Manuel Fernández-Cuesta
Dominio público
Bajo la realidad, o eso que llaman realidad, se esconde un entramado de intereses empresariales y militares, farmacéuticos y sociológicos, ideas contrapuestas que fingen contradicción, think tanks, películas, novelas, estadísticas, autoayuda, índices bursátiles, gastronomía, arte, televisión e Internet, arquitectura y mentiras con aroma de verdad. La maquinaria de producción de verosimilitud –el atraco al imaginario, en palabras de Christian Salmon-– no se detiene y avanza hacia la nada –hoy es la crisis financiera y la refundación del capitalismo, mañana será una nueva guerra preventiva–, cargada de estilizados cadáveres que sueñan que están vivos, mientras son arrastrados por la corriente o la moda.
La ausencia de sentido, la carencia de experiencias reales individuales y colectivas (por ejemplo, la lucha por la igualdad social frente a la injusticia), hace de este primer mundo –el espacio del consumo directo, tras el placer instantáneo y la permanente interacción con los objetos– un lugar indefinido, extraño a nuestros sentidos, donde nada es lo que parece y la identidad consciente –cargada de signos reconocibles por todos– ha sucumbido ante la diversidad de mil experiencias ajenas impuestas desde la potencia de la medioesfera.
Abrumados por el peso de los disfraces y las personalidades múltiples –algunas cercanas a la psicopatía– aparecen los restos mortales de la realidad, esa forma de vida ancestral que desapareció hacia la segunda mitad de la década de los noventa, cuando el turbocapitalismo aceleró para siempre nuestro modo de ser y de estar en el mundo. Este proceso, iniciado años atrás con los mandatos de Reagan y Thatcher, terminó con el modelo fordista-taylorista (peligroso debido a la fuerza de la cohesionada izquierda sindical) y desarticuló el discurso crítico, articulador de la conciencia de clase.
Esta ruptura de los enunciados emancipadores propició la entrada en acción de dispositivos de destrucción masiva –troyanos en un ordenador– que afectaron, en primer lugar, a las relaciones de producción (con las desregularizaciones y las deslocalizaciones) y, en segundo lugar, a las relaciones entre los seres. De relaciones de intercambio se ha pasado a relaciones de simulación, suplantación, ficción: relaciones de consumo (incluso emocional) en un universo incierto; de la Historia colectiva a las historias. Se habla de sociedad líquida (un concepto literario desarrollado por Z. Bauman) y la expresión sirve para explicar las fluctuaciones (olas en la incertidumbre) de esta ruptura social. Sin embargo, esta apelación a lo líquido no permite analizar cómo el símil –lo ficticio– ha suplantado a la realidad sin que éste pasaje definitivo –la quiebra de nuestra propia simbología e imaginación– haya sido traumático para la ciudadanía.
La aceleración de los años noventa –el beneficio empresarial inmediato– produjo, amén de desarreglos económicos que afectaron a la vida, la proliferación de universos paralelos, narraciones, intertextualidades y toda una serie de fenómenos de individuación (la blogosfera sería el campo de batalla de este ejército mutante) que, entre otras cosas, han imposibilitado, por el incesante ruido y el desorden de la información, la existencia de la política, de la política de la colectividad. Actividad que brotaba de la verdad y se interesaba por la transformación social (en su uso aristotélico), la reflexión sobre el espacio público ha dejado paso a la “política de los políticos” o “política de los expertos”, una rueda donde los mensajes circulan codificados y sólo pueden ser descifrados por receptores autorizados, al tiempo que el ciudadano, despojado cada vez más de su condición adquirida en 1789, navega entre el espectáculo y las apelaciones al sentido común (Freud y Bourdieu analizaron, entre otros, la desconfianza que supone esta petición de principio), infantilizando la percepción de sí mismo y del entorno.
Frente a esta ausencia de lo político, frente a la primacía de una arrogante subjetividad que se presenta como relato real de vida y experiencia gracias a la acción de la maquinaria-storytelling, pocos son los recursos posibles. La indefensión y el miedo parecen ser –al menos en el primer mundo– las dos cualidades principales de la nueva condición humana. La indefensión supone parálisis social, imposibilidad de concebir el discurso colectivo; el miedo, arma clásica del poder, actuaría ahora como bálsamo ante el ocaso de nuestras pequeñas historias cotidianas, ante nuestro modo artificial de ser. Desde esta perspectiva, la crisis financiera –entendida como crisis sistémica– sería un relato creado (impuesto) sobre cimientos reales (la carencia de liquidez bancaria), la narración necesaria para remodelar, con los reajustes laborales pertinentes, la opinión pública. Humanizar el mercado y regularizar la actividad mercantil serían sus recién creados axiomas.
El combate por la “contra-narración”, por la narración portadora de experiencia, requiere instrumentos. El discurso colectivo –no impuesto por la mercadotecnia– se organiza sobre palabras y hechos. Palabras y hechos que transmiten otra forma de mirar y descodificar lo ficticio sin recurrir a la impostura o al cinismo. Estos días se alzan dos libros: La cena de los notables de Constantino Bértolo (Periférica) y Storytelling (Península) de Christian Salmon. Ambos proporcionan elementos para leer e interpretar, abren grietas en el simulacro y alteran el escenario desde experiencias verosímiles. Las “contra-narraciones” –única forma de oposición a lo ficticio– son, como demuestran estos dos trabajos políticos, todavía posibles.
La ausencia de sentido, la carencia de experiencias reales individuales y colectivas (por ejemplo, la lucha por la igualdad social frente a la injusticia), hace de este primer mundo –el espacio del consumo directo, tras el placer instantáneo y la permanente interacción con los objetos– un lugar indefinido, extraño a nuestros sentidos, donde nada es lo que parece y la identidad consciente –cargada de signos reconocibles por todos– ha sucumbido ante la diversidad de mil experiencias ajenas impuestas desde la potencia de la medioesfera.
Abrumados por el peso de los disfraces y las personalidades múltiples –algunas cercanas a la psicopatía– aparecen los restos mortales de la realidad, esa forma de vida ancestral que desapareció hacia la segunda mitad de la década de los noventa, cuando el turbocapitalismo aceleró para siempre nuestro modo de ser y de estar en el mundo. Este proceso, iniciado años atrás con los mandatos de Reagan y Thatcher, terminó con el modelo fordista-taylorista (peligroso debido a la fuerza de la cohesionada izquierda sindical) y desarticuló el discurso crítico, articulador de la conciencia de clase.
Esta ruptura de los enunciados emancipadores propició la entrada en acción de dispositivos de destrucción masiva –troyanos en un ordenador– que afectaron, en primer lugar, a las relaciones de producción (con las desregularizaciones y las deslocalizaciones) y, en segundo lugar, a las relaciones entre los seres. De relaciones de intercambio se ha pasado a relaciones de simulación, suplantación, ficción: relaciones de consumo (incluso emocional) en un universo incierto; de la Historia colectiva a las historias. Se habla de sociedad líquida (un concepto literario desarrollado por Z. Bauman) y la expresión sirve para explicar las fluctuaciones (olas en la incertidumbre) de esta ruptura social. Sin embargo, esta apelación a lo líquido no permite analizar cómo el símil –lo ficticio– ha suplantado a la realidad sin que éste pasaje definitivo –la quiebra de nuestra propia simbología e imaginación– haya sido traumático para la ciudadanía.
La aceleración de los años noventa –el beneficio empresarial inmediato– produjo, amén de desarreglos económicos que afectaron a la vida, la proliferación de universos paralelos, narraciones, intertextualidades y toda una serie de fenómenos de individuación (la blogosfera sería el campo de batalla de este ejército mutante) que, entre otras cosas, han imposibilitado, por el incesante ruido y el desorden de la información, la existencia de la política, de la política de la colectividad. Actividad que brotaba de la verdad y se interesaba por la transformación social (en su uso aristotélico), la reflexión sobre el espacio público ha dejado paso a la “política de los políticos” o “política de los expertos”, una rueda donde los mensajes circulan codificados y sólo pueden ser descifrados por receptores autorizados, al tiempo que el ciudadano, despojado cada vez más de su condición adquirida en 1789, navega entre el espectáculo y las apelaciones al sentido común (Freud y Bourdieu analizaron, entre otros, la desconfianza que supone esta petición de principio), infantilizando la percepción de sí mismo y del entorno.
Frente a esta ausencia de lo político, frente a la primacía de una arrogante subjetividad que se presenta como relato real de vida y experiencia gracias a la acción de la maquinaria-storytelling, pocos son los recursos posibles. La indefensión y el miedo parecen ser –al menos en el primer mundo– las dos cualidades principales de la nueva condición humana. La indefensión supone parálisis social, imposibilidad de concebir el discurso colectivo; el miedo, arma clásica del poder, actuaría ahora como bálsamo ante el ocaso de nuestras pequeñas historias cotidianas, ante nuestro modo artificial de ser. Desde esta perspectiva, la crisis financiera –entendida como crisis sistémica– sería un relato creado (impuesto) sobre cimientos reales (la carencia de liquidez bancaria), la narración necesaria para remodelar, con los reajustes laborales pertinentes, la opinión pública. Humanizar el mercado y regularizar la actividad mercantil serían sus recién creados axiomas.
El combate por la “contra-narración”, por la narración portadora de experiencia, requiere instrumentos. El discurso colectivo –no impuesto por la mercadotecnia– se organiza sobre palabras y hechos. Palabras y hechos que transmiten otra forma de mirar y descodificar lo ficticio sin recurrir a la impostura o al cinismo. Estos días se alzan dos libros: La cena de los notables de Constantino Bértolo (Periférica) y Storytelling (Península) de Christian Salmon. Ambos proporcionan elementos para leer e interpretar, abren grietas en el simulacro y alteran el escenario desde experiencias verosímiles. Las “contra-narraciones” –única forma de oposición a lo ficticio– son, como demuestran estos dos trabajos políticos, todavía posibles.
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