas intestinales entre aquellos que lo apoyaron que luego de un año y medio se han ido distanciando de Bolsonaro y sus grupos de acólitos más reaccionarios y odiosos.


Las manifestaciones de las barras organizadas anti-fascistas demostraron que las calles no son de uso exclusivo de los bolsonaristas y nuevas movilizaciones deberán producirse en los próximos días y semanas para demostrar que la gran mayoría de los brasileños desea el fin de un gobierno nefasto, que con su política miope ha profundizado la crisis sanitaria, económica y social que sufre la nación.

Brasil es un país que fue construyendo a lo largo de los años una sociedad civil activa y que, sustancialmente, en el periodo de lucha contra la dictadura adquirió mayor robustez y complejidad, siendo representados en la actualidad casi todos los segmentos de su población. Aquí encontramos movimientos sociales emblemáticos, como el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST), el Movimiento de Trabajadores sin Techo (MTST) o el Movimiento LGBT, aparte de innumerables organizaciones de género, ecologistas, de economía social y solidaria, etc. Esta sociedad civil debe movilizarse en defensa de la democracia, a pesar de las limitaciones que impone la política de aislamiento social en el contexto del Covid-19.

Y por supuesto, las instituciones también pueden desempeñar un papel importante en este esfuerzo mancomunado para recuperar la convivencia democrática. Tres son los escenarios posibles para la salida de Bolsonaro, a partir de lo que puedan realizar el Tribunal Superior Electoral, el Supremo Tribunal Federal (STF) y el Congreso. En el primer caso, es la impugnación de la chapa que ganó la elección, por el uso sistemático de fake news, mientras en el STF continua el proceso por la intervención inconstitucional del mandatario en la Policía Federal. En lo que corresponde a las acciones que podrían ser tomadas en el ámbito del Congreso Nacional, se contabilizan más de 30 pedidos de impeachment que deben ser analizados y aprobados por el presidente de la Cámara de Diputados.

Pero las salidas institucionales para la crisis profunda por la que transita Brasil, deben ser empujadas y sustentadas por una gran movilización ciudadana, la cual poco a poco ha comenzado a ocupar las calles de las principales ciudades. En definitiva, lo que está en juego en estos momentos es que tipo de Estado y sociedad desean o aspiran los brasileños. Aunque no solo eso, el momento define la capacidad de la mayoría democrática de activarse en defensa de las instituciones y los espacios de sana convivencia pluralista que han levantado con mucho esfuerzo los habitantes de ese país, después del largo paréntesis autoritario que imperó entre 1964 y 1985. Es la hora de proteger la vida, la libertad y la dignidad del pueblo brasileño.