Shanonn May
Sin permiso
Tales escenarios de catástrofe final, con frecuencia reviven una visión maltusiana de los efectos anticipados del cambio climático global. El espectro de los pobres excesivamente fértiles que empujan al mundo hacia un colapso ecológico ha mutado, ahora, en el cuco de los pobres que claman por el “sueño americano”. Si cada habitante de China fuera a consumir igual cantidad de energía que la media de norteamericanos, China engulliría más de 80 millones de barriles de petróleo por día, o el suministro actual diario en el mundo entero.
Sin embargo, este modo de ver el problema de la crisis ecológica no sólo resalta las contradicciones entre oferta y demanda, sino que también preserva las actuales jerarquías de poder y privilegio. De acuerdo con esta lógica, el crecimiento de China no sólo expresa el creciente consumo de los residentes chinos, sino también el de los 5 mil millones de personas que habitan el tercer mundo. Pensar que el problema es que el 80 por ciento de la población mundial desea consumir como los norteamericanos, en lugar de ver que el problema es que el 20 por ciento de la población mundial consume a un ritmo tal que hace imposible compartir de manera equitativa los recursos de la tierra, implica razonar justificando la privación de algunos para preservar la obesidad de otros.
Si la equidad vuelve a jugar el rol de vanguardia en los debates sobre sustentabilidad, entonces la división urbano-rural ya no tiene que ser vista como una barrera natural que preserva la armonía del ecosistema actual. El dilema ético político que se presenta como un consumo devastador de energía, en realidad consiste en averiguar cómo es posible que la humanidad logre una mayor equidad en la distribución de recursos sin privación –para los norteamericanos, los chinos y también para el resto del mundo. ¿Qué pasaría si se lograra una urbanización rural tal que al mismo tiempo aumentara la calidad de vida y las oportunidades económicas de la China rural, y también afectara de manera positiva el cálculo global de carbono? Las eco-ciudades en el campo podrían constituirse en puentes para saltar el abismo entre la población urbana y rural, sin la amenaza del colapso ecológico.
En lugar de enfocar la degradación medioambiental de modo fragmentario –identificar una fuente de polución e intentar frenarla o detenerla—, las ciudades ecológicas son el ejemplo de una forma de imaginar al mundo sin polución. Según las palabras que hicieron famoso a Bill McDonough, éste es un lugar en donde los “los desechos igualan a la comida”. En una eco-ciudad, el habitante reconocería que la ciudad, al igual que la tierra, es un sistema cerrado. Cuando una cosa concluye su ciclo vital en un lugar en el que se considera desecho, está contaminando un sistema cerrado, que eventualmente estará demasiado lleno de residuos como para mantener la vida. De acuerdo con esta perspectiva, sin advertir la falsa premisa de base del “desecho” en un sistema cerrado, la economía de la revolución industrial y las ciudades que la soportan han replicado la mentalidad “de la cuna a la cuna” a escala planetaria. Con las toneladas métricas de equivalente de dióxido de carbono que actualmente se usan como unidad de medida para aproximarse al riesgo ecológico, las eco-ciudades aspiran a una huella neutral de emisiones de carbono.
Sólo es posible cumplir con la promesa de neutralidad de emisiones de carbono mediante sistema integrados de planeamiento y construcción, que no existen en la mayoría de los actuales poblados rurales chinos. Si bien mediante la modificación de los actuales sistemas de infraestructura pública y el manejo de residuos y prácticas constructivas en las ciudades existentes se podrían crear edificios y bloques para residentes urbanos que fueran neutrales respecto de las emisiones de carbono; las ciudades ecológicas construidas en el campo son capaces de sostener la promesa de una calidad de vida creciente y sustentable y de tender un puente -por medio de la extensión de las infraestructuras públicas- en la reciente división estructural (si no legal) entre las poblaciones urbanas y rurales.
Las viviendas y la infraestructura pública actúan como venas portadoras vida, que forman la columna vertebral y el sistema circulatorio y suministran la base que se precisa para subvenir a las necesidades básicas (agua y combustible). De este modo las poblaciones ya no necesitan ser totalmente autosuficientes, sino integradas al modo de la “solidaridad orgánica” de Emile Durkheim, mediante la división del trabajo. La solidaridad creada mediante el comercio de productos y el intercambio de servicios, liberaría a la población del peso de la subsistencia.
Pero, durante los periodos más duros desde el punto de vista climático y medioambiental, la vida de muchos hogares rurales chinos todavía se consume en una lucha por la supervivencia, puesto que son los responsables de cubrir sus propias necesidades básicas – el combustible para cocinar y calefaccionar las casas, y el agua. Durante los dos meses más fríos del invierno, en los poblados montañosos orientales en la Provincia de Liaoning, las dueñas/os de casa invierten cinco horas de trabajo diarias para prender y mantener el fuego necesario para calentar las habitaciones, cuando la temperatura exterior es de -30 grados centígrados, y otras seis horas de trabajo hachando y conservando leña para la siguiente temporada invernal.
Desde los tiempos de la Reforma y Apertura, los residentes rurales saben que el ingreso de sus camaradas urbanos está por encima del ingreso rural en una relación 3:1. Cuando se incluyen en el cálculo los subsidios urbanos, la brecha de ingresos salta hasta 6:1, con lo que se convierte en la mayor disparidad mundial de ingresos. Sin embargo, la inclusión de subsidios urbanos tales como las asignaciones familiares o la atención de la salud, aún no toman en cuenta el valor real de los costos en cuanto a igualdad de oportunidades que tiene el haber nacido en la China rural. Esas once horas de trabajo diario en el invierno, que son necesarias para no morir congelados, son once horas de trabajo que no pueden utilizarse para generar ingresos que podrían invertirse en educación y atención de la salud, y en la educación de los miembros de la familia.
El sistema integrado de residuos y energía de las eco-ciudades promete aliviar la tarea de los hogares rurales para su propia subsistencia, y también bajar las emisiones de carbono. En lugar de quemar combustible a base de carbono para el consumo de energía individual, los sistemas de biogas pueden utilizar desechos humanos, animales o de la agricultura hogareña y convertirlos en gas para calefaccionar y cocinar.
Tales planes, junto con una infraestructura de aguas residuales y la electricidad solar, fueron el núcleo central del plan maestro para reconstruir el pueblo Huangbaiyu, como ejemplo de las soluciones que las eco-ciudades podían aportar a la China rural. En lugar de talar los árboles de la montaña, los deshechos se usarían como combustible para una planta de biogas, que abastecería la energía necesaria para la comunidad; la energía provendría del sol, el agua corriente entraría a las casas por vez primera, y las casas sólo serían construidas con materiales fáciles de retornar a la tierra o reciclar. William McDonough, el principal arquitecto y diseñador, asumió el reto de diseñar un proyecto sustentable de viviendas para el ese valle rural, imitando la perspectiva de un pájaro, que lo ayudaría a decidir el diseño general del hábitat y, siguiendo el drenaje de las cuencas acuíferas a fin de averiguar en qué lugar del valle era posible realizar un proyecto sustentable.
Como pionero en proponer las mejores prácticas en el campo del diseño sustentable, McDonough esbozó, sin advertirlo, un plan ecológicamente sensato a partir de una doble perspectiva de las aves y del movimiento verde, que podría llegar a destruir la economía local y arruinar los hogares cuyo nivel de vida se pensaba incrementar. Si lo que se deseaba era disminuir la carga de la Tierra en el procesamiento del dióxido de carbono, y reducir la carga de los residentes rurales en su lucha por la subsistencia, parecía brillante la solución de reemplazar el abastecimiento local de energía a partir de la madera por el de los deshechos de la agricultura. El error fue que los líderes gubernamentales y los diseñadores eran quienes decidían qué era deshecho en una economía agrícola en la que no participaban. Los tallos del maíz fueron confundidos con deshecho por el equipo encargado del emprendimiento, y en el invierno son la principal fuente de alimentación de las ovejas cashemire, el producto comercial más preciado en la zona. Por decirlo de alguna manera, ni bien reciclado en una economía circular, para el 30% de la población local cuyo ingreso familiar depende de vender la lana cashemire cada primavera, el “deshecho” del tallo de maiz ya es equivalente a alimento, y sin esos “deshechos” el rebaño carecería de alimento y la familia de ingresos. El suelo cercano a un riachuelo en el radio de las aguas residuales -considerado ineficiente para cultivo comercial- fue incorporado en el plan habitacional, y en medio del desarrollo de la nueva eco-ciudad fue creado un lago para que la comunidad tuviera una vista panorámica y un lugar de encuentro. Pero si bien esas tierras eran agrícolamente pobres, eran, sin embargo, ricas para construir piletas de agua, y para ese fin se utilizan actualmente. Puesto que no se tuvo en cuenta a la pesca dentro del ecosistema como un insumo comercial, estas piletas no tenían lugar en el plan maestro, y el 10% de los hogares que dependen de tales ingresos serían víctimas del así llamado aumento de calidad de vida.
En el corazón de la promesa de las eco-ciudades para el campo está la provisión de infraestructura pública que libere a las familias de la carga de sobrevivir, y que les deje tiempo para emprendimientos productivos. Mientras las plantas de biogas que toman deshechos agrícolas desabastecen a las familias que necesitan de tales deshechos como alimentos, se quedan con un dinero precioso para los monederos estrechos de los hogares del valle. Junto con los beneficios de los servicios públicos proveídos centralmente vienen las facturas. En el caso de la planta de biogas de Huangbaiyu, entre el 15-20 % del ingreso anual de los hogares medios iría a pagar el servicio. El costo compite de manera directa con la elección de las familias de pagar por la atención la atención salud de los esposos, la educación de los hijos, o el ahorro para la boda de un hijo adulto.
Si bien la planta de biogas podría liberar cientos de horas de trabajo por año a cada hogar, al finalizar el invierno no habría empleos en el valle. El uso más económico del tiempo es cortar madera y quemar combustible, porque permite a la familia no tener que pagar por servicios con el apreciado dinero en efectivo. La sustitución del manejo sustentable de los bosques montañosos para el uso familiar durante 8-10 ciclos anuales, por la puesta en marcha en Huangbaiyu de una planta de biogas hundiría a la comunidad local, aunque al mismo tiempo cumpliría con los objetivos de la sustentabilidad global: bajar las emisiones de carbono.
Hay una pega con el desarrollo sustentable: ¿para quién es sustentable? Diseñado desde el punto de vista de un pájaro, la tierra, el agua y las mejores prácticas de sustentabilidad expulsan a la población de Huangbaiyu del ecosistema, sólo queda naturaleza y la mirada de los diseñadores. Si se observa la promesa de las eco-ciudades desde la perspectiva de quienes viven el “Sueño Americano”, la misión del emprendimiento sería asegurar que cualquier aumento del uso de la energía en el campo no contribuyera a colapsar las bases de su propio sustento. Lo que resulta invisible es el sustento de los damnificados.
Pero las cosas no deberían ser así necesariamente. Huangbaiyu podría haber estado a la altura de las promesas de eco-ciudades en el campo –trazar un puente en el abismo entre lo urbano y rural sin contribuir al peligro ecológico-. Pero para lograrlo era preciso que la sustentabilidad hubiera partido de la siguiente premisa: la vida y el sustento de esos residentes rurales valen más que el su equivalente en carbono.
Dado que el miedo a la “desaparición del planeta” lleva a que medioambientalistas y políticos ya no consideren al carbono como un compuesto orgánico, sino como un producto que debe ser controlado, con un valor que aumenta en proporción directa con nuestras ansiedades sobre el futuro del clima, peligroso y desconocido, las economías de subsistencia pueden ser lanzadas al abismo. Tenemos que reconocer que no hay política ambiental que al mismo tiempo no sea una política económica. Cualquier política medioambiental que no lo admita, pone en peligro a las poblaciones, incluso cuando busca salvar a la tierra. Si se trata de alterar el uso de los recursos naturales para la subsistencia, entonces es preciso diseñar otros medios para que las familias no sólo subsistan sino que al mismo tiempo crezcan. De otro modo, los programas para salvar al planeta del peligro de la industrialización lo harán a costa de las espaldas deshechas de los campesinos pobres del mundo entero.
Sin permiso
Si bien los líderes chinos se enfrentan con la necesidad política de lograr que la mayoría de sus residentes tengan acceso a los frutos del desarrollo del capital –los bienes, servicios y oportunidades que los ciudadanos de las Naciones que componen la Organización para la cooperación económica y el desarrollo (OCED) consideran garantizados para tres o cuatro generaciones—, al mismo tiempo se encuentran ante un mundo atemorizado por las emisiones de dióxido de carbono y preocupado de cara a la posibilidad de que los desechos del crecimiento chino contaminen mucho más allá de sus fronteras políticas. Los EEUU ostentan la mayor deuda natural con el resto del mundo, a causa de sus emisiones de carbono acumuladas desde los inicios de la revolución industrial; pero algunos piensan que el crecimiento de China, su rápida urbanización y el aumento del consumo per capita es la mayor amenaza que empuja a la humanidad hacia una destrucción mutuamente asegurada.
Tales escenarios de catástrofe final, con frecuencia reviven una visión maltusiana de los efectos anticipados del cambio climático global. El espectro de los pobres excesivamente fértiles que empujan al mundo hacia un colapso ecológico ha mutado, ahora, en el cuco de los pobres que claman por el “sueño americano”. Si cada habitante de China fuera a consumir igual cantidad de energía que la media de norteamericanos, China engulliría más de 80 millones de barriles de petróleo por día, o el suministro actual diario en el mundo entero.
Sin embargo, este modo de ver el problema de la crisis ecológica no sólo resalta las contradicciones entre oferta y demanda, sino que también preserva las actuales jerarquías de poder y privilegio. De acuerdo con esta lógica, el crecimiento de China no sólo expresa el creciente consumo de los residentes chinos, sino también el de los 5 mil millones de personas que habitan el tercer mundo. Pensar que el problema es que el 80 por ciento de la población mundial desea consumir como los norteamericanos, en lugar de ver que el problema es que el 20 por ciento de la población mundial consume a un ritmo tal que hace imposible compartir de manera equitativa los recursos de la tierra, implica razonar justificando la privación de algunos para preservar la obesidad de otros.
Si la equidad vuelve a jugar el rol de vanguardia en los debates sobre sustentabilidad, entonces la división urbano-rural ya no tiene que ser vista como una barrera natural que preserva la armonía del ecosistema actual. El dilema ético político que se presenta como un consumo devastador de energía, en realidad consiste en averiguar cómo es posible que la humanidad logre una mayor equidad en la distribución de recursos sin privación –para los norteamericanos, los chinos y también para el resto del mundo. ¿Qué pasaría si se lograra una urbanización rural tal que al mismo tiempo aumentara la calidad de vida y las oportunidades económicas de la China rural, y también afectara de manera positiva el cálculo global de carbono? Las eco-ciudades en el campo podrían constituirse en puentes para saltar el abismo entre la población urbana y rural, sin la amenaza del colapso ecológico.
En lugar de enfocar la degradación medioambiental de modo fragmentario –identificar una fuente de polución e intentar frenarla o detenerla—, las ciudades ecológicas son el ejemplo de una forma de imaginar al mundo sin polución. Según las palabras que hicieron famoso a Bill McDonough, éste es un lugar en donde los “los desechos igualan a la comida”. En una eco-ciudad, el habitante reconocería que la ciudad, al igual que la tierra, es un sistema cerrado. Cuando una cosa concluye su ciclo vital en un lugar en el que se considera desecho, está contaminando un sistema cerrado, que eventualmente estará demasiado lleno de residuos como para mantener la vida. De acuerdo con esta perspectiva, sin advertir la falsa premisa de base del “desecho” en un sistema cerrado, la economía de la revolución industrial y las ciudades que la soportan han replicado la mentalidad “de la cuna a la cuna” a escala planetaria. Con las toneladas métricas de equivalente de dióxido de carbono que actualmente se usan como unidad de medida para aproximarse al riesgo ecológico, las eco-ciudades aspiran a una huella neutral de emisiones de carbono.
Sólo es posible cumplir con la promesa de neutralidad de emisiones de carbono mediante sistema integrados de planeamiento y construcción, que no existen en la mayoría de los actuales poblados rurales chinos. Si bien mediante la modificación de los actuales sistemas de infraestructura pública y el manejo de residuos y prácticas constructivas en las ciudades existentes se podrían crear edificios y bloques para residentes urbanos que fueran neutrales respecto de las emisiones de carbono; las ciudades ecológicas construidas en el campo son capaces de sostener la promesa de una calidad de vida creciente y sustentable y de tender un puente -por medio de la extensión de las infraestructuras públicas- en la reciente división estructural (si no legal) entre las poblaciones urbanas y rurales.
Las viviendas y la infraestructura pública actúan como venas portadoras vida, que forman la columna vertebral y el sistema circulatorio y suministran la base que se precisa para subvenir a las necesidades básicas (agua y combustible). De este modo las poblaciones ya no necesitan ser totalmente autosuficientes, sino integradas al modo de la “solidaridad orgánica” de Emile Durkheim, mediante la división del trabajo. La solidaridad creada mediante el comercio de productos y el intercambio de servicios, liberaría a la población del peso de la subsistencia.
Pero, durante los periodos más duros desde el punto de vista climático y medioambiental, la vida de muchos hogares rurales chinos todavía se consume en una lucha por la supervivencia, puesto que son los responsables de cubrir sus propias necesidades básicas – el combustible para cocinar y calefaccionar las casas, y el agua. Durante los dos meses más fríos del invierno, en los poblados montañosos orientales en la Provincia de Liaoning, las dueñas/os de casa invierten cinco horas de trabajo diarias para prender y mantener el fuego necesario para calentar las habitaciones, cuando la temperatura exterior es de -30 grados centígrados, y otras seis horas de trabajo hachando y conservando leña para la siguiente temporada invernal.
Desde los tiempos de la Reforma y Apertura, los residentes rurales saben que el ingreso de sus camaradas urbanos está por encima del ingreso rural en una relación 3:1. Cuando se incluyen en el cálculo los subsidios urbanos, la brecha de ingresos salta hasta 6:1, con lo que se convierte en la mayor disparidad mundial de ingresos. Sin embargo, la inclusión de subsidios urbanos tales como las asignaciones familiares o la atención de la salud, aún no toman en cuenta el valor real de los costos en cuanto a igualdad de oportunidades que tiene el haber nacido en la China rural. Esas once horas de trabajo diario en el invierno, que son necesarias para no morir congelados, son once horas de trabajo que no pueden utilizarse para generar ingresos que podrían invertirse en educación y atención de la salud, y en la educación de los miembros de la familia.
El sistema integrado de residuos y energía de las eco-ciudades promete aliviar la tarea de los hogares rurales para su propia subsistencia, y también bajar las emisiones de carbono. En lugar de quemar combustible a base de carbono para el consumo de energía individual, los sistemas de biogas pueden utilizar desechos humanos, animales o de la agricultura hogareña y convertirlos en gas para calefaccionar y cocinar.
Tales planes, junto con una infraestructura de aguas residuales y la electricidad solar, fueron el núcleo central del plan maestro para reconstruir el pueblo Huangbaiyu, como ejemplo de las soluciones que las eco-ciudades podían aportar a la China rural. En lugar de talar los árboles de la montaña, los deshechos se usarían como combustible para una planta de biogas, que abastecería la energía necesaria para la comunidad; la energía provendría del sol, el agua corriente entraría a las casas por vez primera, y las casas sólo serían construidas con materiales fáciles de retornar a la tierra o reciclar. William McDonough, el principal arquitecto y diseñador, asumió el reto de diseñar un proyecto sustentable de viviendas para el ese valle rural, imitando la perspectiva de un pájaro, que lo ayudaría a decidir el diseño general del hábitat y, siguiendo el drenaje de las cuencas acuíferas a fin de averiguar en qué lugar del valle era posible realizar un proyecto sustentable.
Como pionero en proponer las mejores prácticas en el campo del diseño sustentable, McDonough esbozó, sin advertirlo, un plan ecológicamente sensato a partir de una doble perspectiva de las aves y del movimiento verde, que podría llegar a destruir la economía local y arruinar los hogares cuyo nivel de vida se pensaba incrementar. Si lo que se deseaba era disminuir la carga de la Tierra en el procesamiento del dióxido de carbono, y reducir la carga de los residentes rurales en su lucha por la subsistencia, parecía brillante la solución de reemplazar el abastecimiento local de energía a partir de la madera por el de los deshechos de la agricultura. El error fue que los líderes gubernamentales y los diseñadores eran quienes decidían qué era deshecho en una economía agrícola en la que no participaban. Los tallos del maíz fueron confundidos con deshecho por el equipo encargado del emprendimiento, y en el invierno son la principal fuente de alimentación de las ovejas cashemire, el producto comercial más preciado en la zona. Por decirlo de alguna manera, ni bien reciclado en una economía circular, para el 30% de la población local cuyo ingreso familiar depende de vender la lana cashemire cada primavera, el “deshecho” del tallo de maiz ya es equivalente a alimento, y sin esos “deshechos” el rebaño carecería de alimento y la familia de ingresos. El suelo cercano a un riachuelo en el radio de las aguas residuales -considerado ineficiente para cultivo comercial- fue incorporado en el plan habitacional, y en medio del desarrollo de la nueva eco-ciudad fue creado un lago para que la comunidad tuviera una vista panorámica y un lugar de encuentro. Pero si bien esas tierras eran agrícolamente pobres, eran, sin embargo, ricas para construir piletas de agua, y para ese fin se utilizan actualmente. Puesto que no se tuvo en cuenta a la pesca dentro del ecosistema como un insumo comercial, estas piletas no tenían lugar en el plan maestro, y el 10% de los hogares que dependen de tales ingresos serían víctimas del así llamado aumento de calidad de vida.
En el corazón de la promesa de las eco-ciudades para el campo está la provisión de infraestructura pública que libere a las familias de la carga de sobrevivir, y que les deje tiempo para emprendimientos productivos. Mientras las plantas de biogas que toman deshechos agrícolas desabastecen a las familias que necesitan de tales deshechos como alimentos, se quedan con un dinero precioso para los monederos estrechos de los hogares del valle. Junto con los beneficios de los servicios públicos proveídos centralmente vienen las facturas. En el caso de la planta de biogas de Huangbaiyu, entre el 15-20 % del ingreso anual de los hogares medios iría a pagar el servicio. El costo compite de manera directa con la elección de las familias de pagar por la atención la atención salud de los esposos, la educación de los hijos, o el ahorro para la boda de un hijo adulto.
Si bien la planta de biogas podría liberar cientos de horas de trabajo por año a cada hogar, al finalizar el invierno no habría empleos en el valle. El uso más económico del tiempo es cortar madera y quemar combustible, porque permite a la familia no tener que pagar por servicios con el apreciado dinero en efectivo. La sustitución del manejo sustentable de los bosques montañosos para el uso familiar durante 8-10 ciclos anuales, por la puesta en marcha en Huangbaiyu de una planta de biogas hundiría a la comunidad local, aunque al mismo tiempo cumpliría con los objetivos de la sustentabilidad global: bajar las emisiones de carbono.
Hay una pega con el desarrollo sustentable: ¿para quién es sustentable? Diseñado desde el punto de vista de un pájaro, la tierra, el agua y las mejores prácticas de sustentabilidad expulsan a la población de Huangbaiyu del ecosistema, sólo queda naturaleza y la mirada de los diseñadores. Si se observa la promesa de las eco-ciudades desde la perspectiva de quienes viven el “Sueño Americano”, la misión del emprendimiento sería asegurar que cualquier aumento del uso de la energía en el campo no contribuyera a colapsar las bases de su propio sustento. Lo que resulta invisible es el sustento de los damnificados.
Pero las cosas no deberían ser así necesariamente. Huangbaiyu podría haber estado a la altura de las promesas de eco-ciudades en el campo –trazar un puente en el abismo entre lo urbano y rural sin contribuir al peligro ecológico-. Pero para lograrlo era preciso que la sustentabilidad hubiera partido de la siguiente premisa: la vida y el sustento de esos residentes rurales valen más que el su equivalente en carbono.
Dado que el miedo a la “desaparición del planeta” lleva a que medioambientalistas y políticos ya no consideren al carbono como un compuesto orgánico, sino como un producto que debe ser controlado, con un valor que aumenta en proporción directa con nuestras ansiedades sobre el futuro del clima, peligroso y desconocido, las economías de subsistencia pueden ser lanzadas al abismo. Tenemos que reconocer que no hay política ambiental que al mismo tiempo no sea una política económica. Cualquier política medioambiental que no lo admita, pone en peligro a las poblaciones, incluso cuando busca salvar a la tierra. Si se trata de alterar el uso de los recursos naturales para la subsistencia, entonces es preciso diseñar otros medios para que las familias no sólo subsistan sino que al mismo tiempo crezcan. De otro modo, los programas para salvar al planeta del peligro de la industrialización lo harán a costa de las espaldas deshechas de los campesinos pobres del mundo entero.
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