quarta-feira, 3 de outubro de 2018

Brasil: Construyendo la alianza antifascista

Fernando de la Cuadra
Rebelión

La manifestación convocada por las mujeres el pasado fin de semana bajo el slogan de “Ele não” ha sido la expresión más multitudinaria de la voluntad de un gran sector de las ciudadanas y ciudadanos brasileños de decirle no al fascismo que amenaza fieramente la democracia en dicho país. No es exagerado pensar que muy probablemente Brasil enfrenta el mayor dilema de su historia reciente: la elección entre el fascismo y la democracia.

Pero cuando hablamos de fascismo, no lo hacemos en el sentido de abusar del concepto -o como fuerza de expresión- sino que lo hacemos en el entendido de que efectivamente el candidato de la ultraderecha representa muchos de los rasgos que se reconocen como parte del entramado ideológico de aquello que Umberto Eco ha caracterizado como Fascismo eterno o ur-fascismo. Uno de los rasgos más propios de este tipo de fascismo es su apelación a las clases medias que se encuentran frustradas por la situación de crisis económica que las llevaría a reducir su nivel de vida y por la amenaza que representarían los grupos sociales subordinados. Si a ello le sumamos el clima de violencia urbana que se ha diseminado por las principales ciudades, la presencia permanente de la corrupción y la impunidad, entre otros factores, nos encontramos ante un escenario favorable a un discurso autoritario que se erige como la fórmula salvacionista a la crisis sistémica por la que atraviesa el país.

Si Bolsonaro se mostraba como una figura patéticamente anecdótica y aislada cuando defendía, por ejemplo, la obra de la dictadura de Pinochet hace una década, en la actualidad ha conseguido captar la adhesión de un 28 por ciento del electorado -según las últimas encuestas- acentuando su carácter autoritario y ultra conservador. Consecuentemente, sus seguidores también se vienen mostrando cada vez más agresivos y truculentos en las manifestaciones de apoyo a dicha candidatura. En su más reciente aparición pública este fin de semana, el ex capitán Bolsonaro ha señalado que no reconocerá el triunfo de otro candidato que no sea el mismo, dando una clara señal a sus colegas de las fuerzas armadas de que pueden emprender una asonada golpista, en el caso que pierda en la futura contienda electoral.

La posibilidad de un golpe se acrecienta en la medida que los dos candidatos con más chance de pasar a una segunda vuelta son el propio Bolsonaro y Fernando Haddad el abanderado del Partido de los Trabajadores (PT). Si el primero insiste en desconocer el resultado de las elecciones, su apelo a un “pronunciamiento” de los militares cobra ribetes de riesgo inminente para la democracia y el golpe ya no sería blando, sino que podría ser directamente un golpe en que se utilicen los recursos de las armas y la violencia militar.

Quizás como nunca en los últimos 32 años de vida republicana, la nación se enfrenta al dilema del fascismo versus democracia. En esa encrucijada, la cuestión que se plantea como prioritaria es si las fuerzas progresistas tendrán la lucidez de construir una alianza que permita mantener a Brasil dentro de un régimen democrático. Por lo mismo, diversas voces desde un centro moderado vienen alertando sobre la necesidad de formar un gran acuerdo antifascista en el que puedan sumarse todos aquellos sectores que se comprometan a luchar por la defensa del estado de derecho y el pluralismo, pues claramente la mayor amenaza a estos proviene de los grupos de la extrema derecha y no del espectro político de izquierda. Figuras como el ex presidente Fernando Henrique Cardoso han advertido públicamente sobre el riesgo que representa un posible triunfo de la extrema derecha y, en ese contexto, ha declarado su apoyo al candidato del PT en el probable balotaje entre Haddad y Bolsonaro.

Algunos podrán cuestionar que el PT ha tenido en algunos momentos de su biografía ciertas actitudes anti-democráticas, como en el caso de compra de votos para aprobación de proyectos de ley, en el bullado caso del mensalão. Sin embargo, es evidente que el PT ha mostrado muchas más credenciales de situarse en el lado del campo democrático, muy diferente a todos los arrestos autoritarios y de apología de la tortura y violencia institucional que viene realizando el candidato de la ultra derecha.

En su análisis sobre la génesis del fascismo, Antonio Gramsci señalaba que, en momentos de transición de las sociedades, en periodos sombríos, grises, de indefiniciones, cuando lo viejo se ha desmoronado y lo nuevo no aparece con claridad en el horizonte, la emergencia de salvadores de estirpe autoritaria viene a llenar el espacio de ciudadanos en búsqueda de identidad y sentido. Personajes mesiánicos característicos del fascismo le entregan a esa masa amorfa un proyecto por el que hay que luchar. Ese destino común que muchas veces se define por lo más elemental y vulgar de las personas (la nación, la raza, la edad, el sexo) es invocado por el líder autoritario que construye en torno a estas identidades una causa común para enfrentar a los enemigos. Bolsonaro ha construido su discurso en torno a estas ideas básicas. Su desprecio por las prácticas democráticas y por la política, su combate a los avances en las políticas sociales, su machismo y su misoginia, su homofobia, su xenofobia, su ataque a las comunidades negras y a los pueblos originarios, ha conseguido crear una base de apoyo en las clases medias que se han sentido postergadas por las políticas de inclusión emprendidas por los sucesivos gobiernos del PT. Su base de apoyo se ha nutrido entre aquellos que no confían en las instituciones democráticas y que estarían dispuestos a cambiar las reglas de juego con tal de poder trabajar “tranquilos” y dedicarse a sus proyectos individuales.

La crisis permanente por la que atraviesa la sociedad brasileña ha contribuido a que sus habitantes se sientan hastiados por la violencia y el abandono, en medio de un cuadro de corrupción incesante. Como un navío a punto de naufragar, Brasil se debate contra las sombras de la incertidumbre y sus habitantes no vislumbran salidas viables. El fascismo se alimenta de este malestar y desazón generalizados.

Sin embargo, los periodos de crisis también representan momentos para replantearse la defensa de los valores civilizatorios que le posibilitan a las naciones sobrevivir a las tempestades. Por eso es urgente que las personas, organizaciones y conglomerados políticos que pertenecen al campo democrático realicen un esfuerzo por construir una agenda de futuro, que se situé más allá de un mero arreglo instrumental de corto plazo y que consiga no solo derrotar al fascismo en la segunda vuelta electoral, sino que además permita edificar un pacto de gobernabilidad en el cual el respeto de la libertad de opinión, de reunión, de participación, de información, la tolerancia a los otros, a lo diferente y a la diversidad se constituyan en valores irrenunciables para la gran mayoría de los ciudadanos de ese país. Solo a través de un renovado pacto social democrático se generarán las condiciones necesarias para que los fantasmas del fascismo sean erradicados definitivamente del imaginario político de quienes consideran que la salida de la crisis requiere más autoritarismo, más censura y más violencia.

terça-feira, 2 de outubro de 2018

El fenómeno del cowangry en la nueva política

Jorge Majfud
ALAI

Una de las interpretaciones más sólidas, casi una obviedad, tanto en los sociólogos de izquierda como de derecha, es la lectura marxista de la realidad donde los procesos materiales, como la economía y la producción, influyen de manera decisiva en los procesos psicológicos, morales, políticos, ideológicos y culturales. La reinstauración de la esclavitud en Texas a mediados del siglo XIX, debido al reemplazo de la lana por el algodón en Europa, su abolición legal, unas décadas después, por la nueva industrialización en los estados del norte de Estados Unidos, el ingreso de la mujer a las fábricas y tantos otros fenómenos no podrían explicarse sin este factor.

Pero la realidad es siempre más compleja de lo que quisiéramos. En su pluri dimensionalidad, otros, como Max Weber e, incluso, varios pensadores marxistas del siglo XX (Gramsci, Althusser) analizaron cómo esta avenida es de ida y vuelta: los procesos culturales también influyen decisivamente en el resto de la realidad, incluida la economía, el poder militar, etc.

Por estas razones, por esta tradición analítica tan largamente estudiada y elaborada, resulta casi una herejía imaginar siquiera que una realidad social puede estar definida por procesos puramente psicológicos, como la angustia, la frustración, la rabia, la depresión, tal como observamos actualmente en, al menos, medio planeta. Uno siempre tiende a pensar que esas expresiones no son más que eso, expresiones, síntomas, consecuencias, y que las causas están en otro lado. Cuando echamos una mirada a la base material de la sociedad, enseguida vemos lo más obvio, una realidad que nadie puede negar sin contradecir la mayoría de los datos: el radical desbalance entre quienes trabajan o simplemente sobreviven y quienes acaparan la mayoría de los frutos de una sociedad y una civilización que ha sufrido mucho para llegar al grado de progreso científico, tecnológico y social a la que ha llegado y que, de repente, parece al borde de un colapso, tanto social como ecológico.

Esas razones infraestructurales son innegables. No obstante, podemos hacer un esfuerzo para enfocarnos en la cultura de las últimas décadas y tratar de explicar los nuevos fenómenos, como el regreso del orgullo fascista, apenas un siglo después de que comenzara a producir las dos mayores guerras mundiales que el centro del poder, del desarrollo, sufrió en la Era Moderna (si no contamos los silenciados holocaustos de los pueblos colonizados).

Sin tiempo (ni histórico ni personal) como para hacer un análisis basado en datos duros, no me queda más remedio que especular con algunas observaciones y una hipótesis. Me refiero al factor psicológico que ha invadido la dinámica social. Como ya propusimos hace unos años, este factor se ha magnificado con el fenómeno de las redes sociales y las nuevas tecnológicas del anonimato o de la identificación a distancia, creando un individuo o una característica personal que podríamos llamar cowangry. Por múltiples razones, el neologismo en inglés no puede ser traducido sin debilitarlo.

Cowangry podría ser la clara mezcla de cobardía (cowardice) y rabia (anger) y, al mismo tiempo, ilustrarse con la rabia vacuna (angry cow), esos pobres animales que se ordeñan cada día, que rara vez se rebelan y, cuando se rebelan, sus patadas son tan inefectivas e intrascendentes que no tienen otro efecto que una soga más firme entre las patas.

Este elemento psicológico siempre existió, pero estuvo controlado por un mínimo sentido de la responsabilidad, esa misma que hasta hoy muestran dos personas que piensan diferente, pero se encuentran cara a cara y se imponen ciertos límites, propios de seres civilizados. Sin ese elemento de responsabilidad social en las redes sociales, el cowangry se reprodujo en los últimos años de forma exponencial. Pero su efecto no se limitó a los espacios virtuales.

El antiguo sistema de democracia representativa, donde los individuos expresan sus opiniones a través del voto, se parece increíblemente al sistema de las redes sociales donde cada individuo, anónimo o identificado, actúa impune o protegido por la plena distancia. De igual forma, la conciencia de que su opinión o posición política y social tiene un efecto mínimo, infinitesimal, a la hora de votar, su reacción debe ser lo más extrema posible para compensar o mitigar esa debilidad sumada a la frustración que produce no solo la realidad económica sino sus mismos intentos vanos de agresión personal.

Cuando el cowangry vota en el sistema tradicional, no solo siente la frustración de la desigualdad económica que ama, sino también la ineficiencia o la debilidad de su voz, por lo que necesita apoyar a candidatos que expresen toda esa rabia tribal prometiendo palo y metralla con los que no están de acuerdo. Considerando que la izquierda se feminizó en la segunda mitad del siglo XX (anticolonialismo, feminismo, derechos de homosexuales y lesbianas, comprensión hacia los pobres, hacia los perdedores, etc.), que la derecha se mantuvo en el poder mundial pudiendo recurrir a un nivel todavía racional, frío, calculado, dulcemente propagandístico (Coca-Cola, la chispa de la vida), ahora la opción del cowangry no podía ser otra que la derecha fascista, nacionalista, machista, tribal; la del ganador que percibe que ya no lo es o ha dejado de ser el colonizador, el semental (“estamos asistiendo al genocidio de la raza blanca”), la del macho encolerizado después que la borrachera abandona el clímax de la euforia.

En cualquier caso, es una postura extrema pero aun así vaciada del valor real de los verdaderos activistas sociales. El compromiso del cowangry es frágil, precario, puede desaparecer con un solo click, como el mismo individuo con sus múltiples identidades (definición clásica del maniático), todo lo cual nunca elimina su frustración sino que, por el contrario, la amplifica y la potencia para un retorno aún más virulento e igualmente inefectivo.

Hasta que el cowangry vota por un candidato que promete cambiar los argumentos racionales por unos insultos y unos cuantos balazos (Trump, Bolsonaro, y un largo etcétera), no para resolver los problemas del país, de la sociedad, sino para vengarse de todos aquellos que opinan, piensan o sienten diferente al cowangry. El cowangry está dispuesto a empobrecerse, a morirse de hambre si es necesario, pero nunca a perder en una disputa dialéctica, ideológica.

El cowangry es un fenómeno psicológico que ha desplazado la sociología, pero que, de durar en el tiempo, se convertirá en una característica cultural que definirá una época. Lo que, desde un punto de vista social y político, significa que apenas se agote la droga de la extrema derecha se podría pasar, luego de un retorno de la moderación, a una extrema izquierda tan visceral como la derecha, no racional, como forma de recuperar la necesidad que el cowangry siente por patear la mesa, no porque el mundo sea injusto, sino porque prefiere sufrir cualquier tipo de injusticia antes que ser dialéctica y psicológicamente derrotado por el adversario que, generalmente, aunque no siempre, es otro cowangry.

Así como la mentalidad de la iglesia que se absorbe desde pequeños (creer es prueba de la verdad) o la del estadio de fútbol (la pasión es prueba de que tengo razón) se traslada a la política con efectos catastróficos, confundiendo morrones con jalapeños, así esta batalla traslada sus dimensiones puramente psicológicas a la sociedad toda –empezando por las antiguas urnas. El espectáculo se parece mucho al brote de lo que se conoció como vaca loca (mad cow) que, como un mal augurio, asustó al mundo en los años 90. Cowangry es la furia del cobarde, la furia de la vaca, la cow-angry.