La Jornada
¿Seguridad? ¿Protegernos de qué o de quién? Aumenta continuamente la preocupación general por la seguridad y al mismo tiempo se diluyen sus contornos.
La situación de los zapatistas es buena parábola de la cuestión. No tienen problemas de “seguridad interior”. Hay una relación convivial entre vecinos y las comunidades saben cómo procesar justa y serenamente conflictos y violaciones a las normas sociales. Pero la gente vive bajo continua amenaza “externa”: el acoso militar y policiaco y la agresión de los paramilitares. Las autoridades gubernamentales son el problema de seguridad de los pueblos zapatistas.
En el resto del país, el “crimen organizado” se concentra también en el gobierno. El desorden e incompetencia que lo caracterizan disimula el empeño concertado, de tipo delictuoso, presente en los tres niveles de gobierno. Combina el afán desorbitado de apropiarse de bienes ajenos, bajo todas las formas de la corrupción, con el ejercicio sistemático de la violencia, para imponer su voluntad y someter a control a la población. En el caldo de cultivo de la impunidad galopante proliferan mafias en que es cada vez más difícil distinguir a delincuentes de policías, jueces o funcionarios.
Narcotraficantes y secuestradores se usan como pretexto y cortina de humo de esa asociación delictuosa. Pero la “guerra contra las drogas” produce lo contrario: hace evidente la naturaleza del régimen dominante y la función de la seguridad como justificación de un ejercicio ilegítimo de dominación y control.
Esa “guerra” se pierde día tras día: aumentan inconteniblemente la producción y consumo de drogas y la violencia, impunidad y corrupción que las acompañan, lo que lleva a intensificar el fallido esfuerzo. Se alimenta así el fuego, en vez de apagarlo. Nadie ha llegado al punto de tirar la toalla, pues el horror penetra por todos los poros de la sociedad, corrompiendo a su paso cuanto encuentra. Pero un número creciente de personas y grupos descubre el carácter del predicamento y plantea cómo salir de él.
Desde hace décadas estudios rigurosos han mostrado que de cada dólar pagado por un consumidor estadunidense de drogas, tocan de tres a cinco centavos a su productor en Guerrero o Colombia; los traficantes se llevan de 12 a 15 centavos; el resto va a parar a manos de quienes combaten uso y tráfico de drogas. Las policías y los ejércitos, los funcionarios gubernamentales, los bancos, el poder constituido (gobernadores incluidos), se reparten la tajada del león. Las proporciones no cambian, aunque las cifras del negocio se multipliquen geométricamente. Intensificar la “guerra” aumenta el precio del producto para el consumidor y las ganancias de cuantos participan en la operación, pero no modifica la naturaleza del negocio ni altera la composición del reparto.
La razón que se aduce para mantener la criminalización de las drogas es muy simple: el Estado debe proteger a los ciudadanos... de sí mismos. Según esto, no somos capaces de usar sensatamente nuestra libertad. Sin la protección del gobierno caeríamos inevitablemente en la drogadicción y nos entregaríamos al vicio, como ya lo hacemos con el alcohol o el tabaco.
Es cierto que en la sociedad de consumo la propaganda hace comprar productos dañinos o inútiles y en ella quien no es prisionero de la adicción a comprar lo es de la envidia (por falta de poder de compra). Pero el argumento es frágil. Muchos productos que circulan libremente son más dañinos que las drogas; no hay razón para tratarlas como excepción. La protección que supuestamente ofrece el Estado con la criminalización es cada vez más contraproductiva: estimula el consumo de drogas, en vez de evitarlo; desampara, en vez de proteger; causa más males que los que pretende resolver, corroyendo las bases mismas de nuestra convivencia.
Las campañas que en todas partes se realizan para despenalizar las drogas no abogan por la libertad seudoanarquista del mercado, sino por la creación de un orden social auténticamente democrático, que no delegue en el poder constituido, en nombre de la protección a los ciudadanos, la facultad de someterlos a su arbitrio y control. Es el orden por el que siguen luchando los zapatistas.
En cuestiones de seguridad, como en todas las demás, ha llegado la hora de decir serenamente a los guerreros instalados en el poder constituido: no, gracias, no queremos su protección. Preferimos el riesgo y las dificultades de una despenalización sensata de las drogas, a seguir padeciendo su guerra, en la que perdemos todos para que ustedes se enriquezcan. Asumir la responsabilidad en este ámbito nos permitiría hacerlo en muchos otros, para romper la cárcel de la sociedad de consumo, operada por la república autoritaria.
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