sexta-feira, 21 de maio de 2021

El miedo al pueblo

Claudio Fuentes
CIPER

La transición comienza a desvanecerse y con ello se podrían debilitar también las antiguas relaciones de autoridad que se mantenían en base al miedo, sugiere el autor. Ahora es la élite la que teme: ve llegar a los centros de poder a personas que no conoce y los percibe como “antisistema”, dispuestos a destruirlo todo. Pero las propuestas de los “recién llegados” son puro sentido común, sugiere el autor.

En agosto de 1980, Eduardo Frei Montalva sostuvo un encuentro con la Democracia Cristiana en la antesala de lo que sería el plebiscito de 1980. Allí se explayó sobre la necesidad de rechazar la Constitución. Sostuvo en esa ocasión que “toda esta Constitución está construida sobre la base del miedo. El miedo al pueblo. ¡Todas son restricciones!, ¡todas son medidas defensivas!, ¡todos son cercos para apretar a la gente para que no se exprese!”. Frei Montalva tenía la convicción de que como generación debían confiar. “Debemos creer en nosotros mismos. No tener miedo. Eso es lo que tenemos que combatir. Tenemos que construir una Constitución sobre la base de que creemos en nuestro pueblo”, sostuvo.

El miedo al pueblo ha sido uno de los sentimientos más persistentes y duraderos de nuestra historia. Lo señala con particular agudeza Kathya Araujo en su libro El miedo a los subordinados (2016, LOM), donde plantea que desde los albores de la República se construyeron dos modelos de autoridad. Uno de tipo portaliano, que actúa por sobre la legalidad y que usa la fuerza para sostener el orden y su propia autoridad; y el modelo del hacendado, donde se establecen relaciones de reciprocidad entre el patrón y el trabajador y en las que el orden se sostiene por la obediencia y la veneración a dicha autoridad.

Ambos modelos ocupan una medida de fuerza. Comprender cómo se organizan las relaciones sociales y la autoridad es crucial para analizar el momento que vivimos tras las elecciones. De pronto vemos que el viejo orden de la transición en Chile comienza a desvanecerse, y con ello se desvanecen las relaciones de autoridad que la sostenían en base al miedo.

Desde el punto de vista legal, y siguiendo la reflexión de Frei Montalva, la Constitución de 1980 organizó las relaciones de poder para perpetuar la autonomía militar —la que fue parcialmente minada con la reforma de 2005—, y las relaciones de autoridad jerárquicas y centralistas. En ese texto la ciudadanía, el pueblo, no existen salvo para cumplir con un rito que ocurre cada cuatro años para elegir representantes. El aparato institucional organizó además una serie de balances y contrabalances precisamente para evitar que el poder saliera de ciertas manos, a través del Consejo de Seguridad Nacional, el Tribunal Constitucional, los poderes de veto y los quórums.

Desde el punto de vista político, la historia es conocida: los partidos se distanciaron de sus raíces territoriales y la autoridad amenazó contra los cambios: se corría el riesgo de ahuyentar a los capitales si se subían los impuestos; o había peligro de romper los equilibrios fiscales o de incrementar las expectativas inflacionarias. También se afirmaba que desaparecerían puestos de trabajo si no se aprobaba un megaproyecto de inversión en algún territorio. Después de 1988, donde cada voto contaba, cada vez más personas comenzaron a pensar que daba más o menos lo mismo por quién se votaba y progresivamente fueron abandonando las urnas.

A lo anterior se sumó la ruptura del lazo entre lo político y lo social (Garretón 2012, Araujo 2016, Luna 2017). Dejaron de existir mecanismos de intermediación. La Iglesia Católica dejó de actuar como un puente entre las élites y las poblaciones. Tampoco los partidos —sobre todo los de izquierda— ejercieron un rol de vínculo entre las demandas sociales y el Estado. La modernización avivó el optimismo de los sectores más acomodados, mientras esa misma modernización se transformaba en tarjetas de crédito y deudas. Vino el agobio individual y la constatación de que los sectores acomodados (empresarios, políticos, curas y militares) abusaban del poder.

Hoy experimentamos un momento único de revisión sustantiva del lazo social y político que organiza nuestra convivencia. Y, como era de esperar, emerge nuevamente el miedo al pueblo. El pueblo salió a la calle, no una, sino cientos de veces en la última década, cansado de las promesas incumplidas. Incluso llegó a la frontera social invisible de Plaza Italia y comenzó una larga batalla que aún no ha terminado por la “dignidad”. No es casual que el conflicto permanezca en dicha frontera, pues es la expresión más patente de las desigualdades que enfrenta el país: la división entre ricos y pobres, privilegiados y excluidos o hacendados y asalariados.

Lo sorpresivo de esta historia es que aquellas personas cansadas de “los mismos de siempre”, agotadas con el abuso y el ninguneo, se organizaron y superaron todas las barreras legales imaginables (petición de firmas, financiamiento electoral, franjas irrisorias, armado de listas, entre otras). Así, contra todo pronóstico, lograron llegar hasta la Convención Constituyente. Y que se instale en el centro del poder un grupo que no pertenece a las élites habituales infunde miedo. Siempre el pueblo ha infundido temor, uno visceral a lo desconocido. Pero también un temor a perder el poder.

El hacendado y su inquilino

Los días que han seguido desde el fin de semana han demostrado la sorpresa y el temor. Es el caso del diario El Mercurio, que en su editorial del día lunes 17 de mayo sostuvo que: “Es, sin embargo, una extraña paradoja el que precisamente en estos 30 años —frente a los cuales se ha manifestado un tan rotundo ánimo de cambio—se hayan alcanzado algunos de los mayores logros de la historia nacional, en términos de desarrollo económico, avance social y reducción de la desigualdad”.

En estas palabras resuena algo de la relación hacendado-inquilino que describe Araujo, donde el primero se preguntaría: “¿Por qué protestas y me tratas así cuando te he alimentado, te he dado cobijo, he educado a tus hijos? ¿Por qué me pides más si te he dado tanto?”.

También se ha observado el temor a la caída de la bolsa, al ver que la derecha no controlará el tercio de la Convención. Asimismo, las editoriales en los diarios advierten de la “actitud rupturista” de los independientes de izquierda que fueron electos.

Hay quienes señalan que estos nuevos grupos vienen con un proyecto refundacional y quieren destruirlo todo. Respecto a este punto, el historiador Joaquín Fermandois nos advierte que “después vienen los independientes, en número los claros vencedores, inconfundiblemente antisistema todos, por darles un nombre”. Las preguntas son varias: ¿Por qué una multiplicidad de representantes de organizaciones territoriales querrían destruirlo todo? ¿Se trata de las masas afiebradas que, así como destruyeron paraderos de micro, ahora se instalarán en la Convención para destruir todo lo que esté a su paso? ¿Es esa la lectura adecuada que debiésemos hacer?

Un breve recuento de algunas de sus propuestas programáticas de aquellos y aquellas que han resultado electas, puede ayudarnos a responder estas preguntas. Señalaré solo algunos párrafos de las propuestas hechas por este mundo al que la elite teme.

Dayana González (D3), dirigente social y profesora, plantea al inicio de su programa que se requiere “la construcción de un sólido aparato institucional que reconozca los derechos sociales, económicos, culturales, y lidere, con colaboración privada en algunos casos, la solución de los graves problemas de pobreza y exclusión”, todo esto en el marco del cambio climático y la revolución científica tecnológica, afirma.

Ivanna Olivares (D5), educadora y gestora cultural, sugiere en su programa una serie de ejes —bastante comunes en la mayoría de las propuestas programáticas de candidaturas independientes— que se asocian con un Estado “solidario y plurinacional”, un Estado con perspectiva de género y feminista, así como un Estado ecocéntrico, donde se establezcan medidas de protección y preservación. Asimismo, aboga entre los ejes de su programa por establecer un Estado decolonial que acepta los principios organizativos y saberes ancestrales, además de un Estado laico, descentralizado y regionalista; un Estado garantista y protector de los derechos humanos. Se pone atención en el cambio climático y en la revolución digital que son dos transformaciones globales que transformarán el planeta.

Fernando Salinas (D18) coloca énfasis en su programa en la necesidad de crear un Estado constitucional ambiental, igualitario y participativo. Propone una serie de deberes constitucionales como “el primero es el respeto por la diversidad, lo que implica el deber de tratar a los distintos como legítimos otros. El deber de proteger a nuestras ancianas y ancianos, así como a toda minoría; el deber de estudiar y trabajar con responsabilidad, asumiendo que estas actividades tienen un profundo impacto social y no solo un interés individual; el deber de respetar el régimen democrático, los derechos humanos y el orden público propio de un régimen democrático y de un gobierno legítimo”.

De la lectura de un sinnúmero de programas emerge una mirada crítica sobre el actual momento histórico, desde el punto de vista de la participación democrática, la calidad de vida, la garantía de derechos y las inequidades sociales. En muchos de ellos se critica el modelo económico extractivista, argumentando que ha afectado seriamente el bienestar de los territorios y ha dañado las condiciones de la vida humana y de la naturaleza. Es interesante destacar que gran parte de las propuestas provienen de activistas, que por muchos años han estado atentos a las problemáticas en zonas de sacrificio. Y son estos temas los que han encauzado los conflictos sociales de la última década.

Propuestas refundacionales

Lo que un segmento de las élites no termina de comprender aún es que los beneficios del crecimiento económico no se distribuyeron equitativamente. Es más, algunos efectos de ese crecimiento han sido altamente negativos para determinados territorios, incluyendo lagos, bosques, ríos, salares, glaciares y mares. No es casual el fuerte acento que muchos programas tienen en medioambiente, probablemente uno de los temas más relevantes en el escenario global (por el cambio climático) y nacional (por el modelo económico extractivista).

Pero, ¿son refundacionales las propuestas que se esbozan? Sin duda en muchas dimensiones lo son. Resulta curioso que ahora estas propuestas causen tanto escozor, cuando se trata de temas presentes en el debate público desde hace décadas y que se han transformado en una preocupación incluso a nivel internacional. Se plantea, por ejemplo, la idea de un Estado Regional, acompañado de un debate político de 30 años o más; se propone también la posibilidad de un Estado Plurinacional; y, por último, se plantea un sistema de gobierno con mayor equilibrio de poderes entre el Ejecutivo y Legislativo. ¿Debiese sorprendernos todo esto?

Escribir una Constitución es un acto para reconstituirse y para revisar las bases de la convivencia social, porque se percibe que algo no está funcionando o está funcionando muy mal. En la Convención se expresarán una multiplicidad de diversidades, sociodemográficas, territoriales e ideológicas que por el momento sería inadecuado “clasificar”. Ante todo son personas que concurrirán al foro público a intentar convencer al otro de sus ideas, a deliberar. Tendrán el mandato de establecer un acuerdo, un nuevo texto que guíe el destino del país por las próximas décadas.

El miedo al pueblo considera —además de la perplejidad y el temor— una tercera reacción asociada a intentar clasificar bajo paradigmas tradicionales esta nueva forma de hacer política. Inmediatamente se busca contabilizar cuántos candidatos son de derecha y cuántos son de izquierda. Lo mismo opera con los representantes de pueblos originarios. De hecho, ya andan circulando mapas que intentan ubicar a los constituyentes en el eje izquierda-derecha.

Tal vez, solo tal vez, es un error seguir funcionando bajo el esquema de pensamiento del viejo orden. Dada la fragmentación de la Convención, la dinámica que podría anticiparse es más flexible y podría funcionar desde el punto de vista de los temas que se vayan discutiendo. ¿Por qué debemos asumir que ciertos grupos funcionarán como bancada todo el tiempo y en cada debate que emerja? El impulso por “clasificar” y “categorizar” es quizás una respuesta ansiosa para reducir la incertidumbre subjetiva frente a un cuerpo deliberativo que no se conoce. Las experiencias constituyentes en otros países muestran que existen factores subjetivos (liderazgos y dinámicas de cooperación) que son vitales a la hora de decidir.

Resulta iluminadora en ese sentido una de las primeras entrevistas que dio la recién electa constituyente Giovanna Grandón (más conocida como “tía Pikachu”), que planteó la necesidad de lograr acuerdos en la nueva Constitución para que todos los chilenos tuvieran mejores oportunidades en educación, vivienda, salud y pensiones, además del derecho al agua. “Si uno se postuló es para hacerle bien al país, no para que quede exactamente igual o peor. Hay que llegar a un acuerdo para que el agua sea un derecho universal, no como en el norte donde las paltas tienen más derechos que la gente”, declaró.

Además en la entrevista agregó: “Ese es el tema, los acuerdos. Y tampoco vamos a ser Chilezuela ni nada. Tampoco queremos quitarles los privilegios y que las empresas quiebren, pero sí que la gente tenga al menos agua… Nosotros decimos ¿Cómo a estas alturas de la vida no hay agua potable para las personas?”.

En base a lo expuesto, la discusión constituyente intentará recuperar los sentidos comunes: que la gente tenga agua para beber, que exista un modelo de desarrollo que evite zonas de sacrificio y dañe irremediablemente a la naturaleza, además de que el poder se distribuya para permitir que la ciudadanía pueda tomar decisiones en temas vitales. Sumado a eso, que podamos convivir en un medioambiente diverso y que nos preocupemos del cambio climático que está afectando seriamente nuestras vidas. Lo novedoso de esta historia es que ahora vemos a Giovanna Grandón calmando la ansiedad de las élites de convertirnos en Chilezuela. Puro sentido común.

segunda-feira, 10 de maio de 2021

La banalización de la muerte y la masacre de los pobres


Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

La masacre perpetrada recientemente en el barrio de Jacarezinho, Rio de Janeiro, en que fueron asesinados 27 moradores jóvenes de esa comunidad, refleja visiblemente el carácter de extrema derecha del actual gobierno que ha dado carta blanca para que las diversas Policías (Militar, Civil y Federal) ocupen a sangre y fuego las áreas pobres de las principales ciudades de Brasil.

Las declaraciones del Vice-Presidente de la República, Hamilton Mourão, fueron el corolario de la visión prejuiciosa y maligna que tienen las autoridades sobre las personas que habitan en los territorios más carentes. Ante la consulta sobre el número excesivo de fallecidos entre la población civil que dejó el operativo de la Policía Civil, el General Mourão sintetizó en una frase simple y brutal su opinión sobre la secuela de muertes que dejó la acción policial: “Son todos bandidos”. Para él poco importaba el estatus jurídico de los jóvenes ultimados, porque al final no eran más que pobres y con eso basta para justificar la matanza. “La policía no mata sola. Este es un tipo de discurso que legitima la barbarie y la violencia policial”, afirmó luego de conocer estas afirmaciones, el abogado Joel Luiz Costa, coordinador del Instituto de Defensa de la Población Negra.

En los hechos, actualmente existe escasa regulación sobre el comportamiento abusivo de los organismos encargados de velar por la Seguridad Ciudadana, transformándose en una especie de cuerpo autonomizado del brazo represivo del Estado, con poco o ningún control por parte de las instituciones que conformarían el llamado Estado Democrático de Derecho. Sin que operen efectivamente los límites y restricciones institucionales establecidas por la Constitución de 1988, las policías usan y abusan de una violencia arbitraria orientada a aniquilar principalmente a los segmentos más vulnerables del país, sobre todo a los hombres jóvenes, negros y pobres que habitan en esas comunidades más carenciadas o favelas. En el año 2019 fueron más 47 mil muertes violentas en el país, de las cuales 74 por ciento correspondieron a población negra y en que más del 50 por ciento tenían entre 15 y 29 años.

En rigor, las llamadas fuerzas del orden actúan con total impunidad debido a la postura contemplativa de una “política de exterminio” que ha sido avalada por los agentes del Estado, comandantes militares, ministros y subsecretarios, gobernadores, alcaldes, miembros del poder judicial y, también, una parte de los electores influidos por el discurso de odio y de criminalización de los pobres que ha sido difundido hasta el cansancio en los últimos años por autoridades y medios de comunicación. Esta masacre refleja, en síntesis, lo que una parte de la sociedad entiende como la solución para los problemas de seguridad pública: “Bandido bueno es bandido muerto”.

Max Weber concibió al Estado burocrático moderno como aquella entidad que posee la legitimidad para detentar el monopolio del uso de la fuerza o la violencia física dentro de los límites de determinado territorio. Es decir, dicho Estado consistiría en el establecimiento de una relación de dominación de un ente superior sobre el conjunto de los ciudadanos, fundado en el instrumento que le otorga la legitimidad del uso de la violencia bajo la aceptación de quienes se someten a esa autoridad reivindicada por los agentes dominadores emplazados en el Estado y sus aparatos de coerción.

Pero esta legitimidad otorgada por las personas al Estado y sus instituciones se vería afectada seriamente cuando ciertas instituciones de su estructura actúan con una autonomía transgresora de las reglas del juego definidas y compartidas en las democracias modernas. La utilización desmedida de la fuerza hiere y flagela el cuerpo social que se rebela tarde o temprano contra la arbitrariedad y el abuso, como ha sucedido históricamente en las luchas de las poblaciones contra los regímenes autoritarios o dictatoriales. Exceptuando el caso de las sociedades tremendamente controladas -o como en las distopías literarias al estilo de 1984 de George Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley- la tendencia es que las personas lleguen al hartazgo de las políticas represivas y se organicen para combatir la tiranía y la opresión. No obstante, hay que reconocer que la masiva adhesión al régimen Nazista o al propio fascismo en tiempos de Mussolini son temas que continúan intrigando a los cientistas sociales que se inspiran en las categorías o tipos ideales weberianos para interpretar la cuestión de la legitimidad detentada por la autoridad.

Fuera de estas consideraciones más generales, lo que se puede observar en el caso brasileño es la utilización de una fuerza predatoria para combatir la pobreza instalada en determinados territorios. La Policía y también las Milicias -que son integradas por militares, policías en actividad y ex policías-, se han erigido en una fuerza criminal dentro del Estado con fuertes vinculaciones con la clase política: diputados, alcaldes, concejales y otros agentes del poder local. Las milicias se consolidaron en las grandes ciudades y representan la mano del terror del Estado sumergida en la ilegalidad y en la impunidad. Fue avanzado en los territorios dominados por el tráfico hasta llegar a las Asambleas Legislativas de cada Estado de la Federación e instalarse finalmente en el Congreso y el Poder Ejecutivo, ahora con la anuencia y el apoyo indesmentible de la familia Bolsonaro. Son responsables de numerosos crímenes que los Tribunales de Justicia ignoran, desconsideran y descartan por cobardía o conveniencia.

Estas milicias funcionan en los intersticios de un Estado omiso que mantiene la lógica de ocupación del territorio para actividades delictivas y el control sobre un conjunto de actividades importantes en el quehacer cotidiano, que van desde el transporte urbano, la distribución de gas, la señal del cable, etc. que pasa también por la oferta de protección a los comerciantes y llega finalmente hasta la supremacía en el mercado de armas y drogas. Es una red cada vez más extensa que interviene actualmente en más del 60 por ciento de las operaciones criminales que existen entre las casi 700 favelas existentes en la metrópoli carioca.

La favela de Jacarezinho es un espacio dominado por el Comando Vermelho (CV) y por eso fue necesario realizar esta operación de “limpieza” para dejar el terreno despejado para la instalación posterior de las milicias. Situada en una región estratégica de la zona norte de Rio, en esta comunidad habitan aproximadamente 40 mil personas que luchan diariamente para sobrevivir en el contexto de la pandemia. La mayoría de las familias de esta parte de la ciudad, han sufrido en carne propia los efectos del desempleo y la precarización del trabajo que se ha profundizado desde el inicio de las restricciones y las cuarentenas decurrentes del avance de este flagelo que afecta a todo el planeta.

Jacarezinho, como otras favelas emblemáticas de Rio de Janeiro (Rosinha, Santa Marta, Complexo do Alemão, Maré, Vidigal, Turano, etc.) han venido experimentando desde hace muchos años la violencia devastadora del Estado brasileño, como se encuentra demostrado en numerosos estudios e informes elaborados por instituciones de Derechos Humanos y por el propio Ministerio Público a través de la Procuraduría del Gobierno Estadual.

En una investigación realizada por especialistas de la Universidad Federal Fluminense (UFF), en que analizaron 11.323 operaciones efectuadas por las Policías en el Estado de Rio de Janeiro en los últimos 15 años, se concluye que, considerando el número de muertos, heridos, detenidos y decomiso de drogas y armas, la mayor parte de dichas incursiones (85 por ciento) fueron completamente ineficientes en el combate al crimen organizado. Y muchas de ellas tuvieron un resultado desastroso sobre los habitantes, con numerosas muertes por causa de bala perdida o como consecuencia de disparos efectuados por las fuerzas policiales.

En lo que sin duda estas operaciones han sido exitosas es en la difusión del miedo entre los habitantes de las comunidades pobres del país, que cotidianamente ven sus vidas devastadas por el exceso de violencia que termina en la muerte de muchos inocentes y que coarta sus necesidades de circular libremente por el territorio, ejercer sus derechos en plenitud y llevar una existencia digna. El Estado ha operado durante décadas con desprecio por los barrios pobres, ayudando a reproducir la violencia y la marginalidad, para luego penalizar y reprimir las estrategias de supervivencia que emergen desde la propia población.

La penalización funciona como un mecanismo que busca invisibilizar los problemas sociales que existen entre los sectores carentes y que el Estado no enfrenta con políticas sociales sino con mayor represión y exclusión. Como señala acertadamente Loïc Wacquant en su libro Castigar a los pobres: “La cárcel actúa como un contenedor judicial donde se arrojan los desechos humanos de la sociedad de mercado”.

Cárcel y asesinato, esas son las políticas “emprendidas” por el actual régimen neofascista para mantener sometidos a los pobres, para diseminar el miedo entre los habitantes de la periferia y para domesticar y subyugar la mano de obra que producen las favelas. Si no es a través de los organismos “legitimados” por la institucionalidad democrática, lo es a través de aparatos extra institucionales que cuentan con el beneplácito y la complicidad del gobierno.

El asesinato sumario de algunos de estos jóvenes (ejecutados con tiros en la cabeza luego de su rendición) refleja no solo el desprecio por los pobres y negros, sino que también expresa la completa banalización de la muerte. En un país donde gobierna la necropolítica, la perdida de algunas vidas de “bandidos” no tiene ninguna importancia si comparados con los más de 420 mil fallecidos que se acumulan a causa del Coronavirus. La tragedia brasileña se tiene que acabar para un sector mayoritario de la población –como los habitantes de Jacarezinho- que no soporta más sufrir tanto descaso y abandono. Sin embargo, las instituciones continúan dando soporte a una administración que parece que tiene como horizonte terminar con cualquier garantía democrática para imponer definitivamente un régimen de carácter autoritario, que perpetúe los privilegios y las desigualdades entre los brasileños.