quinta-feira, 28 de junho de 2018

Ciudad abierta. Sobre ‘Construir y habitar: ética para la ciudad’, de Richard Sennett

Alejandro Hernández
Arquine

En su libro La ciudad antigua, publicado en 1864, Foustel de Coulanges explica que «ciudad [cité/civitas] y urbe [ville/urbs] no eran palabras sinónimas entre los antiguos. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus; la urbe era el lugar de reunión, el domicilio de esta asociación».

Construir y habitar: ética para la ciudad, es el más reciente libro escrito por Richard Sennett, sociólogo y escritor nacido en Chicago en 1943. Este libro es el último de la trilogía que inició con The Craftsman [El Artesano] y siguió con Together: The Rituals, Pleasures, and Politics of Cooperation [Juntos, rituales, placeres y política de cooperación]. Los tres libros de algún modo prolongan y critican las ideas de Hannah Arendt, quien fuera su maestra en la Universidad de Chicago. En el prólogo a El Artesano, Sennett explica cómo la diferencia que planteó Arendt entre el trabajo, como producción y transformación del mundo, y la acción, entendida como la causa sin la cual no existe la política y que, de algún modo, explora la división clásica entre la vita activa y la vita contemplativa, lo llevó a reflexionar sobre las maneras como el Homo faber –del que el artesano es ejemplo— piensa en tanto hace. También en ese prólogo, Sennett anunciaba que los siguientes dos libros de la serie estarían dedicados a guerreros y sacerdotes, el segundo, y al extranjero, el tercero. Y aunque sí publicó un libro con un par de ensayos titulado, justamente, El extranjero, el segundo tomo lo dedicó a los rituales, placeres y política de la cooperación, la que define como “Un intercambio en el cual los participantes se benefician del encuentro.” Si el artesano —que para Sennett incluye tanto al carpintero como al director de orquesta— es quien se dedica a hacer las cosas bien por el placer de hacerlas bien, la cooperación es la manera como el artesano es —o se hace— responsable, es decir, como él y su trabajo responden a los otros y a la comunidad y la ciudad —tema de la tercera entrega de la serie— el espacio —entendido, como veremos, tanto como espacio social como físico— donde esa comunidad se encuentra.

Sennett parte de la diferencia entre las mismas dos palabras que usa Foustel de Coulanges —a quien no menciona en su texto— usándolas en francés: cité y ville. “Al principio” —escribe— “sólo nombraban lo grande y lo pequeño: ville se refería a la ciudad en general, mientras que cité designaba un lugar en específico.” Ese uso se ha perdido, pero Sennett propone recuperarlo “puesto que describe una distinción básica: el entorno construido es una cosa, cómo la gente lo habita es otra.” Combinando lo que explicó Foustel de Coulanges sobre la diferencia entre civitas y urbs y lo que plantea Sennett de la cité y la ville, podemos decir que la segunda, la urbe, son las calles y el drenaje, así como el tráfico y las inundaciones causadas por la ineficiencia del segundo; en tanto que la primera, la ciudad, es todo el complejo social que empuja a miles de ciudadanos a desplazarse de su casa a su trabajo a la misma hora cada día o que los obliga a vivir en un lugar donde la infraestructura hidráulica es deficiente. La ciudad, dirá Sennett, es “un tipo de conciencia” que “también puede representar cómo la gente quiere vivir colectivamente.” Si la trilogía trata sobre el homo faber, sobre el artesano, primero, y la cooperación, después, el tercer tomo trata sobre el problema ético que se plantea en la relación entre la cité —que identifica como líquida, variable— y la ville —en principio sólida, estable— en las ciudades contemporáneas, lo que resulta en una pregunta fundamental: “¿debe el urbanismo representar a la sociedad tal cual es o buscar cambiarla?”

Para Sennett, parte de la respuesta está en concebir —parafraseando el título de la película de Roberto Rossellini— una ciudad abierta: “Éticamente, una ciudad abierta podría, por supuesto, tolerar las diferencias y promover la equidad, pero específicamente liberaría a la gente de la camisa de fuerza de lo fijo y lo familiar, creando un terreno en el que puedan experimentar y expandir su experiencia”. Para explicar algunas maneras como se intentó entender la cité, Sennett recurre a nombres como Engels o Balzac y Stendhal, mientras para contar cómo se construyó la ville —buscando de paso transformar la cité—, menciona a tres constructores de ciudades prácticamente contemporáneos: el Barón de Haussmann, quien transformó París a mediados del siglo XIX, Ildefonso Cerdà, quien además de inventar el término y los términos del urbanismo moderno hizo el plan para regular el crecimiento de Barcelona, y Frederick Law Olmsted, diseñador entre otros parques de Central Park, en Nueva York.



El primero embelleció la ville para mejor controlar la cité; el segundo, organizó a la ville buscando conseguir una mejor cité; el último, abrió un parque en la ville para construir una comunidad mayor en la cité. Al relato de las tensiones y acompañamientos entre la ville y la cité, Sennett suma a Heidegger, Levinas y Okakura Kakuzo, para hablar del otro como extraño, hermano o vecino; a los sociólogos de la Universidad de Chicago y al Le Corbusier del Plan Voisin como ejemplos, de nuevo, de las diferencias entre la cité y la ville; Moses contra Mumford y Jacobs, pero luego Mumford contra Jacobs. Pero también aparecen Mr. Sudhir, un vendedor de iPhones a buen precio y de dudosa procedencia en Nehru Place, en Bombay, como ejemplo de un conocimiento de la calle a ras de suelo para imaginar la ville que mejor acoge a esa cité; y Madame Q, ingeniera civil nacida en Shanghai y que fue parte de quienes empujaron el acelerado crecimiento de esa ciudad. “Destrucción creativa,” le llama Sennet a ese proceso, tomando la frase del economista Joseph Schumpeter: “el hecho esencial del capitalismo”. Pero esa ciudad de rapidísimo crecimiento resulta muy pronto obsoleta. El “crecimiento lento,” preconizado por Jacobs, “es sólo para los países ricos”.

Sennett también habla en este libro de caminantes y de flâneurs, de exiliados y de inmigrantes, cuya fuerza reside, dice, en asumir su desplazamiento. “¿Cómo puede esto servir de modelo a otros urbanitas?” Luego imagina cómo sería una ciudad si Mr Shudir, el vendedor de teléfonos de Nehru Place, tuviera el poder para diseñar una ciudad: “El ya ha adquirido las habilidades para habitar que no pueden enseñarse en las universidades: tiene calle [street-smart]; es capaz de orientarse en entornos que no conoce; sabe lidiar con extraños; es un inmigrante que ha aprendido las lecciones del desplazamiento”. En base a su propia experiencia, Mr Shudir, el constructor de ciudades, entendería, según Sennett, “la naturaleza incompleta de la forma construida” y “lo que pasa cuando las mismas formas se repiten bajo diferentes circunstancias”. Su ciudad no tendrá una imagen única, dominante, sino será el resultado de ensamblar muchas imágenes distintas de maneras diferentes, incluso divergentes, basándose en una estrategia con cinco características: sincrónica, puntuada, porosa, incompleta y múltiple. Tras explicar estos puntos, Sennett aborda el tema de la co-producción del entorno construido como una manera de acortar la brecha entre la ville, territorio del especialista, y la cité, espacio por definición compartido por todos. La responsabilidad ética del experto se entiende precisamente en el despliegue de todas las dimensiones de esa palabra: responsabilidad. Es decir, la capacidad de dar respuesta pero al mismo tiempo la obligación de responder al otro que nos interpela.

Sin responsabilidad no puede haber lo que Sennett califica como sociabilidad, que “aparece cuando los desconocidos [strangers] hacen algo productivo juntos. Sennett habla de otro imperativo ético que suma a esa forma más democrática y abierta de producir el entorno construido de la ciudad: la adaptación, que explica, a partir de la conciencia de los efectos que el cambio climático tiene, como opuesta a la mitigación. Esta busca la manera de, digamos, salirse con la suya, mientras la primera responde a las condiciones que encuentra —de nuevo: responsabilidad. Como el buen artesano, para quien un nudo en un pedazo de madera es una invitación a desarrollar sus habilidades junto con el potencial del material, en la construcción de ciudades, juntos, responder a las condiciones que nos encontramos produce mejores resultados. Parece obvio, pero recordemos que la tentación a la tabula rasa es una constante en el occidente moderno.

La urbe se construye, entonces, reconstruyéndose más que destruyéndose. Y la reconstrucción puede tener, también, de distintas intenciones. La restauración busca volver a un momento original, donde “el modelo rige sobre materiales, formas y funciones”. La reparación [remediation] busca que se vuelva a hacer lo que ya hacía, aunque su apariencia cambie: “los materiales se liberan pero hay una relación cercana entre forma y función.” En la reconfiguración, en cambio, se busca que lo que hay pueda hacer algo distinto a lo que hacía: los materiales se mantienen, pero la relación entre forma y función se distiende. La revolución, dirá Sennett, es la versión política de la reconfiguración: “La reconfiguración política no es una borradura del poder anterior, más bien es repensar cómo sus elementos se ajustan entre sí o no.” Al final estos planteamientos llevarán a Sennett a aclararnos cual es la conexión ética entre el urbanista y el urbanita: “practicar cierto tipo de modestia”. Esa es, nos dice, “la ética de una ciudad abierta”.

segunda-feira, 18 de junho de 2018

Símbolos e imaginários na vida coletiva

Cândido Grzybowski
Ibase

Há muito tempo venho pensando no poder dos símbolos e nos imaginários que eles evocam. Evidentemente, não se trata de uma qualidade do objeto em si, de sua forma, tamanho ou cor. Trata-se de uma qualidade social, de uma função simbólica atribuída ao objeto carregador do símbolo, uma construção sociocultural e política aceita ou implícita, tornada e vivida como uma espécie de convenção social. Claro, existem símbolos muito diversos, desde aqueles identitários, de pequenos grupos lutando pelo reconhecimento de sua existência e direito a uma identidade social, passando por movimentos e organizações sociais, partidos, religiões, povos e países, até símbolos com mensagens mais de caráter planetário como a cor branca e a pomba da paz, o vermelho e o X de proibido, o raio alaranjado como indicação de alto risco e muitos outros. Há uma permanente invenção de símbolos, uns emplacam, outros não. Num certo sentido, nos movemos cotidianamente guiados por eles. Todos são constructos socioculturais elaborados no dia a dia e ao longo da história, que viram força real quando reconhecidos e entendidos nas mensagens que carregam para os humanos a que se destinam. A força dos símbolos, em nossa sociedade capitalista, totalmente mercantilizada e de consumo de massa, está sendo privatizada e fortemente utilizada como marca e como marketing, como forma de vender algo, seja um produto, seja uma ideia ou apenas um símbolo de “status”.

O fato é que símbolos estão entranhados na gente de algum modo e sempre evocam algo. Eles sintetizam e condensam em si aquilo que foi construído, imposto ou aceito amplamente em alguma coletividade humana, maior ou menor, como sendo o que diz que é. Sua função é exatamente nos fazer dispensar de pensar e vivê-los como uma espécie de regra e ser parte de uma coletividade, como um senso comum. Entendemos os símbolos, aquela bandeira, imagem, logo, marca ou cor, e a mensagem que carregam. Podemos conviver com eles como “assim é porque é” ou ser indiferentes e até ser contra, mas sabemos o que significam e, sobretudo, as motivações que provocam em nós ao entrar em contato com eles de alguma forma.

Sei que nesta crônica estou entrando em uma seara que não é exatamente a minha prática cotidiana de intelectual e de ativista cidadão em prol de sociedades justas e radicalmente democráticas. Reconheço, porém, e afirmo que ela é mais importante do que parece num primeiro momento. Por isto, senti que não tenho outro caminho a trilhar neste clima de Copa do Mundo do Futebol. O futebol, em particular, mexe com a nossa identidade de povo brasileiro naquilo que temos de melhor, nossa fabulosa, vibrante e criativa diversidade nos esportes coletivos. Talvez, além da cultura e da língua, seja no futebol e na seleção da Copa quando melhor expressamos, dependemos, vivemos e torcemos pela genialidade da diversidade do que nos faz ser uma enorme coletividade, ocupando enorme território do Planeta Terra. Apesar de todas as contradições históricas em que fomos gerados e daquelas que vivemos dramaticamente no cotidiano, com muitas desigualdades e injustiças, exclusões sociais, racismo, machismo, violência e ódio até hoje, temos algo que nos une. Nada da esfera política, mas muito na esfera da sociedade civil onde se gestam e crescem os imaginários e os projetos de sociedade, de um povo entre muitos e diversos povos, todos importantes e tendo o direito a compartir o mesmo Planeta: a Copa do Mundo é, ao seu modo, parte da universidade para aprender a conviver planetariamente… pela disputa de iguais em um campeonato mundial de futebol.

As conjunturas em que acontecem as Copas do Mundo variam. E isto cria o “ambiente”, o momento histórico. As disputas geopolíticas mundiais de hoje não influenciam tão diretamente os jogos, pois os mastodontes governamentais têm um papel secundário no que os jovens e entusiastas jogadores fazem em campo. Mas, claro, influenciam de algum modo na escolha do país onde os jogos se realizam e, sobretudo, na apropriação política que fazem os governos anfitriões dos dividendos em termos de abertura, tolerância e imagem para o mundo.

Estou particularmente tentando entender como a Copa do Mundo e a nossa seleção de futebol estão sendo sentidas e vividas neste momento aqui no Brasil. Como sempre, podemos ganhar ou perder, pois isto só sabermos no decorrer dos jogos e como eles serão disputados. Falo das emoções e imagens que a Seleção evoca na gente como povo em geral, vitoriosa ou não. Não tenho dados, mas estimo em 70 a 80% a parcela da população ligada nos jogos, especialmente os do Brasil. Aí é que entram os símbolos e o título deste minha crônica. Ouso dizer que, de uma forma massiva, visível nas ruas, desta vez estamos ignorando nossos símbolos, como a cor verde amarela, a bandeira, a camiseta canarinho, para expressar nosso sentimento de adesão coletiva à emblemática seleção de futebol. Não acho que deixamos de torcer emocionalmente como sabemos expressar o quanto a Seleção é nossa. Deixamos de usar os símbolos. Podemos voltar a usá-los – até acho que isto vai acontecer – com o Brasil crescendo na Copa. Mas o fato é que a vibração com a seleção não está nas ruas, no modo de vestir das pessoas, na algazarra normal em épocas de Copa do Mundo, apesar de toda a publicidade na grande mídia e na inundação de produtos verdes e amarelos nas barracas de vendedores ambulantes. O que se passa?

Minha hipótese de analista político é que tivemos os símbolos apropriados e adulterados, não para expressar o que mal ou bem eram até recentemente, nossos símbolos de unidade nacional possível. Na radicalização política que estamos passando desde 2015, e que levaram ao golpe do impeachment, a bandeira brasileira, o verde e o amarelo e a camiseta da seleção se tornaram símbolos de uma parte de brasileiros apenas. Com isto, perderam a força de serem símbolos do coletivo nacional, com já foram em movimentos de cidadania como o “Diretas Já”. Isto poderia ser passageiro, forma de expressão de quem era, poderia ser ou aderiu a um projeto de nação identificado pelos golpistas, que perderam na eleição cidadã de 2014. O Governo Temer até adotou o lema “ordem e progresso” da bandeira nacional, que em pouco tempo se revelou desordem e retrocesso, desconstrução de direitos e até ameaças à frágil democracia conquistada 30 anos atrás. Como num “ambiente” nacional assim você pode usar a bandeira, as cores verde e amarelo e a camisa da seleção para torcer por aqui por algo que ainda nos une, dado o clima de ódio e intolerância presente no ar? Posso estar errado, mas acho que desta vez, mais do que no tempo da ditadura, nossos símbolos foram maculados, usurpados até. Afinal, ganhamos a Copa do Mundo de Futebol de 1970 e o regime não conseguiu emplacar como sua vitória, pois mesmo aqueles e aquelas a que ele se opunham vibraram e muito, até nas prisões de tortura e morte.

Como brasileiro de mais de 70 anos, de um modo o outro, vivi e vibrei as vitórias de 58, 62, 70, 94 e 2002. Sofri e muito com as derrotas, como a mais recente, de 2014, mas nunca culpei jogadores. Até no esporte temos estruturas autoritárias a atrapalhar e, às vezes, vencem a genialidade criativa dos jogadores. Sempre gostei do futebol e sempre achei que aí reside uma das fortalezas enraizadas no modo de ser brasileiro, que podem servir de cimento da nossa unidade na diversidade. Afinal, é de cultura que se trata, algo do mais nobre que inventamos como humanos. Sem dúvida, não é suficiente e também está permeada de racismos e exclusões. Mas por aí avançamos muito mais nesta nossa dramática história de epopeia grega, num mundo que teima em se globalizar cada vez mais. E, acredito, temos muito a dar para o mundo para uma civilização cidadã verdadeiramente planetária.

Bem, precisamos de símbolos e que anunciem mensagem não só de pertencimento, mas também de projetos de futuro. Uma urgente tarefa é resgatar nossos símbolos da captura feita na conjuntura política. A tarefa pode ser vista como fácil, dada a total perda de legitimidade e da total desaprovação do atual governo, o do “Brasil voltou 20 anos em dois”. Mas pode ser mais penosa do que parece. A tarefa é resgatar transformando. Afinal, precisamos de símbolos para um Brasil de soberania popular, não submisso às grandes corporações e aos donos do mundo de hoje. Como? Não sei! Nem tenho dicas por onde começamos. O certo é que ajuda muito se a seleção de futebol ganhar.