quarta-feira, 28 de julho de 2021

Los caminos posibles para la izquierda brasileña

 

Fernando de la Cuadra y Newton Albuquerque
Socialismo y Democracia

Hace unos pocos días el Ministro de Defensa del gobierno de extrema derecha, General Braga Netto, presionó por medio de un importante interlocutor político al presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lyra, condicionando la realización de las próximas elecciones de 2022 al regreso del voto impreso y auditable. En Brasil, la urna electrónica se encuentra operando desde el año 1996. La información recogida señala que Braga Netto habría advertido “a quien se interesase” que no habría elecciones en 2022 si no hubiese voto impreso y auditable.

Ahora el Ministro niega haber efectuado esta amenaza, luego que los diversos representantes de los otros poderes del Estado han denunciado esta maniobra de tono claramente golpista. Lo que revela este episodio -aparte de evidenciar la esencia conspiradora de muchos miembros de las Fuerzas Armadas-, es el ambiente de desesperación que ronda en la esfera palaciana. Con el nivel de reprobación aumentando sostenidamente, el ex capitán está utilizando todos los recursos y subterfugios para, en primer lugar, evitar la consumación del proceso de impeachment y, seguidamente, poder llegar a las elecciones venideras con alguna posibilidad de vencer.

En efecto, las últimas encuestas de intención voto revelan que el ex presidente Lula da Silva podría vencer fácil en la segunda vuelta de las elecciones que se realizarán el próximo año. Según un estudio reciente realizado por el Instituto Datafolha, en una disputa entre Lula y Bolsonaro, el primero obtendría el 58% de las preferencias de los electores sobre el 31% de Bolsonaro. Por lo mismo, luego de conocidos estos resultados, el mandatario ha comenzado una campaña agresiva para intentar cambiar el escenario, invocando inclusive el atentado que sufrió hace casi 3 años. También está apelando a la clásica maniobra de recorrer el país inaugurando instalaciones inconclusas para proyectarse y promoverse como un mandatario preocupado por la construcción de obras que mejoren la infraestructura nacional.

Sin embargo, el ex capitán no solamente ha ido perdiendo el apoyo de la población, sino que también de significativos sectores de la prensa, el empresariado y la clase política. Para recuperar el apoyo del llamado “centrão” (en realidad un conglomerado de partidos de derecha) ha nombrado como Jefe de la Casa Civil (Ministerio del Interior) a un representante de sus filas. Si este grupo de partidos le van a seguir dando apoyo a Bolsonaro luego de esta señal de acercamiento es una cuestión que todavía está por verse. Expresión máxima del fisiologismo político (dar para recibir), el centrão es un ente gelatinoso que puede mudar de orientación según los vientos que soplen; su propósito siempre ha sido obtener beneficios del gobierno de turno, sea este de derecha, centro o izquierda. Así lo ha hecho desde los tiempos de la redemocratización en 1985, desde José Sarney hasta ahora, pasando por Fernando Collor, Fernando Henrique Cardoso, Lula y Dilma Rousseff.

Con relación al empresariado y el sector financiero, el gobierno ha tratado de responder a las aspiraciones de estos sectores, congelando literalmente el salario mínimo y proponiendo una reforma tributaria que alivia la carga impositiva de las grandes empresas. El drama del desempleo ya alcanza casi un 15 por ciento de la población económicamente activa, lo cual representa a 14,8 millones de personas sin trabajo y 33.3 millones en condiciones de subempleo. Esta situación implica un enorme desgaste para el gobierno que, apostando en la inmunización de rebaño, atrasó de una manera irracional el proceso de vacunación de la población brasileña y, consecuentemente, comprometió el despegue de la actividad económica. A pesar de que los indicadores de la economía han mostrado algunas señales positivas, el desempleo no ha reaccionado en la misma medida y, por el contrario, continúa aumentando a niveles que no se observaban hace décadas.

Por otra parte, la inflación sigue con su espiral ascendente y la pérdida del poder adquisitivo de las familias de los desempleados e incluso de los trabajadores es un dato indesmentible. Muchas de ellas tienen que acudir a la ayuda de organizaciones filantrópicas y sociales para conseguir sustentar la alimentación diaria.

Y quizás si lo peor, las expectativas de inversión externa -que ya eran escasas- sufren un deterioro en sus perspectivas dado el aislamiento internacional creciente del gobierno Bolsonaro tanto por el alineamiento unilateral a los Estados Unidos combinado con el abandono del multilateralismo diplomático, como también por el desprecio en reforzar los lazos económicos y comerciales con América Latina y con el eje Sur-Sur incrementados desde el proceso de redemocratización del país. Aislamiento internacional que se ve tonificado por la desestructuración de las políticas ambientales e indigenistas, abriendo un escenario pavoroso de ataque al medio ambiente y a los pueblos originarios y a su rico legado de aportes culturales, saberes e identidad, lo que ha suscitado denuncias de organizaciones no gubernamentales, de miembros de la Iglesia Católica y de diversas entidades de Derechos Humanos, junto a las instancias y a la jurisdicción internacional, incluyendo el Tribunal Penal Internacional, transformando a Brasil en un paria internacional, completamente marginalizado de los más relevantes debates e iniciativas globales.

En fin, el gobierno Bolsonaro, cada vez más asume una apariencia autocrática, cautivo a una retórica de guerra cultural, de apelación obcecada a un sistema de creencias fundamentalistas, odiosas, incapaz de entablar una disputa de ideas y de construcción hegemónica frente a la diversidad pluralista de la sociedad civil brasileira. Nada tiene que ofrecer a no ser sus amenazas permanentes, la degradación del lenguaje y los valores democráticos y republicanos en plena sintonía con el modelaje neofascista del “enemigo” que debe ser destruido. En ese ímpetu, siquiera esboza la mínima apetencia para las cuestiones cotidianas de la gestión administrativa, por eso se consume en el caos y el desorden.

Moldado para la guerra, para la destrucción pura, fomentando clivajes profundas al interior de la institucionalidad, Bolsonaro se agarra a su última alternativa de legitimidad política: el fetichismo de las formas religiosas de consciencia manipuladas por las iglesias neo-pentecostales y su Teología de la Prosperidad; al mismo tiempo que busca recuperar las fórmulas reaccionarias de un nacionalismo de fachada, útil para movilizar los estratos de su militancia digital en contraposición a un supuesto comunismo insidioso, este presumidamente metamorfoseado en capilaridad cultural “gramsciana” omnipresente en todos los poros de la sociabilidad brasileña.

O sea, el bolsonarismo se refugia en los aparatos de la guerra ideológica, de la represión militar y policial y en las industrias de la teología de la prosperidad, donde sólo le resta la retórica de la pulsión de muerte, del irracionalismo místico de la fe y de la apología fálica a las armas y la violencia gratuitas. Su declinio continúa en las redes sociales como resultado de las revelaciones divulgadas por la CPI de la Pandemia, el desvelamiento de las negociaciones realizadas y acometidas a expensas de la muerte de más de medio millón de personas. A ello se suma la percepción generalizada de que existen vínculos profundos entre el gobierno y las milicias territorializadas en un evidente asalto a la soberanía del Estado, lo cual ha puesto al gobierno Bolsonaro en una situación riesgosa y defensiva.

Los desafíos de la izquierda: Por una agenda de resistencia y unidad

En ese contexto, cabe a la izquierda densificar ese aislamiento, crear divisiones en la coalición gobernante y establecer una fuerte unidad popular que se traduzca en la vida diaria y, consiguientemente, en las elecciones y disputas institucionales. Tal unidad de los “de abajo” es el único camino posible para vencer a este gobierno grotesco e incapaz, para de este modo avanzar hacia el indispensable desbloqueo de las instituciones y de la Constitución de 1988, transgredida desde el golpe de 2016 contra la presidenta Dilma Rousseff.

Entonces, el primer paso es derrotar a Bolsonaro y después desarmar todos los obstáculos esparcidos en el tablero estatal que clausuró las instituciones para consagrar la efectividad de los derechos sociales, especialmente luego de la aprobación de la Enmienda Constitucional 95 efectuada por el gobierno de Michel Temer que limitó los repases presupuestarios para las áreas de educación, salud, habitación, seguridad social, etc. Bolsonaro es en verdad el fruto más decrépito del momento lógico de este desdoblamiento de la contrarrevolución antidemocrática, de la imposición de un nuevo ciclo de acumulación primitiva del Capital solicitado por los movimientos geopolíticos de los Estados Unidos en su lucha contra China y por la crisis global del metabolismo neoliberal.

Este proceso encuentra en las clases dominantes brasileñas su brazo ejecutivo interno volcadas para el desmonte del Estado y de la economía industrial brasileña. La superación del bolsonarismo demanda la superación de los procesos anteriores que lo formatearon, la retomada del rumbo institucional instaurado por la Constitución de 1988, y de una praxis anticapitalista por parte de la izquierda brasileña que haga frente a la profunda crisis de sentido del capitalismo global y de sus influjos sobre Brasil.

La derecha brasileña siempre fue muy fuerte, no obstante, es posible apreciar una cierta fragilidad de sus aparatos ideológicos, dada la incapacidad de estructuración de un campo hegemónico de ideas. Por eso, su matriz de dominación casi siempre fue erguida bajo bases autocráticas, teniendo en las fuerzas armadas como el principal sustento de los regímenes institucionales que se desarrollaron a lo largo de una historia repleta de golpes blandos o explícitos. Salvo el Integralismo, el udenismo de Carlos Lacerda en los años 50, Jânio Quadros en los 60, Collor en los 80/90, la derecha buscó casi siempre valerse del ejercicio directo de la coacción como instrumento calificado de construcción de su poderío sobre las mayorías.

Pocas veces tuvo éxito una movilización activa de la población, cuando mucho, amplificó el “consenso” para ciertos estratos de las capas medias, sobre todo después de la modernización conservadora de la economía, sin permitir la incorporación de la mayoría de los ciudadanos al mercado interno. Bolsonaro pretende ser diferente, estableciendo un tipo de fascismo a la brasileña, pautado en la convocación continua de masas digitales en un llamamiento explícito a la acción directa de sus militantes, así como por la desconsideración de los mecanismos representativos de la democracia liberal. Con todo, tal movilización hecha por medio de la autoridad de Bolsonaro se ancló en su imagen de hombre común, simple, tosco como el hombre-masa, legitimándose como la antítesis del político profesional, rehén de las liturgias retóricas y del arte fluido de la negociación.

Negador de la política, de las mediaciones institucionales, partidarias, Bolsonaro se limitó a esgrimir en su campaña electoral mensajes demagógicos con sesgo moralista, al tiempo que fustigaba las banderas comportamentales, sexuales, identitárias, bajo el argumento de que estas serían amenazas a las mayorías y a los valores sagrados de la familia, de la religión. En ningún momento, el bolsonarismo expuso una agenda económica clara, y ni siquiera formuló un proyecto de Estado, resumiéndose a alentar un “enemigo” schmittiano para ser debelado. Simultáneamente a todo eso, y en conjunto con la media empresarial, Bolsonaro lanzó sospechas sobre los vínculos entre el dirigismo estatal, el mercado y la corrupción, excluyendo de sus preocupaciones toda y cualquier relevancia de la política económica en consonancia con el neoliberalismo. La despolitización completa del mundo, receta clásica del despotismo totalitario de la extrema derecha, permitió desplazar el debate institucional para el plano de las intenciones personales, morales, individualistas.

En ese sentido, cabe a la izquierda, principalmente al Partido de los Trabajadores (PT), en medio de la crisis que afecta la credibilidad del gobierno Bolsonaro -minado por las denuncias de escándalos de corrupción y propinas-, funcionar como instrumento de politización en la presente coyuntura de debilitamiento del bolsonarismo y de pulverización momentánea de la derecha, elevando la calidad del debate público. El enraizamiento del PT junto a la clase trabajadora, el liderazgo de Lula cristalizado en cuarenta años de trayectoria de luchas y organización partidaria, sindical y asociativa ininterrumpidas en el escenario brasileño, necesitan ser activados en el combate a la extrema derecha.

Es indispensable, entretanto, que el PT consiga romper con la propensión institucionalista que desequilibró su acción frente a los sucesivos gobiernos de 2002 a 2016 que condujo al partido hacia una desconsideración de la estrategia socialista y, por consiguiente, de la disputa contra-hegemónica con la derecha. La táctica electoral de “paz e amor”, del método aritmético de la suma aleatoria de las fuerzas políticas y sociales, por el contrario, sólo condujeron a derrotas estruendosas en el presente cuadro de enfrentamiento con la derecha. La izquierda no debe, ni puede, en la actual coyuntura, presentarse apenas como una fuerza gestora de lo instituido, defensora de la estabilidad, del conformismo político y cultural.

Más que nunca, le corresponde al PT como principal partido de la izquierda brasileña vertebrar un Frente de Izquierda junto con el PSOL, PC do B, PCB, etc., que sea capaz de unificar, organizar a los trabajadores y a los sectores populares para las luchas de combate frontal al bolsonarismo, incluyendo los ineludibles enfrentamientos culturales; pero también en el ámbito electoral, institucional, integrando diversos movimientos, realizando desplazamientos de fuerzas en una articulación desde fuera hacia dentro del poder del Estado. Calibrar las calles, saber tejer iniciativas comunes con demócratas en general en la defensa de la Constitución y de los derechos y garantías materiales y formales del Estado Democrático de Derecho, aislando a Bolsonaro y sus acólitos, sin perder la sinergia con la radicalidad de los valores socialistas, anticapitalistas, del impulso a la indignación de la juventud, de las mujeres, de los negros, de los pueblos originarios, del movimiento GLBT’s, son las tareas nada simples, colocadas a la izquierda brasileña en este momento histórico.

En ese sentido, la candidatura de Lula no es aún el centro de la acción política de la izquierda, aunque si de las luchas por la derrocada del gobierno neofascista de Bolsonaro, la consolidación de un bloque histórico de agrupamientos operarios y populares en torno de un programa de izquierda, claramente socialista y, por eso mismo, profundamente democrático, republicano. La disputa por la salida de la crisis estructural pasa necesariamente por la definición de los responsables por ella, del establecimiento de quién pagará la cuenta de los abusos practicados desde el advenimiento del golpe de 2016.

Sin vencer ese debate, modificando la correlación de fuerzas en la vida social, poco podremos obtener en la esfera electoral, parlamentaria, pues el éxito del bolsonarismo como movimiento de masas digital se debe a la insatisfacción con los rumbos y límites de una institucionalidad capturada por el Capital y por su lógica de secuestro de los partidos de mercantilización de la vida y de la retirada de los derechos ciudadanos. Conectar las luchas inmediatas contra el bolsonarismo con la construcción contra-hegemónica socialista es crucial, sin lo cual no conseguiremos huir del cerco impuesto a la izquierda por el capitalismo financiero, este cada vez más descomprometido con las conquistas civilizatorias legadas por el liberalismo y por las democracias modernas.

terça-feira, 27 de julho de 2021

Las reformas no reformistas de André Gorz

 


Mark Engler y Paul Engler
Jacobin América Latina

Los militantes debaten hace más de un siglo si los cambios sistémicos surgen de la reforma o de la revolución. Los estrategas —especialmente de la tradición socialista— nunca se pusieron de acuerdo: ¿el desarrollo de una serie de medidas graduales basta para plantear una nueva sociedad, o se necesita una ruptura definitiva con el orden social y económico actual?

Durante los años 1960, época dorada de la nueva izquierda, André Gorz, teórico austrofrancés, intentó superar la alternativa binaria que separa a la reforma de la revolución y proponer otro camino. Argumentó que los movimientos sociales, sirviéndose de «reformas no reformistas», podían obtener conquistas inmediatas y acumular, al mismo tiempo, fuerzas para una lucha más general, que eventualmente llevaría a una transformación revolucionaria. En otras palabras, sostenía que hay un cierto tipo de reforma capaz de actuar como heraldo de las grandes transformaciones.

Los orígenes de la reforma no reformista

Nacido en 1923 en Viena bajo el nombre Gerhard Hirsch, Gorz migró a Francia, donde desarrolló una rica vida intelectual. Allí se comprometió con los movimientos populares, convirtiéndose en una voz influyente y muchas veces provocadora, respetada por muchas generaciones de militantes ambientalistas, socialistas y sindicalistas. En 1950 fue compañero intelectual y amigo de Jean-Paul Sartre y propugnó la veta de marxismo existencialista asociada a la célebre revista Les Temps Modernes, en la que se desempeñó como miembro del comité editorial. En los años 1960, bajo la influencia de las ideas del pedagogo radical Iván Illich, Gorz cofundó una publicación propia: Le Nouvel Observateur.

Algunas de sus obras lo convirtieron en pionero de la política ecológica y escribió Carta a D., su último libro, a los ochenta años. Éxito de ventas inesperado, esta obra es una larga carta de amor a quien fue su esposa durante sesenta años y en ese momento padecía una enfermedad neurológica degenerativa. Ambos se suicidaron en 2007 mediante una inyección letal, pues decidieron que ninguno quería vivir sin el otro.

Gorz presentó su idea de reformas no reformistas en uno de sus primeros libros, titulado Estrategia obrera y neocapitalismo —publicado en francés en 1964, en inglés en 1967 y en español en 1969—, y en una serie de ensayos de la misma época. La orientación que proponía a los movimientos sociales difería de la que pregonaba la socialdemocracia, según la cual era posible solucionar los males del capitalismo mediante buenas negociaciones y una política electoral adecuada. Pero también criticaba a los militantes más radicalizados que predicaban incesantemente una revolución que no se planteaba en el horizonte.

«Al menos durante treinta años», escribió Gorz, «el movimiento comunista propagó un catastrofismo profético respecto al derrumbamiento inevitable del capitalismo. En los países capitalistas, su política fue el “atentismo revolucionario”. Se suponía que las contradicciones internas irían agudizándose y la situación de las masas trabajadoras empeorando. El levantamiento revolucionario se consideraba inevitable».

Sin embargo, nada de esto sucedió (al menos no de la forma esperada). En cambio, en los años 1960, el mundo capitalista avanzado gozó de un momento de gran crecimiento económico —Les Trente Glorieuses, o las tres décadas gloriosas—, que en el caso de Francia coincidió con la situación que dejó la posguerra. Gorz escribió que el capitalismo era incapaz de curarse a sí mismo de las «crisis y las irracionalidades», pero había «aprendido a evitar que se agudicen de forma explosiva». En otra parte, a propósito de una época anterior, marcada por la pobreza, observó que la desposesión de los proletarios y los campesinos «los proletarios y los campesinos desposeídos no necesitaron tener un modelo de sociedad futura en mente para rebelarse contra el orden existente: su aquí y ahora era lo peor; no tenían nada que perder. Pero, desde entonces, las condiciones cambiaron. Hoy, en las sociedades más ricas, no está claro que el statu quo represente el peor de los mundos posibles».

Gorz sabía que todavía existían la miseria y la pobreza, pero afectaban solo a una porción de la población, tal vez a un quinto del total. A su vez, los más afectados no constituían un proletariado industrial listo para fusionarse en una fuerza homogénea. En cambio, eran un conjunto diverso y dividido de personas, que incluía desempleados, pequeños agricultores y ancianos afectados por la falta de seguridad económica.

Aquellos tiempos cambiantes, creía Gorz, planteaban la necesidad de que los movimientos sociales adoptaran una nueva estrategia, específicamente, una estrategia centrada en conquistas concretas que sirvieran como escalones transicionales hacia la revolución. «No es necesario seguir razonando como si el socialismo fuese una necesidad autoevidente», escribió. «Esta necesidad no será reconocida a menos que el movimiento socialista especifique qué socialismo puede construir, qué problemas es capaz de resolver y cómo. Hoy más que nunca, no solo es necesario presentar una alternativa general, sino también los “objetivos intermedios” (mediaciones) que conducen a ella y que la anuncian en el presente».

Según este enfoque, la transformación llegaría «a través de una acción consciente de largo plazo, que empieza con la aplicación gradual de un programa de reformas coherente». Las luchas por estas reformas funcionarían como «pruebas de fuerza». Las pequeñas conquistas permitirían que los movimientos acumularan poder y sentaran bases más firmes para luchas en el futuro. «De esta manera», argumentaba Gorz, la lucha sería capaz de avanzar mientras «cada batalla refuerza las posiciones de fuerza, las armas y también los motivos que llevan a los trabajadores a resistir a los ataques de las fuerzas conservadoras».

Gorz no descartaba la posibilidad —o incluso la necesidad— de una confrontación final entre los trabajadores y el capital. Pero criticaba a los izquierdistas de Francia que se negaban a buscar mejoras inmediatas por temor a que debilitaran el deseo revolucionario de los trabajadores. «Estos dirigentes temen que una mejora tangible en las condiciones de vida de los trabajadores, o una victoria parcial en el contexto del capitalismo, refuercen el sistema y lo vuelvan más soportable», escribió Gorz. Sin embargo, argumentaba:

«Estos miedos […] reflejan un pensamiento fosilizado, una falta de estrategia y de reflexión teórica. Al asumir que las victorias parciales al interior del sistema serán inevitablemente absorbidas por él, se erige una barrera impenetrable entre las luchas presentes y la futura solución socialista. Se corta el camino que lleva de las unas a la otra […]. El movimiento se comporta como si la cuestión del poder estuviese resuelta: “Cuando tomemos el poder…”. Pero justamente se trata de saber cómo llegar hasta ahí, de crear los medios y la voluntad capaces de llevarnos hasta ese punto».

Cambios estructurales

Entonces, ¿qué hace que una reforma sea «no reformista» o «estructural»? La formulación más simple de Gorz es que estas reformas son cambios que no están hechos a medida del sistema actual. «[Una] reforma no necesariamente reformista no se concibe en términos de lo que es posible dentro del marco de un sistema y un gobierno dados, sino en función de lo que debería ser posible en términos de las necesidades y las demandas humanas», escribe. «Una reforma no reformista no se determina en función de lo que puede ser, sino de lo que debería ser».

Más allá de esto, a veces Gorz es ambiguo y es difícil encontrar en su obra una medida precisa para determinar lo que sería una demanda ideal. Aun así, brinda algunas indicaciones fundamentales. En primer lugar, una demanda individual debería ser considerada solo como un paso hacia algo más amplio. Las reformas, escribe, «deben ser concebidas como medios, no como fines, como fases dinámicas en un proceso de lucha, no como fases de reposo». Deben servir para «educar y unir» a la gente mediante la apertura de «una nueva dirección para el desarrollo económico y social». Cada reforma debería remitir a una visión del cambio más general.

En palabras de Gorz, «las luchas parciales por empleo y salarios, por la valoración adecuada de los recursos naturales y humanos, por el control de las condiciones de trabajo y por la satisfacción social de las necesidades sociales creadas por la civilización industrial no pueden triunfar a menos que estén guiadas por un modelo social alternativo […] que brinda una perspectiva abarcadora capaz de subsumir todas estas luchas parciales». Las reformas no reformistas deberían servir para alumbrar un camino que avance en ese sentido. Un programa socialista, subraya Gorz, no debería «excluir ni los acuerdos ni los objetivos parciales, siempre y cuando estos vayan en la misma dirección y esa dirección esté clara».

En la práctica, Gorz pensaba que los socialistas podían aliarse a veces con socialdemócratas moderados y liberales progresistas, que tienden a considerar las reformas a corto plazo como un fin en sí mismo. Pero esto implica que las tendencias más radicalizadas aclaren sus objetivos a largo plazo. «El hecho de que los dirigentes socialdemócratas y las fuerzas socialistas se pongan de acuerdo sobre la necesidad de ciertas reformas nunca debe llevar a que se confunda la diferencia básica que separa las perspectivas y los objetivos de cada uno», escribe. «Si se pretende generar una estrategia de reformas, no debe ocultarse esa diferencia básica […]. Por el contrario, debe estar en el centro del debate político».

En segundo lugar, Gorz argumenta que la forma en la que se conquista una reivindicación es tan importante como la reivindicación en sí misma. Las reivindicaciones deben ser una «crítica viva» de las relaciones sociales existentes, no solo por su contenido, «sino también por la forma en la que se intenta conquistarlas». Por ejemplo, un aumento de 1 dólar por hora de trabajo logrado gracias a una huelga es muy distinto de un aumento arbitrariamente aplicado por un patrón o por un funcionario gubernamental. Gorz escribe: «En el caso de ser simplemente decretada por la fuerza gubernamental y administrada por el control burocrático, i. e., reducida a una “cosa”, cualquier reforma —incluyendo el control obrero— puede vaciarse de su significado revolucionario y ser reabsorbida por el capitalismo».

La investigadora Ammar Akbar, en una precisa lectura de Gorz, explica que las reformas no reformistas «no se trata de encontrar una respuesta a un problema de gestión: se trata fundamentalmente de un ejercicio de poder de la población sobre sus condiciones de vida». Es decir, se trata de lo que Gorz denominaba «un experimento con las posibilidades de su propia emancipación».

Algunos críticos argumentan que la cuestión de la forma en que se desarrolla una lucha es tan importante, que centrarse en el contenido de cualquier reivindicación de corto plazo lleva a que se pierda de vista lo fundamental. Afirman que, sin importar si una reforma es más o menos beneficiosa, la idea de reformas que son «balas de plata», es decir, que tienen un potencial radical inherente, se basa en una concepción errónea. Las reformas en sí mismas no son transformadoras. Solo las luchas son importantes.

Los defensores del concepto de Gorz contestan explicitando un tercer rasgo que define a las reformas estructurales: Las reformas no reformistas son cambios que, una vez implementados, sirven de impulso al poder popular en desmedro de los grupos dominantes. Como escribe Gorz, estas reformas «asumen la modificación de las relaciones de poder; asumen que los trabajadores incrementarán su poder o reafirmarán su fuerza […] a tal punto que serán capaces de establecer, mantener y expandir esas tendencias al interior del sistema para debilitar al capitalismo y sacudir sus cimientos».

Para Gorz, la reforma no reformista por antonomasia es la que aumenta el control obrero sobre el proceso productivo en un lugar de trabajo o en una industria. Es decir que las reformas no reformistas buscan socavar el orden establecido. «Las reformas estructurales no deben ser concebidas como medidas de compromiso negociadas con el Estado burgués que dejan su poder intacto. Más bien deben ser consideradas como quiebres del sistema generados por ataques que apuntan contra sus puntos débiles», escribe. Una estrategia de reformas no reformistas «busca, por medio de las conquistas parciales, debilitar profundamente el equilibrio del sistema, agudizar sus contradicciones, intensificar sus crisis, y, luego de una sucesión de ataques y contrataques, elevar la lucha de clases a niveles cada vez más intensos».

El arte del compromiso radical

La clave para llevar las reformas no reformistas a la práctica es balancear dos realidades complejas: primero, que los compromisos pueden incluir trampas para los movimientos sociales y, por lo tanto, deben ser evaluados con precaución; segundo, que rechazar las reformas de corto plazo también plantea problemas, pues en última instancia lleva a un callejón sin salida. Los movimientos que practican las reformas estructurales deben caminar sobre la línea precaria que se extiende sobre estas dos verdades.

Cuando se trata de los problemas que plantea cualquier tipo de compromiso, los militantes más radicales, que en general se oponen a los acuerdos, suelen enfatizar los peligros de la cooptación y de la legitimación del sistema. Aunque a veces exageran estos peligros, su advertencia está bien fundada. La larga experiencia de los movimientos sociales muestra que los compromisos reformistas, aun si a veces conllevan beneficios reales, tienen un costo: cuando se conquista una medida gradual, muchos activistas comprometidos suelen desmovilizarse y en algunos casos no retoman la actividad política.

Las conquistas alcanzadas mediante la cooperación con autoridades electas —que inevitablemente ponen la cara en las ceremonias oficiales— refuerzan la narrativa dominante de que los que fomentan el cambio social son los que están en el poder. Los movimientos «invitados» a supervisar o gestionar las reformas pueden desperdiciar un talento muy necesario en el juego burocrático. Como consecuencia, se debilita su capacidad de generar más presión desde fuera. El profesionalismo empieza a colarse en las filas militantes y los activistas más destacados se transforman en cómodos funcionarios. Como suele decirse, los movimientos mueren en el parlamento.

Una de las fortalezas del análisis de Gorz es que no niega estas dificultades. En cambio, alienta a que los movimientos las enfrenten. El sistema, argumenta Gorz, tiene el poder tremendo de debilitar y cooptar reivindicaciones, silenciando su potencial de plantear una confrontación revolucionaria. «Si, tan pronto como se manifiesta el equilibrio alcanzado, no se emprenden nuevas ofensivas, no existe ninguna institución anticapitalista ni conquista que en el largo plazo no puedan ser eliminadas, desnaturalizadas, absorbidas y vaciadas de toda o de una buena parte de su contenido», escribe. Y, sin embargo, aunque la posibilidad de la cooptación sea real, el resultado nunca es inevitable. «Debemos correr el riesgo», dice Gorz, «pues no queda otra opción».

Gorz se mantuvo firme en esta posición porque estaba seguro de que la consecuencia de evitar toda lucha reformista era el autoaislamiento. Era crítico de los «maximalistas», los utópicos y los sectarios dogmáticos, cuya insistencia en la pureza los mantenía a distancia de las luchas reales. Reconocía que el armado de un programa de corto plazo no podía contentarse con proponer las reivindicaciones más radicales posibles. Quienes buscan implementar reformas estructurales, argumentaba, no pueden «apuntar a la realización inmediata de reformas anticapitalistas, directamente incompatibles con la supervivencia del sistema, como la nacionalización de las empresas industriales». Las reformas que eliminarían el capitalismo de un plumazo bien pueden ser deseables, pero la cuestión es precisamente que los trabajadores no tienen suficiente poder como para concretar ese tipo de cambios. «Si la revolución socialista no es inmediatamente posible, tampoco será posible realizar inmediatamente reformas que destruirían al capitalismo», escribe.

Sabiendo que no satisfarán sus deseos más radicales, los militantes deben preguntarse qué pasos intermedios están dispuestos a seguir. Utilizando el ejemplo del conflicto entre un sindicato y un patrón, Gorz escribe que «ganar no conllevará la abolición del capitalismo. La victoria solo llevará a nuevas batallas, a la posibilidad de nuevas victorias parciales. Y en cada una de estas etapas, sobre todo en la primera fase, la lucha terminará con un compromiso. El camino está lleno de trampas». En este proceso, «El sindicato tendrá que “ensuciarse las manos” y arriesgarse a legitimar el poder del patrón.

No debemos ocultar ni minimizar estos hechos», insiste Gorz. Pero aun así la lucha conlleva beneficios: «Pues en el curso de la lucha, se habrá elevado el nivel de consciencia de los trabajadores; ellos saben perfectamente que no se satisficieron todas sus reivindicaciones, y están listos para emprender nuevas batallas. Experimentaron su poder; las medidas que impusieron a la gestión avanzan en el sentido de sus reivindicaciones finales […]. Al llegar a un compromiso, los trabajadores no renuncian a su objetivo; por el contrario, se acercan a él».

No siempre está claro cuáles son los acuerdos que valen la pena, y Gorz argumenta que el carácter reformista o no reformista de una reforma depende siempre del contexto. Una reivindicación por el acceso a la vivienda puede sonar bastante bien, pero como vimos muchas veces, en Estados Unidos los acuerdos con los que se responde a esta problemática suelen implicar subsidios públicos destinados a inmobiliarias privadas, cuya definición de «accesibilidad» excluye a todo aquel que esté por debajo de la clase profesional. Entre otros factores, piensa Gorz, «Uno debería decidir primero si el programa de viviendas propuesto implicará la expropiación de los terrenos necesarios, y si la construcción será un servicio público socializado, todo lo cual contribuiría a destruir uno de los centros de acumulación del capital privado […]. Dependiendo del caso, la propuesta de 500 000 viviendas será neocapitalista o anticapitalista».

Estas ambigüedades generan dilemas difíciles para los movimientos sociales y toda una serie de preguntas a las que no es posible responder en términos abstractos, fuera de las condiciones de lucha del mundo real. La gran virtud de la teoría de Gorz no es que brinde respuestas fáciles, sino que provee un marco a través del cual podemos sopesar los costos y los beneficios de plantear una reivindicación determinada o de aceptar un compromiso dado. Esto crea una orientación hacia la acción que nos fuerza a equilibrar nuestras perspectivas revolucionarias con una evaluación concienzuda de las condiciones concretas. En otras palabras, adoptar el concepto de reforma no reformista no nos libera de los debates estratégicos, lo que, por cierto, no sería deseable ni realista. En cambio, nos permite plantear otros mejores.

terça-feira, 20 de julho de 2021

Reseña del libro De Dilma a Bolsonaro

 
Gonzalo Rovira
Le Monde diplomatique

Este trabajo lleva por subtítulo “Itinerario de la tragedia sociopolítica brasileña”; sin duda, porque de cara al mundo lo ocurrido en Brasil ha sido una tragedia que De la Cuadra nos relata paso a paso, con trazos firmes. Al autor ya lo conocimos editando un interesante libro sobre el “Pensamiento social y ambiental en América Latina” y sus trabajos sobre Mariátegui. Pero este es un esfuerzo muy particular y, tal vez mayor. Los artículos fueron escritos en el periodo entre la crisis del PT y el ascenso y decadencia del ultraderechista Jair Bolsonaro.

Tal como nos recuerda el autor, el proyecto del Partido de los Trabajadores era conducir a Brasil por la vía de las grandes potencias, transformado al gigante latinoamericano en el faro de todo el continente, un camino sin retorno hacia “una tierra justa y solidaria, que dejara atrás su impronta esclavista incrustada en las entrañas de su sociedad”; sin embargo, es un camino que no fue y que, con la pandemia, se ha trocado en una tragedia social de la envergadura de un genocidio.

Estos artículos son un hilo que nos permite comprender el proceso que comienza con el gobierno de Dilma Rousseff y culmina con la vergüenza brasileña de tener a Bolsonaro en el poder. En los trabajos sobre el periodo de Dilma Rousseff, nos muestra al PT en su crisis, en su incapacidad de doblegar los intereses oligárquicos. Ella cae en medio de la crisis económica, pero también de la crisis política provocada por la corrupción encarnada en los procesos judiciales Lava Jato, Odebrecht o Petrobras: “Brasil se encuentra al final de un ciclo económico asentado en el incremento del consumo”. Su sucesor, Michel Temer, fue un títere de una operación mayor, “político de la vieja escuela, conspirador en las sombras, articulador de bambalinas”.

De la Cuadra nos muestra cómo la derecha brasileña logra recuperar el poder político; los avances sociales del PT son desmantelados y se abre el camino para la recuperación conservadora. Eso será Jair Bolsonaro quien, “con un discurso simplista y anti político,… salvará a la patria de todas las penurias”. Pero el clan Bolsonaro está asociado a lo peor del militarismo, racismo y claros vínculos con el crimen organizado, la escoria de la sociedad: “la pregunta es hasta dónde la insania de Bolsonaro puede comprometer los cambios conservadores a que aspira la derecha brasileña”.

Los artículos avanzan rápido, mostrándonos los detalles de la evolución de las distintas izquierdas a lo largo de este proceso. El resultado es iluminador. Es de esperar que también lo sea para la Izquierda y el pueblo brasileño. Es un trabajo realizado en la mejor tradición de la crónica social y política, pero de la mano de un sociólogo serio. Me quedo con su reflexión robusta acerca de los hechos que día a día se sucedieron en un país en profundo cambio y crisis. Su mirada latinoamericana se agradece.

quinta-feira, 8 de julho de 2021

La Educación Popular, Paulo Freire y la muerte de la dialéctica


Ivonaldo Leite
Rebelión

La expresión Educación Popular circula desde hace algunos años en América Latina a través de libros, revistas y folletos. Aunque no existe un concepto universal al respecto, en general, la Educación Popular se define como una práctica social que trabaja, principalmente, en el ámbito del conocimiento, con intencionalidad, objetivos sociales, cuáles son los de contribuir a una sociedad nueva que responda a los intereses y aspiraciones de los sectores populares.

Aunque a veces algunos enfoques limitan la Educación Popular a las aportaciones de Paulo Freire, existen numerosos casos de pensadores, dirigentes políticos y experiencias aisladas cuya intención fue colocar la educación al servicio de las clases populares. Desde la colonia se usó la expresión “educación popular” como instrucción elemental a las capas pobres y sectores dominados. Para la Ilustración europea, y sus expresiones en Latinoamérica, la educación popular consistía en instruir a los pobres para convertirlos en ciudadanos. Pero, en este caso, el pueblo es destinatario pasivo de un discurso pedagógico construido por otros, pues la elite ilustrada lo percibe como “ignorante” e incapaz de gestar iniciativas autónomas.

Sin embargo, el pedagogo venezolano Simón Rodríguez y su discípulo Simón Bolívar desarrollan otra perspectiva. Ellos ven en la educación de las masas populares una condición para formar ciudadanos y una garantía para la democratización de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas. Más adelante, otros dirigentes sociales y políticos revolucionarios y latinoamericanistas, como José Martí, realizaron contribuciones en el mismo sentido emancipador. En ambos casos, existe un fuerte sentimiento nacionalista.

Pero, por otro lado, desde una perspectiva crítica del capitalismo, también surgieron experiencias educativas que intentaron proponer alternativas a la pedagogía dominante. Anarquistas, socialistas y comunistas procuraron crear discursos pedagógicos ligados a la transformación social. De este modo, se fue conformando una tradición pedagógica latinoamericana progresista, ligada a la educación obrera y a la formación de cuadros políticos. Sin duda, la obra ¿Qué hacer?, de Lenin, la cual se convirtió en el modo universal de educación política de los partidos comunistas y similares, fue el texto guía de tales experiencias. El dirigente bolchevique ruso depositaba en el partido la dirección política y educativa de las clases explotadas. Probablemente, una posición más creativa y crítica fue la propuesta por el peruano José Carlos Mariátegui, quien planteó la necesidad de una pedagogía nacional, popular y latinoamericana que reivindicara lo indígena y lo cultural.

Al mismo tiempo, los movimientos populistas de las décadas de 1940 y 1950 procuraron darle a la educación un carácter nacionalista y democrático, exaltando las culturas populares autóctonas y la capacidad creativa del pueblo. José Domingo Perón en Argentina, Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA en el Perú, Lázaro Cárdenas en México y Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, vieron en la educación y la cultura un espacio adecuado para el desarrollo de sus movimientos. No hay que olvidar, por ejemplo, que es durante un gobierno populista, el de João Goulart, cuando Paulo Freire inicia sus experiencias educativas en ámbito nacional en Brasil.

A partir del concepto de concientización (conscientização, en portugués), que ha sido creado por el filósofo brasileño Álvaro Vieira Pinto, Paulo Freire desarrolló su concepción de la educación liberadora. Tras el golpe militar al presidente João Goulart en 1964 en Brasil, Freire emigra a Chile, donde puede sistematizar su experiencia y asesorar programas de alfabetización. Es en el exilio, donde escribe Pedagogía del Oprimido, libro publicado en 1970 que circularía por toda América Latina e influiría sobre miles de educadores en una década en la que amplias capas de la población asumían que su desarrollo implicaba cambios estructurales.


La militancia cristiana de Freire y el carácter humanista de su pensamiento permitieron que su propuesta fuese acogida al interior de la Iglesia: primero el Movimiento de Educación de Base (MEB) de Brasil y posteriormente lo hace la Conferencia del Episcopado Latinoamericano reunida en 1968 en Medellín, Colombia. De este modo, los planteamientos de Freire son incorporados en lo que más tarde llegaría a ser la Teología de la Liberación.

El método de Freire y su amplia obra configuraron un rico universo de reflexiones acerca de la educación, de la pedagogía y la ética liberadoras. Para Paulo Freire, educar significa, por ejemplo, conocer críticamente la realidad, comprometerse con la utopía de transformarla, formar sujetos de dicho cambio y desarrollar el diálogo. Pero, aunque su método constituía una profunda crítica a las prácticas educativas tradicionales, él también empezó a revelar limitaciones y ambigüedades políticas. Los problemas se referían principalmente al desconocimiento del condicionamiento de la educación por la estructura social y económica, así como a los conflictos de clase. Como consecuencia, la idea de transformar la realidad quedaba convertida en un acto abstracto.

Pero, en todo caso, Paulo Freire se ha convertido en un clásico del pensamiento educativo latinoamericano, teniendo una influencia significativa en los debates pedagógicos internacionales. Su idea de la educación bancaria, que encuentra un paralelismo con las ideas del pedagogo suizo Johann Heinrich Pestalozzi, se refiere a la concepción de educación como un proceso en lo que el educador deposita contenidos en la mente del estudiante. En lugar de observar la educación como un proceso de comunicación y diálogo consciente y con discernimiento, la educación bancaria contempla al educando como un sujeto pasivo e ignorante, que ha de aprender por medio de la memorización y repetición de los contenidos que se le inculcan.

Los relevantes aportes de Paulo Freire jugaron un rol fundamental en el desarrollo de la Educación Popular. Por otro lado, el discurso fundacional de la Educación Popular tuvo como característica central su identificación con el método dialéctico de conocimiento. Debido a la influencia del materialismo histórico, en general, se asumió que el método de la Educación Popular era el dialéctico, entendido como un conjunto de principios metodológicos que se suponía garantizaban la eficacia de las acciones educativas.

El principal de ellos es su relación con la praxis histórica concreta. Realizar análisis concretos de situaciones concretas. Pero hoy en día este principio ha sido ampliamente ignorado o sólo superficialmente repetido (en tono meramente formal), incluso en el contexto del legado del propio Freire. Es decir, estamos asistiendo a una especie de “muerte” de la dialéctica en la Educación Popular. La forma en que se ha abordado el pensamiento de Paulo Freire en los últimos tiempos y la manera en que se ha celebrado el centenario de su nacimiento demuestran la asfixia del pensamiento dialéctico.

Los seminarios realizados sobre su obra y los enfoques desarrollados sobre su pensamiento han sido puramente laudatorios, acercándose casi de una adoración mesiánica. No hay problematización analítica. Se ignoran las fuentes teóricas que él tuvo como referencia para construir su obra y no se analizan sus aportaciones frente a las nuevas coyunturas del siglo XXI. Lo que se hace es simplemente repetir los lugares comunes de su pensamiento, así como algunos enfoques de las décadas de 1960 y 1970. Además, hay apropiaciones populistas de sus ideas y su uso de manera arribista como forma de autopromoción personal. Estos son hechos incompatibles con el ejercicio de la crítica de la razón dialéctica. Además, tales hechos son perjudiciales para el necesario debate que se ha desarrollado en varios países de América Latina sobre la refundamentación de la Educación Popular.

El debate sobre la refundamentación de la Educación Popular está asociado a múltiples factores, como el agotamiento de los referentes discursivos con respecto a la pluralización de las prácticas y actores de la Educación Popular, la crisis del socialismo real y la atracción ejercida por nuevos planteamientos teóricos provenientes de las ciencias sociales. En cuanto al contenido de la refundamentación, se ha señalado algunos desplazamientos de los componentes del discurso fundacional de la Educación Popular. Por ejemplo:

i) de una lectura clasista ortodoxa de la sociedad, a la incorporación de otras perspectivas y categorías analíticas;

ii) de una lectura revolucionaria de “toma del poder” como única vía del cambio, a la ampliación del sentido de lo político a todas las esferas de la vida social, la reivindicación de la democracia como forma de gobierno y defensa de lo público;

iii) de una mirada económica y política de los sujetos sociales a una mirada integral de los mismos;

iv) de un énfasis en la toma de conciencia al enriquecimiento de la subjetividad individual y colectiva en todas sus dimensiones (intelectual, emocional, corporal, etc.); y,

v) del uso instrumental de las técnicas participativas a la reivindicación de lo pedagógico de la Educación Popular, la incorporación de aportes de otras corrientes teóricas y el interés por el diálogo de saberes.

No hay que olvidar que la vida, el ser humano, la naturaleza, son dinámicos, inacabados, constituidos-constituyéndose; se mueven, interactúan, influyen y son influidos. De ahí que el pensamiento analítico no puede dejarse aplastar por los límites de lo que ya está producido. El razonamiento dialéctico no puede someterse a las condiciones formales de una teoría, ya que, simultáneamente, debe cuestionarlas. Por ello, no se trata de enmarcarse en una teoría, pero abrirse a las posibilidades de cuestionamiento para llevar a cabo nuevos desarrollos sobre ella. Si no es así, la dialéctica se queda asfixiada, y la propia teoría se vuelve residual. Esta es una lección que el legado de Paulo Freire debería tener en cuenta en el año de su centenario.

quinta-feira, 1 de julho de 2021

Mariátegui y el pensamiento decolonial

 


Fernando de la Cuadra
Jacobin América Latina

Mariátegui es resultado de su época, pero no pierde actualidad. Su obra nos sigue interpelando porque aún tiene cosas que decirnos.

Han pasado más de nueve décadas desde que Mariátegui nos dejara físicamente, pero su reflexión sigue viva y sujeta a múltiples interpretaciones. Recuperar las diversas temáticas que el Amauta fue abordando a lo largo de su breve, pero fecunda vida intelectual y militante no deja de ser un campo prolífico para quienes pensamos en la transformación de la realidad latinoamericana. Mariátegui, sin lugar a dudas, es ya un clásico.

En la medida en que —parafraseando a Ítalo Calvino— un clásico es quien «nunca terminó de decir aquello que tenía que decir». Entre las tantas aristas a partir de las que se ha recuperado la obra del pensador peruano, nos interesa aquí destacar la problemática de la decolonialidad o, más específicamente, lo que se ha construido posteriormente bajo la denominación de «pensamiento decolonial».

En su vasta producción intelectual, Mariátegui tuvo la sensibilidad y claridad para captar la impronta eurocentrista que se imponía como narrativa única y legitimada a la hora de representar los principales rasgos e itinerarios históricos de la formación política, social y cultural de América Latina. Este eurocentrismo se impone en el Perú desde el momento de la conquista, cuando la visión de mundo y «la economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la gente peruanos» son destruidas sin contemplaciones.

Dicho sesgo eurocéntrico también se encuentra presente en la perspectiva del materialismo histórico, el cual va demarcando los caminos inexorables por los cuales debe transitar la gesta revolucionaria. Mariátegui emprende este esfuerzo consciente por descentrar la reflexión sobre América Latina de los mandatos europeos incluso enfrentando la injusta crítica realizada por Víctor Raúl Haya de la Torre y miembros del Partido Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que lo acusaron de «europeizante».

Lejos de ello, el pensador peruano fue capaz de captar la complejidad de la formación histórica y social no solo de su país natal, sino también del conjunto de la región. Una complejidad derivada de que, a pesar de que reproducen ciertos patrones de poder centralizador, también pueden transitar por caminos que los diferencian sustancialmente de los derroteros seguidos por las naciones europeas.

Así, la idea de una coexistencia de distintos «modos de producción» le permite a Mariátegui comprender las particularidades de la formación histórica y social peruana: una estructura socioeconómica desigual, contradictoria y combinada. Esas tres características se articulan y coexisten en una totalidad heterogénea que, en última instancia, se encuentra subordinada o subsumida a las formas dominantes de producción capitalista bajo una modalidad que recibió el nombre de heterogeneidad histórico–estructural.

El Mariátegui de Quijano

De forma que en la producción intelectual del Amauta ya se encuentra modelada una visión que, aun reconociendo los aportes recogidos de su estadía en Europa, no le impide tener una posición crítica de las categorías de análisis utilizadas y consagradas por una visión evolucionista y continua del devenir histórico. De aquí se desprende su crítica a la hegemonía ejercida por el constructo teórico de matriz eurocéntrica, arrojando muchas luces sobre aquello que después sería caracterizado como modalidades jerarquizadas de relaciones en torno al poder, el saber y el ser. Sin embargo, es necesario reconocer que dichas categorías no se encuentran del todo formuladas en la obra del Amauta, sino que fueron posteriormente sistematizadas por Aníbal Quijano y otros autores adscritos a la perspectiva decolonial.

En otras palabras, las impresiones de Mariátegui respecto de la existencia de relaciones o vínculos de superioridad/subordinación en la constitución de la nacionalidad peruana contribuyen conceptualmente a aquello que posteriormente sería teorizado como la «colonialidad del poder».

Esta colonialidad constituye, para Quijano, la otra cara de la modernidad: su lado oscuro, dominador. La raza, la estructura de control del trabajo y el género configuran los principales ejes sobre los que se sustenta la dinámica histórica del capitalismo moderno de matriz colonial. En ese sentido, la noción crítica de la supremacía del conocimiento como consagración de un saber válido o legitimado por medio de la empresa colonial va enriqueciendo las interpretaciones emanadas por autores que, de alguna u otra forma, adscriben al pensamiento decolonial.

Tal noción representa —en palabras del mismo Quijano— una verdadera «subversión epistémica», en tanto aporta una perspectiva original de aquello que se puede coligar a la idea latinoamericana de heterogeneidad histórico–estructural como llave interpretativa que supere las visiones rectilíneas presentes tanto en los enfoques modernizadores como en el materialismo histórico de vocación orgánica y evolucionista.

Mariátegui construye una teoría que nos aporta elementos para ser apreciados como una génesis en la enunciación de nuevas perspectivas o en la formación emergente de una racionalidad alternativa que permitiría la realización teórico–práctica de un socialismo indoamericano liberado de la marca europeizante y hegemónica de lo moderno. El pensador peruano fue capaz de elaborar una perspectiva cognitiva que fue produciendo un conocimiento diferente de aquel asentado en la racionalidad instrumental occidental.

No obstante, no existe en Mariátegui una propuesta de racionalidad alternativa expuesta con total claridad. La noción acuñada posteriormente por Quijano se encuentra de manera más bien intuitiva en la obra del Amauta, sin haber sido desarrollada de manera consciente y sistemática. Así, no habría en Mariátegui un sistema filosófico coherente e inmutable o una teoría integral, sino más bien una reflexión en forma de ensayo dentro del ámbito de la producción periodística.

En efecto, en la actualización de su prólogo de los 7 ensayos («Treinta años después»), Quijano asume la crítica de David Sobrevilla y reconoce los límites de su interpretación en cuanto a la formulación de una racionalidad alternativa por parte del Amauta. En ese nuevo escrito, Quijano señala: «Tiene razón Sobrevilla si se refiere a que en Mariátegui no se encuentran esos términos, ni señales formales de que se hubiera propuesto encontrar o producir ninguna racionalidad alternativa».

A pesar de la honestidad intelectual del sociólogo peruano, no podemos dejar de resaltar que, con todos sus desdoblamientos historicistas, el mismo Aníbal Quijano se encargaba de resaltar unos años antes el aporte indudable presente en la obra de su ilustre coterráneo, especialmente como un insumo teórico que inspira la formación de una corriente crítica de la modernidad y del capitalismo.

La construcción de un socialismo en clave decolonial

Mariátegui reconoce tempranamente el carácter diferenciado y novedoso de los procesos de edificación del socialismo vivido en los países de fuera del mundo occidental. Cuando el Amauta sostiene que este proyecto no debe ser «ni calco ni copia» sino creación inédita, intrépida y, por lo tanto, heroica, está inaugurando un proyecto de pensar su país y la región a partir de sus bases reales, de su identidad, de sus problemáticas históricas específicas, de su condición de subordinación en el llamado orden mundial. La necesidad de transformar la realidad social peruana por medio de una relectura de los clásicos marxistas.

En este proceso, el Amauta supera en un primer embate las categorías analíticas propuestas por la Segunda Internacional de realizar un examen de la realidad peruana a partir de la situación del proletariado industrial, de los operarios. Esto significaba adherir a un tipo de marxismo eurocéntrico que no condecía con su deseo de elaborar una propuesta original que reflejase la realidad de su país. Por lo mismo Mariátegui se revela contra las tesis etapistas y positivistas que contemplan un paso inevitable desde una situación de nación precapitalista a una de país capitalista que, en función de las fuerzas productivas desplegadas y por medio de reformas sucesivas, llevaría inevitablemente a las transformaciones económicas, políticas y sociales que permitirían el advenimiento del socialismo.

Simultáneamente, Mariátegui también era consciente que en nuestra América los intelectuales se habían educado según los patrones europeos y que, por ello mismo, carecían de rasgos propios, de contornos originales. Era una intelectualidad colonizada, «una rapsodia compuesta por motivos y elementos del pensamiento europeo». Ello definía desde la intelectualidad y la formación de la cultura una posición de subordinación a la condición de superioridad invocada por la narrativa eurocéntrica como fiel garante de los valores de occidente.

De manera tal que el pensador peruano tiene claro que la situación de los países de la región, a pesar de ser repúblicas oficialmente independientes, en los hechos no pasan de mantener relaciones de carácter semicolonial en un contexto mundial marcado por la fase de penetración imperialista que determina la baja capacidad soberana de nuestras naciones. En dicho escenario, las burguesías nacionales aliadas de los países expoliadores sacan provecho de esta situación y abdican interesadamente en cualquier esfuerzo por la búsqueda de cimentar la soberanía de sus respectivos países.

Tales burguesías no poseen ninguna vocación para conquistar la autonomía e independencia necesaria para el desarrollo del conjunto de los habitantes, pues mantienen una situación privilegiada en cada uno de sus países. Posteriormente, en la ponencia «Punto de vista antiimperialista» que envía a la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana realizada en junio de 1929 en Buenos Aires, Mariátegui expresa fervientemente que el interés de las burguesías nacionales radica en mantener un lazo de cooperación y subordinación con los países imperialistas; nunca en establecer una lucha por la soberanía nacional, como había sido el caso de México o China.

Las burguesías existentes en esta parte del hemisferio, «que ven en la cooperación con el imperialismo la mejor fuente de provechos, se sienten lo suficientemente dueñas del poder político para no preocuparse seriamente de la soberanía nacional». Razón por la cual «no tienen ninguna predisposición a admitir la necesidad de luchar por la segunda independencia […] El Estado, o mejor, la clase dominante no echa de menos un grado más amplio y cierto de autonomía nacional».

Por su parte, para la Komintern la problemática indígena debía ser encarada como una cuestión de lucha por la autonomía de cada nación, es decir, con la formación de las repúblicas quechua y aymara y no por medio de una solución transversal a través de la emancipación del conjunto de las clases explotadas. Los campesinos e indígenas debían permanecer siempre en una situación de subordinación con respecto al proletariado, la clase revolucionaria por excelencia.

De esta forma, el protagonismo del campesinado indígena presente en la concepción mariateguiana representaba una salida herética de los lineamientos centrales trazados para la región. En el fondo, la indiferencia por conocer a fondo otras realidades se fundamentaba en la matriz eurocéntrica de los pensadores marxistas y en el desinterés con el que trataban el problema del colonialismo que imperaba en escala mundial. Fue por esta incomprensión que el Amauta sufrió ataques y descalificaciones en la última etapa de su vida.

«No soy un espectador indiferente al drama humano»

La diversidad de temas que abordó Mariátegui a través de su breve existencia nos permite pensar en él como un intelectual abierto a una diversidad de cuestiones relacionadas con el ámbito de la política, la economía, la sociedad, la educación, la cultura, el arte, el cine, la literatura y el psicoanálisis. En vida, al Amauta no le fue ajeno casi ningún tema que lo rodeaba y que inspiraba su pluma. En su exposición, no pretende ser neutro o indiferente a cuanto observa, y su compromiso con las luchas sociales concretas lo perfilan como un pensador coherente con una praxis cotidiana.

Como señala en la advertencia de sus 7 ensayos: «Otra vez repito que no soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de mis ideales de mis sentimientos, de mis pasiones». O como expone con meridiana claridad en su «Presentación» de La Escena Contemporánea: «Sé muy bien que mi visión de la época no es bastante objetiva ni bastante anastigmática. No soy un espectador indiferente del drama humano. Soy, por el contrario, un hombre con una filiación y una fe».

En Mariátegui todo es parte del proyecto de trasformar la sociedad que le toca vivir. Los temas que abordó continúan plenamente vigentes. Con todos sus desdoblamientos contemporáneos, las reflexiones del Amauta se nos presentan con una actualidad sorprendente. Resistente a la racionalidad reduccionista y tecnocrática de origen eurocéntrica, el arsenal conceptual de Mariátegui abrirá nuevos rumbos para construir una historia diferente, genuinamente peruana y latinoamericana. En su obra se condensan los cimientos de un tipo diverso, multifacético o alternativo de racionalidad que se enfrenta a la racionalidad instrumental de cuño eurocéntrico. Su pensamiento se entronca con las matrices fundantes de las cosmovisiones andinas, que hunden sus raíces en una historicidad milenaria despreciada por los colonizadores.

En tal sentido, su rescate del comunitarismo indígena y campesino se opone radicalmente a la perspectiva de esa racionalidad moderna instrumental (logos) que se contradice con la presencia de relaciones basadas en la reciprocidad, la cooperación, la solidaridad, el respeto mutuo y la fraternidad. En la obra del Amauta se encuentran los elementos para concebir un tipo de modernidad que es a la vez inclusiva, ética y emancipatoria; una modernidad en la que las clases populares, los sectores explotados y segregados, puedan tener la posibilidad de participar activa, autónoma y colaborativamente en la formación de sus proyectos de vida. Esta visión es la que da sustento a su idea de un socialismo a partir de una racionalidad distinta, indoamericana.

Mariátegui es resultado de su época, pero no pierde actualidad. Su obra nos sigue interpelando porque aún tiene cosas que decirnos. Al igual que Gramsci en sus escritos de la cárcel, Mariátegui es un hombre con una fe inagotable y con un optimismo sustentado en la voluntad del hacer. Su contribución y su creencia en la naturaleza humana siguen vigentes precisamente porque vivimos un periodo de restauración conservadora y de resurgimiento de tendencias racistas y xenófobas. En este contexto adverso y sombrío, su palabra y su praxis representan un estímulo innegable para seguir pensando las posibilidades de la utopía y la concepción de caminos emancipatorios para América Latina.