La Jornada
Las diversas crisis en curso tienen la enorme virtud de develar situaciones que, en el transcurso de la cotidianeidad, aparecen opacadas y resultan invisibles. Entre ellas, muestran el papel real de los estados-nación más allá de los discursos, tanto sus límites como herramientas para los cambios, así como el papel insustituible que juegan para las elites globales.
El colosal salvataje bancario que pretende imponer el gobierno de George W. Bush recuerda los análisis de Fernand Braudel, actualizados por Immanuel Wallerstein y Giovanni Arrighi para comprender los rumbos del capitalismo en su fase terminal. Para ellos, el capitalismo no podría haber triunfado ni puede permanecer sobre la Tierra sin colonizar y utilizar los estados, como herramientas centrales en el proceso de acumulación de capital. La utilización masiva de fondos públicos para auxiliar al sistema financiero convierte en polvareda ideológica la cacareada capacidad de los mercados de autorregularse. Y evidencia los discursos mentirosos sobre el papel marginal del Estado en la economía neoliberal, y, sobre todo, la grosera utilización de los estados en la realización de ganancias y en fortalecer el papel de las elites.
La negativa de Bush a beneficiar a los pequeños deudores mientras acude en auxilio del casino financiero, enseña las más excluyentes opciones de un Estado clasista. Sin embargo, el hecho incontestable de que el Estado sea pieza clave en el funcionamiento “normal” del sistema capitalista, más cuando la guerra se ha convertido en su forma habitual de funcionar, no quiere decir que sea un instrumento apto para la liberación de los pueblos. El drama boliviano señala precisamente esos límites.
De poco valió que Evo Morales alcanzara un increíble 67 por ciento en el referendo revocatorio de agosto. Si Bolivia no fuera un Estado colonial, la legitimidad del gobierno sería un hecho que nadie en su sano juicio podría contestar. Sin embargo, las elites económicas se resisten a perder el control de “su” Estado, que jugó papel destacado a la hora de permitirles acumular millones de hectáreas, base de su fortuna y poder, a raíz de la reforma agraria posrevolución de 1952, que debería haber beneficiado a los campesinos pobres de Santa Cruz. Ese Estado les facilitó una acumulación tal de riquezas que hubiera hecho empalidecer a Adam Smith cuando acuñó el concepto “acumulación primitiva” para dar cuenta del proceso de creación de un capital primigenio, previo a la puesta en marcha del proceso de acumulación por extracción de plusvalor.
La crisis de septiembre mostró la desesperación de las elites bolivianas ante la posibilidad de perder el Estado como punto de apoyo en su pugna por mantener su poder. La demanda autonomista no es más que un proceso de construcción de un poder estatal para proteger sus riquezas. Como no podía ser de otro modo, las burocracias civil y militar juegan a favor de los poderosos, a impedir cambios, a perpetuar los privilegios. Por eso las fuerzas armadas no obedecen a Evo cuando les ordena establecer el estado de sitio en Santa Cruz. Es necesario destacar la cautela del gobierno a la hora de lanzar a las tropas contra los autonomistas. Las fuerzas armadas no pueden ni deben ser las que diriman las luchas de clases. Flaco favor le haría un gobierno que se reclama popular si se prestara a hacerlo.
Ese lugar no pueden sino ocuparlo pueblos organizados en movimientos. El dato nuevo y esperanzador es el nuevo activismo de base, como analizó Raquel Gutiérrez Aguilar. El cerco a Potosí, en agosto, y el reciente cerco a Santa Cruz por 20 mil indígenas marcan un punto de inflexión más trascedente que las decisiones del gobierno de La Paz para contrarrestar la rebelión autonomista. Son esas bases, las mismas que protagonizaron la guerra del agua en 2000, las guerras del gas en 2003 y 2005, las únicas que pueden modificar la relación de fuerzas y poner en retirada a las elites cruceñas. En ellas anida una capacidad y determinación destinadas a desbordar, si fuera necesario, al gobierno que sienten como propio. Esos sectores han comprendido que el Estado puede hacer ciertas cosas, decretos y leyes a favor de los pueblos, pero entendieron en dos años y medio que los cambios que apuntan hacia un mundo nuevo sólo pueden venir de abajo.
Parece necesario destacar que no estamos ante un debate ideológico. Es la experiencia la que empuja a los pueblos que viven en Bolivia a tomar en sus manos su propio destino, en vez de dejarlo en los administradores del Estado, que por mejores intenciones que tengan están utilizando una herramienta creada para conservar el estado de cosas, no para demolerlo. Con los movimientos en la calle, corresponderá al gobierno decidir si los apoya de modo incondicional o si, como en estos dos años y medio, los pretende utilizar para obtener concesiones de las elites. De eso se trata la crisis de septiembre: los pueblos nos dicen que su movilización es el factor a tener en cuenta de ahora en más. Y no sólo por parte de las elites reaccionarias; también por el gobierno que, en adelante, tendrá que vérselas con el Ya basta! lanzado, en los hechos, por los indígenas.
Quienes desconfiamos de los estados como instrumentos para construir un mundo nuevo, podemos aprender de estas crisis en curso. Sería repetir viejos errores centrarnos en un debate teórico alejado de lo que realmente está sucediendo ante nuestros ojos. La experiencia nos está diciendo que los movimientos pueden tomar dos caminos para cambiar el mundo: convertirse en burocracias estatales o seguir siendo movimientos. El primero es el trillado camino de más de un siglo; el otro no ofrece garantías, pero se puede asegurar, por lo menos, que es el camino más seguro para que el futuro no se nos escape de las manos.
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